4

Angel estaba acostada en la espartana cama, sorprendentemente cómoda, sin otra cosa que hacer que no hacer nada. El silencio se le antojaba tan audible como el goteo de un grifo y la impenetrable oscuridad de la cabaña era otra de las distracciones que no le permitían dormir. El tupido bosque de los alrededores daba al lugar el aspecto y el olor del vivero de abetos de Navidad que visitaba cada diciembre, tan denso que incluso amortiguaba el fragor del mar.

– Soy una chica de ciudad -admitió en voz alta, pues quería asegurarse de que aquel profundo silencio no se debía a una súbita sordera.

Tras un rato más de tranquilidad inclemente se dio por rendida y abandonó su intención de dormir. No era capaz, estaba demasiado ocupada pensando que Cooper no era el director de hotel desconfiado por quien lo había tomado en un principio.

¡Era C. J. Jones! Se revolvió en el colchón, encantada por haber dado con el escurridizo socio del prestigioso gabinete DiGiovanni & Jones. Su menopáusica directora de la revista, Jane, iba a padecer uno de sus abrumadores sofocos cuando Angel la llamara para hacerle saber la excitante noticia.

Cuando la llamara desde una cabina telefónica. Suspiró. Era molesto haber perdido el móvil y el resto de las herramientas de la civilización, aunque no dejaba de ser un buen precio que pagar por el inesperado doblete. Los reportajes serían dos: uno sobre Stephen Whitney y el otro sobre el inesperadamente recluido C. J. Jones.

Aún no había sopesado la idea de entrevistar a Cooper. Él había salido de la cabaña después de que ella le mostrara sus documentos de identificación, aduciendo con un murmullo algo sobre ir a guardar sus efectos personales en la caja fuerte.

Le fastidiaba haber tardado tanto en reconocerlo; en fin, aquellas gafas que había llevado en la iglesia… ¿Para preservar su identidad, podría ser? Además, no esperaba encontrárselo ni iba en su busca.

Ni, por cierto, a conocerlo. Sabía de él desde hacía años, por lo que había leído en las revistas y por lo que había visto por sí misma. Tras llegar temprano a una cita en los juzgados, se había colado por curiosidad en una de las salas, abarrotada por un inusual número de curiosos.

Había atinado a sentarse en la última fila en el momento en que C. J. Jones se embarcaba en su alegato final en un caso de agresión, por desgracia famoso. A los pocos minutos, se había sentido transportada por el tono conciso y la irrefrenable pasión del orador, así como por sus ampulosos gestos. Según lo recordaba, entonces, llevaba el pelo más corto y el empaque de su porte era mayor.

Teniendo aquello en cuenta, no le resultaba extraño no haberlo reconocido en aquel Cooper espigado y de pelo largo ni en su aspecto confiado y tranquilo.

En cambio, lo que sí explicaba era aquella especie de comezón, de hormigueo, que había sentido en su presencia. Porque, claro, no era más que su olfato de reportera, que ya había reconocido al tipo e intentaba llamarle la atención sobre él.

Entonces pudo relajarse entre las suaves sábanas, confortada por disponer de una explicación racional. Desde luego, no le faltaban bazas a aquel hombre para despertar los sentidos en una mujer. De hecho, el día del juicio, ella había experimentado el más tonto de los enamoramientos. No le costaba admitirlo; ella era entonces joven, impresionable y, bueno, estaba deslumbrada.

Claro que, por otro lado, siempre había dispuesto de la madurez y la sabiduría suficientes para someter sus apetencias en aras del reportaje. Así había sido en aquella ocasión, concentrada en su trabajo, y así lo sería al día siguiente y al otro.

Todo lo cual la llevaba otra vez a preguntarse por qué Cooper había abandonado en San Francisco lo que era su dedicación… Bostezó; se le cerraban los ojos. Al levantarse comenzaría la jornada en que iba a averiguar todo lo que quería saber de él.


Tras despertarse con el canto de los pájaros, Angel permaneció en la cama con los ojos cerrados mientras se preguntaba si los petirrojos no habrían anidado bajo los voladizos de su edificio, tal como ocurriera la primavera anterior. Pero aún no era primavera y…

Abrió los ojos. Y tampoco estaba en San Francisco.

La luz del sol había encontrado una rendija en las cortinas por la que filtrarse. Había amanecido hacía un rato, aunque Angel no podía concretar más. En casa tenía el televisor del dormitorio programado para despertarla a las siete de la mañana con las noticias nacionales e internacionales del canal MSNBC.

Sin el acostumbrado escándalo que organizaba su despertador cada mañana, tuvo que buscar a tientas su reloj en la mesilla de noche. La claridad era tenue, y cuando lo encontró se lo acercó a los ojos para distinguir las manecillas.

Nueve de la mañana. Tarde, pero no tanto como para que no quedase café, ¿no? A diferencia de su apartamento, donde el preciado brebaje se hacía por su cuenta en una máquina automática, en aquel lugar tendría que ducharse y vestirse antes de recibir la dosis de cafeína.

En un increíble récord de diez minutos, avalado por (a) su necesidad de tomar café y (b) el tiempo que solía dedicarle a arreglarse el pelo, se había puesto unos vaqueros y una camiseta, y se estaba atando los cordones de sus botas de montaña, de un color verde chillón. Sin el glorioso secador y su difusor «control de rizos patentado», había tomado la precaución de no lavarse la cabeza. Para remediarlo, optó por un estilo infantil y florido, al gusto de la década de los sesenta, con un pañuelo de colores a modo de diadema.

El paseo entre la cabaña y el edificio principal resultó un muestrario de aromas frescos y silvestres. Los alojamientos de los huéspedes se diseminaban entre las gigantescas secuoyas y la vegetación ajardinada, pero el bloque de uso común se levantaba en el centro de un claro en forma de óvalo y tapizado de hierba. Sin árboles que dieran sombra, la cara exterior de la puerta indicada por el rótulo «Comedor» era cálida al tacto.

En el interior, Angel no percibió el olor del café.

Algo raro tenía que ocurrir, seguro. Echó un vistazo a la estancia vacía y distinguió las sencillas mesas de picnic y los hornillos calientaplatos dispuestos en la larga mesa situada en la pared del fondo. Al adentrarse se abrió una puerta interior, al lado del bufet, y por ella entró un hombre.

Angel reconoció a Judd Sterling, el amigo de la familia. Visto de cerca era decididamente guapo, aunque lo más notable era la gracia de sus movimientos, que parecían responder a una corriente de aire que ella no veía ni percibía.

Le dedicó la mejor sonrisa descafeinada de que fue capaz.

– Café -le pidió-. Me muero por un café.

Él respondió sonriendo con gesto amigable mientras meneaba la cabeza y señalaba a su derecha.

Angel siguió su indicación con la mirada hasta vislumbrar una señal en la pared.

– No… -Tuvo que ahogar la siguiente palabra, a su pesar. «No hablar.»

«Perdona», articuló sin voz y moviendo los labios. Después de un suspiro para desempolvar sus dotes de mímica, se llevó a la boca una taza imaginaria, tras lo cual, volvió a silabear en silencio: «¿Café?»

Nueva negación acompañada por una cálida y apacible sonrisa.

Tal vez tuviera que estrangularlo. «Ca-fé.» Exageró la posición de los labios y eligió tomar un inexistente tazón en lugar del pocillo precedente.

La cosa no parecía funcionar y el simpático anfitrión repitió su gesto de cabeza, si bien con un matiz de hilaridad asomándole a los ojos grises.

«Oye, piltrafa -deseó comunicarle Angel con las fuertes pisadas con que se dirigió hacia él-. No vayas a entrometerte entre mi café y yo.»

Quizá su enojo se hizo visible, pues cuando estuvo tan cerca como para clavarle las uñas, el hombre le enseñó una pequeña libreta y un bolígrafo, escribió algo y luego se lo mostró.

Angel leyó. No podía ser, por favor, no. Sería culpa de la caligrafía, porque aquellas palabras escritas con mayúsculas no significaban que…

– ¿No hay cafeína? -explotó, sin poder guardar silencio. Aquello le iba a suponer una multa, pero había que ser claros en el tema.

Él le alcanzó otra página, escrita con meridiana claridad. «No se sirve cafeína, alcohol ni tabaco en Tranquility House. Toda nuestra comida es biológica.»

De mal en peor. Ni café, ni refrescos bajos en calorías, ni una buena copa de vino blanco a las cinco de la tarde.

Además, ¡la comida estaría llena de bichos! Había probado ese tipo de alimentos en un restaurante de Berkeley, en cierta ocasión, y la ensalada mixta que había llegado a su mesa -«gratis», según la pretendida broma del camarero- contenía orugas.

Judd le tocó el brazo. Se sentía tan desgraciada que le llevó un instante captar su expresión comprensiva y ver que le señalaba los hornillos. Cuando Judd procedió a ir levantando las tapas, ella lo siguió de mala gana para inspeccionar el contenido que ofrecían.

Fibrosos, correosos copos de avena. Huevos revueltos; de gallinas de esas liberadas, estaba segura (¿Alguna vez se había molestado alguien en saber de qué, exactamente, se habían liberado aquellas gallinas?). Y, para rematar, lo que parecían ser taquitos de tofu nadando en yogur natural.

Con el estómago a punto de revolvérsele, Angel apartó la vista. En lo que a ella concernía, si el Señor pretendía que sus fieles comiesen tofu, no debería haberlo dotado de aquella apariencia semejante a la goma.

Sofocó un suspiro y accedió a que su anfitrión le sirviera un poco de cada uno de los preparados. Así provista, fue a sentarse junto a una de las mesas de picnic, giró el plato para alejarse lo máximo posible del tofu, y recuperó un método de la infancia que le había servido para lidiar con lo desagradable: imaginaba comer otra cosa.

Y cuando estaba a punto de sumirse en un decente sueño de mermelada de albaricoque, Judd colocó a su lado una taza humeante. La mano reaccionó maquinalmente y, a pesar de que el sentido del olfato se le soliviantó, su raciocinio no llegó a tiempo para evitar que diera el primer sorbo.

– Aj. -La garganta se negaba a aceptar el primer trago que esperaba en la boca-. Aj, aj.

Por Cristo, ¿qué será esto? Mientras trataba de respirar por la nariz, se sintió enrojecer al encontrarse con la mirada de Judd. ¿Estaba intentando envenenarla?

Él gruñó y adelantó una hoja de papel que ella le arrancó de las manos al tiempo que intentaba reprimir una primera arcada. «Té de milenrama -decía la nota-. Ayuda a digerir. Pronto te acostumbrarás.»

Arrugó la nota, se obligó a tragar el repugnante bebedizo y tomó una profunda bocanada de aire para darle un respiro al paladar.

– Nunca jamás me voy a acostumbrar a esto -barbotó.

Tampoco suponía que alguien fuera capaz de beberlo con regularidad, hasta el extremo de que tuvo la repentina sospecha de que el «té de milenrama» era una pócima destinada a ella en particular, al igual que los asquerosos comestibles biológicos del desayuno.

Dio con la explicación: mientras Judd Sterling se explayaba con aquel aire pacífico y benevolente que, al parecer, era característico en él, había alguien a cargo de la intendencia de la operación, alguien que no la quería ver en Tranquility House.

Tenía sentido, lo mirara por donde lo mirase.

Cooper Jones pretendía que se muriera de hambre.


Fue el demoledor desayuno lo que hizo que Angel se decidiese por la que iba a ser su primera línea de acción del día; bueno, eso y el desabastecimiento de periódicos, otro de los encantos de Tranquility House, por lo visto. Sin nada que comer ni que leer, el siguiente paso era, lógicamente, ir en busca de Cooper. Los dos reportajes, el de Stephen Whitney y el del abogado retirado, requerían de su cooperación.

Aunque hasta entonces no le había ido bien con él, no estaba preocupada por ello; contaba con un truco para que el personal se relajara. Su primer curso de periodismo había sido el de «101 técnicas de entrevista», y todavía no había olvidado la triple estrategia diseñada por el profesor para amansar a un individuo.


1. Comenzar con un breve intercambio de fórmulas de cortesía.

2. Continuar con una conversación superficial.

3. Concluir con un sincero cumplido.


La receta jamás fallaba a la hora de aflojar la rigidez previa que podía darse entre el entrevistado y ella. Así que, aun habiendo estrenado un comienzo más bien torpe, no dudaba de que a la primera de cambio lo tendría dándole la patita.

A pesar de que Judd no hubiera aclarado el paradero de Cooper más que con un «Por ahí», Angel salió a buscarlo por el primer sendero que encontró que se alejara de las cabañas de los huéspedes.

El camino serpenteaba hacia el este, remontando pendientes de hierba seca que olían, curiosamente, a frutos secos, y sumiéndose en sombríos barrancos adornados por algún hilo de agua y robles de aspecto artrítico. Una chica de la montañosa San Francisco debería haber podido andar por aquel terreno abrupto sin despeinarse, pero, sin embargo, en poco menos de diez minutos las botas empezaron a hacerle daño y, dado lo caluroso del ambiente, deseó haberse vestido con pantalones cortos y un top en lugar de los vaqueros y la camiseta.

Tras hacer una pausa bajo un macizo de árboles, al pie de la siguiente colina, tiró de la camiseta para apartársela de la piel, ya pegajosa, y la agitó para procurarse ventilación. No había encontrado ni el más mínimo rastro de Cooper ni, por cierto, ningún otro indicio de vida humana y, aun así, conservaba la esperanza de tropezarse en cualquier momento con la civilización o, más concretamente, con una cafetería y un aparato de aire acondicionado. Como mofándose de sus apetencias, un pajarillo azul graznó desde una rama cercana.

– Perfecto -repuso Angel, molesta por el dolor de cabeza que empezaba a insinuarse-. Pues entonces dame solo una cafetería, que no soy quisquillosa. O un café de máquina, de esos que van bien para la úlcera.

– Lo siento, joven, pero por aquí no tenemos de esas cosas -oyó decir a una voz a sus espaldas.

¡Cooper! La sorpresa inicial desapareció al reconocer la voz. Está bien, se recordó, deseosa de que se le pasara el dolor de cabeza, aquí tienes tu oportunidad. Manos a la obra y a ganarse su confianza.

– Vaya, hola. -Todavía de espaldas a él, Angel dio por zanjado el «intercambio de fórmulas de cortesía» y abrió la puerta a la «conversación superficial»-. ¿Qué cosas no tenéis por aquí? -le preguntó, dándose la vuelta.

– En los ciento sesenta kilómetros de costa de Big Sur, no podrás encontrar ni un solo restaurante de comida rápida, banco o supermercado.

En otras circunstancias, aquellas palabras le habrían hecho desesperarse. Pero allí, en aquel momento, las oyó sin pena ni gloria, concentrada como estaba en el aspecto de Cooper. Llevaba el pelo húmedo y peinado hacia atrás y, a diferencia del traje de estilo desaliñado del día anterior, vestía ropa de deporte que le ceñía… pero bueno… todo.

Estaba atónita. Vaya, vaya.

La vestimenta con que había asistido a la ceremonia ocultaba un cuerpo escultural, torneado en lugares inimaginables.

De súbito, consciente de que la mirada podría delatarla, Angel bajó los ojos, ruborizada.

– Pues sí… -titubeó.

Ay, ay, ay. Pese a tener presente que era el momento de ganarse a Cooper, la situación había hecho que perdiera el hilo de la incipiente conversación. Algo aturdida, regresó al primer punto de las 101 técnicas.


1. Comenzar con un breve intercambio de fórmulas de cortesía.


– En fin, hola -insistió, voluntariosa. Al escapársele las palabras de la lengua, notó en el estómago una sensación opresiva que le era familiar. Deseó no estar pareciendo muy estúpida y se inclinó para inspeccionar las botas, llenas de polvo-. Vaya, ¿y a qué dedicas la mañana?

– ¿No es evidente?

Su tono burlón la hizo levantar la vista y se permitió un nuevo examen visual, lo que hizo que distinguiera una gran estructura de metal que Cooper tenía apoyada sobre el muslo derecho.

Su largo muslo. Su muslo duro. Su largo y duro muslo. El cuádriceps parecía tallado en una roca, cuya leve contorsión siguió con los ojos, desde la cadera hasta el interior de la rodilla.

Debajo del ombligo de Angel las cosas se pusieron tensas. Se dio cuenta de que eran sus propios músculos una vez que volvieron a contraerse, los mismos que en la Cosmopolitan recomendaban a las mujeres ejercitar para que luego los hombres se volvieran locos.

La cara le estaba ardiendo y, pese a ello, no podía dejar de mirar, por entonces, el muslo interno, también muy marcado según descubrió, y que mantenía su perfil hasta llegar a…

Ay. Optó por mirarlo a la cara y, al subir la vista, distinguió que sostenía con una mano enguantada lo que le pareció un gorro de plástico, todo ello mientras trataba de recordar su último comentario.

– Sí, cierto, evidente. -Intentando adoptar una actitud indiferente, casi perspicaz, efectuó un gesto vago para señalarle el aparejo metálico que tenía apoyado contra la pierna-. Veo que, al parecer, has estado haciendo deporte con ese… con eso de ahí.

– Es una bicicleta de montaña -la aleccionó Cooper con las cejas enarcadas-. Aunque espero que no sea la primera bicicleta que ves.

¿Una bicicleta? Angel, parpadeando, la examinó. Pues sí, era una bici. Y entonces, mientras contemplaba, una de las manos de él se aferró al manillar, lo que provocó que un tendón se tensara hasta el antebrazo.

Angel estaba hipnotizada y el área especial Cosmopolitan volvió a sufrir una contracción. Como periodista, se consideraba una observadora muy capaz, pero ¿sabía alguien que los hombres pudieran tener semejantes músculos en los brazos? Vigorosos, largos músculos que…

– ¿Angel?

Tras despertar de pronto de su catatonía, Angel dio un paso atrás, tropezó con una raíz y fue a dar con las posaderas en el suelo.

En solo un instante, Cooper se deshizo de la bicicleta y del casco y se arrodilló al lado de la accidentada.

– ¿Estás bien?

– No. -Porque además de la humillación tenía los músculos de él al alcance. Para evitar la tentación, se incorporó y volvió a sentarse sobre las manos-. No, no estoy nada bien.

– ¿Dónde te has hecho daño? -preguntó él, acercándose más.

Angel sacudió la cabeza y se echó hacia atrás, negándose a admitir que era su orgullo, su profesionalidad, lo que había salido perjudicado. Se suponía que tenía que estar dedicada al importantísimo reportaje, por amor de Dios, y no jugueteando con las especificidades de la diversidad sexual.

– Quédate sentada un rato y respira -le aconsejó él, todavía más cerca-, respira hondo.

El maillot que llevaba, hecho con una tela elástica y satinada, le seguía de cerca la línea del cuello y se le amoldaba a los pectorales. Era tan ceñido que Angel no tuvo problemas para apreciar las amplias plataformas musculares, cada una de ellas coronada por los prietos botones de los… ¡Basta!

Miró hacia otro lado y pugnó por controlar sus impulsos. Había visto ciclistas vestidos de la misma manera millones de veces. Que Cooper fuera de aquella guisa no era razón suficiente para permitir que resurgieran los hormigueos que al fin había sido capaz de despachar por considerar que no llevaban a ningún lado.

De todas maneras, las mujeres no solían pasar de la calma a la fascinación ni de la indiferencia a la excitación con una sola mirada, ¿a que no? La hembra de las especies animales no comía por los ojos, según había leído en una publicación masculina la semana anterior.

Y no podía decir que no hubiera dispuesto de experiencias precedentes en las que basar sus criterios, pues había tenido varias relaciones. Pero los tíos siempre tenían una especie de… no sabía qué, que enfriaba sus reacciones. Jamás se había sentido cautivada ante la sola visión del cuerpo de un hombre; jamás hasta aquel momento.

Tras darse cuenta de que tenía la vista fija en las piernas de Cooper, profirió un quejido culpable.

– Angel, ¿qué demonios te ocurre? -inquirió él, apoyando una mano en el suelo para aproximarse todavía un poco más.

– No sé -contestó mientras intentaba no pensar en el abultado bíceps del brazo que acababa de moverse-. No entiendo qué me pasa.

Entonces, al fin y al cabo, lo entendió. Cuando tenía ocho años había querido ser un niño, un niño grande y fuerte por encima de cualquier otra cosa. En su nuevo colegio había una banda de matones y, cada noche, había deseado despertarse a la mañana siguiente con la envergadura y los músculos que le harían falta para hacer frente a las intimidaciones de aquellos fantoches. Por entonces ya había dejado de esperar que su padre acudiera a rescatarla.

Tal vez, a lo mejor -¡seguro que sí!-, Stephen Whitney era el causante de aquella momentánea obsesión suya. Los sentimientos y los miedos del pasado estaban volviendo a salir; eso era todo. No deseaba a Cooper Jones, sino que, como en su infancia, deseaba los músculos del hombre, el símbolo físico de la fuerza necesaria para cuidar de sí misma, que tanto había deseado hacía tantos años.

Aliviada, consiguió sonreír y ponerse de pie.

– Estoy bien. Es solo que… -Los ojos de Cooper eran almendrados, de ese color a medio camino entre el verde y el castaño que tan pronto se aclara como se oscurece. En aquel momento eran oscuros, atentos, y Angel, sosegándose, recordó que debería estar dedicada a ganarse su confianza-… que no he tomado café esta mañana.

Él también se levantó.

– Alguna vez he visto reacciones fuertes provocadas por la carencia de cafeína, pero la tuya me parece que llega al extremo.

– Qué me vas a contar -murmuró Angel.

Para darse un poco más de tiempo durante el que recuperarse, se agachó y sacudió el polvo de sus pantalones. Vuelve a lo tuyo, se ordenó, concéntrate en las técnicas para preparar la entrevista y en que Cooper baje la guardia.

Cuando él se dio la vuelta hacia su bicicleta, Angel se enderezó.

– Por cierto; me había olvidado de que… -hablaba con voz firme, tratando de volver suavemente a adoptar una pose más espontánea-… tienes que contarme tu secreto.

– ¿Qué? -se sorprendió Cooper.

– Tu secreto -insistió ella-, ya sabes. Es decir, dónde escondes tu provisión de las tres sustancias prohibidas: alcohol, cafeína y tabaco. En los tribunales no se te conocía precisamente por tu abstinencia.

– Ya. -Cooper se calmó y le dio la vuelta a la bicicleta para colocarse frente a ella-. Sé a qué te refieres.

Angel creyó entender que estaba haciendo progresos, pues veía en el hombre unos ojos más amables y una media sonrisa tolerante. Sonriéndole a su vez, se le acercó pensando que el buen profesor Brown había estado, una vez más, en lo cierto.

– Pues mira -le dijo, tan cerca ya de él como para tener que mirar hacia arriba-, yo diría que tienes por ahí escondido algún saco de café bien tostado y también un cartón de tabaco y una botella de whisky.

– ¿Qué pensarías si te dijera que ya no fumo ni bebo café o alcohol?

– Pensaría que… -Angel, sorprendida de verdad, no sabía por dónde salir; C. J. Jones tenía fama de ser tan astuto como lo era en su trabajo.

– ¿Y bien? -se burló él.

Angel identificó algo en la manera en que la estaba mirando, una especie de pesar, que le hizo apartar la vista hacia su cuello, fuerte y viril, los anchos hombros y el cuerpo largo y esbelto. Pues sí que era un portento el chico.

– ¿Angel? -preguntó Cooper-. ¿En qué estás pensando?

Sí, estaba pensando, ¿en qué? Se suponía que estaba trabajando, intentando conseguir que Cooper le diera la patita. Dirigió los ojos hacia otro lado y regresó a la receta para preparar entrevistas.

Fórmulas de cortesía: visto. Conversación superficial: más que suficiente. Al volver a mirarlo advirtió que faltaba concluir con un sincero cumplido.

Y por alguna razón no razonada, impulsiva, Angel soltó lo primero que le vino a la cabeza.

– Creo que la abstinencia te ha dado un cuerpo envidiable.

Al mismo tiempo que digería sus propias palabras y se estremecía de vergüenza, pudo ver cómo a Cooper le subían los colores, cómo luego se subía a la bicicleta y, por fin, cómo la bicicleta subía el sendero, de regreso a Tranquility House.

Si aquello no constituía prueba suficiente de que las famosas técnicas habían fallado, la velocidad que Cooper imprimía a su marcha dejaba muy claro que Angel le había inspirado cualquier cosa menos bajar la guardia.

– Soy una idiota -proclamó en voz alta.

El pajarillo de la rama graznó en señal de asentimiento, y Angel, tras insultar al pájaro, al creciente dolor de cabeza y, además, a sí misma, echó a andar en la dirección opuesta a la que había tomado Cooper.

En la cima de la siguiente loma, la vista resultó ser tan espectacular que tuvo que detenerse. Al parecer, el camino que había tomado iba hacia el norte y por eso veía las oscuras y arboladas montañas Santa Lucía a su derecha. A su izquierda, los kilómetros de colinas descendían suavemente hasta la dentada línea de acantilados y el mar. En primer plano, en medio del esplendor natural, había un grupo de construcciones de aspecto mágico.

Angel se restregó los ojos, convencida de que lo que veía era el producto de la fantasía de algún visionario; no de la suya, desde luego, pues hacía bastante que no veía duendes ni hadas. Dominando la escena, se levantaba una enorme casa de tres plantas con anchos voladizos y basamento de sillería rústica. Estaba pintada de gris pálido, que contrastaba con el brillante azul de la puerta, flanqueada por sendos arbustos repletos de flores rosadas y rojas. Entre la casa y el mar había una torre, también construida con el mismo tipo de piedra trabajada.

Al abrigo de un pequeño grupo de pinos, Angel vislumbró un trozo de piscina y el tejado de un edificio anejo. Y más lejos aún de la casa, vio una suerte de cabaña de la que tal vez hubieran salido una vez Hansel y Gretel, también gris aunque adornada con tres colores: salmón, amarillo azafrán y azul zafiro.

Angel, entonces, percibió que estaba aguantando la respiración, como si el mero acto de inhalar pudiera perturbar la hermosa visión, y en aquel momento apareció la minúscula figura de un hombre, que recorrió el trecho entre el lindero del bosque y la entrada de la cabaña.

En ese punto pudo aceptar que aquello no era una alucinación, pues, pese a la distancia, Angel reconoció a Judd Sterling y supo que era de carne y hueso. Judd llamó a la puerta, que se abrió al instante para dar paso a una mujer de pelo oscuro que llevaba un gato en los brazos; Beth Jones.

Y eso significaba que el pequeño reino a los pies de Angel había sido de su padre.

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