10

Por fortuna, Katie no dio señales de haber llorado cuando acudió a la llamada de Angel, que esperaba tras la puerta medio abierta. Aun así, la periodista intentó imponer un ambiente desenfadado, para lo cual se presentó con la mano en la frente, en actitud melodramática.

– Por favor, por favor. Es una emergencia. Me hace muchísima falta un secador y un poquito de corriente eléctrica.

El pelo era un medio seguro de enternecerle el corazón a cualquier mujer. Escasos instantes después de haber entrado, Angel estaba en el baño adyacente a la espaciosa habitación de Katie y, al poco, tenía ya el pelo un poco mejor de lo que lo había tenido en semanas. Una vez el secador cumplió su función, Angel lo guardó en su lugar correspondiente y prefirió imaginarse en la peluquería antes que comprender que estaba perdiendo el tiempo.

Puedes hacerlo, se ordenó para sus adentros.

¿Era o no era la periodista profesional y audaz con la que había soñado desde los doce años?

Sin recurrir a una entrevista con Katie, estaba segura de que ya podía escribir el reportaje sobre Stephen Whitney, pues, al fin y al cabo, no tenía ninguna garantía de dar con algo que valiera la pena utilizar. Por otra parte, había tenido oportunidades de hablar con la muchacha durante las dos semanas anteriores y, sin embargo, no había querido aprovecharlas.

Pero Angel Buchanan no desperdiciaba las oportunidades ni estaba allí para huir de la verdad o de la otra hija de su padre.

Y aunque se permitiera el lujo de arreglarse el pelo, no tenía intención de postergar su cometido.

Se dirigió una mirada severa en el espejo y optó por concederse un segundo más de descanso. Luego volvió a la habitación de Katie y encontró a la joven tumbada en su cama leyendo una revista.

Angel inclinó la cabeza para echar un vistazo y vio que la muchacha estaba leyendo una revista para adolescentes, a juzgar por los anuncios de crema antiacné y las fotografías de las amplias sonrisas que lucían los famosos.

– No me digas que Britney Spears ha vuelto con su novio.

Tras recibir por toda respuesta un murmullo inarticulado y evasivo, Angel se encogió de hombros y dio un lento giro de trescientos sesenta grados para escrutar las estanterías de la habitación, el equipo de música, el ordenador y la impresora. Una de las paredes estaba ocupada por un tablero que mostraba lo consabido en aquellos casos: fotografías, diplomas y un boletín de notas reciente en el que todo eran sobresalientes a excepción del aprobado de educación física.

Angel advirtió que Katie la estaba mirando y esbozó una sonrisa.

– ¿Cómo te va en el colegio?

– Bien, supongo.

– Las mías también eran así -indicó la periodista en referencia a las calificaciones escolares-. El examen de gimnasia era mi cruz de todos los años; ya sabes, flexiones, abdominales… De cintura para arriba, mi fuerza es cero.

Katie permaneció indiferente, sin cambios en la expresión que pudieran percibirse.

Huy, qué mal lo llevo. A Angel solían dársele bien los niños debido a su aspecto infantil que, según ella misma sabía, aún no había perdido. Así que todavía no estaba dispuesta a darse por vencida. ¿No era cierto que aquel primer día, en el exterior de la iglesia, había conseguido que la muchacha se riera un poco?

Se acercó y se instaló con prudencia a los pies de la cama.

– Me queda poco tiempo por aquí. Pasado mañana vuelvo a San Francisco.

Los ojos de Katie se detuvieron por un momento en el rostro de Angel.

– ¿Ya has acabado tu reportaje?

Angel sacudió la cabeza.

– En realidad, aún tendré que escribirlo cuando llegue a mi casa aunque, de todos modos, ya he hablado con casi todos los que conocieron a tu padre.

Se hizo un silencio. Vamos, está al caer.

– Conmigo no.

Ahí lo tienes. Era mucho mejor que fuese Katie quien diera el primer paso; de ese modo, Angel no se sentía tan culpable.

– Bueno, le he preguntado a tu madre y ella me ha dicho que dependía de ti.

– Ya, pero no sabría qué decirte -repuso Katie apartando la mirada.

Pues, por ejemplo, cómo es eso de tener un padre que no se va de casa.

El pensamiento pujó por salir, pero Angel apretó las manos con fuerza e intentó librarse de él. Era demasiado decidida para echarlo todo a perder, demasiado fuerte para lamentarse de la antigua herida.

Limítate a preguntarle algo sobre la relación que tenían entre ellos, se ordenó a sí misma. Después podría cortar los vínculos que la habían acercado a aquella gente y alejarse para siempre.

– ¿Y tu padre? ¿Sigue vivo?

La inesperada pregunta provocó la estupefacción de Angel.

– ¿Qué? -tartamudeó mirando a la niña-. ¿Qué acabas de decir?

– Que si tu padre sigue vivo.

– Ah, ya, pues no. Ha muerto.

– ¿Cuándo? Quiero decir, ¿cuántos años tenías cuando ocurrió? -Katie se había incorporado y la miraba con atención.

Angel se sorprendió trazando circunferencias sobre la tela de su pantalón; la conversación había tomado un cariz que la inquietaba.

– Mis padres rompieron cuando yo tenía cuatro años. Desde entonces, no he vuelto a ver a mi padre.

– ¿Y tu madre?… ¿Volvió a casarse?

La urgencia implícita en la pregunta no pasó desapercibida para Angel. Al mirar a la niña observó que su expresión, antes petrificada, se había animado en cierto modo; en ella había una evidente nota de ansiedad.

Pobrecilla, pensó, presa de una repentina empatía hacia la muchacha, está preocupada por los cambios que aún le esperan en la vida.

– Mi madre se casó dos veces después de que mi padre la abandonara. Ahora vive en Francia con su marido, muy cerca de París.

– París. -La expresión de Katie volvió al mutismo precedente-. Allí fue donde mamá y yo nos encontramos con papá, cuando yo tenía ocho años.

Angel procuró sonreír.

– ¿En Eurodisney?

La niña asintió.

– Solo estuvimos allí unos días, pero después mi padre volvió a Francia un montón de veces.

– ¿Un montón de veces, dices? -Angel iba tensándose por momentos e intentó mantener una actitud indiferente mientras calculaba las fechas en que ella y su madre habían estado en Europa-. ¿Sabes cuándo exactamente?

– Estoy bastante segura de que aquella fue la primera vez que salió de Estados Unidos, cuando yo tenía ocho años. Luego empezó a viajar mucho.

El pulso de Angel se había acelerado. Por un momento creyó que Stephen Whitney había ido a buscarlas, a su madre y a ella. Qué estúpida, cómo podía pensar algo así después de todos aquellos años.

Decidida a deshacerse de las viejas angustias, se levantó de la cama y empezó a caminar por la habitación. Volvió a detenerse junto al tablero y a mirar el boletín de notas de Katie.

– Las mismas -dijo para demostrarse que todo iba bien-. Mis notas eran como las tuyas.

Armándose de valor, volvió la vista. Era el momento de olvidarse de la educación física, París y la evidente tristeza de la niña, y seguir adelante con la entrevista.

Abrió la boca para hablar pero titubeó y, luego, titubeó una vez más. Vamos, Angel, ponte a ello.

¿Por qué permitía que la niña le hiciera preguntas? ¿Por qué sentía aquella alocada necesidad de protegerla? Vínculos biológicos aparte, ella no pertenecía a la familia de la muchacha. No le debía nada, ¡ni a Katie ni a nadie!

Pese a todo, Angel volvió a la cama y se sentó, aunque aquella vez, mucho más cerca de Katie.

– Sé que… lo que estás pasando es muy duro.

Vale. Aquel había sido un comentario más bien pobre, tan insignificante como cualquier otro tópico por el estilo. Admitía que no se le daba nada bien airear sus sentimientos y que, en lugar de ello, prefería preservarlos enlatados para sí. Aun así, jugaba con la ventaja de los años de experiencia a su favor.

– Muy duro -continuó diciendo con cierto malestar-. Pero ya verás cómo pronto te recuperas.

Lo último lo dijo remarcando las palabras.

Fatal. Era una idiota.

Una idiota con mayúsculas pues, a pesar de los pesares, seguía hablando con aquel tono bobalicón y afectado.

– Te sorprendería lo mucho que puedes soportar.

La inexpresiva mirada que le endilgó Katie le hizo pensar que la niña también la juzgaba de idiota.

– ¿Y qué es lo peor que has tenido que soportar?

Angel decidió que contestar no era muy difícil teniendo en cuenta que ni ella ni cualquier otro adulto cercano a Katie tenían ni idea de cuáles eran las dificultades de la niña.

Los quince años eran una edad desastrosa.

Teniéndolo en cuenta, Angel hizo cuanto pudo para contestar.

– Lo peor… No lo sé… -Le vinieron a la mente las historias que durante años había escrito para la West Coast-. Viví una semana en la calle para preparar un reportaje sobre las mujeres indigentes. -Como la niña no decía nada, Angel continuó su melodramático relato-. Desde luego, era verano, y por las noches dormía en un albergue, tumbada en un camastro… -Aquello sonaba más a excursión estival que a un trance difícil-. Bueno, en realidad la vez que… -Y abandonó el intento, consciente de que participar en una regata de yates de dos días de duración era una chorrada frente a la experiencia de perder a un padre.

Suspirando, Angel deseó que aquello no estuviera ocurriendo, deseó no sentir aquella repentina prisa por transmitirle a la niña algún tipo de esperanza… o, al menos, por darle otra cosa en que pensar. Echó la cabeza hacia atrás e inspiró profundamente, y entonces vio las nubes que alguien -con toda probabilidad, Stephen Whitney- había pintado en el techo de la habitación de Katie.

– Cuando quise ser niño, eso fue lo peor por lo que tuve que pasar.

– ¿Cómo dices? -exclamó Katie con los ojos muy abiertos.

Esto sí que te interesa, ¿eh?, pensó Angel mientras tomaba una nueva bocanada de aire.

– Bueno, ya te he contado que mis padres se separaron. Pues al poco tiempo, mi madre se casó con otro, un policía. Y ese no era precisamente un buen hombre.

– ¿Y por qué no era un buen hombre?

– Sí, ¿por qué no lo era? -interrumpió Cooper, recién llegado y excusándose con la mirada por haber entrado en la habitación tan de repente-. Lo siento, pero Lainey me pidió que viniera a ver qué tal estabais. No tenía intención de entrometerme.

El miedo -o algo que se le parecía mucho- se le instaló a Angel en el estómago con violencia. Lo que estaba a punto de contar no era para que Cooper lo oyera. Ni siquiera podía decir por qué le había dado por contárselo a Katie.

O sí, sí que lo sabía. La muchacha le había sonreído el día de la iglesia, Angel había estado a punto de hacerla reír y, desde entonces, no había podido desechar la idea de que, de algún modo, aquello las había unido… con un vínculo semejante al que surge con la persona a la que se le salva la vida.

Aunque con Cooper allí presente, ¡no podía hablar de aquello!

– ¿Angel?

Era la voz de Katie, y la periodista la miró sin poder apartar la vista.

– Sí, sí. Él, en fin, le hacía daño a mi madre, pero como era policía, ella no se atrevió a denunciarlo.

Los ojos de Katie volvieron a agrandarse y Angel interpretó que podía saltarse los detalles escabrosos.

– Decidimos… marcharnos -escaparnos-. Y como tenía muchas maneras de encontrarnos, nos escondimos de él, a menudo cambiando de identidad y mudándonos de un sitio a otro.

Notaba la mirada de Cooper fija en ella, su atención ininterrumpida, y supo que el hombre podría rellenar todos los huecos que ella estaba dejando entre palabra y palabra.

– En aquellas circunstancias, me matriculé en secundaria como si fuera un niño para intentar despistarlo.

Katie, de nuevo, no salía de su asombro.

– Pero si… tú eres… -balbuceó con voz entrecortada por una carcajada que acabó por abrirse paso.

Al oírla, el estómago de Angel volvió a reaccionar, pero de un modo cálido y agradable. Valía la pena contar lo que estaba contando solo por presenciar aquel instante efímero de alegría que el rostro de la niña expresaba.

– Ya, lo sé -admitió Angel-. Soy la chica más femenina que jamás hayas conocido. Y en aquel momento era tan femenina y pequeñaja como ahora. Eso fue lo que me complicó tanto las cosas.

– Pero lo conseguiste.

El breve acceso de buen humor en el rostro de Katie había puesto en movimiento su expresión agarrotada, pese a lo cual, Angel no cantó victoria creyendo que había logrado sacar a la niña de su abatimiento. Era solo un comienzo, un primer paso.

– Como pude, sí, pero lo conseguí. -Le dedicó una sonrisa a Katie y, sin pensárselo dos veces, se acercó y tomó su mano; los dedos entrelazados de ambas descansaron sobre el apuesto novio de Britney Spears-. Las personas estamos hechas de acero inoxidable. Te conviene no olvidarlo para superar los malos ratos. -Luego, avergonzada, le guiñó un ojo tratando de remediar su tono de telenovela-. En fin, escúchame, porque te voy a decir algo más que sé por experiencia.

En la cara de Katie había casi una sonrisa. Casi.

– ¿Qué? -inquirió la muchacha.

Angel echó un rápido vistazo a Cooper y luego se inclinó hacia delante para adoptar una actitud misteriosa y teatral.

– Pues que donde manda mujer no manda marinero.


Sentada sobre una manta en la arena de la playa secreta de Cooper, Angel contemplaba cómo el sol se lanzaba al Pacífico sin salpicar. El viento había amainado y el ambiente de la protegida cala era agradable.

Aquel debería ser el momento de paz de la jornada y también de su trabajo, pues ya había reunido la información, establecido los contactos y acabado las entrevistas. Estaba a punto de dedicarse a lo que más le gustaba: formar un producto a partir de la materia prima para informar y además inflamar las emociones de los lectores.

Y, sin embargo, estaba de los nervios.

Se recostó sobre la manta y cerró los ojos.

En ese momento percibió algo, un sonido, el rumor de alguien que se acercaba por el túnel hacia la cala.

Ese alguien era el motivo de sus nervios: Cooper. Tras salir de la casa de los Whitney aquella mañana, se había dedicado a esconderse de él. El modo en que él había dicho «Ya hablaremos» cuando ella se despedía de Lainey era un aviso de que Cooper quería volver a oír lo que ella había confesado en la habitación de Katie.

Pero aquello no iba a ocurrir. Su pasado no era su debilidad aunque, por desgracia, de vez en cuando la llevara a sentirse como si lo fuera.

Los pasos cesaron.

– Estás aquí.

Angel no abrió los ojos. No tenía sentido escaparse sabiendo que él ya estaba allí, pero podía deshacerse de él, ¿no era cierto?

– La verdad es que me apetecía estar sola, ¿te importa?

– Lo siento, pero para eso tendrías que haberte quitado el sujetador.

Su respuesta constituyó motivo suficiente para que Angel abriera los ojos y se incorporara con las cejas arqueadas.

– ¿Cómo?

Desde luego, era imposible saber si llevaba uno bajo el grueso jersey.

– Pretendía llamar tu atención -explicó Cooper, sonriendo, antes de acomodarse en la manta al lado de Angel-. Esa era la señal que mis hermanas me instaron a utilizar si pretendía que nadie viniera a la playa a interrumpirme.

– Si lo hubiera sabido… -murmuró Angel, que volvió a relajarse y a cerrar los ojos.

– Bueno, ahora que ya lo sabes…

– Sí, hombre, tú sigue soñando.

– Pero si ya lo hago, corazón -proclamó Cooper tras una carcajada-; todas las noches.

Angel procuró ignorarlo, a él y a la satisfacción que sus palabras le habían provocado. Cooper también se inmiscuía en sus sueños.

– No has venido a cenar -dijo él.

– No podía ni pensar en otra ración sorpresa de tofu, así que he venido aquí a imaginarme en un tugurio de los míos. -Hablaba con los párpados cerrados y una sonrisa soñadora-. Ahora mismo estoy en una taberna vienesa: dos salchichas rebozadas, un perrito caliente con chile y más cebolla, un batido de chocolate y dos raciones de aros de cebolla.

– Eso está mal.

– Perdóname, a veces se me olvida que eres un experto en nutrición.

– No, me refería a que está mal que, puesta a fantasear, elijas una taberna vienesa y no el Doc's Dogs.

Sorprendida, Angel se inclinó y apoyó la cabeza en la mano para mirarlo.

– ¿Conoces el Doc's, el de Ocean Street? Creía que era un secreto solo compartido por mí y los chicos que van al instituto de la misma manzana.

Cooper abrió mucho los ojos.

– No se lo habrás dicho a nadie más, ¿no?

– ¿Y arriesgarme a perder el mejor sitio de comida rápida de la ciudad? Por supuesto que no. Si esos cerdos del distrito financiero se enterasen de su existencia, mandarían ipso facto a sus asistentes a comer allí. Se formarían colas interminables todos los días de la semana.

– Acuérdate de lo que hicieron con El Rey de la Fritanga -afirmó Cooper, asintiendo.

– Los inversores se lanzaron sobre él como buitres y lo convirtieron en una franquicia. Me dan ganas de llorar al recordar los bollos de canela que hacían antes de que convirtieran el lugar en otro McDonald's.

– A mí lo que más me fastidia es el nuevo nombre. No estoy yo para poner el pie en un sitio que se llame La Canelita.

– Ya me lo imaginaba. -Angel lo miró con perspicacia-. Una vez me dieron plantón, y siempre he creído que fue por el restaurante que yo había elegido. Era un sitio estupendo llamado Glamour y Lentejuelas.

– Me lo creo -convino Cooper, riéndose-. Solo un nombre tan bobo como ese podría interponerse entre un hombre y el objeto de sus deseos -agregó, y la sonrisa se desvaneció.

Angel apartó la vista. Ambos sabían que ella era el objeto de sus deseos, claro. Para evitar la repentina tensión que se había instalado en el ambiente, la periodista señaló la maravillosa vista del cielo anaranjado y las aguas plateadas que se abría ante ellos.

– Vaya, pues yo me preguntaba… Esto está bien y todo eso, pero ¿no te estás muriendo por volver a la ciudad? ¿Al Doc's y a la televisión por cable? Por si no te acordabas, te diré qué allí también hay mar.

Cooper dejó escapar un gruñido y ella escudriñó su rostro intentando interpretarlo.

– ¿No lo echas de menos? -insistió.

– Sí -accedió Cooper, atusándose el pelo-, desde luego. Y… -Se quedó callado y volvió a pasarse la mano por el pelo-. Oye, quería verte porque mañana no voy a estar por aquí. Es probable que pase todo el día fuera, así que quería hablar contigo sobre…

– Yo tampoco creo que vaya a estar mañana -interrumpió Angel mientras se preguntaba por el rumbo que la conversación iba a tomar. Fuese o no una fanática del Doc's Dogs, no quería que él supiera nada más de su pasado, que, por lo general, era íntimo y personal-. Me voy a pasar el día al sur, a San Luis Obispo.

– Angel…

– Tengo algunas cosas que hacer por allí y, en fin…

– Angel…

– De hecho… -balbuceó al tiempo que se levantaba y se sacudía los pantalones con un recato fuera de lugar-, de hecho, creo que me voy a ir a mi cabaña, a ordenar mis cosas y a hacer las maletas…

– Quería agradecerte las sinceras palabras que le has dedicado a Katie esta mañana. Ella es muy importante para mí y… todavía le queda mucho que soportar. Espero que se acuerde de lo que le dijiste.

Con una sensación opresiva en el estómago, Angel le dio la espalda y se encaminó a la orilla, donde la arena mojada le humedeció los pies desnudos.

– Vale, me alegra ser de alguna utilidad…

– Y también siento lo que te ocurrió.

Vaya, entramos en terreno íntimo. Angel hizo un gesto que denotaba indiferencia cuando estaba muy cerca de donde las olas lamían la arena.

– No me ocurrió nada en absoluto.

– ¿Cómo que no? -Cooper se plantó a su lado y le posó las manos sobre los hombros; estaba tan cerca que pudo notar su aliento en la nuca-. ¿Cuánto tiempo, Angel? ¿Cuánto tiempo tuviste que esconderte?

Demasiado íntimo, demasiado.

Los pulgares del hombre le acariciaron los músculos, tensos y reacios, y luego le apoyó la barbilla sobre la cabeza mientras sus manos la masajeaban, la acariciaban, la persuadían, le hacían ablandarse.

– ¿Cuánto tiempo, cariño?

– Siete años. -Se había relajado tanto que ni siquiera se dio cuenta de lo que decía hasta que se oyó pronunciar las palabras con un débil susurro. Pero aquello no era suficiente, así que volvió a decirlo, con mayor claridad y decisión-. Siete años. Cinco en Estados Unidos y los últimos dos en Europa.

Las olas rompieron cuatro veces antes de que Cooper volviera a hablar.

– ¿Te hicieron daño? -preguntó al fin sin abandonar el masaje-. ¿Te hizo daño el marido de tu madre, Angel?

– Me amenazó con hacérmelo. Amenazó con matarla a ella y quedarse conmigo. -Un escalofrío le recorrió el espinazo-. Y mi madre se lo creyó. Por eso nos fuimos.

– Ya, pero ¿no hubo nadie que…?

– ¡No, nadie!

Nadie habría defendido a su madre, nadie; ni tan siquiera el padre de Angel, Stephen Artista del Corazón Whitney, habría acudido a ayudar. Su madre le había pedido que se quedase con Angel, que la protegiera, pero él se negó, no quiso complicarse.

Angel se cruzó de brazos.

– Cooper, sucedió hace veinte años. En aquel entonces nadie hablaba de la violencia doméstica y, además, él iba progresando en la jerarquía policial y haciéndose cada vez más poderoso y posesivo.

– Y por eso os escondisteis.

– Había gente, redes secretas… -murmuró Angel con la mano en alto-… que se dedicaban a eso. Nos marchábamos cuando él se acercaba o cuando sospechábamos que se estaba acercando.

– ¿Qué ocurrió después?

Angel estuvo a punto de sonreír, pues había asistido como periodista a los suficientes procesos judiciales como para reconocer la cháchara de los abogados. «¿Qué ocurrió después?» Esa era la clásica pregunta que los profesionales elegían para animar al testigo a que continuase con su testimonio.

– Pues que una noche tuvimos suerte. El muy cabrón se metió en una tienda de licores en busca de la siguiente botella de whisky, con tanta sed que no le dio tiempo a llevar consigo su pistola. Resultó que estaban atracando el establecimiento unos tipos que iban armados; él intentó detenerlos y murió como un héroe.

Cooper le acarició los hombros.

Sin embargo, no fue suficiente para aplacar la amargura que sentía Angel, quien, incapaz por más tiempo de retenerla, se volvió para mirarlo.

– Y eso es lo que me fastidia, ¿entiendes? Un maldito héroe. Lo más gracioso es que mi madre heredó la medalla.

– A lo mejor tu madre debería ponérsela -terció Cooper, tras guardar un momento de silencio-, o tú.

Aquello hizo que el humor de Angel mejorara, hasta el punto de que se rió.

– Sí, tienes razón, tienes mucha razón.

Cooper se le acercó y le acarició la mejilla.

– Además, eres preciosa.

No, no y no. Angel se apartó en la dirección de la marea que volvía a integrarse en el mar. No podía permitirse que aquel hombre la tocara y menos cuando sus recuerdos la volvían tan vulnerable.

Él la miraba fijamente.

– ¿Sigues con la idea de marcharte pasado mañana?

Angel asintió. Por supuesto que sí; ojalá pudiera marcharse antes.

– Tengo que irme.

– Yo voy a pasar la noche en Carmel.

Estaba nerviosa y aun así fue capaz de recomponerse y tomar la precaución de apartarse de él un paso más. El agua le llegaba a los tobillos, pero ella no prestaba atención.

– Vaya, si es así, esto es un adiós.

– Sí, es una despedida.

Las palabras se abalanzaron sobre ella a modo de tromba y se llevaron por delante todas las emociones del día hasta dejarla… vacía. Aunque tuviera los pies hundidos en el Pacífico, el frío del agua se quedaba corto ante la desolación que le provocaba no volver a verlo.

– Aún nos queda San Francisco -dijo, ensayando una sonrisa-. Ya verás, ¿qué te juegas a que cuando vayas nos encontraremos batallando sin cuartel por el último sitio libre en un tranvía?

– Quizá. -El tono dubitativo dio la impresión de que Cooper lo creía del todo improbable.

– Sí, quizá -convino Angel.

Cuando él fuera a la ciudad tendría a su disposición infinitas mujeres a las que encontraría más irresistibles que ella.

Pero no le importaba. Lo cierto era que también ella tenía a su público esperándola, hombres como… como…

Tom Jones, el incrédulo gato de su vecina.

Ambos mantuvieron las miradas durante un nuevo momento tenso y silencioso.

Pero Angel nunca había sido hábil para prolongar los silencios, así que hizo resurgir su habitual sonrisa y se aferró a ella con afán mientras se llevaba la mano derecha al bolsillo del pantalón. Luego alargó la otra para ofrecérsela al hombre.

– Adiós, Cooper. Gracias por todo.

Él le miró los dedos extendidos y al hacerlo provocó el nerviosismo de Angel. Cuando ella retiró la mano, él murmuró algo ininteligible. Entonces la tomó por la cintura y la abrazó.

– Qu… -Cooper contuvo lo que iba a decir.

Angel intentó zafarse, pero descubrió que tenía los pies en el aire agitándose inútilmente. Cuando él la besó con fuerza perdió todo deseo de escapar.

– Esto es una locura -afirmó Cooper, que, tras alzar la cabeza, se abría camino hasta la oreja de ella.

– Estoy de acuerdo -le aseguró Angel elevando la barbilla para que él pudiera recorrerle la piel erizada.

– Me había prometido mantenerme alejado de ti.

– Es una idea excelente. Yo me hice la misma promesa -repuso, enlazando los brazos alrededor de su cuello-. Solo te queda cumplirla. Vamos, apártate, vete.

– ¿Yo? ¿Por qué yo? ¿Por qué no tú?

– Pues porque tú eres el hombretón forzudo -susurró entre jadeos- y yo la damisela frágil e indefensa.

– Tú eres un diablo.

– Perdona, un ángel, como sabes.

– Un diablo. -Cooper le hacía cosquillas detrás de la oreja-. ¿Seguro que quieres que me marche, como dijiste?

Angel había dejado de comprender sus palabras, atrapada por la excitación que le provocaba el aliento jadeante del hombre.

– Sí, hazlo. Quiero decir, hagámoslo.

– ¿Ves cómo eres un diablo? Y no sabes lo bien que suena eso, un diablo.

Cooper se reencontró con la boca de Angel y deslizó la lengua en su interior con lentitud, tanta que ella pudo sentir cómo se le paraba el pulso, en espera de que el beso culminase.

Y cuando ocurrió, notó una ardorosa corriente que le recorrió el cuerpo para después vertérsele en la entrepierna. Se abrazó aún más y él le correspondió con la fuerza de los brazos, pero necesitaba estar más cerca, más cerca, y ello a pesar de que la mano de Cooper, bajo la sudadera, le recorría la piel desnuda.

Entonces se dio cuenta de que, en efecto, no llevaba sujetador. La mano de él se quedó en suspenso y de su boca salió un gemido.

– Angel…-murmuró Cooper.

Él volvió a acariciarla, a cubrirle los pechos con los dedos estirados. Gimiendo, Angel facilitó las cosas para ambos tras subirse a la cintura del hombre y pasarle las piernas por detrás.

Ay, ay. Lo notó duro, duro en aquella zona en particular, y así presionó hacia abajo para cargar contra su erección. Su súbito lamento de placer le supo dulce.

Se besaron largamente, con besos suaves, lentos, apasionados, o tal vez con un solo beso en el que las bocas no llegaron a separarse.

Al fin, él aparto los labios y la miró con un pánico en los ojos que escondía un deseo ferviente.

– Cooper -susurró ella-, Cooper.

– Angel. -Su voz era gutural, gruesa.

Su mirada estaba colmada de una emoción para la que ella no conocía nombre.

Y en aquel momento las rodillas de Cooper fallaron y Angel, que hasta entonces había estado en sus brazos, agazapada contra su calor, se vio en la arena fría y húmeda. Él estaba de rodillas, a su lado, y la miraba con aquellos ojos extrañamente luminosos y con la misma expresión de pánico.

– Mi corazón -musitó, desmoronándose-. Joder, mi corazón.

– ¿Cómo? -El terror la atenazó al instante.

Luego el miedo la abofeteó, despertándola de la parálisis y alertando su atención. Se acercó a él, se puso a su lado, le tomó la mano y lo miró a los ojos.

– Tranquilo, no va a pasarte nada -le prometió con firmeza mientras se tragaba su propio temor-. Estoy entrenada en primeros auxilios.

Nada más decirlo, le presionó la frente con la base de la mano y con la otra le alzó la barbilla; después le abrió la camisa de un tirón y los botones saltaron por el aire. Sus vías respiratorias estaban despejadas y su pecho estaba funcionando; entonces Angel se inclinó sobre él y se acercó para oír.

Estaba respirando, inhalando y exhalando, una y otra vez. El ritmo estaba tal vez un poco acelerado, pero lo cierto era que respiraba. Con delicadeza, le puso la mano en el pecho para asegurarse de su movimiento.

– Estás respirando -dijo. No hacían falta los primeros auxilios-. ¿Estás consciente?

– Por supuesto.

El humor era también un buen síntoma, pero Angel no quiso confiarse y se mantuvo alerta a la más mínima reacción.

– ¿Cómo te encuentras?

– Más o menos, igual -admitió él-. Mi respiración es demasiado rápida y débil, y mi corazón late como si me hubieran implantado un tambor durante la operación.

– Vale, vale. -Angel le acarició la piel con la esperanza de proporcionarle un poco de calma-. ¿Tienes dormido el costado izquierdo? Mira a ver si puedes cerrar la mano.

– No tengo nada dormido y cierro las manos sin problemas.

Angel no sabía qué hacer, si dejarlo allí y correr en busca de ayuda o quedarse por si acaso se hicieran necesarias las técnicas de masaje cardiovascular y de asistencia a la respiración.

– En este momento daría la vida por tener un móvil -masculló.

Cooper consiguió reírse débilmente.

– No sé por qué, pero creo que si lo tuvieras tampoco adelantaríamos nada.

A Angel le pareció que aquel acceso de risa permitía cierto optimismo, aunque, al fin y al cabo, ¿qué demonios sabía ella?

– ¿Qué te dijo tu médico? -le preguntó con ansiedad, desesperada por saber qué pasos tenía que dar-. ¿Qué debes hacer ahora?

– Me dijo que estoy bien. Perdí 16 kilos, soy vegetariano, dejé de fumar, hago ejercicio. Me dijo que mi corazón está perfecto.

Angel habría podido tranquilizarse y creer que todo iba a salir bien si Cooper no estuviera tirado en la arena y si los latidos de su corazón no se asemejaran a golpes de tambor. Se metió la mano bajo la sudadera y se la colocó junto al corazón para comprobar cómo era un latido normal.

También como un tambor. Bum-bum, bum-bum, bum-bum.

Cooper seguía respirando y su pecho ascendía y descendía al mismo ritmo que el de Angel. Ella estaba un poco atemorizada, pero notaba que el pulso del hombre era menor que el que había tenido cuando la besaba y la tocaba.

Se incorporó lentamente manteniendo la mano sobre el pecho de Cooper.

– ¿Y ahora cómo estás?

– Más tranquilo; por lo demás, me parece que igual.

El color de Cooper era sano y hablaba con normalidad. Angel se sintió optimista.

– ¿El doctor te dijo que estabas curado?

– Me parece que «curado» no es la palabra. -Tomó una bocanada de aire, lenta y precavida-. Pero lo cierto es que todo estaba en orden la última vez que estuve en la consulta, el mes pasado.

Angel tenía una conocida en el gimnasio, de alrededor de cincuenta años, cuyo marido había sufrido un ataque al corazón el año anterior. Era increíble la clase de chismes que podía alguien contarle a una casi desconocida que hacía ejercicio en la máquina de al lado. Llegó a hablarle sobre la mezcla de gotas de sudor en el suelo y cosas por el estilo.

El recuerdo de aquellas conversaciones le dio a Angel una idea.

Volvió a palparle el pecho.

– ¿Cómo estás ahora?

– Puede ser que un poco mejor.

Aparentando inocencia, Angel deslizó la mano hacia abajo, y le rozó la cintura de los pantalones; los músculos de Cooper se tensaron.

– Por Dios, Angel -se quejó él, agarrándola por la muñeca.

– Lo siento. -Se desembarazó con delicadeza del apretón y devolvió la mano a su lugar, sobre el corazón del hombre. Ajajá. Un toquecito de estimulación sexual y los latidos habían vuelto a dispararse.

– Me parece que ya sé qué te pasa. -Angel le tomó la mano y se la condujo bajo la sudadera.

La apretó contra los pechos desnudos y luego, manteniéndola allí, se inclinó sobre Cooper para besarlo, lenta y deliberadamente. Él se resistió en un primer momento, aunque acabó por ceder a su delicada insistencia. Un beso largo y sugerente.

Cuando Angel volvió a incorporarse, ambos estaban jadeantes.

– ¿Te has quedado sin respiración? -le preguntó-. Yo sí.

Los ojos de Cooper se agrandaron mientras su ritmo cardíaco continuaba estando desbocado.

– ¿Sientes mi corazón? -Angel hizo fuerza sobre la mano de Cooper que tenía sobre el pecho-. Yo creo que está acelerado, tanto o más que el tuyo.

– No hablas en serio…

– Tan en serio como los ataques al corazón. -Sonrió y le acarició la mejilla-. Esto es excitación sexual, querido mío, lujuria, deseo. No hay peligro.

Cooper se quedó boquiabierto y no tardó en azorarse.

Al marido de su amiga de gimnasio le había aterrorizado hacer el amor. Cada vez que llegaba el momento, sus reacciones físicas, comprensibles a tenor de la situación, lo asustaban como a un niño. Estaba convencido de que aquello iba a provocarle un segundo infarto. En fin, su amiga le había dicho que aquel era un problema muy habitual y, pese a ello, su marido había tardado meses en superar su ansiedad.

– Hace bastante que no mantienes relaciones sexuales, ¿no es cierto? Ninguna desde el ataque.

El rubor de la cara de Cooper iba en aumento.

– No me apetece hablar de eso -afirmó al tiempo que retiraba la mano de la piel de Angel y se sentaba.

Ella se fijó en su postura envarada e, intentando relajarlo, le dio un leve golpe en el hombro.

– ¿Qué te pasa? ¿Te sentirías mejor si te dijera que mi cama lleva mucho tiempo desierta?

Como él no contestaba, Angel intentó adivinar cuánto tiempo hacía que Cooper se había marchado de San Francisco. ¿Diez meses? ¿Más?

– Por todos los santos -exclamó, todavía con intención de aliviarle su visible pesadumbre-. Estaba dispuesta a salvarte la vida, incluso hasta hacerte el boca a boca y todo. ¿Me vas a decir que no podemos hablar?

Él la miró de soslayo.

– El boca a boca me lo has hecho antes de que me cayera a la arena, y así me ha dado el achuchón que ha dado.

– ¡Ya, y ahora tienes que compensarme! ¡Pensaba que te había matado con un beso! -Le dio un nuevo golpecito en el hombro-. Venga, hombre. Soy yo, Angel, la mujer que probablemente no volverás a ver otra vez. ¿No crees que podemos hablarlo?

A pesar de que, tal como estaban las cosas, era él y no ella quien prefería estar solo, Angel no podía dejarlo allí. Aquel no podía ser el último recuerdo que ambos tuviesen del otro: Cooper sintiéndose avergonzado y Angel sintiéndose… comoquiera que se sintiese.

– Bien. -Cooper volvió la cabeza y le clavó la mirada, más oscura y profunda a la menguada luz del atardecer-. Tienes razón. No he probado el sexo desde los ataques y la operación, es decir, desde hace veinte meses, dieciséis días y, bueno, aproximadamente tres horas y cuarenta y un minutos.

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