16

Judd estaba agachado al lado del matorral de romero, junto a la puerta de salida de la cocina de Tranquility House, cuando una clara voz sonó a sus espaldas.

– ¡Estás aquí!

Los pies morenos y delicados de Beth entraron en su campo de visión. Llevaba unas sandalias cuyas tiras se ataban bajo los tobillos, uno de los cuales lucía la tobillera de platino y diamantes que deslumbraron a Judd con sus destellos, procedentes de la intensa luz matutina.

– No te veía desde el día de la torre, así que he decidido venir a buscarte. -Beth se llevó a los labios una humeante taza de café-. Si me preguntan, digo que es descafeinado.

Judd se levantó con lentitud, sin apartar la vista de lo que llevaba oculto en la camiseta doblada hacia arriba. Él había sido el firme y silencioso puntal en la vida de aquella mujer y temía delatar su nervioso estado, cercano al colapso, que poco se parecía a su supuesta calma y serenidad.

– ¿Qué llevas ahí? -le preguntó ella-. ¿Más gatitos salvajes?

Antes de que él pudiera moverse, Beth le tiró de la camiseta para ver su contenido. Se inclinó y sus brillantes cabellos negros se precipitaron sobre Judd, que pudo contemplarle la suave piel de la nuca.

Obnubilado, ni siquiera percibió que ella estaba desenvolviendo su preciada carga. Tenía que apartarse para que las garras de los gatitos, siempre listas para erizarse y arañar, como él ya había tenido ocasión de comprobar, no lastimaran la piel de Beth. La sacudida, producto del movimiento del hombre, hizo que las adormiladas criaturas se convirtieran en una maraña de pelo con la desesperada pretensión de subírsele a las barbas, y controlar la situación le costó nuevos arañazos en el brazo y, por las punzadas que sintió, también en la barriga.

Pero por lo menos tenía una excusa para no quedarse con Beth. Ya en la cocina, dejó a los gatitos en una caja que había acondicionado para ellos y después se encaminó a la enfermería.

Beth le iba siguiendo los pasos, pero él fingió no advertir su presencia, al extremo de que le cerró la puerta de la enfermería en las narices.

Por desgracia, aquella maldita puerta no tenía cerrojo. Beth la abrió, entró y, tras cerrarla, apoyo la espalda contra ella.

– Quiero contártelo todo -le dijo.

Judd se volvió para rebuscar en un estante. Ya sabía lo suficiente, vaya que sí, lo bastante como para perder la calma, deshacer su equilibrio emocional y tener ganas de desenterrar a Whitney con sus propias manos.

Encontró el frasco de antiséptico y se hizo también con dos gasas. Entonces, con todo aquello en las manos, intentó desenroscar la tapa del bote.

– Déjame a mí -le sugirió Beth.

Ella le arrebató el frasco de las manos antes de que pudiera negarse y, apuntando a la esquina de la mesa, le dijo:

– Siéntate y enséñame la mano.

Él obedeció como un autómata y alzó la mano derecha, la que había rescatado a los gatitos y que, pese a ello, había salido indemne de la hazaña. Beth meneó la cabeza y le cogió la izquierda, en cuyos rasguños aplicó una compresa empapada de agua oxigenada.

Judd contuvo la respiración y la miró a los ojos.

– Muy bien -repuso ella-. Ahora me haces caso.

Judd enarcó las cejas para interrogarla sin demasiado ánimo.

– Tengo que decírtelo -insistió Beth-, tienes que saberlo todo.

La expresión de Judd se encogió en una mueca de dolor. Era suficiente con lo que ya sabía; si tuviese que oír más sus emociones explotarían y se transformarían en palabras, en acción, en errores, y, como resultado, perdería todo aquello que lo había llevado a quedarse en Big Sur, la paz y la tranquilidad.

La amistad genuina.

Sin embargo, con la mano de Beth en la suya, no encontró otra opción que no fuera prestarle atención.

– Cuando él llegó por primera vez a Big Sur -explicó Beth-, Lainey y yo tendríamos unos doce años, y ya sabes cómo funcionan las cosas por aquí. Todo el mundo conoce a todo el mundo. La opinión generalizada era que el recién llegado se marcharía después de una temporada, como todos los artistas. Por el contrario, cuando acabamos el instituto, Stephen seguía aquí y su fama comenzaba a hacerse notar en todo el país.

Beth empapó otra gasa con agua oxigenada y frotó con ella los arañazos que Judd tenía en la muñeca. Él mantuvo la compostura, decidido a evadirse del dolor y de sus palabras, y se quedó quieto. Soy una roca, pensó.

– Luego, nuestro padre murió y necesitábamos dinero. Cooper estaba en la universidad al tiempo que intentaba mantener Tranquility House en funcionamiento. Y cuando Stephen nos habló de alquilar una de las cabañas por un largo período, todos nos alegramos. Bueno, yo me alegré porque estaba como loca con él.

Judd se la imaginaba a los dieciocho años, hermosa y con las piernas largas. Stephen debió de haberse fijado en ella, debió de haberles echado el ojo a las dos.

– No mucho después de que él se hubiera mudado, yo… yo creí entender que se había enamorado de mí. Estaba convencida de que me iba a pedir que me casara con él. Sin embargo, como sabes, fue Lainey la afortunada.

Judd cerró los ojos y, derrotado, tomó bolígrafo y papel. «¿Con las dos?», escribió.

Beth sabía a qué se estaba refiriendo con aquella corta pregunta.

– Sí, creo que en un principio trató de cortejarnos a las dos. Yo iba a su encuentro en la cala, lo hice unas cuantas veces, igual que como lo describió Lainey. Aunque, claro, él nunca me llamaba por mi nombre, así que cuando ambos anunciaron su matrimonio, pensé… pensé que Stephen debía de haber confundido a mi hermana conmigo.

El bolígrafo de Judd se afanó en el papel. «¿No creíste que lo hacía a posta?»

Beth, tras leerlo, le dio la espalda, tiró la gasa usada en una papelera y enroscó la tapa del frasco.

– No hasta hace muy poco, hasta que Lainey dijo el otro día que no lo creía capaz de un error así. Hasta entonces, yo siempre había pensado que él se había casado por equivocación. Si tuviera que echarle la culpa a alguien me la echaría a mí, por no darme cuenta de que destinaba su amor a mi hermana.

Así que aquel cabronazo había estado jugando con las dos hermanas a la vez. La ira comenzaba a agolpársele a Judd en el pecho. Stephen, que ya era un adulto, había abusado de la credulidad de Beth, de solo dieciocho años.

– Cuando se casaron, me quedé sin razones para tener una aventura con él -masculló Beth-, exceptuando mi intención de ser su esposa, de ser la mujer que él habría tenido que elegir.

Judd extendió los brazos, queriendo estrecharla, pero ella se apartó.

– Creo que me volví un poco loca después de la boda. Mi padre había muerto, mi madre no parecía tener muchas ganas de vivir y mi hermana se había casado con el hombre a quien yo amaba. Empecé a actuar teniendo en cuenta solo lo que yo quería, sin pensar en nada más. Cuando Lainey hizo público su embarazo, yo ya estaba de tres meses y no se lo había dicho a nadie, ni tan solo a Stephen. En el fondo me sentía muy segura de lo que hacía porque iba a ser la primera en tener un hijo de él.

Judd se aferró al borde de la mesa. Pero ¿qué carajo se creía Whitney que estaba haciendo? ¿En qué habría estado pensando?

Beth alzó la vista para enfocar un punto indefinido.

– Mi aborto puso fin a aquel sinsentido. De pronto me di cuenta de lo que mi actitud podría haber supuesto para mi familia y para mi hermana. Le dije a Stephen que habíamos perdido a nuestro futuro hijo y también que… que nuestra relación había terminado. Y desde entonces, me he dedicado a…

«¿A hacer penitencia?» Judd se puso en pie y le situó el papel delante de los ojos.

Beth hizo un gesto de desamparo.

– No ha valido de nada. Dedicarme a la expiación de mis actos no ha servido para eliminar la sensación de culpabilidad. Ahora sé que tengo que continuar. -Se apartó el pelo de la cara, intranquila-. Creo que podría superar todo esto si…

Beth guardó un repentino silencio y luego se acercó y se colocó frente a él.

– Judd, tú eres la persona más comprensiva y consciente que conozco, la más sabia. Yo estimo tu espiritualidad y te respeto mucho.

Una súbita aprensión se le instaló al hombre en las entrañas, y reculó hasta tropezar con el sólido metal de la mesa.

– Me serviría de mucho para entenderlo, para aliviarme un poco, comprobar que tú lo entiendes, que tú… -Su voz se enronqueció-. Judd, por favor. ¿Serías capaz de… perdonarme?

¿Perdonarla?

La rabia que Stephen le inspiraba llegó a límites que hasta entonces no había alcanzado. Intento tragársela, guardársela mientras mantenía el silencio al que se había consagrado desde hacía cinco años, pero lo único que consiguió fue que la rabia se transformara en furia. ¡Perdonarla!

Aquella fue la gota que colmó el vaso, el último toque de cincel que hacía falta para que la roca se partiera. Los sentimientos de Judd alcanzaron su punto álgido, ácido, y se llevaron por delante cualquiera de sus precauciones.

Alargó los brazos y con ellos rodeó la cintura de Beth. Tiró de ella, la atrajo hacia sí como si fuera el corcho que necesitaba para taponar la avalancha de emociones que amenazaba con precipitarse.

Beth alzó la vista, pasmada, y eso enloqueció todavía más a Judd.

Sin embargo, los años de silencio no le sirvieron de nada en aquella ocasión, pues no intentó tranquilizarla. Él había sido su confidente durante mucho tiempo, la contraparte silenciosa de su relación.

Y no podía seguir evitando la comunicación.

Judd se inclinó y la besó.

Dios, Dios.

El sabor de ella. Su sabor, elegante y sobrio.

Y también agridulce, pues quería sentir su pasión, su ser último, y ella no reaccionaba, se mantenía inmóvil, correspondía al beso con la cortesía que utilizaba para hablar de los cuadros y asistir a las exposiciones de Whitney.

Ni siquiera podía estar seguro de que el corazón de Beth latiera.

Necesitaba hacerle sentir, sentirlo a él.

Volvió a atacarla, esta vez más decidido, procurando que relajara los labios, y entonces deslizó la mano bajo el fino jersey que llevaba la mujer y le tomó un pecho.

En ese momento se dio cuenta de que Beth respondía.

Ella lo abrazó y él se aventuró más allá en su beso. Le exploró la boca y la notó cálida, le recorrió los dientes y el velo del paladar, y después las lenguas de ambos se encontraron. Se plantaron batalla en lugar de confortarse, se pidieron, se incitaron, se exigieron como espadachines en un duelo.

Del fondo de la garganta de Beth llegó un quejido que lo reclamaba, que, como la chispa en la hierba seca, encendió los instintos de Judd. Saliéndose del beso y extendiéndosele por las mejillas, Judd quiso recibirla a un tiempo y saborear todos los recovecos de su piel sedosa. Luego fue resbalando, beso a beso, por el cuello de la mujer, y acabó por arrodillarse a sus pies.

La ternura lo colmó en aquel momento y pudo rebajar el ritmo de la respiración y la prisa de sus gestos. Un tanto tembloroso, le subió el jersey para acceder a la cintura de los pantalones, donde, a pesar de su agitación, fue capaz de desabrocharle el botón y bajarle lentamente la cremallera. Y cuando apartó la tela para desnudarla, no supo distinguir a quién pertenecían los jadeos.

Entre el elástico de la prenda interior y el ombligo, estaba el tan tien de Beth, el punto en el que se concentraba su chi. Judd se dirigió a él, hacia la piel que cubría su tan tien, hacia el lugar que había portado una criatura que la mujer había perdido y, con la boca abierta, húmeda y caliente, avanzó hasta allí y le marcó el lugar con un último, febril y lento beso, con el que quiso hacerla suya.

Aflojó la tensión que se había apoderado de sus labios y, centímetro a centímetro, le examinó la fragante piel del vientre mientras le acariciaba las piernas con las manos. Ella le agarró el cabello y él se estremeció y, a pesar de ello, continuó cuidándola, besándola, curándola con cada uno de sus sentidos, con cada una de sus delicadas caricias. Le alcanzó con los dedos uno de los esbeltos tobillos y lo acarició hasta que se encontró con el frío y sinuoso perfil de la tobillera de platino que llevaba.

La tobillera, la cadena de Stephen.

La ira volvió a aflorar y Judd aferró el metal y lo arrancó.

Beth profirió una exclamación y reculó.

Él la miró. Nunca la había visto así, descompuesta, medio desvestida, despeinada y ruborizada. Su beso le había dejado la barriga enrojecida.

– ¿Por qué? -Beth se tocó la piel del vientre y luego los labios-. ¿Por qué me has besado?

Judd se puso en pie. Tenía que decirle algo, dejar que sus sentimientos encontraran una vía para expresarse. Sin embargo, la costumbre, enraizada después de cinco años, le hizo dudar.

Y así descubrió que las palabras se le habían quedado presas en un lugar inalcanzable de su interior. Entonces, incluso mientras la miraba y la encontraba más hermosa que nunca, sintió un alivio enorme al comprobar que sus emociones permanecían a salvo, que, después de todo, su amor no corría peligro, que él no corría peligro si… no rompía su silencio.

– Dímelo -lo urgió Beth a media voz-. Dime por qué me has besado.

Judd, el comprensivo, consciente y sabio Judd, se limitó a alzar una mano que, tras un instante, dejó caer, aunque la sabiduría le bastó para no sorprenderse al ver que Beth se arreglaba la ropa y se marchaba dando un portazo.

Se acercó la mano y observó la tobillera y la letra «E» incrustada de diamantes que colgaba en uno de sus extremos.

Cinco años atrás, él había sido un fino y perspicaz orador. Se había servido de aquella habilidad para ganar dinero y hacer amigos, hasta que llegó el día en que se dio cuenta de que la utilizaba para pasar de puntillas por la vida y por sus relaciones; incluso para pasar de puntillas por su matrimonio.

Tras aquella revelación, se había decidido a abandonar Silicon Valley con cierta intención estúpida y romántica de encontrar una vida auténtica, de escuchar en vez de hablar, de vivir en vez de apartarse, de hallar la verdad en vez de evitar el impostergable vacío que ningún acaudalado cliente ni asunto de trabajo podía remediar.

Y sí, había encontrado algo. Había descubierto que le habían hecho falta cinco años para aprender la más simple de las verdades. El taoísmo, el budismo, la espiritualidad de los indios norteamericanos; ninguna de aquellas disciplinas había llegado a cambiarlo de verdad. En el fondo, seguía sin arriesgarse, profundizar, ser auténtico.

Se había callado porque el habla se tornaría banal. Sin embargo, demonios, el silencio también lo era si la persona que lo mantenía no mostraba más que la superficie de su corazón.

Miró una vez más la centelleante tobillera que tenía en las manos. Avance informativo, señores televidentes: arrancar las cadenas no lo convierte a uno en libre.


Angel caminaba por el sendero que llevaba al comedor de Tranquility House cuando vio a Beth, que venía corriendo en su dirección. Llevaba la ropa arrugada, el pelo suelto, y daba la impresión de estar contrariada o, más bien, aterrorizada.

– ¡Beth! -exclamó-. ¿Qué pasa?

La mujer se detuvo y Angel observó cómo intentaba recuperar la compostura. Al parecer, el intento no tuvo éxito, pues Beth sacudió la cabeza y reinició la marcha.

Angel se obligó a seguir su camino. Lo que le pasara a la hermana de Cooper no era de su incumbencia, estaba claro. Pese a ello, se dio la vuelta y la siguió.

Era su impulso de periodista, a su entender, lo que la estaba llevando a seguirle los pasos a Beth por el camino que conducía a la entrada de la cala secreta. Como siempre que se encontraba cerca de la hermana de Cooper, sus sentidos estaban alerta.

Desde luego, no iba con la intención de preocuparse por Beth.

No le interesaba la intimidad de los miembros de la familia de Cooper, del mismo modo en que no le interesaba -no demasiado- la del propio Cooper. Cuando, al despertar, se había encontrado junto al cuerpo del hombre, se había levantado al instante, sin despertarlo, pues todos sus instintos le decían que se alejase de él.

Que pusiera distancia, que fuera objetiva. Que se circunscribiera a todas aquellas buenas cualidades de reportera a las que había aspirado desde los doce años.

Estaba convencida de que no habría vuelto a acostarse con él, aunque de poco valía lamentarse de algo -el sexo- que había sido extraordinario. De todos modos, la noche anterior, Cooper y ella no habían estado demasiado cómodos. Él, porque tenía que rescatarla, y ella por el descubrimiento de Lainey acerca de una nueva hija de Whitney. Sin embargo, con la luz del nuevo día, Angel entendió que el hallazgo de Lainey suponía escaso riesgo para su secreto, pues para que identificaran a la hija perdida tendrían que disponer de la información que solo Angel conocía.

Además, sus padres no habían llegado a casarse y, a pesar de que el nombre de Stephen Whitney estuviese registrado en su partida de nacimiento, tanto ella como su madre se habían cambiado el apellido desde hacía tiempo.

Angel apuró el paso en el túnel y salió al otro lado, a la cegadora claridad de la arena. No veía a ninguna mujer angustiada, ni tampoco a una mujer calmada. Parecía que Beth había desaparecido.

Angel aguzó la vista y escudriñó el lugar. La cala, encerrada en una masa de granito, tenía forma de herradura, y sus extremos se hundían en el Pacífico. La fuerza del mar los había arrasado y de ellos solo se veían cúmulos de piedras pulidas contra los que las olas lanzaban sus blancos espumarajos.

Sin embargo, aquel día la marea estaba baja y el mar en calma. Si le hubiera dado tiempo, quizá Beth podría haber escalado uno de los brazos que ceñían la cala y avanzado hasta una playa adyacente.

Para comprobarlo, Angel caminó a lo largo de la orilla y se subió a las rocas situadas a la izquierda de la entrada de la cala. Como solían estar cubiertas de agua, su superficie, llena de limo, era resbaladiza y tuvo que apoyar una mano en el suelo para no perder el equilibrio. Algún tipo de crustáceo esponjoso se le adhirió a los dedos y Angel gritó y dio un respingo.

– ¡Diablos! -exclamó una voz a sus espaldas-. Tú necesitas que te vigilen.

Angel detuvo su avance; era la voz de Cooper y sonaba exasperada. Intentó mirarlo como si nada por encima del hombro pero, al verlo, la invadió una súbita e incómoda seriedad. El hombre venía hacia ella, a grandes zancadas, con el pelo revuelto, unos vaqueros desastrados, el torso desnudo y los pies descalzos.

Él me cuida, y yo quiero cuidarlo.

La ocurrencia pretendió instalársele en el pecho, que, sin embargo, tuvo que abandonar ante la necesidad de aire.

Cooper se paró junto a las rocas sobre las que ella estaba.

– Baja -ordenó.

Angel hizo un ademán con el brazo, en señal de desobediencia.

– Estoy buscando a Beth. La he seguido hasta aquí y luego ha desparecido.

– Por ahí no se puede pasar -le dijo, fulminándola con la mirada-. Tendrás que rodear las rocas vadeando.

– Ah.

– Vamos, baja -insistió, acompañando sus palabras con una mano extendida.

Ignorando el apoyo que le brindaba, Angel saltó a la arena. Hizo un aterrizaje forzoso aunque lo suficientemente seguro como para recuperar el equilibrio antes de que Cooper la alcanzara y, acto seguido y sin mediar palabra, se dirigió hacia el agua.

– ¿Y ahora adónde crees que vas? -gruñó él.

– A rodear el saliente. Quiero encontrar a Beth.

– ¡No!

La imperiosa negativa la obligó a volverse a mirarlo a los ojos, oscuros y enfurecidos.

– Pero ¿qué te pasa?

Cooper se pasó la mano por el cabello.

– ¿Te has olvidado de que no sabes nadar?

– Has dicho vadear, y eso sí que sé hacerlo.

No quería ni pensar en nadar, en ahogarse, en el alivio que había sentido la noche anterior cuando los brazos de Cooper la habían sacado de la piscina. No podía volver a permitir que aquellos brazos la rodearan, por descontado, pues corría peligro de necesitar desde entonces su calor.

– No, Angel. -El hombre estaba en tensión, como si se estuviera preparando para abalanzarse sobre ella.

– Pero Beth…

– Beth sabe lo que hace. Tú no te acerques al agua -le dijo, y luego añadió con un tono de voz moderado-: Por favor, Angel, hazme caso.

– Vale, está bien. -Angel hizo lo que se le ordenaba aunque manteniendo las distancias-. Pero ten por seguro que normalmente no me pasa nada estando cerca del agua.

– Ya, «normalmente» es la palabra clave.

A Angel no le gustó nada el tema al que se acaba de referir.

– No necesito que un hombre…

– No me gusta estar preocupado.

– Sí, eso ya me quedó claro ayer por la noche -repuso Angel, haciendo una mueca.

– Me refiero a esta mañana.

Angel levantó los brazos.

– ¡Pues mírame, no estoy ni en las rocas ni en el agua!

– No, quiero decir que cuando me he despertado ya no estabas en la cama.

Angel tragó saliva. ¿Trataba decirle que la había echado de menos?

La posibilidad de que fuera así provocó que una cálida y traicionera sensación creciera en su interior, intentando ablandar su obstinación. Aun así, ninguneó el comentario con un aspaviento.

– Sí, seguro. Es un horror tener toda la cama para ti solo.

Cooper no se inmutó.

– ¿Por qué te empeñas en huir de mí, Angel? ¿Me puedes decir qué es lo que te atemoriza?

– ¿Qué clase de pregunta es esa? -Sofocó como pudo el nerviosismo y señaló el panorama con un dedo-. ¡Mira a tu alrededor! Hace un día maravilloso que tú desaprovechas con preguntas como esa.

Cooper estaba decidido a que le contestara.

– Vamos, Angel, quiero una respuesta -murmuró y dio unos pasos para acercársele-. ¿Qué te da miedo? Dime lo primero que se te pase por la cabeza.

Ella se volvió para darle la espalda, aunque con ello no consiguió que las respuestas dejaran de agolpársele en el pensamiento.

La debilidad. Tú.

Que me rompas el corazón.

Quiso apartar aquellas ideas con un movimiento de la mano y fingir irritación. Cooper estaba jugando a las preguntas con ella, estaba ejerciendo de abogado y utilizando su autoridad. Desde luego, verse solo en la cama le había afectado en su amor propio de machito. No debía de haberle gustado advertir que ella se había marchado. ¿No habría sido él el asustado? Ya. Lo más probable era que fuese cuestión de orgullo herido.

Con intención de decirle bien claro lo que pensaba de él, tomó aire y lo miró a los ojos. Sin embargo, las palabras se le murieron en la boca al encontrarse con el espectacular panorama que se abría a espaldas del hombre.

Normalmente, la belleza natural de Big Sur era tan majestuosa y perfecta que Angel había pasado a relegarla a la condición de postal o de película. Sin embargo, en aquel momento se estaba dando cuenta de su verdadera dimensión.

Más allá de los hombros de Cooper, las montañas, cubiertas por un verde manto, y sus severos rostros precipitándose sobre las pardas colinas jalonadas, parecían estar al alcance de la mano. Desde allí, el ondulado terreno iba decayendo hasta la línea profusa y afilada de los acantilados, cuyo perfil caía vertical sobre el vaivén del mar. El día seguía siendo cálido a pesar del menguado sol, que había vivificado el azul del cielo y cuyos rayos arrancaban destellos dorados de la arena y plateados de las grises aguas.

Era increíble, imponente.

Por mucho que parpadeara y tomara aire, la vista seguía en su sitio, tan increíble y emotiva, y, a causa de ello, recordó el día en que se había sentado junto a Katie al borde de uno de los escarpados promontorios y comprobado lo insignificante que se volvía su existencia al lado de la vasta belleza del entorno.

– Tal vez sea todo esto lo que me apabulla -murmuró.

Sorprendida por haber delatado sus pensamientos y por las consecuencias que aquello podría tener, intentó remediar lo que juzgaba una metedura de pata escondiendo las manos en los bolsillos de sus vaqueros blancos y mirando a Cooper con aire impasible.

– Si algo me da miedo, es este paisaje -agregó.

– Pero no es el caso -sentenció Cooper.

– No es mi caso -masculló Angel, en la obligación de decirlo.

El hombre suspiró.

– Eres un cardo borriquero.

– Me quedo en cardo, perdona.

– Angel… -Cooper intentó asirla.

Ella se apartó. Luego, avergonzada por su esquiva actitud, volvió a acercarse a Cooper e intentó hacerle cosquillas en el estómago.

– ¿Y qué hay de ti, hombretón? ¿Qué tal si me hablas de tu peor momento? ¿Tu juramento como abogado? ¿El primer cliente al que defendiste? ¿Tu primer beso? -bromeó Angel con las cejas enarcadas.

Tras un momento de silencio, Cooper la miró a los ojos fijamente.

Ella notó que le temblaba algo en el pecho.

– ¿En serio, Angel? -preguntó, sin dejar de mirarla-. ¿De verdad quieres saber cuál ha sido el peor momento de mi vida?

A pesar del pulso, que notaba desbocado, Angel pensó que estaba tomándole el pelo.

– Claro.

– Cuando murió mi padre. -Los ojos de Cooper no se apartaban de ella.

Los pies de Angel retrocedieron arrastrándose por la arena. Aquello no era justo, no era justo. ¡Ella había querido facilitar las cosas después de las dos torpezas cometidas aquella mañana! Trataba de restablecer la comodidad de una relación no demasiado personal. Por todo ello, Cooper debería estar dándole las gracias.

El hombre siguió hablando:

– Estábamos los dos solos, en las montañas Santa Lucía, en nuestra primera acampada desde su infarto. El doctor le había dicho que estaba totalmente recuperado y, sin embargo, el ataque al corazón le sobrevino la primera noche.

Vaya por Dios. Angel meneó la cabeza y le hizo un gesto con las manos con la intención de que lo dejara.

– Eso es demasiado… íntimo, demasiado personal…

– No me marché de allí para pedir ayuda -la interrumpió Cooper, indiferente-; él no quería que lo hiciera. En lugar de ello, me dio un curso acelerado para enseñarme a ser el hombre de la familia. Me dijo dónde estaban las facturas y demás papeles. Me dijo que cuidara a mi madre y a mis hermanas. Me dijo que hiciera siempre lo correcto.

– No, no -pidió Angel-. No quiero oír…

– Murió con su mano en las mías, y no lo abandoné hasta que se quedó frío.

– … nada más. -Aunque era demasiado tarde, Angel volvió a decirlo-. No quiero oír nada más.

– ¿Y por qué no, si puede saberse? -se quejó Cooper, con expresión tensa-. ¿Por qué no quieres saberlo?

– Yo…

– ¿Por qué no estás interesada en mi vida a no ser que pueda utilizarse para un artículo? Si no tiene gancho para los lectores, ¿entonces no te interesa lo que te cuente? ¿Es por eso que por segunda vez te has marchado antes de que yo me despertara? -Los ojos de Cooper se habían vuelto muy oscuros e inexorables-. Esta mañana, cuando tú ya no estabas, te he vuelto a ver en el fondo de la piscina de Lainey, y sí, Angel, me he puesto muy nervioso. Pero ahora, ahora estoy de mala leche.

Angel siguió alejándose, desesperada tanto por huir de allí como por que no se le notara.

Pero él se adelantó, la asió por los hombros y la obligó a detenerse.

– Es eso, ¿verdad? Te encuentras muy cómoda en una relación periodista-sujeto, ¿no es cierto? Pero no la soportas si se da entre iguales, de persona a persona. -Las manos la agarraron con más fuerza-. Ni entre un hombre y una mujer.

A Angel le costó un esfuerzo mantenerse impertérrita. Lo miraba sin ningún deseo, sin nada que aportarle. Sin dolor. Desde luego, sin dolor.

Pero no era cierto. Él le había hecho daño.

Cooper resoplaba y la cicatriz del pecho subía y bajaba, moviéndose sin cesar.

– ¿Qué demonios estoy haciendo? -murmuró, dejando caer los brazos.

En cuanto Cooper la liberó, Angel dio al instante un paso atrás.

La expresión de Cooper se contrajo.

– Lo siento, perdóname. No tengo derecho, no tengo ningún derecho.

Ella siguió retrocediendo, con la intención de ponerse a salvo.

– No te preocupes, Angel. Me voy -dijo él con voz dolida.

Y así lo hizo. Angel lo vio desaparecer en el túnel. Le escocían los ojos de lo secos que los tenía, y también la garganta, como si los anteriores momentos se hubieran llevado toda vida de ella, como si fuese un brote otoñal que el inclemente sol hubiera secado.

Se dejó caer en la arena y apoyó la cabeza sobre las rodillas. Era el momento para que se levantase el viento y se la llevara con él, que la lanzase sobre los riscos de las ciclópeas montañas Santa Lucía o que la dejase en medio de la corriente que se internaba en el Pacífico.

A quién le importaba si desaparecía. A nadie, pues ella no permitía que se le acercaran hasta ese punto. A pesar de que Cooper pensase que no tenía derecho, había ido directamente a donde dolía, a la verdad sobre ella. Ella no era capaz de entenderse de persona a persona, de mujer a hombre. Era una buena profesional, pero en el terreno de lo personal se cerraba y se aislaba.

Era un mecanismo que la mantenía a salvo… y que había mantenido su soledad.

– Angel.

Alzó la vista. Cooper estaba en la arena, a su lado, dispuesto a abrazarla. Con la mejilla, notó la calidez de la piel de su hombro, su olor, el mismo que el de su cama cuando ella la había dejado aquella mañana… a sábanas limpias y a cielo despejado, con un deje de atractivo sexual.

– Estás aquí -dijo, demasiado sorprendida para rechazarlo.

– No quería dejarte sola. -Él apoyó la cara en el cabello de Angel, que se enredó en so barba de tres días; esa era la única parte del cuerpo a la que ella le daba permiso para colgarse de él-. No podía dejarte.

Angel se tranquilizó, pero algo dentro de ella, en el pecho, se agitó, o se envolvió, o se desenvolvió.

– ¿Qué… qué has dicho?

Él le tomó la cara con ambas manos.

– Que Dios me ayude… -susurró, mirándola a los ojos-. No podía dejarte.

Angel lo observó sintiéndose mareada y paralizada, alejada de su ideal de precaución y rigor. Pasaron siglos mientras intentaba averiguar qué le estaba pasando.

– Cooper, vamos a volver -propuso al fin, convencida de que no había tiempo suficiente para separar e identificar las emociones que crecían en su fuero interno, y además había cosas más urgentes que hacer-. Volvamos a tu cabaña. Quiero… estar entre tus brazos.

Necesito estar entre tus brazos.

Las manos de él le tocaron la cara un instante y después la ayudaron a levantarse. Acto seguido, Cooper la atrajo hacia así y le dio un fuerte y cálido abrazo, al que ella se entregó para sentirle el corazón palpitando en su mejilla.

– ¿Qué estamos haciendo? -murmuró él-. Me gustaría saber qué estamos haciendo.

Estaba claro que no esperaba una respuesta, y eso era bueno, muy bueno. Porque Angel no tenía ni idea de lo que Cooper estaba haciendo… y, con respecto a sí misma, solo podía esperar que no estuviera enamorándose.

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