18

Judd encontró a Beth en la cocina de su casa. No le apeteció llamar a la puerta con los nudillos ni con la campanilla y prefirió caminar alrededor de la casa y utilizar la puerta de atrás para entrar por su cuenta.

Una vez ante ella, se quedó mirándola, en silencio.

Seguía sin saber qué hacer. Nada de lo que había aprendido con sus religiones y filosofías le servía para saber a qué atenerse.

Beth alzó la vista desde el lugar en el que estaba, junto a la mesa. El recién llegado vio que tenía una mejilla manchada, el flequillo cayéndole en desorden sobre los ojos y un roto en la costura de la camiseta. Se quedó boquiabierto, pues nunca antes había visto a Beth en una condición que no fuera la pulcritud llevada al extremo.

Al contemplar la cocina y ver los platos sucios en el fregadero, un extenso rastro de algo que podría ser mantequilla de cacahuete en la encimera, normalmente impoluta, y medio dedo de café quemándose en la cafetera, su sorpresa no hizo más que incrementarse.

Se adelantó para apagar el fuego y descubrió a Shaft, que oteaba con desconfianza desde la esquina del pasillo. Ambos, gato y hombre, se miraron y se hablaron de esa manera en que lo hacen los animales -del género masculino- mudos. «No me mires -le espetó sin preámbulos la criatura-. No pienso razonar con ella. Los gatos que hablan, los de las películas, son capaces de hacer cosas extraordinarias, pero yo soy un gato real, y, como tal, poco puedo hacer por ella.»

Judd se volvió hacia Beth. Estaba inclinada sobre la mesa, escribiendo con rapidez en una hoja de papel.

Se le acercó, nervioso; estaba escribiéndole una carta a Lainey.

Arrastró los pies para llamar su atención y, como eso no funcionó, se sentó junto a ella, en una silla. Ella continuaba ignorándole, así que resolvió quitarle el bolígrafo de la mano.

Beth ni siquiera parpadeó, sino que tomó otro bolígrafo de un cajón de la mesa justo en el mismo momento en que él alcanzaba una hoja de la pila contigua al cajón. Los dedos de ambos se rozaron.

Uno y otro apartaron las manos.

Uno y otro comenzaron a escribir en sus respectivos folios.

Al acabar, Judd hizo resbalar su hoja en dirección a Beth.

Ella la apartó de la mesa, sin siquiera abrir la boca.

El papel fue revoloteando hasta la puerta mientras ella seguía escribiendo, palabra tras palabra, la carta. Haciendo acopio de autocontrol, Judd, malhumorado, se hizo con una nueva hoja y escribió una línea, para después presenciar cómo Beth se deshacía de lo que le estaba diciendo de un manotazo.

Al tercer intento fallido, Beth habló sin dirigirle la mirada:

– No te molestes, no pienso leerlo.

Judd cerró los ojos. Cálmate. Trata de no perder el equilibrio. Intentó relajarse encomendándose al silencio de la habitación y dirigiendo sus pensamientos a su estado original de pureza y claridad zen. Pero los latidos del corazón le palpitaban en los oídos, su propia respiración rasgaba una y otra vez el silencio, y, como colofón, el reloj de pared iba marcando los segundos que le restaban a su última oportunidad.

Movió los labios; una vez, dos veces.

– Pues entonces tendrás que oírlo.

Beth se sobresaltó, desprevenida ante el áspero timbre de su voz.

– Una cosa -agregó, con el índice en alto-. Tengo una cosa que decirte.

Ella no quiso seguir mirándolo.

– Es demasiado tarde. Te di muchas oportunidades para hablar sobre… sobre nosotros. Y no lo hiciste, no pudiste -le contestó ella.

– No es sobre nosotros. -Se levantó de la silla, se arrodilló a los pies de la mujer y le ofreció las manos-. Es sobre algo más importante que nosotros.

Ella intentó zafarse de él sin conseguirlo, pues la sujetaba con fuerza. Como corredor de bolsa, había dado consejos miles y miles de veces. Había hecho que sus clientes se enriqueciesen, que pudieran llevar vidas muy lujosas y comprarse los juguetitos más caros. Pero cuando su cliente principal -y mejor amigo-, aquel para quien había ganado millones, se suicidó, Judd tuvo que hacer frente al hecho de que todo lo que decía y mercadeaba no había servido para transmitir ni un solo gramo de felicidad.

Entonces se había jurado no volver a aconsejar a nadie y empezar a escuchar. Sin embargo, había llegado la ocasión de romper el juramento.

– No puedes decírselo a Lainey. -Trataba de hablar con toda la concisión de que era capaz.

– ¿Lainey? -exclamó Beth-. ¿Lo que vas a decir tiene que ver con Lainey? ¿Vas a acabar con un silencio en el que llevas emperrado cinco años para hablarme de Lainey?

– Sí.

La cara de la mujer palideció.

– ¿Por Lainey? -susurró.

– Sí.

– No -repuso, volviendo la cabeza hacia el lado opuesto a él.

– Es un secreto que tienes que guardar, Beth. No permitiré que le digas la verdad a tu hermana y que le hagas daño.

Beth se revolvió y cerró los ojos.

– No, no, no.

– No está bien, no es justo que te desahogues y que con ello le perjudiques.

Una lágrima resbaló desde las pestañas de Beth y le bajó por la mejilla. Él la siguió con la mirada, como si la estuviera tocando, acariciándola.

– Así que vuelvo a estar equivocada -rezongó-, vuelvo a ser la hermana malvada.

– Si se lo dices, sí.

– ¡No! -Beth retiró las manos y se levantó de un salto-. ¿Quién te crees que eres? -gritó-. ¿Quién te crees que eres para decirme lo que tengo que hacer?

Ahí estaba, la pregunta que él se había temido. Sabía que sería esa la que surgiría en el momento en que decidiese empezar a hablar. Cuando su papel era el de Judd Sterling, el noble anacoreta, el silencioso hombre del misterio, había deseado suponer una alternativa que desbancase al Artista del Corazón.

Sin embargo, sabía que aquello era falso, que ella advertiría que su silencio, a fin de cuentas, no escondía nada relevante.

– ¿Que quién soy yo? -barbotó, debatiéndose entre hablar o callarse-. Yo era un mercachifle de Wall Street, obsesionado con el golf y adicto a las fluctuaciones de la bolsa, que no se enteraba de que estaba cavando su propia tumba hasta que cavó la de su mejor amigo y, después, la de su matrimonio. Un gilipollas del montón.

Beth le dio la espalda y cruzó los brazos.

– ¿Y ahora?

– Ahora. -Judd se rindió, suspiró-. Ahora sigo siendo del montón. El cuarentón de a pie que sigue intentando descubrir el puñetero significado de la vida.

Beth se levantó y se acercó a la ventana para mirar a través del cristal.

– Y a pesar de ello, has conseguido descubrir que no se lo debo decir a Lainey -dijo fría y lentamente.

– Beth. -Ella le estaba poniendo patas arriba el corazón y aquello lo lastimaba demasiado-. Es tu cruz, la que tú tienes que llevar.

– Me duele que así sea, y a ti no te importa lo mucho que me duele.

Judd bajó la vista. Tú no sabes lo mucho que me importas. Eso no pudo decírselo.

– Yo pretendo… quiero…

Al levantarse comprobó que la mujer se tensaba y, al acercársele, que lo rechazaba.

– Has dicho lo que tenías que decir. Ahora vete.

Pero había una pena profunda en sus palabras, y por muy del montón que fuera él no iba a dejarla sin intentar hacer algo.

– Déjame ayudarte -dijo, atusándose el cabello-. Sé que nunca te perdonarías si volvieras a causarle daño a tu hermana. Eso sería peor que lo que ya tienes que soportar. Sea como sea, sigo siendo tu amigo, así que cuéntame tus secretos, dime cómo estás y yo trataré de serte de utilidad.

Beth estaba inmóvil.

– ¿Qué?

– Solo conseguirás más sufrimiento si haces que Lainey sufra.

Volvió la mirada hacia él con lentitud. Estaban cerca, tan cerca que tuvo que apartar la cabeza para poder mirarlo a los ojos.

– ¿No querrás decirme que todo esto es… por mí?

Judd, desconcertado, asintió.

– No por Lainey. Has vuelto a hablar por mí.

Él volvió a asentir y ella lo miró.

– Yo… -Lo que estaba a punto de decir se le escapó y bajó la mirada-. ¿Por qué, Judd? Necesito saber por qué.

¿Por qué? Eso ya se lo había preguntado una vez. «¿Por qué me besaste? ¿Por qué?»

Las conocidas razones que lo conducían al silencio seguían allí. ¿Qué clase de sabiduría había alcanzado durante los anteriores cinco años? Sus relaciones siempre habían sido superficiales, incluso la que había tenido con su supuesto mejor amigo. ¿Sería diferente con Beth?

Sí, ya era diferente.

¿Dejaría ella que lo fuese?

Sí, ya se lo había permitido.

¿Podría ganarse un corazón, el de Beth, que hacía tanto que estaba herido?

– ¿Por qué, Judd? -murmuró Beth.

Tenía que intentarlo. Hablar seguía siendo difícil. Miró a su alrededor, en busca de papel y bolígrafo con los que escribir, pero no quiso apartarse de ella para ir a buscarlos. Se apañaría con lo que tenía a su alcance.

Sobre la mancha de mantequilla de cacahuete de la encimera, dibujó el símbolo: «».

Beth lo observó durante un instante y luego, arrebatada, se le acercó, con algo distinto en la expresión; ¿esperanza, alegría, maravilla?

– ¿Me quieres?

«Sí.» Él la abrazó con la misma pasión que pretendía destinarle por el resto de su vida. Más tarde, consiguió recuperar la voz para contárselo todo, sin dejarse sus secretos. Le contó cómo había llegado a Tranquility House y las razones por las que se había quedado. No por el silencio, el yoga, el tai-chi o el tofu. «Me quedé porque estabas tú.»

– Me amas -declaró, convencida, Beth.

Él le acariciaba las mejillas con los labios, le tocaba el pelo.

– Más de lo que las palabras puedan expresar -le susurró.


A media mañana, Angel dejó su cabaña con una sensación de abatimiento y, reuniendo fuerzas, se encaminó al edificio comunitario. Cooper tenía que estar preocupado por no saber qué le había sucedido. Ella había abandonado su cama al amanecer con la intención de recuperar su jarra de café instantáneo y de volver enseguida junto a él. Pero luego había escuchado la conversación de Beth y Judd, y lo que oyó hizo que volviera a su cabaña a por algo más que café.

Inhaló con fuerza y el aire, caliente y seco, le resecó la humedad de la boca. La imagen de un vaso congelado lleno de Pepsi floreció en su imaginación y flotó ante ella como si se tratara del espejismo de un oasis. Echaba de menos todo aquello: refrescos, manicuras, cafés con leche, bocinazos. Plazos, correctores maniáticos, y su firma al final, escrita con su tipo de letra favorito, sencillo y claro.

Quería volver a casa.

Sí, y también olvidarse de las anteriores tres semanas.

– ¡Oye! -La gran mano de Cooper la agarró por enésima vez por los hombros-. Pensaba que habíamos acordado que no volverías a escaparte de mí.

Cooper descollaba sobre ella y tenía aspecto de estar cansado, lo que, sin embargo, no le impedía apreciar su monumental atractivo.

Quería olvidarse de él.

Pero ¿cómo, cómo iba a olvidarse si él la cogía en los brazos y le plantaba un beso en la boca? Angel no pudo por menos que esperar que sus labios la libraran de todas las preocupaciones y solo dejasen su pasión, dulce y cálida.

Presionó contra él y ladeó ligeramente la cabeza, rogando en silencio que no dejara de besarla.

– ¡Vaya! -Cooper la soltó, desconcertado-. ¿Y a qué viene esta demostración?

Angel lo abrazó pasándole los brazos por el cuello.

– Volvamos a la cama. -Podían apagar las luces, correr las cortinas e imaginar que en el mundo no había nadie más que ellos.

Él la miró con reprobación y le apartó un mechón de pelo de la cara.

– Has sido tú la que se ha levantado para hacer tu patrulla matutina.

– Hagamos como si no lo hubiera hecho. -Angel se puso de puntillas y lo besó en la parte baja de la barbilla-. Empecemos donde lo habíamos dejado.

Cooper sonrió mientras jugueteaba con los rizos de la nuca de Angel.

– Suena tentador, pero no puedo…

– Te necesito -susurró ella, con la intención de que su voz no revelara la desesperación que sentía. Si no podía retroceder en el tiempo, al menos podría pararlo.

– Angel…

– Cooper. -Ella abrió mucho los ojos en un intento de aparentar la fragilidad e inocencia que todos le suponían, con tanta pericia que consiguió que le temblase el labio inferior-. ¿Es que no me has oído? -Se arrodillaría si hacía falta; le rogaría-. Te necesito. -Cada vez hablaba con mayor soltura.

Cooper soltó una carcajada.

– Por un instante casi me engañas -repuso, mientras la apartaba de sí con una amistosa palmadita en la nalga-. Pero Angel Buchanan no necesita a nadie, de eso estoy seguro.

– Pero… -titubeó Angel, mirándolo a los ojos.

– Vamos, cariño. -Le propinó una nueva palmadita-. Lo bueno se hace esperar y está bien que así sea. Ahora soy yo el que te necesita.

El hombre se echó a caminar pero le llevó unos pasos darse cuenta de que ella no iba con él.

– ¿Qué, vienes? -preguntó, dándose la vuelta-. Tenemos mucho que hacer porque Judd se ha marchado con Beth.

– ¿Marchado? -Angel lo alcanzó-. ¿Marchado adónde?

– Judd tiene un apartamento en Pebble Beach -explicó Cooper, arqueando las cejas-. Se han tomado unos días de descanso.

– ¿Ahora?

– Se han marchado hará unos quince minutos, y han hecho bien. Solo hay un tiempo, y es el presente.

El presente. Angel caminaba con paso titubeante mientras pensaba ansiosamente en el futuro. La esperaba San Francisco y sus quehaceres cotidianos, y lo que decidiera hacer con ellos.

– Con lo cual -continuó diciendo Cooper-, estamos a cargo de Tranquility House.

Angel se paró.

– ¿Estamos?

– Calla. -Cooper la tomó de la mano y fingió espiar los alrededores con la mirada-. Recuerda que tenemos que dar ejemplo.

– Sigo sin tener claro por qué hablas de nosotros.

A pesar de lo que acababa de decir, Angel permitió que Cooper la empujara para que siguiera caminando.

– Porque… -dudó con gesto inescrutable-… porque es mi obligación y quiero que tú estés a mi lado. ¿Te parece razón suficiente?

Sí, suficiente para sofocar las objeciones de Angel. No sabía qué decirle ni qué decirse a sí misma a tenor de lo que Cooper acababa de afirmar.

Por lo tanto, primero le ayudó a quitar el bufet del desayuno y luego a organizar el de la comida, que, después, de nuevo, le ayudó a recoger. No tuvieron tiempo de nada excepto de beber un vaso de agua fría antes de volver a ejecutar toda la maniobra para la cena. No dispusieron ni de un minuto a solas, pues los huéspedes no dejaron de entrar y salir del edificio comunitario durante la tarde.

Angel no solo agradeció estar ocupada, sino también, y por primera vez, la norma del silencio. Gracias a ella, podía pasar todo el día trabajando al lado de Cooper sin temor a que se le escapara alguno de sus secretos… incluyendo sus sentimientos hacia él.

Sentimientos confusos, en los que se alternaba tristeza, amor y nostalgia, que, en caso de expresarse, provocarían que sus últimas horas juntos se tornaran intranquilas e incómodas. Angel quería que él recordase la última noche de ambos con cariño.

Al final del día, los platos de la cena estuvieron recogidos y las encimeras limpias, y Angel se dejó caer en uno de los bancos y apoyó la cabeza en los brazos. La estancia estaba desierta, así que se arriesgó a quejarse en voz alta.

– Me parece que tengo tofu bajo las uñas.

– Pobrecita. -Cooper se le acercó y le acarició el pelo-. Pero no pienses todavía en descansar. Nos queda una cosa por hacer.

– Encárgate tú. Yo me quedo a dormir aquí.

– Te prometo que solo será un momento. Luego iremos a la cama.

En su ronca voz se distinguía la gravedad de una promesa. Y Angel, además, no estaba en disposición de negarse una noche más con él.

Cooper debió de identificar la impaciencia en los ojos de Angel, pues se rió en tono bajo y confiado mientras la levantaba de su asiento y la conducía al exterior, a la noche plagada de estrellas. Cuando tomó la dirección de las carpas de la exposición, Angel se resistió.

– ¿Adónde vas?

Sin detenerse, Cooper la empujó para que caminara y se metiera por la abertura de la carpa en la que estaban los cuadros.

– Beth me hizo prometerle que vendría aquí a echar un vistazo.

Angel oyó un chasquido y, justo después, las luces se encendieron.

Le recordó lo ocurrido al levantarse, antes del amanecer, cuando se había dado cuenta de que…

Sus pensamientos se evaporaron cuando se fijó en lo que había en el interior de la carpa. Ya había visto los cuadros hacía una semana, pero entonces les había prestado escasa atención. Allí estaban, frente a ella, enmarcados y colocados sobre enormes paneles cubiertos de seda color vainilla. Los paneles estaban situados formando leves ángulos y colgados de una serie de barras o vigas que, a su vez, contaban con diversos puntos de luz enfocados a cada uno de los lienzos.

Destacando sobre el carácter neutro del fondo, las pinturas de Whitney, luminosas y fascinantes, captaron todos los sentidos de Angel.

Y también los niños -o, más bien, la niña- que mostraban.

Comprendió de inmediato que todos los cuadros estaban dedicados a una misma niña retratada a distintas edades. Había dos o tres lienzos que ilustraban a una mofletuda recién nacida, y otros en los que aparecía a sus cinco o seis años, a los siete, a los nueve. Angel recordó en aquel instante la galería de San Luis Obispo y se estremeció. ¿Era aquella la criatura que faltaba en la serie «Los niños perdidos»?

¿Podía ser que…?

– ¿Angel?

– ¿Qué, qué pasa? -inquirió, mirando a Cooper.

– Estás… -él le examinó la expresión-… no sabría decirlo.

Ella consiguió sonreír, mantener la calma, convencerse de que aquellos cuadros no eran lo que sospechaba.

– Estoy bien. -Nada, ni tan solo aquellas obras, iban a estropearle su última noche con Cooper.

Él asintió y echó un vistazo en derredor.

– Todo está listo para mañana. Los monjes del monasterio van a enviar una furgoneta para recoger a los huéspedes antes del desayuno; Lainey hará lo que suele hacer: irá a Carmel a darles la bienvenida a los invitados y volverá en el primer autobús; y, también, después de que los huéspedes se hayan marchado y antes de la llegada del primer autobús, se presentará el personal del servicio de bar. Cuando la exposición termine…

– Volveré directamente a San Francisco. -Angel no sabía por qué acababa de decir aquello. ¿Para poner a Cooper a prueba, tal vez?

– Me lo imagino -repuso él con lentitud.

Y si alguien no había superado la prueba, aquella era Angel.

– Aquí hace calor -anunció.

– Pues vayámonos. -Cooper titubeó y volvió a mirar los cuadros-. Oye, hay algo en estos lienzos que me resulta familiar.

Angel tragó saliva.

– Cooper. -No podía permitir que él la relacionase con Stephen Whitney, no en aquel momento, no aquella noche, su última noche-. Cooper…

– ¡Tío Cooper!

Ambos se sobresaltaron al oír la voz de Katie, que acababa de entrar en la carpa.

– Estáis aquí -dijo la muchacha-. Os estaba buscando.

– ¿Qué quieres, pequeña?

– Caray. -La mirada de Katie saltaba de un cuadro a otro-. Cuando mamá me los enseñó no les hice mucho caso, pero puestos así…

Cooper se le acercó.

– ¿Cómo estás? ¿Bien?

– ¿Quién es… ella? -inquirió la niña.

– No lo sé -contestó su tío.

Angel sintió simpatía por la chiquilla, cuya expresión iba pasando de la curiosidad al descontento, y de ahí a la indiferencia.

– A mí nunca me pintó -anunció Katie.

Cooper no era capaz de traicionar ninguna emoción excepto el amor. Le sonrió a su sobrina y la rodeó con un brazo.

– Ay, Katie, Katie. Ya sabes lo que te decía cuando tú te quejabas por eso. Tu papá confesó que no era capaz de reproducir la belleza viviente que, junto a tu madre, ya había creado.

Y con eso, la condujo al exterior de la carpa. Angel los siguió en silencio, pendiente de cómo reconducía su conversación con la niña y se extendía sobre el calor que había hecho durante el día, el calor que hacía aquella noche, para por fin llamarle su atención en cuanto a que Judd le había pedido que fuese a buscar a los gatitos de su cabaña y se los llevara a su casa.

Una vez que los animales estuvieron en su jaula de plástico y listos para efectuar el traslado, Cooper le dijo a Angel que iba a acompañar a su sobrina hasta su casa.

– Volveré enseguida -le murmuró al pasar a su lado-. Espérame en la cama.

Angel se fue a su propia cabaña para regalarse una ducha fría. Haciendo caso omiso de la pequeña mesa y de lo que había en ella, se puso su bata de noche y el camisón, y salió a la agradable quietud de la noche.

Se metió en la cabaña de Cooper, se despojó de la bata y se deslizó entre las sábanas de la cama. Cómodamente instalada sobre las almohadas, trató de apartar cualquier pensamiento de la cabeza y se prometió dedicarle a Cooper una última noche que jamás podría olvidar.


Cooper caminaba por el sendero, entre las cabañas de huéspedes, hacia la suya. Y hacia Angel. Si ella hubiese desobedecido las órdenes y no estuviera en la cama de él, entonces, por una vez, estaba dispuesto a olvidarse de la buena educación y del sentido común, e ir a buscarla.

Aquella era su última noche.

No quería pensarlo demasiado, pues le dolía que lo fuera, así que se concentró en lo que estaba a punto de ocurrir. Estaba ansioso por tocarla, por sentir la piel de la mujer, el peso de…

– ¡Cooper!

Miró a un lado y a otro.

– ¿Señora Withers? ¿Va todo bien?

La tenue luz que salía por la puerta se le reflejaba a la anciana en el pelo y se lo teñía de amarillo.

– He oído algo.

– ¿Algo? -Cooper se le acercó-. ¿Un animal?

– Un zumbido.

– ¿Un zumbido? -Cooper frunció el entrecejo y, luego, un poco avergonzado, se rió; había ido tarareando «Hakuna Matata»-. Lo siento. Creo que he sido yo. Me gusta tararear cuando estoy… -¿Contento? ¿Estaba contento?-. Es una costumbre.

– No, no ese tipo de zumbido -corrigió ella-. Algo electrónico, procedente de la cabaña de la periodista, esa señorita Buchanan.

La anciana acompañó sus palabras apuntando con el índice la cabaña de Angel.

– Oh, vaya, ya veo.

¿Un zumbido? De repente, Cooper se acordó de algo que Angel le había dicho la noche de su llegada y, ruborizándose, se la imaginó con aquel vibrador que ella había dicho que tenía.

Un tanto aturdido, carraspeó y volvió a concentrarse en la señora Withers.

– ¿Y desde cuándo oye ese, bueno, ese zumbido?

– Desde hace unos minutos, cuando venía de vuelta y pasaba por su cabaña. Ve, hijo, y haz algo. Para eso están las normas.

– Por supuesto, estoy de acuerdo, señora Withers. -Cooper empezó a retroceder y estuvo a punto de tropezar con una raíz traicionera-. Me ocuparé de ello.

Casi echó a correr hacia la cabaña de Angel con el corazón en la boca. ¿Tendría ella algo especial para la última noche, un as escondido en la manga? ¿Sería una sorpresa? Con aquellas dudas ocupándole el pensamiento, llamó a la puerta y, como nadie fue a abrir, giró el pomo. Ella no debía ignorar que él iba a buscarla.

Sin embargo, allí no había nadie y ello supuso una leve decepción para Cooper. Al mirar la mesa, sin embargo, advirtió que allí sí había algo. El ordenador portátil de Angel, a pesar de tener la pantalla apagada, emitía un débil zumbido.

Ay, diablilla. Sonriendo para sus adentros, se acordó de que le había devuelto sus pertenencias cuando ella iba a marcharse, y que se había olvidado de pedírselas de nuevo cuando la periodista decidió quedarse.

Se acercó a la mesa y paseó un dedo por la estructura plástica del aparato. En su casa de San Francisco tenía un modelo parecido. El zumbido, a aquella distancia, era claramente audible.

Sofocó una carcajada, inspirada por lo que estaba escuchando. Un zumbido. Le recordaba su necesidad de trabajo, de investigación, de ley. Vaya, amaba aquello. Lo echaba de menos.

Mientras seguía palpando el ordenador, cerró los ojos. Se lo había confiado a Angel y era muy cierto: era un idealista. Ya fuera a causa de lo último que le había dicho su padre -«Haz siempre lo correcto»-, o porque su exagerado sentido de la justicia lo hubiese convertido en un adicto, el caso era que había estado fascinado por su trabajo.

Al día siguiente, cuando Angel partiera, perdería aquella otra cosa que le había proporcionado una fascinación pareja a la de la abogacía.

¡No, no podía ser!

Hizo un aspaviento con la mano para apartar aquella idea. De súbito, tal vez al haber tocado sin querer alguna tecla, el ordenador emitió un pitido y la pantalla se iluminó y mostró una página llena de caracteres.

Las palabras se le hicieron comprensibles de inmediato. «Stephen Whitney», «mi padre», «abandono», «adulterio».

Cooper leyó el documento entero.

Traición.

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