Prólogo

– Ha muerto.

Angel Buchanan se quedó mirando fijamente la televisión instalada sobre la barra del bar. Su cuerpo se estremeció de arriba abajo y los tacones de sus zapatos resbalaron del travesaño del alto taburete en el que estaba sentada.

– Está muerto.

– ¿Qué pasa? -La ayudante en prácticas de Angel estaba intentando acercar su taburete a la mesita de mármol cuando levantó la vista para seguir la mirada de Angel, que se alzaba por encima de las cabezas del gentío del Ça Va, punto de reunión tras la jornada de trabajo. Se fijó en las noticias de la televisión y dijo-: Vaya, ese es el «Artista del Corazón». ¿Qué pasa?

Angel no respondió. Se limitó a agarrar con fuerza el borde de la mesa para no caerse mientras notaba que el griterío de la selecta clientela del restaurante e incluso la voz de su ayudante se perdían en el vacío. Tenía la mirada fija en la plataforma que sostenía la televisión.

Stephen Whitney, el autodenominado «Artista del Corazón», había sido atropellado por un camión mientras paseaba al anochecer. No cabía duda de que había sido un accidente, pero el resultado era el mismo: estaba muerto. El funeral tendría lugar la semana siguiente en Carmel, California, donde el artista había vivido los últimos veinte años de su vida.

– Los veintitrés últimos años -susurró Angel, corrigiendo al presentador.

Los más beatos y todos aquellos que hacían gala de una actitud de superioridad moral se estaban ya lamentando por la pérdida de uno de los «visionarios más famosos de todo el país». Uno de ellos afirmó que Whitney no solo había celebrado el hogar y la familia con sus cuadros, sino también con la forma en que vivió su vida, y tanto la coral nacional de la Iglesia Baptista como el coro de los niños de Harlem habían prometido cantar en su funeral. Se decía que un miembro de la Casa Blanca estaba planeando asistir a las exequias y, en general, todo el mundo estaba «entristecido» y «atónito» por la trágica noticia.

Angel no sabía qué nombre darle a la ola de sensaciones que de repente se apoderaron de su cuerpo.

– Ahí está -le susurró su ayudante al oído-. La señora Marshall viene hacia aquí.

A pesar de la advertencia, a Angel le hizo falta recibir un codazo para volver su atención al presente y a lo que le estaban diciendo. San Francisco. Ça Va, restaurante de moda. Allí estaba ella como redactora de la revista West Coast, en busca de la reacción de Julie Marshall al hecho de que su jefe fuera un charlatán embaucador que había timado a gran cantidad de inversores mediante la clásica estafa piramidal.

La señora Marshall, una mujer delgada de unos cincuenta años, se acomodó en el taburete que había frente a Angel y la miró con ojos inquietos.

– Algo no anda bien, lo sé, señorita Buchanan. Y tiene que ver con Paul. ¿Qué sucede?

La mirada de Angel volvió fugazmente al televisor y sintió de nuevo en el estómago aquella sensación tan difícil de calificar. Sí, algo no andaba bien. El mundo estaba a punto de beatificar a Stephen Whitney, alguien que, como Angel sabía muy bien, no era ningún santo. Aunque ya pensaría en ello más tarde.

Se esforzó por devolver su atención a la señora Marshall. Angel sabía por una entrevista anterior que la mujer estaba ciegamente enamorada de su jefe, pero Angel decidió que no por ello iba a suavizar las malas noticias. Por experiencia sabía que la verdad desnuda resultaba siempre más beneficiosa que una mentira bien disfrazada.

– Se trata del señor Roth -comenzó Angel, mientras deslizaba la mano en el bolso en busca del paquete de pañuelos que había metido antes de salir de la oficina-. La semana pasada me dijo que usted creía en su inocencia y que estaba dispuesta a vender su casa para pagar la defensa de ese hombre. Sin embargo, he descubierto pruebas que…

– ¿Có-cómo? -balbuceó la mujer.

– Les he seguido la pista a los papeles. -Angel colocó los pañuelos sobre la mesa y se los acercó a la mujer-. Ha estafado a todos los inversores; a todos ellos, incluido el círculo de amistades que van con su madre a misa, señora. No venda su casa por él.

La mujer se pasó la lengua por los labios, pálidos por la sorpresa.

– ¿Es posible que… no sé, que se trate de una equivocación?

Señor, ¿por qué sería que las mujeres cometían el estúpido, y a menudo peligroso, error de confiar en los hombres? Angel meneó la cabeza y dio un golpecito al paquete de pañuelos para acercárselos un poco más.

– No es el tipo de hombre que usted cree que es.

La señora Marshall agarró los pañuelos y, muy despacio, bajó del taburete. Angel tragó saliva con gesto de preocupación y también se levantó. Ahora lo hará, pensó, armándose de valor para combatir el pánico que sentía siempre que una mujer se echaba a llorar.

Sin embargo, la señora Marshall inspiró profundamente, entrecerró los ojos y escupió:

– ¡Cabrón!

Angel la miraba sin parpadear.

– ¡Maldito cabrón mentiroso! -En lugar de lágrimas, en los claros ojos de la mujer asomó algo distinto, algo que se parecía a la misma emoción que se enroscaba y retorcía en el interior de Angel.

– Prométeme que todo esto aparecerá en tu artículo -le pidió la señora Marshall-. Prométeme que todo el mundo sabrá el tipo de hombre que es Paul Roth.

– Siempre cuento la historia entera -le aseguró Angel.

– Bien. -El color volvió a las mejillas de la mujer-. Yo creía, bueno, todos creíamos que era incapaz de hacer algo así. Y el mundo debería conocer la verdad sobre los hombres como él.

Antes de que Angel pudiera responder, un camarero que llevaba una bandeja repleta de Martinis y vasos de whisky se detuvo junto a la señora Marshall.

– Señoras, enseguida vengo.

La mujer se volvió hacia él y lo miró con desprecio, y Angel lo atribuyó a que el camarero guardaba un parecido con Paul Roth, el «maldito pelota adulador y seductor con cara de rata» que tanto daño le había causado. Fuera cual fuese la razón, el hecho era que tras pronunciar aquellas palabras, la mujer traicionada soltó el paquete de pañuelos, cogió uno de los vasos de Martini de la bandeja y vació el contenido en la cara del sorprendido camarero.

Entonces desapareció.

Angel le acercó los pañuelos al empapado camarero, le dio una generosa propina y fue entonces cuando pudo, finalmente, ponerle un nombre a la sensación que había percibido en aquella mujer. Era indignación, exactamente lo mismo que la quemaba por dentro cada vez que pensaba que Stephen Whitney sería recordado como un honrado hombre de familia, como todo un héroe.

Sin embargo, no empezó a diseñar un plan de acción hasta más tarde, cuando regresó a su apartamento con la bolsa de la tintorería en una mano y la compra en la otra. Una vez llegó a la puerta, las dejó en el suelo para acariciar la panza de Tom Jones, el enorme gato de su vecina. En cuanto en la escalera se oyó un ruido de pasos, el muy golfo se escapó a toda velocidad. Se nota que es macho, se dijo Angel.

Resignada, entró en su apartamento y se dirigió inmediatamente hacia el televisor. Lo encendió y el canal de noticias llenó el silencio. En ese momento se dio cuenta de que la cifra de los que lloraban la muerte del «íntegro» Stephen Whitney, «cuyos cuadros captaban los preciosos momentos de la vida familiar», no dejaba de aumentar. Angel ardió de indignación y no fue capaz de contener el grito de: «¡Se equivocan, se equivocan tanto!»

El íntegro Stephen Whitney, el hombre que todo el mundo creía que sabía tanto acerca de la familia, era el mismo individuo que la había engendrado… para después olvidarse de ella. Fue entonces cuando el ruego de la señora Marshall resonó de nuevo en los oídos de Angel: «El mundo debería conocer la verdad sobre los hombres como él.»

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