13

– Cooper me pidió prestada una copa de vino ayer por la noche.

Sentada frente a Judd, los bonitos ojos marrones de Beth brillaban de curiosidad.

– ¿Qué crees que está ocurriendo? -le preguntó.

Judd se encogió de hombros y sonrió.

– Venga ya. Lo sabes de sobra, pero no me lo quieres decir.

El hombre soltó una carcajada. Tenía gracia que una mujer que tenía el corazón roto se preocupara del estado en el que se encontraba el corazón de los demás. Y a él le encantaba ver aquel brillo en sus ojos y el color de nuevo en sus mejillas. Con gesto ausente, Beth se quedó pensando mientras acariciaba al gato, y eso hizo que Judd se sintiera aún mejor.

Beth obtenía placer en algo que él le había regalado. Obtenía placer con él.

Cuando, unos días antes, Judd se vio obligado a admitir que llevaba años evitando enfrentarse a dos verdades importantes, tocó fondo. Una: que estaba enamorado de una mujer con la que había fingido querer solo una amistad. Y dos: la mujer a la que amaba había estado fingiendo no estar enamorada del marido de su hermana. En ese momento creyó que su relación con Beth sería imposible.

Sin embargo, debería haberse dado cuenta de que estaba equivocado. En el Tao-te Ching, libro fundamental del taoísmo, Lao-Tzu escribió:

«Lo que está bien establecido, no se arranca.

»Lo que está bien sujeto, no se escapa».

Tras recordar estas palabras, Judd se dio cuenta de que Beth y él habían construido una amistad sobre cimientos fuertes, y que aún podía llegar a más. Buda había dicho que todo tenía su momento, así que mientras esperaba a que llegara el suyo con Beth, Judd avanzaba por el Camino Medio, viviendo en armonía como dictaba la Cuarta Noble Verdad del budismo. Gracias a la meditación y al tai-chi que practicaba a diario, había conseguido recuperar el equilibrio de sus emociones.

Sonó el teléfono y Judd observó a Beth mientras esta dejaba al gato en el suelo y se levantaba para responder. Era tan elegante, pensó. Tan refinada. Llevaba unos pantalones naranja de cintura baja y una camiseta blanca de tirantes, uno de los cuales no se mantenía en su sitio y dejaba al descubierto la piel tostada de su hombro.

¿Qué pensaría Beth si hundiera en él sus labios?

¿Qué pensaría si le quitara la camiseta?

Después le desabrocharía las sandalias que cubrían sus estrechos y delicados pies, y cuando estuviera desnuda le arrancaría la pulsera tobillera que le había regalado Stephen. Y así, Beth sería suya.

Solo suya.

Toda suya.

– ¿Judd?

El hombre abandonó la ensoñación para mirarla. Ya había colgado el auricular y lo observaba con expresión de extrañeza.

– Me estás mirando las sandalias. Son un poco llamativas, ya lo sé, pero hoy me apetecía llamar la atención.

Judd inspiró profundamente en un intento de controlar la ira hacia Stephen y el arrebato de pasión que sentía por Beth.

Pero entonces la mujer le sonrió y, tras un suspiro, Judd relajó la tensión que se le empezaba a acumular en el vientre. Era en ese punto, en el tan tien, donde se concentraba su chi o energía vital. Volvió a sentir la presión y se le escapó el chi, recorriéndole todo el cuerpo en una oleada de calor.

Judd apretó los dientes e intentó disimular la reacción señalando al teléfono y haciendo un gesto con la cabeza para preguntar quién había llamado.

– Era Lainey -respondió Beth-. Quiere que vayamos a la torre. Dice que se trata de una sorpresa. Parecía muy contenta.

Judd arqueó una ceja.

– Yo también siento curiosidad. ¿Nos vamos?

El hombre se levantó de inmediato con la esperanza de que el aire fresco contribuyera a mejorar su humor. Paseando uno junto al otro, Judd y Beth tomaron el atajo que llevaba a la torre que Stephen utilizaba como estudio. Cuando se encontraron debajo de la alargada sombra del edificio, ambos se detuvieron. Aquella mañana era tan calurosa como las anteriores, sin embargo, Beth sintió un escalofrío.

Sin pensárselo dos veces, Judd se acercó a ella y le frotó un brazo para que entrara en calor. La mujer lo miró, bajó la vista hasta su brazo y volvió a dirigirla a sus ojos.

– Judd…

Al hombre le pareció que aquel susurro llevaba implícitas un montón de cosas.

Quizá porque sus caricias eran ahora distintas. Estaba consiguiendo comunicarse con ella, llamar su atención, que se diera cuenta de lo que sentía. Judd decidió que Beth se había sorprendido por su acercamiento, pero que no le había molestado. Entonces observó que la mujer tenía aún la piel de gallina y la miró a los ojos. Contención. Sentía que su chi fluía por todo su cuerpo y volvió a frotarle el brazo con la mano, despacio, con afecto.

Beth le dedicó una mirada inquisitiva.

Judd asintió y bajó la vista hasta sus labios. ¿Era posible que todo fuera tan sencillo? ¿Podía ser que la muerte de Stephen hubiera traído algo bueno, al fin y al cabo?

– Daos prisa, chicos. Venid a ver esto. -Lainey los esperaba en la entrada de la torre con el rostro casi tan encendido como el de su hermana.

Sintiéndose algo culpable, Beth avanzó.

Judd se resistió a poner fin al momento y la agarró por la muñeca. Ella intentó zafarse, pero el hombre la asió con fuerza y entraron juntos en la torre.

«Lo que está bien sujeto, no se escapa.»

Lainey estaba en el centro de la única habitación del piso inferior, rodeada de lienzos. Beth se detuvo de manera tan brusca que el impulso de Judd estuvo a punto de hacerla caer.

– ¿Qué es todo esto? -preguntó sorprendida mientras parpadeaba con rapidez, como si intentara ajustar su visión a la tenue luz.

Judd veía a la perfección. Allí había unos veinticinco cuadros, todos de Whitney. Aparte de las hadas y duendes que pintaba de vez en cuando, nunca se dedicaba a las figuras, pero aquellos dibujos esbozaban recién nacidos y niños pequeños. Quizá sean la misma criatura, pensó Judd.

– Los he encontrado en el cuarto donde Stephen guardaba sus materiales. -Lainey reflejaba una luz, una energía tal que hacía que a su lado Beth apareciera pálida y vacía.

Judd le apretó los dedos y Beth se miró la mano, como si hubiera olvidado que todavía la tenía enlazada a la de él.

– ¿Qué te parece? -Lainey se paseaba por la habitación a la vez que cogía los cuadros y los ponía de pie contra la pared y los muebles-. Fíjate en este -dijo, enseñándoles uno de ellos-. ¡Mira qué bebé más hermoso!

Se trataba de una niña de mejillas sonrosadas y pelo rubio pintada en los tonos pastel que caracterizaban la obra del artista. La pequeña tenía los dedos regordetes extendidos hacia el espectador, como si intentara alcanzar algo que se encontraba fuera del cuadro.

– ¿No te dan ganas de tocarla? -preguntó Lainey.

– Pues no -respondió Beth, meneando la cabeza-. Puede que… que no sean de Stephen -añadió.

Lainey dejó el cuadro en el suelo y se volvió para levantar otro.

– Por supuesto que son de Stephen -dijo entre risas-. Es evidente, y además, están firmados.

La mujer estaba radiante.

– Creo que el hecho de haberlos encontrado es una señal. Es como si Stephen me estuviera diciendo que deberíamos organizar la exposición de septiembre.

– ¿Cómo? -En aquella ocasión fue Beth la que apretó los dedos de Judd-. No podemos, ya la hemos cancelado. Además, quemamos los cuadros.

– Podemos volver a programarla y mostrar todos estos. Voy a buscar a Cooper, tiene que verlo -añadió, dirigiéndose hacia la puerta.

Lainey desapareció y dejó a Judd y a Beth a solas.

Tras unos instantes la mujer se acercó a uno de los cuadros. Aún iban cogidos de la mano, así que Judd la siguió, aunque Beth, con la mirada fija en el lienzo, pareció no darse cuenta.

– Me dijo que los había destruido -susurró-. Yo le rogué que lo hiciera porque temía que alguien los encontrara algún día y se descubriera la verdad.

Entonces miró a Judd con los ojos muy abiertos. Estaba pálida.

– Stephen me decía que los pintaba para consolarse. Aunque me juró que no era así, yo siempre creí que se trataba de la criatura que perdí. De nuestra hija. Mía y de Stephen.

Aturdido, Judd apartó la vista. Una violenta ola de celos se apoderó de él, lo invadió, barrió su chi y cualquier otro pensamiento. No podía quitarse de la cabeza la imagen de Beth embarazada. Embarazada de Stephen.

Stephen. Maldita sea. Siempre Stephen. Judd apretó los puños.

No, no, cálmate, se dijo en un intento de controlarse. El taoísmo le había enseñado a desdeñar la violencia y los celos. Al igual que la mayoría de religiones -y él había estudiado los principios de un montón de ellas-, el taoísmo rechazaba el odio. Pero el sentimiento en aquel momento era nuevo para él.

Hacía cinco años que había decidido abandonar su pequeña existencia como corredor de bolsa para mudarse a Big Sur en busca de una vida auténtica, de armonía, paz y equilibrio.

Pero no aquella… aquella confusión de emociones, pensó, y soltó la mano de Beth. No era aquello lo que quería.


– Salgo dentro de unos minutos. -De espaldas a la puerta, Angel se acercó el auricular todavía más y bajó el tono de voz-. Dile a Jane que estaré en la oficina esta tarde. No he podido hablar con la hermana de la viuda, pero sí con todos los demás.

Ya había colocado las bolsas en el coche. Había comprobado los cajones de su cabaña, recogido el champú del baño, incluso mirado debajo de la cama. No se dejaba nada.

Al otro lado de la línea, su ayudante le dijo algo que le molestó.

– Si hace días que no llamo es porque he estado ocupada, Cara, ocupada con mi trabajo.

La respuesta de Cara hizo que Angel frunciera el entrecejo.

– ¿De dónde sacas esas ideas? No, no he encontrado a ningún montañés del que me haya enamorado perdidamente. -Soltó un bufido-. ¿Para eso me llamas?

El chirrido de la puerta de la enfermería hizo que Angel se diera la vuelta.

– Está bien, te he llamado yo. Tengo que dejarte.

Ahí estaba Cooper, mirándola fijamente. Angel dio un respingo y sintió cómo la invadía una oleada de calor. El hombre parecía enfadado, pero Angel no fue capaz de discernir si se debía a que se había marchado de su cama al amanecer, mientras él dormía, o a que la había sorprendido utilizando el teléfono.

Decidió no averiguarlo. Se acercó a él apresuradamente, en dirección a la puerta.

El suelo estaba encerado y las zapatillas de Angel estuvieron a punto de jugarle una mala pasada. Resbaló.

Cooper alargó un brazo para sujetarla pero ella se echó hacia atrás para evitarlo. Dio con la cadera contra una mesa pero, a pesar del dolor, consiguió mantener el equilibrio. Menos mal que no había tenido que agarrarse a él. Calma.

Inspiró profundamente y volvió a intentarlo. Con el corazón desbocado, pasó junto a él y percibió el olor a jabón y piel mojada. Ya estaba en la puerta. Cruzó el umbral.

La había dejado pasar.

Cómo no. Nunca había parecido demasiado interesado en retenerla.

Un par de minutos más tarde, Angel se encontraba bajando la pendiente que separaba las cabañas de la zona de aparcamiento mientras inspiraba el aroma salado del océano y la fragancia de los árboles.

No estaba mal, no se llevaba un mal recuerdo, se dijo.

– Angel.

La voz de Cooper a sus espaldas la sobresaltó y a punto estuvo de resbalar sobre la alfombra de hojas que cubrían el camino. Se apoyó con fuerza en los talones y agitó los brazos a gran velocidad para evitar el improvisado deslizamiento.

Miró de reojo y vio que Cooper se acercaba para sujetarla. El hombre le alargó la mano, pero los poco elegantes aleteos cumplieron su función y Angel consiguió mantenerse en pie.

– ¿Estás bien?

– Pues claro que estoy bien -respondió, evitando su mirada.

Arrepentida por no haberse largado cuando él estaba todavía durmiendo, siguió avanzando. No querría hablar sobre la noche anterior, ¿no? Porque ella no quería hablar de ello. De ningún aspecto de aquella noche.

Entonces ¿por qué estaría siguiéndola?

Quizá quisiera su número de teléfono. O su dirección. Puede que quisiera proponerle que se vieran cuando él regresara a la ciudad.

En su cabeza, Angel empezó a imaginar escenas de ambos en algún bar de la ciudad, con los maletines sobre las rodillas mientras comían algo. Ella le contaría cómo le había ido el día y él se reiría por el último lío amoroso de Cara. Entonces él empezaría a despotricar sobre el caso que estuviera llevando y ella se acercaría para borrarle la mueca con un beso.

Saldrían del restaurante y se irían a…

A casa.

Dios, aquello también lo veía muy claro. Tom Jones, el gato de su vecina, los estaría esperando en el rellano. Ella se inclinaría para acariciarlo mientras Cooper abría la puerta. Una vez dentro, él impediría que ella pusiera las noticias y la abrazaría para que el latido de ambos llenara el silencio. Más tarde, cuando él abriera el maletín y sacara su montón de papeles, ella lo agarraría del cuello de la camisa y lo conduciría hasta el dormitorio.

Angel seguía sumida en su ensoñación cuando llegó a su coche.

– Angel.

Intentó liberar su mente de aquella fantasía y se preguntó qué haría si él le pedía su número de teléfono. ¿Cómo debería reaccionar? ¿Debería aceptar quedar con él?

– Angel.

Con la bonita escena que acababa de imaginar todavía reciente, decidió que sí. Se volvió para mirarlo.

– Sí, esto…

Cooper sujetaba una bolsa de plástico. Angel se la quedó mirando y el hombre añadió:

– Esto es tuyo.

Sus cosas.

– Tu portátil, tu móvil y tu secador.

Muy amable, se dijo con ironía. Se lo tenía bien merecido por haberse imaginado tantas estupideces. Le arrancó la bolsa de la mano y la tiró en el asiento trasero del coche.

– Gracias. -Cerró la puerta de un golpe y se volvió para mirarlo-. Supongo que esto es todo.

– Supongo. -La mirada de Cooper era severa y difícil de interpretar.

– Cooper…

– Angel…

Entonces Cooper hizo un gesto con la mano para que hablara ella primero.

Incómoda por la situación y sin saber muy bien qué decir, Angel sonrió.

– Bueno…

– Bueno -repitió Cooper.

La mujer asintió, le dedicó una forzada sonrisa y volvió a asentir.

– Que seas feliz por lo que te queda de vida.

Cooper arqueó una ceja.

– Sí, tú también.

Ahora, se ordenó, mientras miraba las llaves que sostenía en la mano. Despídete ahora mismo.

Sin embargo, cuando levantó de nuevo la vista y lo miró a los ojos no pudo evitar recordar la noche que habían pasado juntos. El reflejo de la luz de las velas en sus ojos, el dulce calor que se había apoderado de ella, los dedos de Cooper jugueteando con su cuerpo y sus maravillosas caricias.

Bajó la vista y se fijó en sus manos; las recordó sosteniéndole el pecho, enredadas en su pelo, recorriéndole la espalda y agarrándole el trasero mientras empujaba para introducirse en ella.

– Angel -susurró Cooper mientras alargaba el brazo para tocarla.

De manera instintiva, Angel dio un salto atrás y resbaló por tercera vez aquella mañana. Despacio, sintió cómo iba cayendo, tras de sí solo notaba aire. Entonces Cooper se acercó para sostenerla.

Cerró los ojos y se resignó a caer, consciente de que no podía esperar que él la salvara. Solo ella podía hacerlo, aunque en aquella ocasión fuera demasiado tarde.

Se preparó para el golpe inevitable y fue entonces cuando sintió los dedos de Cooper en los antebrazos. Tiró de ella y la abrazó.

Ambos contuvieron la respiración.

– Gracias -acertó a decir.

Cooper soltó un resoplido pero no se movió. Siguió abrazándola.

Angel se dio cuenta de que ella también tenía los dedos aferrados a su camiseta. Soltadlo, les ordenó, con la mirada fija en ellos. Soltadlo. Entonces los dedos empezaron a obedecer.

Angel lo miró creyendo que sería la última vez que lo haría. Esto es todo.

– Bueno…

– ¡Cooper!

Aquel grito de entusiasmo hizo que el hombre se diera la vuelta de inmediato, arrastrando con él a Angel.

– ¡Cooper! ¡Angel! -Lainey se estaba acercando a ellos, con las mejillas encendidas y un extraño brillo en la mirada-. Tenéis que venir conmigo. Quiero que veáis algo.

– ¿El qué? -preguntó Cooper.

Su hermana sonrió y meneó la cabeza.

– Ven y lo verás. Venid los dos, vamos.

Cooper se dirigió a Angel:

– ¿Tienes tiempo? -le preguntó, mientras le acariciaba la cintura con los pulgares.

Por alguna razón, Angel se sintió aliviada.

– De acuerdo. Vamos. -Y con un gesto de resignación fingió estar haciéndoles un favor para que no se dieran cuenta de que, en realidad, no hacía más que posponer el momento del adiós, extrañamente difícil y doloroso.


– No debería haberlo hecho. -Cooper estaba en la habitación a solas con Angel, rodeados por los cuadros recién descubiertos. Se metió las manos en los bolsillos-. Lainey no debería haberlo mencionado -añadió.

Angel miraba por la ventana, poco interesada en los lienzos que la rodeaban.

– No lo mencionó. Preguntó si me quedaría unos días más.

Dios, Cooper estaba indignado con Lainey por haber puesto a Angel en una situación tan incómoda. O puede que fuera Angel quien lo irritaba, con aquel tono suyo, calmado y razonable.

Era evidente que Cooper se había molestado porque ella había estado a punto de marcharse sin despedirse de él.

Y también lo era que estaba cabreado consigo mismo por alegrarse de que no lo hubiera hecho.

– Pero bueno, no tienes por qué quedarte. -Agitó la mano en un gesto de impaciencia-. No creo que sea una buena idea.

– ¿Que mi artículo mencione la exposición?

– No. ¡Sí! -Cooper soltó un bufido y volvió a hacer aspavientos con las manos-. Bueno, no sé. Tú eres la periodista.

Lo que no quería decir era que le parecía una mala idea que ella prolongara su estancia en Tranquility House. Si Lainey hubiera aparecido unos segundos más tarde, Angel se habría marchado y desaparecido de su vida. Aquella mujer solo podía traerle problemas, lo había sabido en el mismo instante en que la vio y en aquel momento estaba todavía más convencido de ello.

– No estaría mal darle un enfoque distinto, la verdad -dijo en tono pausado, como si estuviera considerando la idea-. Lainey me dijo que ha concedido otras entrevistas, y, de momento, la información de la que dispongo no hará mi artículo muy distinto al de los demás réquiems por el alma de Stephen Whitney.

A Cooper no le gustaba el tono de su voz. Si decidiera quedarse hasta después de la exposición, ¿cómo iba a lograr mantenerse alejado de ella? ¿Qué impediría que se acercara, que volviera a tocarla?

Lo último que deseaba era hacerle daño, y temía que eso era lo que sucedería si ella creía que estaban empezando una relación. Se habían conocido en un funeral y tenía bastante claro que no quería despedirse de ella en otro. El suyo propio.

Cooper se acercó despacio.

– Estoy seguro de que no puedes ausentarte de tu trabajo durante más tiempo.

– Mi trabajo está aquí -le aclaró, y volvió a mirar por la ventana-. Por cierto, tu hermana parecía un poco… disgustada.

Angel llevaba aquel sofisticado perfume suyo. Lo había olido al despertarse por la mañana. En las sábanas, en las manos. ¡Era necesario que se largara de Tranquility House si quería tener opción a un poco de tranquilidad para sí mismo!

– Lainey no estaba disgustada, sino más bien alborotada -respondió, acercándose a ella un poco más y deleitándose en su aroma. No podía resistirse.

Angel lo observó durante un instante y volvió a apartar la mirada mientras retrocedía para alejarse de su lado.

– No me refería a Lainey. Hablaba de Beth. ¿Le ocurre algo?

Cooper se encogió de hombros y siguió a Angel mientras esta paseaba por el centro de la habitación.

– Canceló la exposición y ahora tiene que volver a organizarla.

– ¿Y tú crees que es mala idea? -preguntó, mirándolo de reojo.

Cooper le recorrió la espalda con la vista. Angel llevaba una camiseta ceñida y vaqueros ajustados arremangados en los tobillos. Les faltaba un bolsillo trasero y Cooper no pudo apartar los ojos. Quería meterle las manos debajo del pantalón, de las bragas, volver a apretar la suave piel que había acariciado la noche anterior.

Ella se había estremecido cuando la tocó allí, cuando la acercó a su cuerpo.

Estaba muy cerca, tanto que seguro que ella notaba su aliento en la nuca. Se inclinó hacia delante y le acercó los labios a la oreja.

– ¿Por qué diablos has huido de mí esta mañana?

Angel se quedó inmóvil durante un instante, el tiempo suficiente para que Cooper se diera cuenta de que tenía la piel del cuello erizada, y después se apartó precipitadamente.

Genial, pensó Cooper, algo más aliviado. La reacción de la mujer a su pregunta demostraba que él tenía la sartén por el mango. Se libraría de ella, podía hacerlo. Si la acosaba sexualmente, aunque solo fuera con la voz, ella volvería de inmediato a San Francisco.

Ahora tenía claro que ella no permitiría volver a sentirse vulnerable entre sus brazos.

«Déjame», le había dicho, y aquella palabra, incluso cuando estaba dentro de ella, llevándola hasta el orgasmo, la había aterrorizado.

Angel se acercó a otra de las ventanas de la torre.

– No me has respondido. ¿Crees que la exposición es una mala idea?

– No. -Avanzó hasta ella-. Por lo que sé de la popularidad de Stephen, al público le van a encantar estos nuevos cuadros. Y por motivos económicos, conviene que la familia aproveche la oportunidad.

– Mi artículo contribuiría a despertar el interés, sobre todo si me quedo y escribo sobre la exposición.

¡No!, Cooper pensó con rapidez y apoyó los brazos sobre el marco de la ventana para encerrarla en su interior.

– ¿Estás segura de que eso es lo que quieres? -le susurró al oído.

Angel no respondió y Cooper intentó descifrar la expresión de su rostro a contraluz. Sus facciones, puras y delicadas, lograron cautivarlo durante unos instantes. Cooper respiraba agitadamente y sentía cómo ella vibraba junto a él.

Es tan frágil, pensó.

Otra razón para seguir presionándola. Que regresara cuanto antes a San Francisco sería lo mejor para ambos. Se acercó más y se apoyó contra su cuerpo.

– Estás temblando, cariño. ¿Es que me tienes miedo?

Angel le empujó el pecho con las manos para poner distancia entre ellos.

– ¿Miedo? ¿De ti?

– Sí, miedo de mí. -Cooper se esperaba su reacción. Levantó una mano y le acarició los rizos-. De la intimidad a la que llegamos anoche.

Angel sacudió la cabeza intentando librarse de su contacto.

– No tengo ni idea de qué me estás hablando.

A Cooper no le gustaba acosar a las mujeres. Y no lo hacía. Pero en aquel momento era necesario. Su sonrisa era dulce y estaba llena de promesas. Y de amenazas.

– Tienes que abrirte a los hombres, Angel. Y ser honesta, si quieres conseguir intimidad. Una intimidad placentera.

– Nuestra noche se acabó. Ese era el trato -espetó, con los ojos muy abiertos y mirada nerviosa.

La expresión de Angel le hizo sentir culpable, pero al fin y al cabo aquello era lo que él pretendía, ¿no?

Sí, justo aquello. Sentirse como una bestia sádica. Una bestia que iba por el mundo aterrorizando a preciosas jovencitas con las que había echado los mejores polvos de su vida.

¿En qué diablos estaba pensando? No le hacía falta llegar a aquellos extremos. Ella era muy consciente de que había llegado el momento de separarse. Cooper levantó las manos y retrocedió unos pasos.

– Tienes razón. Ese era el trato. No te volveré a tocar.

El alivio de Angel fue tan evidente que Cooper sintió vergüenza de sí mismo y la abrazó en señal de despedida.

Sin embargo, lejos de decirle adiós, la mujer le respondió con una sonrisa descarada y pícara.

– Perfecto -soltó-. Ahora que hemos solucionado ese problemilla, creo que me voy a quedar algunos días más.

Dicho lo cual, se sacudió la melena y, contoneando las caderas, se dirigió hacia la puerta. Cuando llegó al umbral se detuvo y se volvió para dedicarle una mirada picante.

– ¿Qué pasa, Cooper? ¿Es que me tienes miedo?

Pues sí, Sherlock. Estaba acojonado. Porque por muy listo que él fuera y por mucha experiencia que tuviera con delincuentes y asuntos legales, se le olvidaba con frecuencia que bajo aquel envoltorio dulce y en apariencia vulnerable se escondía una mujer fascinante y absolutamente letal.

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