17

El paseo de vuelta a Tranquility House no contribuyó a calmar los nervios de Angel ni a aclararle la mente. Solo sabía que tenía el pulso acelerado y que no era capaz de librarse de aquella sensación de mareo y falta de aire. Cuando divisaron el edificio comunitario, se fijó en un grupo de hombres allí reunidos justo en el momento en que uno de ellos también los vio.

– ¡Eh, Coop! -gritó el hombre.

Angel dio un respingo. Aquel alarido rompió el silencio habitual del lugar y le provocó un subidón de adrenalina que no le fue demasiado bien a su ya acelerado organismo.

– ¡Coop, estoy aquí! -El hombre agitaba las manos para llamar su atención.

Cooper hizo una mueca de disgusto y miró a Angel.

– Son los encargados de instalar la carpa para la exposición. Supongo que querrán que les ayude.

Angel asintió, aliviada y decepcionada al mismo tiempo.

El hombre le soltó la mano y le acarició las mejillas.

– ¿Estarás bien?

Angel volvió a asentir.

– Has dicho que querías estar conmigo.

Angel negó con la cabeza.

– No, estaré bien. No te preocupes.

Pensándolo mejor, en aquel momento necesitaba algo distinto. Lo que le hacía falta era algo de tiempo para eliminar de su mente la extraña idea de que corría el peligro de enamorarse de él.

– Entonces, te veré más tarde. -Inclinó la cabeza y le dio un beso en los labios, dulce y delicado que, sumado a los nervios que sentía, la dejó tambaleándose. Cooper la agarró por los hombros-. ¿Todo va bien?

Pues no. Su corazón seguía desbocado y Angel sentía que se podía caer en cualquier momento, pero consiguió forzar una despreocupada sonrisa, como hacía normalmente en situaciones por el estilo.

– Por supuesto.

Cooper echó a andar pero enseguida se dio la vuelta y Angel deseó que él no se hubiera dado cuenta de que lo estaba mirando mientras se alejaba.

– ¿Eres tú la que silbas?

Angel abrió los ojos como platos y se metió las manos en los bolsillos.

– No sé de qué me estás hablando.

Ella solo silbaba cuando se sentía insegura o asustada, y no era el caso. Así que le dedicó la mejor de sus sonrisas y dio media vuelta. Intentó mantener la compostura y parecer serena mientras salía disparada hacia su cabaña con la esperanza de recuperar algo de cordura.

Ya estaba llegando cuando oyó la voz de una anciana que la llamaba.

– ¡Niña! ¡Niña, estoy aquí!

Angel se volvió en dirección al sonido. En la puerta de la cabaña que acababa de dejar atrás había una mujer que había visto antes por el recinto.

– ¿Puedo ayudarla en algo, señora? -preguntó, dirigiéndose hacia ella. La mujer le hizo un gesto con una mano para que se acercara mientras los dedos de la otra, deformados por la artritis, se aferraban con fuerza a un grueso bastón.

Angel obedeció y siguió a la mujer hasta el interior de su cabaña. Quizá la viejecilla necesitaba que la ayudara a mover o a encontrar algo.

La mujer cerró la puerta y se volvió para mirarla.

– Siéntate, niña, hazme el favor.

Angel no tenía ganas de charla, así que sin moverse de donde estaba, le preguntó:

– ¿Quiere que la ayude en algo, señora?

– Soy la señora Withers. -Le señaló que se sentara y ella hizo lo propio-. He oído que eres periodista.

Sintiendo que no tenía otra opción, Angel asintió y se acomodó en la silla.

– Me llamo Angel Buchanan. Trabajo para la revista West Coast.

– Pues si vas a escribir sobre Tranquility House, deberías hablar conmigo.

Angel abrió la boca para corregirla, pero la cerró antes de decir nada. Al fin y al cabo, no tenía ninguna prisa. La alternativa a pasar un rato con la señora Withers era dedicarse a la contemplación de las cuatro paredes de su habitación mientras intentaba dilucidar si estaba o no enamorándose de Cooper.

No. Claro que no. ¿Por qué iba a ser él su hombre ideal?

Y como todo aquello era exactamente lo que no quería plantearse, centró su atención en la anciana.

– ¿Conoce bien Tranquility House? -le preguntó.

– ¡Si lo conozco bien! Llevo viniendo cada mes de septiembre de los últimos cuarenta años.

¡Cuarenta años! Angel estaba ya más serena. Los recuerdos de aquella mujer la mantendrían distraída durante un buen rato.

– Cuénteme.

A pesar de lo que acababa de decir, la mente de Angel se opuso a seguir la conversación. Estaba atenta para meter los «aja» oportunos que hicieran creer a la mujer que la estaba escuchando, pero la mayor parte de sus neuronas seguían ocupadas en el tema Cooper.

No podía ser que estuviera enamorándose de él.

Ni de él ni de nadie. Llevaba mucho tiempo vacunada contra el hecho de entregarle su corazón a alguien, y cada vez que imaginaba su futuro lo veía muy parecido al de su jefa. Jane tenía amigos y una vida plena y feliz sin ataduras sentimentales. Y aquello a Angel le bastaba y le sobraba, pues sabía mejor que nadie que las consecuencias de enamorarse serían la decepción, que podía ser llevadero, o también algún peligro real.

Entre aquellos dos extremos estaban la infelicidad, el abandono y los disgustos. Contuvo un escalofrío y volvió su atención a la señora Withers.

– Hacían una pareja encantadora -estaba diciendo-. Se casaron en septiembre, ¿sabes?, en las montañas. Y yo asistí a la boda.

Angel no tenía ni idea de a quién se refería.

– Perdone, ¿de qué pareja encantadora me está hablando?

– De Edie y John.

Entonces recordó que en los informes de Cara aparecían aquellos nombres.

– Ah, los padres de Cooper. -Cuando se dio cuenta de lo que acababa de decir, Angel notó que se estaba ruborizando-. Es decir, los padres de Cooper, Beth y Lainey.

– Eso es. -La mujer asintió-. Ellos adoraban a sus hijos.

Afortunados, ellos.

– Pero aún más se adoraban el uno al otro. Cuando John murió, Edie se quedó destrozada. Entonces pensé que aquello sería el fin de Tranquility House.

– ¿En serio? -preguntó, y su pensamiento voló de nuevo a Cooper y a la playa, al momento en que le había contado en tono grave lo mal que lo había pasado tras la muerte de su padre. A que le había echado en cara no querer involucrarse demasiado con él.

Había dado en el clavo.

Pero ¡no!, él no entendía que ella estaba siendo realista. Que entre ellos había química, que el sexo era increíble y compartían gustos en cuanto a comida poco saludable. Pero ¡eso era todo! Además, su canción era la ridícula «Hakuna Matata», por el amor de Dios.

– … aunque el muchacho era incansable. Solo tenía diecinueve años y seguía yendo a la escuela, trabajaba en la ciudad y los fines de semana se hacía cargo de Tranquility House.

– Mmm. -Así que Cooper era muy trabajador. Interesante. Aunque ella se había dado cuenta desde un buen principio. No tenía por qué convertirse nada más que en un agradable recuerdo de sexo satisfactorio.

– Sin embargo, Edie…

Angel se aferró a aquel nombre para centrarse de nuevo en la conversación.

– Sí, Edie -repitió, mientras se inclinaba hacia delante-. Hábleme de Edie.

La señora Withers soltó un largo suspiro.

– Hay mujeres incapaces de salir adelante sin un hombre a su lado.

Angel asintió.

– Tiene razón, he conocido a unas cuantas.

Y recuerda, tú no eres una de ellas.

– Yo estuve casada treinta años y todavía echo de menos a Charlie, pero yo siempre fui muy independiente. -La mujer tenía un brillo de satisfacción en la mirada-. Tras su muerte, seguí intentando pasármelo bien. Y aún lo hago.

– Muy bien hecho -añadió Angel.

Pero entonces la mujer sonrió y volvió a suspirar.

– Aunque me he sentido sola. Muy sola, a veces.

A Angel se le hizo un nudo en el estómago. Se acordó del atronador silencio de su apartamento que ella rompía con el ruido de las noticias. Pensó en Tom Jones, el caprichoso gato de su vecina y la única criatura viva que tocaba durante el día.

– Bueno, claro…

La señora Withers sacudió la cabeza.

– Pero te estaba hablando de Edie. Cuando John murió no volvió a ser la misma. Yo creo que la consumía la añoranza. Unos años después se acatarró y aquello se convirtió en una neumonía. He oído decir que luchó por curarse pero…

Angel chasqueó la lengua.

– Los peligros del amor.

– Los niños quedaron destrozados, pero entonces Cooper intervino y se hizo cargo de todo.

– Sí, la verdad es que se le da bastante bien.

La señora Withers asintió.

– Y es más, les dio a sus hermanas el respaldo que precisaban. Cuando ellas necesitaban un hombro sobre el que llorar, en el que apoyarse, ahí estaba él. Lainey ya estaba casada y tenía a la pequeña Katie, pero aquel artista que escogió por marido se pasaba los días encerrado en la torre con sus pinturas y sus lienzos. Cooper es quien siempre ha ayudado a las mujeres de la familia.

«Aquel artista.» Angel se quedó con aquellas dos palabras y trató de olvidarse del resto. Debería hacerle preguntas a la señora Withers acerca de «aquel artista». Ese era el motivo por el que estaba allí, ¿no? Para averiguar más cosas sobre Stephen Whitney. Para descubrir la verdad.

La verdad.

«Cooper es quien siempre ha ayudado a las mujeres de la familia.»

Le vinieron a la cabeza una sucesión de imágenes.

Cooper buscando a Katie durante el funeral. El camino hasta la ceremonia posterior del brazo de su hermana. El consuelo que le ofreció a Beth aquel mismo día. Las citas al atardecer con su sobrina. Los trabajos de jardinería en casa de Lainey. Las volteretas en la piscina.

¿Cómo iba a correr peligro de enamorarse de un hombre así?

Ja. Ja. Ja.

Qué gracioso. Lo cierto es que no corría ningún peligro.

Porque ya estaba enamorada de él.


Estaba ya atardeciendo y a Cooper le dolían los brazos por el esfuerzo de haber ayudado a levantar aquellas dos carpas enormes. Aunque los trabajadores agradecieron su colaboración, él podría haberse marchado mucho antes.

Sin embargo, utilizó el trabajo como excusa para evitar a Angel y como un castigo que decidió autoinfligirse.

Cuando, aquella misma mañana, se había despertado y descubierto que ella había vuelto a desaparecer, lo primero que le había venido a la cabeza era la imagen de Angel hundiéndose en la piscina. El recuerdo le había perturbado y había sentido la necesidad de encontrarla para asegurarse de que estaba a salvo.

Judd le había dado a entender que la había visto camino de la cala y, mientras se dirigía hacia allí, la sensación de ansiedad y enfado que lo embargaba fue creciendo en intensidad.

Así que cuando la había encontrado, había arremetido contra ella por la facilidad con la que se apartaba de él, cuando lo que se suponía que él quería de ella era precisamente eso.

Aquello había sido una estupidez. Y él era un estúpido.

Miró el reloj y se dijo que tenía otra buena excusa antes de enfrentarse de nuevo a ella. Era casi la hora de su habitual cita con Katie y quizá la puesta de sol le proporcionara la solución sobre cómo enfriar su relación con Angel.

Sin embargo, cuando llegó al lugar especial que compartía con Katie, se encontró con una cabeza rubia junto a la de su sobrina. Estaban sentadas la una junto a la otra, y la suave brisa levantaba y entretejía el pelo de ambas, formando una bonita mezcla de rizos claros y mechones castaños.

Iba a perderlas a ambas.

Aquella idea lo golpeó con fuerza mientras se dejaba caer en una de las rocas. Estiró las piernas y algunas piedrecitas rodaron hacia Angel y Katie. Ambas volvieron la cabeza.

Cooper se encogió de hombros.

– Lo siento, no quería molestaros.

Angel esbozó una sonrisa pero la borró de inmediato, mientras se apresuraba a levantarse.

– Yo… ya me iba.

– No te vayas. -¿Por qué siempre decía lo que no debía?-. Esto… yo… esto… -Mierda. Parecía tan nervioso como ella.

Angel se mordió el labio.

– No quiero molestar.

Cooper se incorporó para sentarse junto a su sobrina.

– No nos molestas, ¿verdad que no, Katie? -Envolvió a su sobrina en un abrazo y se obligó a mirar a Angel-. Además, si no me equivoco este es tu penúltimo atardecer en Big Sur, ¿no? Lo compartiremos contigo.

Angel dudó durante unos segundos y asintió, con expresión de frialdad y sin signos aparentes de nerviosismo.

– Así es. Me marcharé cuando termine la exposición.

Si Angel se había planteado comportarse de manera distinta después de que le hubiera pedido que se «involucrara» con él, si lo que esperaba era que él le pidiera que se quedara más tiempo, no había nada en su actitud que así lo diera a entender. Aliviado, Cooper cogió la botella de agua que Katie le ofrecía y se bebió la mitad de un solo trago.

Entonces dirigió la atención a su sobrina.

– Y tú, ¿cómo has pasado el día, señorita?

– Bien.

Su expresión pétrea era un reflejo de la de Angel. Él sabía que estaba conteniendo un montón de emociones. ¿Significaba aquello que tras su mirada fría Angel estaba también tramando algo?

Algo inquieto, Cooper dirigió la vista a la imponente puesta de sol que empezaba a difuminarse bajo el cielo del anochecer. Desaparecía tan deprisa, pensó. Los días pasaban tan rápido. Igual que su vida.

– Estaba hablándole a Katie de San Francisco -intervino Angel-. Y de las ganas que tengo de regresar.

San Francisco. Quizá debería haber vuelto allí después de la operación. Quizá debería haber regresado a la ciudad a consumirse como una vela, haciendo todo lo que le gustaba. Pero en lugar de eso había optado por ir allí para tratar de asegurar un futuro para Tranquility House y su familia.

«Cuida de tu madre y tus hermanas», le había pedido su padre aquella noche en las montañas. Cooper iba a mantener la promesa el tiempo que le fuera posible.

Cerró los ojos y se recordó que morir en Big Sur le había llegado a parecer una buena idea. Allí, comparada con la permanencia de las montañas, con el incesante vaivén del océano y con el horizonte infinito, su vida era insignificante.

Había puesto sus esperanzas en que todo aquello contribuyera a restarle significado también a su muerte. En que un día lograría aceptarla.

Y aún tenía esperanzas.

– ¿Tío Cooper?

Sobresaltado, abrió los ojos y miró a Katie.

– Dime.

– El sol ya se ha puesto y tienes frío. Estás temblando.

Se había levantado viento y las melenas de las chicas volvían a flotar en una bonita urdimbre de dos colores.

Angel se puso en pie y apoyó la mano sobre el hombro de Cooper. Tenía los dedos calientes y no pudo evitar cubrirlos con los suyos, helados. En aquel momento necesitaba sentir su calor.

– Cooper, estás helado.

El hombre no se inmutó y siguió con la vista fija en el océano, observando la inabarcable masa de agua que se perdía en el oscuro horizonte. Era una vista espléndida, pensó, aunque implicara que otro día había terminado.

El viento y las olas rugían en sus oídos. Inspiró profundamente aquel aire salobre y sintió el sabor a algas, a sal, a naturaleza en estado puro. Pese a que el atardecer ya hubiera desaparecido, aquello era magnífico.

Entonces se dio cuenta. El sol se había ido, pero el mundo seguía allí. Su luz se había extinguido, pero no así el instante. No podía sentir su calor, pero sí el de la mano de Angel.

Y yo tampoco me he ido todavía.

Inundado por un súbito bienestar, le apretó los dedos con fuerza y le dedicó una sonrisa.

– ¿Estás lista para volver? Se hace tarde, cariño, y tenemos cosas que hacer.

– ¿Cómo?

– Ya sabes -dijo con voz grave-. Esas cosas que hacer.

La risita que oyó a sus espaldas le recordó que Katie estaba todavía allí. Se volvió para mirarla y le guiñó un ojo.

– Cosas de adultos, mocosa. Venga, desaparece.

– ¡Cooper! -gritó Angel, avergonzada-. Pero ¿qué te pasa?

Cooper contuvo la carcajada porque creyó que ella se enfadaría si se echaba a reír. Pero eso era lo que le apetecía. Tenía ganas de sonreír, de reír y carcajearse porque no tenía ningún sentido seguir preocupándose por el futuro cuando el hecho de tener a Angel entre sus brazos le parecía algo tan sencillo y apetecible.

Ya no la soltó, ni siquiera cuando llegaron a su cabaña y ella intentó separarse de él.

– Antes no me has respondido. ¿Qué diablos te pasa?

Ahora que tenía todas las respuestas, no podía dejar de sonreír.

– Le hemos dado demasiadas vueltas. -Tiró de ella hacia la puerta-. Nos hemos preocupado demasiado. -La empujó para que entrara-. Y no hemos -dijo junto a su boca-… no hemos disfrutado lo suficiente del momento.

La abrazó y se calentó contra su piel. Cooper estaba erecto y Angel estaba húmeda. Entrelazaron las lenguas y los cuerpos. Otra maravilla más de la naturaleza.

Sin pensar en el futuro.

Sin dejar escapar el presente.


Aunque todavía no había amanecido, la carpa de la exposición brillaba como si estuviera bañada por el sol gracias a la hilera de bombillas que iluminaba sus paredes. Beth rasgó el envoltorio marrón de otro de los cuadros. El día antes los habían llevado a enmarcar y, aunque aquel hombre había tenido que trabajar a un ritmo frenético, estaban todos listos. Beth quería colgarlos rápidamente y marcharse cuanto antes.

Abandonar Big Sur.

Le temblaban las manos, pero aquello se debía a la falta de sueño y no al miedo por lo que iba a hacer, se dijo.

Abandonar su hogar.

Abandonar a su familia.

Para siempre, rompiendo con las cadenas del pasado, de los secretos, y del silencio que había guardado durante media vida y que ya se prolongaba demasiado.

Trató de tranquilizarse y arrancó el papel marrón de otro de los cuadros, también de un pequeño querubín. Sin apenas mirarlo, se aseguró de que tenía el tamaño apropiado para el lugar que había elegido para él y subió por la escalera.

Mientras subía, oyó pasos. El pequeño sobresalto hizo que la escalera se balanceara, pero el movimiento cesó de repente. Miró hacia abajo y vio un par de manos, una de ellas marcada por profundos arañazos, que la sujetaban con fuerza para estabilizarla.

Lástima que el ritmo de su corazón no pudiera estabilizarse con la misma facilidad. Intentó no pensar en ello y se dispuso a colgar el cuadro en el fondo cubierto de seda como si Judd no estuviera allí. Lo hizo con cuidado y se entretuvo para que quedara del todo recto.

Sin embargo, aquello solo contribuyó a ponerla más nerviosa, así que decidió comenzar a bajar.

Las manos del hombre le rozaron la pierna y Beth volvió a sentir una sacudida.

– Apártate -le pidió entre dientes.

Judd no se movió.

Beth volvió la cabeza y lo observó por encima del hombro. Tenía el mismo aspecto sereno, calmado y silencioso de siempre.

– Sal de en medio.

Y ahí era donde estaba. Justo entre ella y su libertad. Judd era una de las razones por las que se había quedado ya demasiado tiempo.

Beth dio otro paso y él se apartó a un lado, sujetando la escalera solo con una mano. La mujer la miró y se fijó en los arañazos que ya habían comenzado a cicatrizar y en otros nuevos que le habrían causado los gatitos.

– ¿Te quedarás con Shaft? -le preguntó de repente.

Judd torció el gesto.

– Me marcho y necesito que alguien se ocupe de él.

Soltó la escalera y se llevó la mano al bolsillo. La miró atentamente, como si intentara descifrar qué estaba pensando. Durante años, Beth había creído que Judd era capaz de hacerlo. Al fin y al cabo, habían compartido risas y conversación, la charla de ella y las notas crípticas de él, y Judd se había convertido en su base, su apoyo, su mejor amigo.

A Beth le costaba respirar.

– No puedo quedarme a la exposición. No puedo quedarme a contemplar cómo la gente se pasea entre mis secretos y mi vergüenza.

Judd desvió la mirada y esta vez fue ella la que intentó averiguar qué le estaba pasando por la cabeza. Siempre habían sido capaces de comunicarse, pero solo hasta donde él se lo había permitido. Aunque la actitud calmada de Judd, tan distinta a los aires de grandeza de Stephen, siempre le había resultado atractiva, en ocasiones la hacía sentirse una egoísta.

Ella recibía pero nunca daba.

Igual que Stephen había recibido de ella y de su hermana. Y conociéndolo, era muy probable que hubiera justificado su comportamiento con el argumento de que un artista necesita una musa, o el de que una mente artística se alimenta de pasiones.

Y, por supuesto, Stephen fue un hombre encantador, dotado de un talento extraordinario para llegar a la fibra sensible de la gente. Pero ahora que ya no estaba, Beth comenzaba a verlo con mayor claridad.

Cogió otro de los cuadros y se ensañó con el papel que lo envolvía. No se sentía tan furiosa desde el día en que avanzó en dirección al altar, hacia el hombre que amaba, como dama de honor de su hermana. Pero el enfado volvía a aflorar, abriéndose camino entre las capas de culpa y arrepentimiento con las que intentaba sofocarlo. Otro tirón brusco y el cuadro vio la luz.

De inmediato, Beth apartó los ojos de la criatura rubia que ocupaba todo el lienzo. Dispuesta a seguir con su trabajo, recorrió la habitación en busca del lugar apropiado para colgarlo.

El lugar apropiado para colocar otro cuadro más de su pequeña. Rubia, como Stephen. De ojos azules. No había ni un solo rasgo de ella en aquella niña, tantas veces dibujada.

– ¿Cómo pudo? -Ya había amanecido y empezaba a hacer calor. O quizá fuera la ira de la que finalmente era capaz de liberar su alma-. ¿Cómo pudo casarse con mi hermana y tener una aventura conmigo? ¿Cómo pudo dejarnos preñadas a las dos? ¿Cómo pudo pintar un bebé con tanto… tanto amor si ya no existía?

Judd la miraba, atento.

Beth se acercó a él, encendida por la rabia.

– Llevo media vida pagando por mis errores. Me quedé para vigilar a Stephen y asegurarme de que no se aprovechaba de Lainey ni de ninguna otra mujer. Me quedé porque quiero a mi hermana y a mi sobrina. Y también porque… -Confesarle aquello a Judd sería un error-. Pero ya me he cansado. No quiero quedarme por el sentimiento de culpa ni por una amistad que nunca llegará más lejos.

Beth se dio la vuelta para salir pero Judd la agarró de la muñeca. La soltó y ella volvió a mirarlo.

– ¿Por qué me besaste, Judd? ¿Por qué?

El hombre la observaba con la misma expresión de impotencia que cuando le había hecho la pregunta el día anterior.

Beth soltó una risa ahogada y amarga que sonó a llanto.

– Muy bien. No me lo digas. Pero yo ya estoy harta de guardar secretos. Y no lo voy a hacer más. Ni uno solo.

Dispuesta a enfrentarse a la verdad, recorrió una vez más los cuadros del bebé. Sintió un nudo en el estómago. Y dolor. Dolor por la pérdida.

Pero tenía gracia. Cuando los miraba le costaba identificar en ellos algún tipo de pérdida. Los lienzos eran muy bonitos, preciosos, y la criatura dibujada parecía sana y vital.

Entonces pensó que aquella niña no era su hija sino un producto de la imaginación de Stephen, de su don artístico, de la bondad que había en su alma, pese a los muchos defectos que pudiera tener.

Se fijó en el gesto inexpresivo de Judd y volvió a sentir dolor. Dio media vuelta y se marchó sin decirle adiós.


Judd se la quedó mirando. ¿Qué es lo que había dicho? ¿Que no iba a guardar ni un secreto más? Mierda, mierda. La idea de que se pudiera marchar lo había dejado tan impresionado que a punto había estado de olvidarse del resto.

Se apresuró a seguirla y en la entrada de la carpa se dio de bruces con Angel. Ambos se sujetaron para mantener el equilibrio.

La tenue luz del amanecer se reflejaba en su melena.

– El mundo parece haberse empeñado en hacerme caer -murmuró.

Judd le apretó los brazos y la miró a los ojos.

Como si intuyera su pregunta, Angel le devolvió una mirada atenta.

– Lo siento, pero no he podido evitar oírlo todo.

Sin pensar, Judd dijo:

– No sé qué hacer. -Su voz era grave, arenosa, muy áspera-. La amo.

– ¿Me lo estás preguntando? Bueno, pues aquí va lo que yo siempre digo. -Angel cerró los ojos-. La verdad. Cuando ya lo sabes todo tienes que decir la verdad.

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