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En el interior de Carmel, la iglesia más grande de California, el inusitado calor de aquellos primeros días de septiembre hacía sudar a las más de mil personas allí reunidas con ocasión del funeral de Stephen Whitney. La aromática mezcla de desodorantes, lociones, lacas y perfumes formó una espesa nube que se instaló sobre la multitud sentada en los bancos. A Angel le costaba respirar.

La humedad y el calor pegajoso unidos a los atronadores gritos de «¡Aleluya!» y a la cantinela de un nuevo personaje importante que subía al altar para alabar al difunto… todo aquello hizo que Angel se cuestionara si en lugar de haber hecho el corto trayecto desde San Francisco, no había descendido al infierno. Debajo de la pamela de ala ancha la cabeza le picaba y tuvo que llevarse los dedos enguantados de negro hasta las sienes para secar el sudor que empezaba a empaparla.

Necesitaba aire.

Tenía que salir de allí, aunque ya era tarde para echarse atrás. Había conseguido que su directora, Jane Hurley, aprobara la idea de un artículo que habría de analizar en profundidad la vida de Stephen Whitney, y había averiguado, después de intercambiar mensajes con ella, que su jefa tenía contactos que, seguro, le serían de gran ayuda.

La misma Jane era un buen contacto y Angel lo sabía. Además de haber conseguido que West Coast pasara de ser una revista mensual llena de trucos de decoración y recetas de cocina a convertirse en una publicación seria y respetada en la que se trataban temas culturales y políticos, Jane era también muy rica y tenía una segunda residencia en la famosa Seventeen Mile Drive. Así, gracias a Jane, Angel se hizo con uno de los pocos pases de prensa para cubrir el acontecimiento, y su nombre apareció en la lista de invitados que asistirían a una ceremonia mucho más íntima aquel mismo día, tras el funeral. No obstante, Angel seguía reticente al hecho de indagar en la vida de Stephen Whitney: tiempo atrás se había propuesto firmemente hacer oídos sordos a cuanto tuviera que ver con el «Artista del Corazón», igual que él no le había hecho ningún caso cuando ella tanto lo había necesitado. Quizá no debería…

Pero bueno, no seas ridícula, la interrumpió la periodista que llevaba dentro, aquí hay buen material. Una historia que vale la pena contar.

Sin embargo, cuando el siguiente conjunto coral hizo su entrada en la iglesia, Angel volvió a plantearse el asunto y decidió solucionar su último dilema de la forma en que lo había hecho desde que tenía doce años y era una criatura solitaria enganchada a la película Todos los hombres del presidente. ¿Qué haría Woodward en aquella situación?, se preguntó Angel. ¿Qué haría Woodward?

La respuesta era evidente: Woodward se pondría a ello. De inmediato.

Angel inspiró profundamente, echó un vistazo a su izquierda y evaluó a la persona que tenía más cerca, sentada también en el antepenúltimo banco. Señora de mediana edad, traje malva intenso, expresión de educado interés. Probablemente una buena fuente de información básica.

Abandonó su posición de la parte exterior y se deslizó junto a la mujer. La vaporosa seda de su vestido negro, corto y sin mangas, se le subió por encima de las rodillas y Angel, recatada, la colocó en su sitio antes de enfrentarse a la mirada de la mujer.

– Disculpe -murmuró. Uno de los pocos detalles que Angel conocía sobre el artista era que se había casado-. Me preguntaba si me podría indicar quién es la viuda.

La señora Malva le dirigió una prolongada mirada de pocos amigos y Angel lamentó haberse recogido la melena bajo la pamela. Tenía una impresionante mata de rizos rubios que, aunque difícil de manejar, le hacía parecer diez años más joven. Y lo cierto era que aquello le resultaba muy útil a la hora de sonsacar información, puesto que la gente tendía a confiar en aquellos que tenían un aspecto más débil o vulnerable.

Pasó un largo rato antes de que la mujer pronunciara una palabra.

– A Stephen Whitney -dijo en un susurro cortante- no le gustaba el negro.

Angel se miró el vestido. Aquello explicaba por qué ella era el único escarabajo entre aquella multitud de mariposas. Evidentemente, se equivocó al pensar que todo el mundo vestía tonos pastel por el intenso calor.

– Vaya, qué… qué colorista de su parte.

Como aquel comentario tampoco se granjeó el cariño de la señora Malva, Angel se rindió y se deslizó de nuevo hasta su asiento. Sin embargo, su pierna derecha no topó con la parte interior del banco de madera sino con el largo y duro muslo de un hombre.

– ¡Vaya! -exclamó de nuevo, a la vez que dirigía rápidamente la mirada a la persona que le había quitado el sitio sin que se diera cuenta-. Disculpa.

El hombre le devolvió la mirada; bueno, al menos fue lo que ella dedujo, pues era difícil averiguar hacia dónde se dirigían sus ojos, escondidos como estaban tras unas gafas de sol Armani.

– No te preocupes -respondió en voz baja, volviendo a mirar hacia delante.

Por alguna razón la atención de Angel permaneció fija sobre él. Seguramente aquel hombre conocía a Stephen Whitney mejor que ella, pues llevaba una camisa de lino amarilla y un traje fino de color verde oliva que le quedaban un poco grandes. Estaba muy bronceado; claro, claro, aquel traje caro, aquellas gafas de sol de diseño… todo parecía indicar que el hombre era de Malibú, además del cabello, oscuro y ligeramente despeinado, y del cuello de la camisa, vuelto al estilo de «me da todo igual».

Como si notara que ella aún lo estaba mirando, el hombre volvió de nuevo la cabeza.

Entonces notó algo como… como una sacudida que le hizo erguir la espalda y le produjo un cosquilleo excitante en la barriga. En aquel momento cuanto Angel podía oír era el «vaya, vaya, échale un vistazo a este tipo» que le gritaban sus hormonas, así que le costó aguantar la repentina necesidad de frotarse contra el banquito de madera.

Pero entonces, a Dios gracias, su mente utilizó un tono serio y sensato para recordarle que estaba en un entierro. El de Stephen Whitney.

Angel, sonrojada, intentó quitarle importancia a aquel incómodo momento con una sonrisa. Sonrisa que solía resultar definitiva para desarmar a los hombres, porque bajo aquella maraña rizada de pelo tenía un cuerpo delgado y frágil que, pese a estar sano como una manzana, irradiaba una inocencia que parecía gritar «apiádate de mí».

– ¿Querías algo? -preguntó el hombre.

– Bueno… pues… -¿Y por qué no? Siempre había pensado que si tenía el aspecto de una criatura que necesitaba a un caballero de brillante armadura que la protegiese, más valía que le sacara algún provecho-. Quizá podrías ayudarme -dijo con suavidad mientras se le acercaba, muy despacio.

El hombre se apartó.

En aquel momento Angel aminoró la marcha pero le dedicó otra de sus virginales sonrisas.

– No te preocupes, no es nada importante.

– Está a punto de hablar el vicepresidente. -El señor Gafas de Sol soltó un susurro ronco que le hizo estremecerse de nuevo.

Angel se limitó a encogerse de hombros.

– El vicepresidente de Estados Unidos -aclaró mientras hacía un gesto con la cabeza en dirección al altar.

Angel se esforzó en mantener el culo pegado al asiento para no intimidar a Gafas de Sol, aunque se inclinó ligeramente hacia él y le dijo:

– No lo escucho desde que encargó las empanadas de plástico y las hojas de parra impermeables para el conjunto de estatuas desnudas del jardín de la Casa Blanca.

Se fijó en el leve movimiento de los labios del hombre y supo que ya era suyo. Volvió a sonreírle.

– Me preguntaba si podrías señalarme dónde está la señora Whitney.

– ¿Cómo dices?

Ay, ay, ay, pensó Angel mientras su sonrisa se desvanecía. Aquel no era un «¿Cómo dices? Lo siento no te he oído». Se trataba más bien de un «¿Por qué diablos lo quieres saber?». Con tan solo cinco años, Angel había desarrollado la habilidad de olerse los problemas, y en aquel momento su nariz detectaba un aroma intenso.

Hizo un gesto rápido con la mano con ademán de quitarle importancia a la pregunta y se apartó de su lado hasta topar accidentalmente con el codo de la señora Malva. La mujer aprovechó para echarle una mirada fulminante y sisear un largo «¡chisss!» para que guardara silencio.

Angel quería que se la tragara la tierra. A la derecha hostilidad, a la izquierda desconfianza. Así que se concentró y volvió a pensar en lo de antes. Eres periodista, ya estás acostumbrada a que tu presencia no sea bien recibida. Tampoco era para tanto, solo tenía que mostrarse neutral, distante, indiferente.

No perdió más tiempo intentando animarse ni buscando a la misteriosa viuda. El ambiente estaba muy cargado; Angel se cruzó de brazos e intentó volverse pequeña y pasar totalmente desapercibida mientras, desde el atril, alguien encomiaba las virtudes del difunto.

Finalmente el discurso mojigato cesó. Le siguieron algunas canciones y uno o dos apabullantes acordes de órgano tras los cuales, y sin previo aviso, la iglesia quedó a oscuras. Entonces una fotografía en primer plano ocupó la enorme pantalla. Era el rostro de un hombre de canosa melena leonina. El de Stephen Whitney.

Angel sintió como si la estuvieran agarrando por el cuello. Necesitaba aire de inmediato, así que se levantó de repente, se escabulló trastabillando entre las rodillas de Gafas de Sol y se dirigió a una de las estrechas puertas laterales. Tiró de ella y salió a la luz del sol junto a otra de las asistentes al funeral.

La puerta se cerró tras ellas y Angel inspiró profundamente varias veces. Entonces se tomó un momento para observar a la otra desertora. Se trataba de una adolescente de pelo oscuro recogido en un moño bajo. Llevaba una chaqueta celeste de algodón y una falda corta a conjunto de las que las chicas de instituto se ponen con calzado deportivo.

– Cómo está el ambiente dentro, ¿no? -dijo Angel, sintiéndose mil veces mejor allí fuera y compadeciéndose un poco de aquella pobre criatura-. Y no es solo el ambiente, sino todos esos vejestorios hablando desde el altar. Ojalá tuviera un dólar por cada vez que he oído mencionar los «valores de este país».

La muchacha abrió los ojos de par en par. Soltó una sonora carcajada e inmediatamente después se llevó la mano a la boca.

En aquel momento volvió a sentir lástima por la muchacha. Angel era de la opinión de que un poco de irreverencia era tan necesario en la vida como un buen café, como un jugoso filete o un telemaratón del canal Lifetime. Meneó la cabeza y añadió:

– Y ¿qué decir del coro de niños? Ya sé que dicen que al llegar a la pubertad les cambia la voz, pero ¿tú conoces a algún niño que tenga una voz así? Estoy empezando a pensar que debajo de esas capas y corbatas se esconden niñas y no niños.

La muchacha volvió a reír.

– No hablas en serio…

El hecho de animar a alguien hizo que Angel se sintiera también mejor. Sonrió y se encogió de hombros.

– Todo es posible.

La niña soltó otra risita y miró a su alrededor con aire de culpabilidad.

Pobre cría, pensó Angel, sus padres deberían haber dejado que se quedara en casa.

– No pasa nada, cariño. Ríe cuanto quieras, al fin y al cabo tú sigues viva.

En ese momento la chica abrió los ojos como platos y los centró en un punto por encima del hombro de Angel, quien de inmediato notó un leve cosquilleo en la nariz, indicativo seguro de que se avecinaban problemas. No se movió ni volvió la cabeza.

No hacía falta; sabía quién estaba a sus espaldas. Aunque en aquel momento no susurraba, reconoció la voz sin dificultad: se trataba de Gafas de Sol.

– Tu madre te está buscando, Katie -dijo el hombre-. Tenemos que irnos ya.

– Está bien -respondió con una leve inclinación de cabeza mientras se acercaba a él.

Fue entonces cuando Angel se volvió lentamente, armándose de valor para enfrentarse a la mirada camuflada de aquel hombre. Sin embargo, él tenía la atención puesta sobre Katie y su gesto expresaba ternura.

Angel se sintió aliviada. Entonces Katie dijo:

– Te presento a mi tío, Cooper Jones. Y yo soy Katie, o Caitlyn, la hija de Stephen Whitney.

Whitney. La hija de Stephen Whitney. La otra hija.

Totalmente aturdida, Angel reaccionó de manera automática y estrechó la mano de la muchacha. Maldita sea, maldita, maldita sea… No se lo podía creer. Si no hubiera pasado tanto del artista ahora sabría que además de haberse vuelto a casar había tenido otra hija.

– Yo soy… -Por la cabeza de Angel comenzaron a pasar todos los nombres que había utilizado a lo largo de los años y, por alguna razón, la identidad que, inexplicablemente, había decidido adoptar a los catorce años no fue la primera en acudirle a la cabeza.

– Date prisa, Katie -le pidió su tío, probablemente hermano de su madre-. La limusina nos espera en la entrada.

La muchacha hizo un gesto de despedida y se apresuró hacia el coche. El hombre la siguió pero pronto se detuvo y volvió la cabeza para mirar a Angel de manera enigmática.

A Angel no se le escapó aquella mirada, pues no era capaz de alejar la vista de ninguno de los dos. Del tío y de la joven. Sobre todo de la joven. Katie Whitney, la hija de Stephen, a punto de subir a la limusina de la familia.

Angel se quedó unos minutos paralizada por la sorpresa y finalmente se dirigió a su coche. Ya no se podía echar atrás, era necesario que lo descubriera absolutamente todo acerca del hombre que había dejado de preocuparse por su hija cuando ella cumplió los cuatro años.

El mundo debería conocer la verdad sobre los hombres como él.

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