2

Angel se dio cuenta de que Cooper Jones, el tío de Katie Whitney, la acechaba.

No era nada físico; se encontraba apartada del lugar en el que él y los demás asistentes, unos cincuenta, esperaban con tranquilidad a que diese comienzo la íntima ceremonia de despedida, en un acantilado sobre el mar. A pesar de ello, notaba cómo la mirada del hombre, oculta tras unas lentes oscuras, la seguía y le hacía sentirse observada, con la misma insistencia con que la brisa oceánica le tocaba el sombrero.

Tras calárselo, Angel se dedicó a vigilar de soslayo a la figura de cabellos oscuros. Estaba cruzado de brazos, en el extremo opuesto de la congregación, a la manera de los guardaespaldas. Cuando una ráfaga de viento le levantó la solapa del traje y le echó el pelo sobre la cara, él se recompuso con una única sacudida de la cabeza.

Un tipo que al parecer no malgastaba los movimientos. A ella solía gustarle aquello en la gente, del mismo modo en que no solía rechazar la mirada escrutadora de un hombre atractivo. Claro que, de la de aquel en particular, emanaba desconfianza y no deseo, así que optó por no entrometerse en su camino.

– Hola, buenas -dijo una voz a sus espaldas por encima del incesante rumor de las olas-. ¿Eres familiar de Stephen o una amiga?

Angel se quedó helada. Es solo una pregunta de circunstancias, se aseguró a sí misma, nada por lo que alterarse. Además, su nombre estaba en la lista de invitados; su nombre legal, que no era con el que había nacido. Se volvió con una sonrisa de cortesía en los labios hacia el…

¿Cura? ¿Fraile? ¿Cómo llamar a un hombre con larga túnica marrón, un voluminoso crucifijo de plata y sandalias en los pies?

El desconocido le correspondió con una sonrisa afable.

– ¿Amiga o familiar? -volvió a preguntar.

¿Y debería o podría mentirle a alguien así? Angel suspiró.

– Ni lo uno ni lo otro, supongo. Soy, bueno, una observadora.

Era bastante cierto. Vínculos biológicos aparte, no había tenido nada que ver con Stephen durante veinte años, desde que las había abandonado, a ella y a su madre, para instalarse con su musa en Big Sur, una colonia de artistas.

– Me llamo Angel Buchanan -agregó, adelantando una mano.

– Y yo soy el hermano Charles -contestó el desconocido de la túnica-, y pertenezco al monasterio de la colina.

– No sabía que hubiese un monasterio en las cercanías -repuso Angel, sorprendida. A pesar de que Cara, la becaria a su cargo en la revista, había reunido una gran cantidad de información sobre el artista y su lugar de residencia, Angel había metido los informes en el maletero de su coche sin siquiera dedicarles una ojeada.

– Ya, es que Big Sur guarda varias sorpresas.

Angel no pudo por menos de asentir.

– La mayor parte de la tierra está bajo protección federal -explicaba el hermano Charles-, pero también hay algunas residencias particulares desperdigadas por la zona, además de nuestro monasterio. Incluso un par de hoteles de lujo como aquel de allá. -El fraile señaló las escaleras que habían bajado para llegar a la zona del acantilado, que serpenteaban remontando la pendiente hasta donde se encontraba el elegante hotel Crosscreek, de estilo Victoriano.

La mirada de Angel se detuvo en el edificio. Cara le había reservado habitación en otro sitio, más al sur por la carretera Uno y más cercano a la residencia de Whitney. Deseó que su alojamiento no desmereciese ante el confortable lujo que el hotel Crosscreek prometía, pues ya casi podía saborear las magdalenas recién hechas del desayuno, los jugosos filetes a la parrilla y los suculentos chocolates.

Decidió que iba a permitirse un capricho todos los días, convencida de que el hotel que Cara había elegido dispondría de las más modernas instalaciones de hidroterapia. Tan concentrada estaba en su sueño de compresas de hierbas y tratamientos aromáticos que le llevó unos instantes advertir que el religioso se había dado la vuelta y gesticulaba hacia alguien para que se acercase.

– Hermano Charles, ¿qué hace usted? -inquirió a media voz.

El interpelado la miró.

– Quiero saludar a Cooper, Cooper Jones -aclaró-, el cuñado de Stephen.

Angel comenzó a retroceder, tratando de pasar desapercibida mientras las suelas de sus zapatillas de deporte negras se arrastraban sobre la arenosa gravilla.

– No te marches. -El hermano Charles la tomó del brazo-. Te voy a presentar.

– Pero si ya nos conocemos -objetó ella-, y tal vez no sea este el momento de ir más allá. -Sin contar con que estaba decidida a evitar para el resto de su vida al señor Cooper Jones y su escrupulosa desconfianza.

– Está bien. -El hermano Charles echó un último vistazo al tipo y dejó caer el brazo-. No importa. Por las escaleras baja Lainey, la viuda, y va a necesitar a Cooper. Te darás cuenta de que son una familia muy unida.

Angel dirigió una mirada de soslayo para escrutar al pequeño grupo que bajaba desde el hotel por el último tramo de escaleras. En él venía la niña, Katie, junto a una mujer de cabello oscuro, de unos treinta años.

– Espere -dijo, aguzando la vista-. Vienen dos mujeres. Son idénticas.

– Son gemelas -asintió el hermano Charles-. Elaine y Elizabeth. Lainey era la esposa de Stephen, y Beth, su representante.

Así te van las cosas, pensó Angel, de nuevo enojada consigo misma. Si se hubiese documentado como lo hubiera hecho para cualquier otro reportaje, sabría de la existencia de las gemelas; y de la hija. Pero no, todos aquellos años se había resistido incluso a escribir el nombre de su padre en un buscador de Internet, y ahora tenía que ponerse al día. Y lo había hecho hasta tal punto que Angel jamás había puesto un pie en una de aquellas galerías Whitney, tan comunes en los centros comerciales estadounidenses como las cadenas de cafeterías o los cines multisala. El único dato sobre Stephen Whitney del que no había podido zafarse era el de su popularidad masiva y su fama de bonachón.

Sin embargo, todo aquello iba a cambiar.

Fijándose en las dos mujeres que caminaban hacia donde se congregaban los asistentes, Angel se apercibió de que sus trajes, a media pierna, eran casi idénticos; uno amarillo pálido y el otro verde. El estilo de los peinados también revelaba algunas diferencias; la gemela de amarillo lucía un corte escalado y su hermana una pulcra melena.

– La viuda, Lainey, es la que va de verde, me imagino -aventuró Angel. Incluso a la distancia a la que se encontraba, pudo observar que la mujer había estado llorando.

– No, esa es Beth. -La voz del hermano Charles denotaba preocupación-. Espero que Judd la esté cuidando.

Angel no apartaba la vista del pequeño grupo.

– ¿Judd es otro hermano?

– Judd Sterling es un amigo de la familia, el hombre de cabello cano que lleva a Beth por la cintura.

De canas prematuras, el amigo de la familia pasaba de los cuarenta, y sus facciones eran atractivas, muy marcadas. No dejaba de sostener a la hermana de la viuda, al tiempo que el inquietante Cooper acompañaba con un brazo a Katie y con el otro a Lainey Whitney.

Así que ese es el aspecto del hombre que asiste a una mujer en momentos de necesidad.

Angel dio un precipitado paso atrás, pasmada por lo mordaz de su ocurrencia, y tuvo que recordarse que no era momento para amarguras. Tan solo deseaba saber la verdad.

– Parece que el acto va a comenzar -dijo el fraile, a su lado-. Nos avisan para que nos acerquemos.

– Yo prefiero quedarme donde estoy. -Al ver que los asistentes se reunían, se le formó un nudo en la garganta, tal y como le había ocurrido en la iglesia-. He venido como observadora, nada más -agregó.

No como enlutada ni como hija. Lo cierto era que no disponía de un solo recuerdo del hombre que había sido su padre.

El hermano Charles le dedicó un gesto de compasión.

– Entiendo. Hay personas a las que les cuesta encararse con la muerte.

Angel se enderezó de repente.

– A mí no me cuesta encararme con nada -protestó, pero el hermano Charles ya se había alejado. Su propósito de eludir a Stephen Whitney no tenía nada que ver con el miedo.

Así que para demostrárselo a ella misma y también al fraile, se alisó la falda del vestido y, sin más preámbulos, se encaminó al corro de personas que se estaba formando junto al borde del acantilado. Pese a encontrar un hueco en el que incluirse, volvió a sufrir un nuevo sobresalto… en el instante en el que se cruzó con la mirada de Katie. Volvió a retroceder y se alejó de la persona que se encontraba a su lado.

Evidentemente, hacerlo le supuso una nueva contrariedad. Me está bien empleado, por débil, se reprochó cuando el Señor Sospechas con Gafas de Sol aprovechó la situación para colocarse junto a ella.

Pretendió, pese a todo, ignorar su presencia al tiempo que una ráfaga de viento le golpeaba el sombrero y la obligaba a sujetárselo con una mano.

– Quizá quieras quitarte eso. -La voz del hombre se oyó apenas sobre el sordo rumor del mar-. Si no, creo que el viento lo hará por ti.

¿Y darle una oportunidad de mirarle la cara? Mejor que no. No estaban las cosas para lanzar al viento sus precauciones ni, tampoco, su sombrero. Sin dar ninguna respuesta, Angel se lo caló aún más y bendijo la banda elástica, oculta bajo el moño.

En el punto del grupo más alejado de ella, otro hombre con hábito empezó a perorar. Era difícil oírle por encima del fragor de las olas, aunque, de vez en cuando, el viento le traía a Angel algunas palabras. «Naturaleza», «belleza», «reunión».

«Familia.» Angel bajó la cabeza e inspiró una profunda bocanada. El aire le dejó un sabor salado en el paladar, parecido al de las lágrimas.

Una mano grande le estrechó con fuerza las suyas.

Angel dio un salto y levantó la barbilla. Bajo el sombrero de ala ancha que llevaba, pudo ver las gafas de sol de Cooper Jones.

– Nos han dicho que nos demos la paz -le explicó.

Haciendo caso omiso, apartó la mano y levantó la vista para mirar al resto de los presentes. Todo el mundo se estaba dando la mano excepto ella, y todos la miraban.

Avergonzada, hizo lo que tenía que hacer con la mujer que tenía a su izquierda. También hizo un amago con Cooper, apenas rozándole los dedos para que pareciera que se estaban dando la mano.

Cuando el oficiante comenzó a recitar una especie de bendición, Cooper volvió a acercársele.

– ¿Qué ocurre? Si no es tan importante.

«Si no es tan importante.» Eso mismo le había dicho ella en la iglesia, justo antes de preguntarle por la viuda de Whitney. En fin, el tipo sospechaba de ella, muy bien. Y no era probable que lo tranquilizase si sus manos volvían a tocarse. Con una vez era suficiente. La mano de él era demasiado grande, demasiado cálida, demasiado rotunda.

Aquel era el problema con los hombres; creaban dependencia.

Sumida como estaba en aquellos pensamientos, se perdió el «amén» del final. Solo pudo percibir que el orador de la ceremonia requería a la concurrencia que se colocara en fila, con Angel a la cabeza y Cooper a sus espaldas, como una sombra fiel.

Apartándose un centímetro más se prometió que, una vez terminado el acto, se aseguraría de no volver a coincidir con aquel hombre.

En aquel momento el oficiante se le acercó llevando en las manos un cofre de madera profusamente tallado.

– Y ahora una última petición para satisfacer los deseos de Stephen -anunció con voz bien clara-. Después regresaremos al hotel para el refrigerio.

Al detenerse frente a ella, Angel dio la espalda al mar para mirar al que había hablado. Lo vio sonreír con un rictus afable al tiempo que levantaba la tapa del pequeño cofre.

– Toma un poco con ambas manos -ordenó- y lánzalo a las aguas.

Angel oteó el contenido del cofre, tras lo cual sintió un sobresalto en el estómago. ¿Cenizas? Cenizas. Y se suponía que debía tomarlas con ambas manos y lanzarlas al mar.

Las cenizas de su padre.

Notó que el estómago se le revolvía.

No significan nada para mí, se convenció, avergonzada por sus visibles titubeos. Ni siquiera me acuerdo de Stephen Whitney, así que no pasa nada. Notaría su ingravidez, su insignificancia, apenas una presencia en las manos. Y, sin embargo, no era capaz de deshacer el agarrotamiento de los brazos.

– Al mar -la urgió el oficiante-. Stephen quería que sus últimos cuadros corrieran libres sobre las olas.

Sus cuadros.

Sus obras. Angel se relajó y, casi aturdida por el súbito alivio, introdujo las manos en el cofre, las juntó para recoger las cenizas y dio un paso hacia el borde del acantilado.

Se detuvo y se miró los puños, cerrados con delicadeza, y sintió la materia laxa y suave adhiriéndosele a la piel. El alivio se evaporó y el estómago se le contrajo con un nuevo espasmo.

Entonces, ansiosa por liberarse de las cenizas, de la situación y de él, dio un paso amplio y apresurado hacia delante y abrió las manos. Mientras las cenizas se elevaban arremolinándose en el aire, notó que el suelo cedía bajo los pies.

El corazón le dio un vuelco. Trató de volverse mientras sus zapatos pugnaban por aferrarse al desmenuzado borde del acantilado.

Una mano apareció ante ella, una mano de hombre.

Hubo un pulso entre el instinto y la experiencia, que se resolvió en el instante en que perdió pie. Para salvarse, debía alcanzar, agarrarse, confiarse a Cooper Jones.


Se habría encargado mi cuñado, pensó Cooper Jones, si no estuviera muerto. Mientras rondaba por el restaurante del hotel, en la terraza, se fijó en el pequeño grupo que había asistido a la ceremonia, rubricada con la ridiculez de las cenizas. Había sido como tirar el dinero por el maldito acantilado.

Pues claro, vaya si había sido como tirar el maldito dinero por el maldito acantilado. Notó la tensión atenazándole el cuello, y tomó unas cuantas inspiraciones hondas. Los funerales presidían su lista de «A evitar» y deseó haber hecho lo propio con aquel.

Habría podido relajarse en casa y preocuparse por la estupidez financiera en que se empeñara Stephen al comprometer hasta el último centavo en una arriesgada empresa mercantil y dejar dicho en el testamento que se quemaran todas sus obras inéditas. Se había destruido todo un año del prolífico trabajo del artista, cuadros que bien podrían constituir un seguro contra las inversiones de Stephen, tal vez desafortunadas.

Si Cooper hubiera sido el abogado de Whitney, habría insistido en retirar aquella cláusula del testamento, aunque, como su especialidad era el derecho penal y no las herencias, no había sabido nada del asunto hasta que fue demasiado tarde. Como resultado, la seguridad a largo plazo de sus hermanas y su sobrina quedaba a expensas de la fluctuante fama del artista.

Aquella solapada ansiedad suya quizá se debiera al resquemor que le había inspirado la mujer del sombrero negro junto a la que había estado en la iglesia y de nuevo en el acantilado. Algo le dijo que le causaría problemas.

Una vez más, escrutó a la adormecida concurrencia que poblaba la terraza y se tranquilizó al comprobar que no había rastro de la mujer. Se había vuelto esquiva desde que le diera la mano en el borde del acantilado, y, con suerte, ya se habría marchado para no volver. Pero, demonios, esperaba no tener que arrepentirse de haberla rescatado.

– Tío Cooper.

Se dio la vuelta al oír la voz de Katie, cuya absoluta inexpresividad se prolongaba desde la muerte de su padre. Al ver que intentaba pasar de largo, alargó un brazo y la atrajo hacia sí.

– ¿Qué tal estás, pequeña? -le preguntó mientras la apretaba con fuerza-. Yo no era mucho mayor que tú cuando murió mi padre y todavía sé lo duro que es. -Durante aquel último año, su recuerdo no había hecho más que redoblarse.

Katie se dejó abrazar durante un momento, mientras bajaba los hombros y profería un leve suspiro, pero luego volvió a apartarse con la misma expresión vacía.

Cooper se pasó una mano por la cara. La única ocasión en que la había visto animada había tenido lugar aquel mismo día, en el exterior de la iglesia, cuando había intercambiado unas palabras con aquella mujer, y eso fue algo que volvió a crisparle los nervios. Efectuó un nuevo examen de la terraza.

– ¿Me necesitabas para algo, cariño?

– Mamá quiere ver a tía Beth. Pensaba que estaría por aquí.

– Yo diría que está dentro. -Cooper bajó la vista hacia su sobrina y le palmeó la barbilla-. Ve y dile a mamá que yo buscaré a Beth. Después, ¿qué te parece si traes un refresco y algo de comer y nos sentamos tú y yo en algún sitio a ver el atardecer? -Durante el año anterior había aprendido a considerar que el día concluía con éxito si compartía con su sobrina la puesta de sol.

Después de que Katie partiera a lo que le había encomendado, Cooper se dirigió a la puerta trasera del hotel. La abrió y cruzó el recibidor, echando un vistazo a las puertas que se abrían a uno y otro lado. Tres de ellas más allá, en un pequeño cuarto amueblado con una mesa y dos teléfonos públicos, encontró a Beth sentada en un sofá, llorando en los brazos de la mujer del sombrero negro.

– No, por favor -le decía la mujer a su hermana, con una nota de temor en la voz-, no llore.

Con la sospecha de nuevo erizándole la nuca, Cooper entró en la estancia.

– ¡Beth! ¿Estás bien?

El rostro de su hermana se mantuvo oculto bajo un montón de pañuelitos, pero la otra mujer reparó en su presencia y se levantó.

Sus gestos expresaban una pecaminosa culpabilidad.

– ¿Qué diablos pasa aquí? -inquirió él.

– Yo también me alegro de verte -repuso la mujer.

Sí, claro. Después de la breve conversación que habían mantenido en la iglesia, ella le había dejado entrever que también compartía sus recelos. Cruzó los brazos sobre el pecho y enarcó una ceja.

– ¿Y bien?

– No sé qué ha ocurrido. -Ella miró a Beth y le dio unas palmaditas en el hombro, un tanto torpes tal vez por la blanquecina bola de pañuelitos arrugados que sujetaba con la mano-. La he encontrado así cuando he venido a llamar por teléfono… No tengo cobertura en el móvil.

Qué se le iba a hacer. Al parecer, Beth se había derrumbado y perdido el equilibrio emocional en el que se había estado columpiando durante la semana. La había visto esforzarse por mantener la calma, y supuso que le había estado ocultando sus pesares a Lainey, quien, en calidad de viuda, tenía derecho a monopolizar las lágrimas. No obstante, Beth necesitaba en aquel momento el consuelo de Cooper.

Y él se lo daría, sí, justo después de vérselas con la mujer del sombrero negro.

Ella tal vez le leyó las intenciones en el rostro, pues no tardó en reaccionar. Se estremeció, dio un paso a un lado, murmuró «Pues nada, me voy», y se encaminó hacia la puerta.

– Espera un momento -dijo él, reteniéndola.

No iba a perderla de vista, no hasta que aplacara su engorrosa susceptibilidad tras averiguar con exactitud quién era ella y qué estaba haciendo allí. Le puso una mano en un hombro.

Cuando él la tocó, su hombro desnudo se tensó, pero él no sintió casi nada aparte del tacto sedoso de la piel. Le pareció que le respondía con una súbita calidez y, como hacía mucho que no tocaba el cuerpo de una mujer, flexionó instintivamente los dedos.

Ella emitió un débil quejido y se volvió hacia él.

– ¿Qué? -protestó.

A pesar de que siguiera sujetándola por el hombro, él era demasiado alto, o ella demasiado baja, para que Cooper alcanzara a distinguirle el rostro bajo el ala del sombrero, excepto por la suave piel y los labios, carnosos. Apenas podía apreciar un poco de la nariz, pero no veía nada del cabello, que quizá fuera corto o lo llevara recogido bajo el voluminoso sombrero.

Recorrió con la mirada el vestido sin mangas, que le cubría con recato el pecho y la cintura; sugería más que mostraba, y le llegaba apenas a la mitad del muslo. La tela de gasa que bajaba por la falda, con la probable intención de hacer que pareciera recatada, no hizo más que llamar la atención de Cooper sobre las piernas, blancas y desnudas.

Sin medias, estúpido, no desnudas.

Sin embargo, aquella noción de desnudez le permitió sentir un placentero pálpito ya medio olvidado, un extraño redoble en el pecho.

Y junto a aquello, el temor, que volvía a instalársele en la nuca con su gélida tenaza.

Pese a ello, intentó abstraerse y limitarse al contacto con aquella piel. El hombro de ella se curvaba adaptándosele a la perfección a la mano, y era tan semejante a tomar un pecho que, sin saber lo que hacía, comenzó a acariciárselo. Entonces creyó oír que ella suspiraba.

Aquella pequeña reacción provocó que el corazón le latiera con mayor fuerza mientras recorría con la mirada las piernas de la mujer, descubiertas, imaginando que se internaba entre los muslos y los separaba para regalarse la vista, el tacto, el cuerpo. Su corazón volvió a latir con fuerza con un nuevo redoble acompañado de una alarmante tensión que empezó a acumulársele en la nuca. El siguiente latido recorrió la espina dorsal como un escalofrío.

Y, pese a todo, no era capaz de dejarla marchar.

Aquello fue lo que más lo perturbó. La soltó tan de repente que Angel dio un respingo. Él se llevó al bolsillo la mano culpable, la izquierda, y allí la cerró para asegurarse de que no se le había entumecido.

– ¿Estás bien? -preguntó ella al tiempo que reculaba un paso.

Él quiso reírse, aunque no iba a ser una risa agradable.

– Soy incorregible -murmuró-. Vete.

Las dudas que entonces creyó percibir en la mujer tal vez se debieran a su imaginación, pues, en un santiamén, ella se marchó dejando tras de sí tan solo el aroma de su perfume. Cooper se sorprendió al comprobar que, tras más de un año alejado de la ciudad, reconocía aquel perfume de chica sofisticada: Alegría.

Tras librar su atención de la mujer que acababa de marcharse, Cooper se volvió hacia su hermana.

– ¿Qué te ocurre? ¿Puedo ayudarte?

Beth sacudió la cabeza. Había dejado de llorar y, pese a ello, se estremecía con cada inspiración.

– Algún modo habrá. -A pesar de las oportunidades que le había dado la vida en los últimos tiempos, Cooper no se resignaba al desconsuelo, del tipo que fuera-. Querrás que te diga algo, que haga algo.

– Lo siento. Sé que no estoy ayudando. -Beth alzó la cabeza y se restregó las mejillas-. Sigo haciéndome preguntas, reflexionando, recordándolo todo.

Recordando el accidente en que Stephen había muerto, supuso Cooper. Lainey también le había hablado de eso y le había preguntado si Stephen habría sentido dolor. Pues, vaya, sí, tenía que doler que te golpease un camión que fuera a ochenta kilómetros por hora. Y también estaba seguro de que los últimos momentos de Stephen habían sido aún más dolorosos, pues entonces debió de darse cuenta de que estaba a punto de dejar atrás a quienes amaba. De todos modos, no tenía sentido contárselo a ninguna de sus hermanas.

– Hay que darle tiempo al tiempo -afirmó, a falta de un consejo mejor-. Lainey te está buscando -anunció, tras un breve silencio.

– Lainey. -Beth se enjugó las lágrimas mientras otras nuevas acudían a sus ojos-. Oh, Dios, Lainey… Vuelvo a no hacerlo bien con ella.

Un hombre apareció en el vano de la puerta y llamó la atención de Cooper.

– Judd -dijo este último.

Si alguien podía remediar el pesar de su hermana, ese era Judd.

Sin decir palabra, Judd se acercó a Beth con un movimiento ágil que recordaba a los ejercicios de tai-chi que practicaba. Tenían nombres poéticos como «mano de nube», «viento que rola» u «hojas del loto», y Cooper tituló «tigre que encuentra una flor» a la maniobra que Judd efectuó al arrodillarse a los pies de Beth y tenderle las manos.

Entre ellos ocurrió un intercambio inarticulado y, a la vez, palpable. Judd diría que era su «chi»: la energía vital que se mueve a través de todos los seres vivientes. Cooper decidió que Judd tenía derecho a llamar a aquello como le viniera en gana, pues lo cierto fue que, con su solo contacto, Beth se relajó. Las lágrimas cesaron, sus mejillas recuperaron el color y su respiración se tornó pausada. Vaya que sí; el yin de Judd había equilibrado el yang de Beth.

Sintiéndose innecesario -aunque agradecido-, Cooper se levantó del sofá.

– Ya estoy mejor -murmuró Beth-. Gracias.

No se molestó en averiguar si le hablaba a él o a Judd, sino que abandonó la habitación para dejarlos solos. Tenía que acudir a la cita con Katie y la puesta de sol, que, incluso en un día como aquel, le traería un cierto sosiego.

Sin embargo, al abrir la puerta y salir a la terraza supo que no iba a haber crepúsculo del que disfrutar. Se había levantado la niebla, y jirones húmedos y grises revoloteaban entre las mesas, parecidos a espectros. Habían encendido algunos calefactores de exterior y quienes allí estaban se habían sentado en grupos en torno a ellos.

Paseó la mirada por el lugar hasta que encontró algo que le hizo detenerse.

La mujer del sombrero negro, de nuevo, todavía. Estaba a su derecha, charlando con el hermano Charles. La extraña intranquilidad que ella le provocaba volvió a hacerse notar y a emitir señales de alarma.

No iba a haber puesta de sol, por lo visto, pero tampoco tranquilidad. Aún no, al menos. Antes tenía que enterarse de quién era ella y cómo deshacerse de su presencia.

Se dirigió hacia el gran sombrero negro sin demasiadas prisas. Lo habían considerado un abogado astuto no hacía mucho, así que comenzó a delinear una estrategia cuyo esbozo apuntó mentalmente, como en un libro de actas judicial. Por desgracia, las páginas volaron al verla alzar las manos y quitarse el sombrero.

Dio un traspié cuando la mujer se sacudió la melena, que se desplegó en toda su extensión tras haber pasado la tarde confinada. Bajo las manos de la mujer, el caudal descendía hasta los hombros, donde explotaba en una profusión de rizos dorados.

– Cielo santo -se oyó decir Cooper cuando hubo recuperado el control de las piernas y empezado a caminar de nuevo-. Pero ¿quién o… qué diablos eres tú?

Ella se volvió para mirarlo. Era como si hubiera emergido de uno de los más hermosos cuadros que su cuñado había pintado, pues, aparte de sus acostumbrados frescos de la lumbre y el hogar, a veces pintaba hadas durmientes sobre los estambres de las flores, o elfos escondidos tras las hojas de un árbol, o duendecillos al acecho, parapetados tras tréboles de cuatro hojas. Había algo en la apariencia de aquella mujer que le recordaba precisamente a esa clase de criaturas fantásticas.

Advirtió que la estaba mirando con demasiada fijeza, y era porque las facciones que veía eran poco menos que arrebatadoras. Su menudo cuerpo y su abundante melena rubia contrastaban con el rostro ovalado -¡en forma de corazón!-, y los ojos de un azul puro, aniñado e inocente.

– Eres… eres… -balbuceó.

Aquellos extraordinarios ojos se volvieron para mirarlo mientras ella suspiraba con resignación.

– Soy una mujer, veintisiete años.

Cooper quiso reírse. Todo el mundo solía tomar por juventud aquella clase de fragilidad dorada, pero, como abogado criminalista que había sido, y de los mejores, poseía una trabajada habilidad para sopesar a la gente al primer vistazo y percibía que, bajo la azucarada apariencia, habitaba algo de mayor entidad. Por algo sus instintos le habían avisado. Aquella mujer era letal.

Y tanto que sí; su aspecto inmaculado no iba a engañarlo.

Reafirmado en aquella idea, se acercó a ella mientras la cálida corriente del calefactor le azotaba la cara y los hombros sin hacer mella en la frialdad de sus propósitos.

– ¿Quién eres? -volvió a preguntar.

Ella respondió alzando la barbilla y devolviéndole una mirada escrutadora.

– Soy Angel, Angel Buchanan.

Mierda, una criatura fantástica. Un ángel.

Durante un instante del todo inaudito, Cooper llegó a creer que estaba muerto. Pero luego tomó aire e inspiró su embriagador perfume, que le avivó el recuerdo de su piel en la mano, hasta el punto de que sintió en ella un cosquilleo. Decidió entonces que su primer pensamiento en el paraíso no podía consistir en desnudar a uno de sus alados habitantes.

Ella le sonrió, de un modo tan dulce que Cooper volvió a pensar en ángeles hasta que percibió en ella una mueca burlona.

– Y también -agregó Angel, cúmulo de inocencia, rayos de luna y nata montada-, soy la que va a vivir contigo durante las próximas semanas.

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