19

Angel no podía dejar que todo terminara de aquella forma.

El tiempo que estuvo esperando a Cooper le sirvió para convencerse de ello. Aquella noche hacía calor, y el fino camisón que llevaba se le pegaba al cuerpo, no tanto por la temperatura ambiente, sino por lo que estaba a punto de suceder entre ella y Cooper.

A pesar de su naturaleza tímida, aquella noche quería sentirse muy cerca de él. Tenían que estar cuerpo a cuerpo desde el primer instante.

Decidida a ello, se quitó el camisón por la cabeza y lo tiró al suelo. Entonces se recostó contra las almohadas y cubrió su desnudez con la sábana. Su corazón y su mente cabalgaban al galope mientras consideraba una y otra vez su rechazo a implicarse con un hombre y las razones por las que aquel era demasiado bueno como para alejarse de él.

Sin embargo, Cooper no parecía demasiado preocupado por su inminente partida. No hacía ningún plan para que volvieran a verse cuando regresara a su bufete de abogados en San Francisco. ¿Por qué?

Porque, probablemente, él no albergaba los mismos sentimientos.

Aunque, en el fondo, Angel tampoco se creía aquello. ¿Acaso no le había dicho «quiero que estés a mi lado» aquella misma mañana? Seguro que también la querría con él al día siguiente. A la semana siguiente. Al mes siguiente. Su corazón le decía que así era; el mismo corazón en el que ella había descubierto su amor por él.

En ese caso ¿por qué iba a dejarla marchar?

Porque «Angel Buchanan no necesita a nadie». Eso también se lo había dicho.

Si él la dejaba ir era porque ella no había dado muestras de lo mucho que necesitaba que la retuvieran. El chirrido que hizo la puerta de la cabaña al abrirse la sobresaltó. Le empezaron a temblar las manos y las juntó con fuerza para disimular sus nervios. Pero entonces las separó y apoyó los temblorosos dedos en el regazo. Al fin y al cabo, ¿no había llegado a la conclusión de que intentar esconder su vulnerabilidad solo serviría para que Cooper la dejara escapar?

El hombre se acercó a la habitación y sus pasos, lentos y firmes, resonaron contra el suelo de baldosas. Cuando llegó a la puerta, Angel se inclinó para encender la lámpara de la mesita de noche.

– Ya estás aquí. Estaba pensando en ti.

Angel sintió cómo la mirada de Cooper recorría su rostro, sus hombros desnudos y la sábana que le cubría el cuerpo a partir de ese punto.

– No me digas.

Angel tomó aire, algo inquieta por el tono de advertencia con que Cooper había pronunciado aquellas tres palabras. ¡Pero no podía ser! Estaba nerviosa y no eran más que imaginaciones suyas.

– Pues sí -respondió, forzando una sonrisa y dando golpecitos en la cama para que se acercara-. Te echaba de menos.

En lugar de aceptar su invitación, Cooper se apoyó en el marco de la puerta. La luz de la lamparita era tenue y Angel solo alcanzaba a distinguir sus pómulos y barbilla. El resto de su cara permanecía en la penumbra.

Y parecía distinto; más delgado, más oscuro, más severo.

Maldiciendo las reacciones de su cuerpo, intentó disimular el escalofrío que le recorrió la espalda. Hasta entonces, su tendencia a considerar a todos los hombres unos villanos le había evitado muchos sufrimientos, pero… se encontraba sola. Aquella situación no podía seguir así.

– Estoy haciendo un esfuerzo por cambiar -espetó.

Cooper no se movió.

– ¿Ah, sí?

El ambiente era tenso, parecía como si el aire se pudiera cortar con un cuchillo, pero Angel no sabía si aquello era producto de su deseo sexual mezclado con los sentimientos que la atenazaban.

– Yo, esto… quiero ser del todo honesta contigo.

– Suena bien.

A Angel se le formó un nudo en la garganta. ¿Era su tono realmente distante o eran imaginaciones suyas, siempre negativas?

Entonces lo recordó con Katie y con sus hermanas. Le vinieron imágenes de él acariciándolas y dándoles cariño. De la calidez en su mirada cuando aquella misma mañana le había dicho «quiero que estés a mi lado».

No, no había nada que temer, no con Cooper. Él no le haría daño.

– Estoy esperando. ¿Qué decías? Que querías contarme algo… o mostrarme algo.

¡Mostrarle algo! Sí. Su corazón. Sus sentimientos. Lo mucho que lo amaba. El futuro que podían tener juntos.

– Mostrarte algo -respondió.

– Suena aún mejor. ¿Por qué no retiras la sábana?

Angel se sorprendió.

– ¿Qué?

– Que retires la sábana. Te llega casi a las orejas. Te comportas como si no te hubiera visto antes.

– Bueno, yo…

Angel estaba ardiendo. Seguro que ya se había dado cuenta de que no era una nudista nata. Pero aquello era simbólico, ¿no?, en realidad quería desnudar su corazón.

Se alejó del círculo de luz que dibujaba la lámpara sobre la cama, inspiró profundamente y soltó la sábana, que se deslizó sobre sus pechos y le cayó hasta la cintura.

La noche era cálida, ella lo sabía. Aun así, tenía la piel erizada y los pezones tan duros que casi le dolían. Escondió las manos bajo las sábanas para evitar la tentación de cubrirse.

– Muy bonito -observó Cooper-. Ahora veamos el resto.

El tono de su voz volvió a crisparle los nervios. Era áspero, con un matiz excitante. Inquietante.

– Confías en mí, ¿no?

Sí, Angel confiaba en él. Y estaba dispuesta a lo que hiciera falta para demostrárselo. Suspiró, se apartó un poco más de la luz y se bajó la sábana hasta los tobillos.

Cooper encendió la otra luz.

Angel se quedó paralizada durante unos instantes, cegada por el resplandor, pero pronto reaccionó y se inclinó rápidamente para recuperar la sábana.

Cooper se le adelantó y de un tirón brusco la lanzó al suelo.

– ¿Y bien? ¿Cómo sienta? ¿Te gusta que te descubran?

Angel intentó incorporarse, pero también en aquella ocasión él fue más rápido. Antes de que pudiera moverse, Cooper estaba ya sobre su cuerpo, sujetándola por los hombros.

– ¿Qué haces? -La voz de la mujer sonó extraña. Débil.

– Te estoy demostrando cómo sienta que tus defectos queden expuestos a la luz. -Cooper echó un vistazo rápido a su cuerpo desnudo-. Y no es que aprecie ninguno a simple vista.

Angel hizo otro intento por levantarse pero él la volvió a empujar contra la cama.

– ¿Qué problema tienes, Cooper?

– Tú eres mi problema. La Angel real.

Dios. Angel dejó de oponer resistencia, deseando con todas sus fuerzas que aquello no fuera más que una pesadilla.

– ¿Qué has averiguado?

– Supongo que la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad. He estado en tu cabaña y he leído el artículo en tu portátil.

Con el estómago en un puño, Angel cerró los ojos y asintió.

– Es verdad -se esforzó en decir-. Es todo verdad.

– ¿Y pensabas salir victoriosa? ¿Esperabas llegar aquí con tus mentiras y marcharte con nuestros secretos?

Angel no sabía qué había pensado. O más bien, había intentado no pensar en nada desde que, después de oír a Beth aquella mañana, había escrito el artículo en su ordenador. Un artículo candente, encendido por el rencor y el dolor que sentía por lo que Stephen le había hecho a ella y también a todos ellos.

– Así que eres hija de Stephen.

Angel abrió los ojos y se enfrentó a la mirada gélida de Cooper. Intentó recurrir al rencor y aferrarse a él con todas sus fuerzas, pues, a menudo, ese sentimiento la había protegido y mantenido a flote.

– Sí, soy su hija.

– Y qué me dices del resto…

– Me he enterado esta mañana. Beth estaba hablando con Judd y le dijo…

Cooper se levantó de un salto y entonces Angel se interrumpió.

– No quiero escucharlo -bramó.

– Está bien. -Angel se esforzó por no cubrir su desnudez.

– Y no quiero volver a verte.

– Está bien.

Cooper le lanzó su albornoz.

– Toma.

Metió los brazos en las mangas y lo envolvió en su cuerpo con firmeza, como si aquel gesto le ayudara a recobrar la compostura. La noche seguía siendo cálida, pero de pronto la sintió tan gélida como la mirada de Cooper. Cuando sus pies se posaron en las baldosas, Angel se echó a temblar.

Cooper se sentó en una silla y se la quedó mirando.

– Y ahora lárgate. Fuera de aquí.

Angel no dejaba de temblar.

– No te preocupes, vuelvo a San Francisco.

Cooper meneó la cabeza y desvió la vista.

– Vete por la mañana. No quiero que conduzcas de noche.

– Aja. -Haciendo uso de la imaginación, aquella interjección podría haberse interpretado como una risita-. ¿Todavía te crees el protector de los inocentes y los débiles?

Cooper le lanzó una mirada desafiante.

– Siempre he sabido que no eras ninguna de las dos cosas, créeme. Pero prométeme que no te irás hasta que se haga de día.

– ¿Te fías de mi palabra?

– Si me la das.

Angel se sentía ya más calmada, como si todo hubiera sido un sueño. Quizá podría convencerse de que aquellas tres semanas no habían existido, y si, algún día, la asaltasen los recuerdos, podría librarse de ellos con el mismo desdén con el que Cooper estaba utilizando para librarse de ella.

– De acuerdo. Esperaré hasta la mañana.

Cooper seguía sentado y, cuándo Angel pasó a toda velocidad junto a él, le rozó el brazo con la falda del albornoz.

– Te acogimos en nuestras vidas y tú nos has traicionado -dijo en voz baja.

Cuando estaba ya a punto de salir, Angel se detuvo y trató de disimular su dolor.

– Pues ahí lo tienes. Ahora ya sabes lo que se siente.

Irguió la espalda y se marchó.


A la mañana siguiente, Cooper se encontraba en el aparcamiento, ayudando a los últimos huéspedes a subir a la furgoneta del monasterio. Hacía un calor asfixiante y el fuerte viento, muy seco, agitaba las ramas de los pinos y silbaba entre el follaje de los robles.

Cuando se disponía a regresar a Tranquility House, sus ojos se detuvieron en el coche de Angel. Miró en su interior y en el asiento trasero reconoció las bolsas y maletas que había cargado hasta su cabaña la noche en que llegó.

A pesar de todo lo sucedido, no pudo evitar esbozar una sonrisa por los recuerdos que le vinieron a la mente: la animada cháchara de Angel, la decepción en su rostro cuando le mostró la austera habitación, las artimañas que había utilizado para que no le confiscara el secador.

Ojalá pudiera hacer retroceder el tiempo. Eso era algo que había deseado poder hacer en muchas ocasiones desde que sintió el primer dolor en el pecho, pero en aquel instante lo que quería era volver a un momento posterior a los ataques de corazón y las operaciones.

Al momento en que todavía no había descubierto el verdadero pelaje de Angel Buchanan.

Su identidad.

Lo que fuera.

Oyó pasos sobre la gravilla y se dio la vuelta. Allí estaba ella, con el pelo enmarañado por el viento y una expresión de recelo en su mirada azul. Cuando sus ojos se encontraron con los de Cooper, estuvo a punto de perder el equilibrio. A él le pareció oír el chasquido de una cerilla que se acababa de encender. Hasta el aire parecía inflamado.

Angel apartó de él los ojos y se fue derecha hacia el coche. Cooper decidió no hacer caso a la combustión que flotaba en el ambiente. Arrastrando los pies, comenzó a alejarse en sentido contrario. Al fin y al cabo ya se habían despedido, ¿no?

Así era, y él no quería saber nada más de ella. No quería pasar ni un segundo más a su lado.

Puede que algún día recordara el calor de su cuerpo, lo mucho que le había hecho reír o cómo el cabrón de su cuñado la había abandonado a su suerte.

Apretó los puños y dio media vuelta. La observó mientras cargaba el portátil y el maletín en el coche y cerraba la puerta de un golpe brusco. Llevaba pantalones negros ceñidos, una camiseta sin mangas del mismo color y sandalias de tacón. Era una chica de ciudad.

Mientras se acercaba a ella, la imaginó en una de las calles de San Francisco. Reconocería aquella mata de pelo a metros de distancia y entonces se abriría paso entre la multitud para llegar hasta ella. Se imaginó asiendo con fuerza su maletín, dispuesto a enfrentarse a una marea humana de turistas y hombres de negocios pegados a su móvil para conseguir acercarse a ella.

Imaginó también millones de detalles relacionados con la dificultad del caso que estaría llevando, los muchos recursos y apelaciones que volvían loco a cualquiera, las constantes decisiones que había que tomar cuando se estaba al mando de un bufete de abogados. Sin embargo, cuando volvió la atención a Angel, los problemas se esfumaron de su mente. Cerca de ella, embriagado por su fragancia, el mundo le parecía un lugar maravilloso en el que el orden de prioridades estaba muy claro: primero vivir, después trabajar. Se acercó a ella y apoyó la mano en su hombro.

Angel se volvió y realidad y fantasía se dieron de bruces. ¡Mierda! Pero ¿qué estaba haciendo? ¿Cómo se había permitido acercarse tanto? Aquella mujer se había aprovechado de él y de su familia.

La llama del rencor seguía encendida en su interior y Cooper era incapaz de apagarla. Al contrario, cada prueba que encontraba de su culpabilidad no hacía más que avivarla. Aquella mujer le había traicionado. Había traicionado a su familia. El artículo que había escrito los hundiría en una crisis económica y emocional de la que tardarían largo tiempo en recuperarse. Y quizá entonces él ya estuviera muerto.

No estaban en la ciudad, él ya no ejercía de abogado y Angel no era la luz de su vida. Estaba a punto de marcharse y con ella todo lo que fuera que le había aportado.

Sin embargo, quedaba un punto por tratar.


Con los ojos clavados en Cooper, Angel se apoyó en la puerta de su coche para mantener el equilibrio. No conseguía calmarse y soltó un profundo suspiro. El aire le supo a humo, seguramente, pensó, por la ira que ardía en los ojos de Cooper.

– ¿Qué quieres? -preguntó, intentando mostrar aplomo. No iba a permitir que la viera pasarlo mal. Ni sufrir. Ni llorar.

Jamás permitiría que la viera llorar.

Despeinado por el viento, Cooper se metió las manos en los bolsillos y le dirigió una mirada de indiferencia.

– Llámame tonto, pero no se me ha ocurrido hasta ahora mismo qué es lo que se esconde tras todo esto. Ahora creo que ya lo entiendo. El abogado de Stephen es John Abbott, del bufete Baker & Abbott, en Monterrey. Te pedirá pruebas, claro está. Supongo que tendrás un certificado de nacimiento en el que conste que Stephen es tu padre. Aun así, tendrás que presentar una prueba de ADN.

– ¿Una prueba de ADN? -preguntó atónita.

– Estoy seguro de que Abbott no permitirá que Lainey llegue a ningún tipo de acuerdo económico contigo si no la presentas. Yo no lo haría.

– ¿Crees que quiero llegar a un «acuerdo económico»? -Por primera vez desde que había terminado el artículo sobre Stephen Whitney, Angel volvió a sentirse invadida por la ira-. ¿Crees que he venido aquí en busca de su dinero?

Cooper ni siquiera pestañeó.

– ¿Por qué si no?

– Venía en busca de la verdad -espetó-. El mundo estaba a punto de canonizarlo y yo quería saber quién era el auténtico Stephen Whitney.

– ¿Y qué has averiguado?

Angel dirigió la mirada al portátil y al maletín que había colocado en el coche. Junto a ellos, en el suelo, había una mochila de la que asomaba el montón de anotaciones e informes que Cara había reunido en su investigación.

¿Que qué había descubierto?

Angel cerró los ojos y agachó la cabeza.

– Que fue un padre cariñoso… y que no lo fue. Que fue un marido afectuoso… y que no lo fue. -Abrió los ojos-. Que fue un farsante.

– Un poco duro, ¿no crees?, sobre todo viniendo de alguien que llegó aquí mintiendo sobre su identidad.

Aquello la encendió.

– Yo no mentí. Soy periodista.

– ¿Y te metiste en nuestras vidas y nos hiciste preguntas en calidad de periodista? -Cooper se acercó a ella-. ¿Qué querías saber exactamente?

Angel se inclinó tanto sobre la recalentada puerta del coche que sintió que estaba a punto de fundirse en ella. Aun así, mantuvo los ojos clavados en los de Cooper.

– Cuando tenía doce años quería ser Bob Woodward y me he dejado la piel para convertirme en el tipo de periodista que saca a la luz toda la verdad y no duda en contarla. ¿Qué más da que Stephen Whitney fuera mi padre? Sé cómo ser objetiva.

– ¿Objetiva? -Aunque la voz de Cooper sonó fría y contenida, tenía un matiz de furia que se clavó en ella como un cuchillo-. Trabar amistad con mi familia, con mi sobrina, ¿es eso lo que hace una periodista objetiva?

– ¿Tu familia? A mí tu familia no me… -El viento le cubrió la boca con un mechón de rizos. Y sí, su familia le importaba, por mucho que se esforzara en negarlo. Le había resultado tan fácil introducirse en el reducido círculo familiar de Cooper…

Círculo al que ella no pertenecía.

Lo cierto era que no le sorprendía que estuviera tan enfadado. Cooper daría lo que fuera por proteger a la gente que quería.

– ¿Y qué me dices de acostarte conmigo? -inquirió-. ¿A eso también lo llamas ser objetiva, o fue solo un sacrificio por el bien de tu artículo?

Angel se estremeció.

«Periodistas golfas.» En la facultad, era así como llamaban a las mujeres que se acostaban con una fuente para obtener información.

– No ha sido así -susurró.

– ¿Ah, no? Entonces, ¿cómo ha sido, Angel? Porque me encantaría saber cómo coño ha sido.

Pero no había nada que ella pudiera decir para hacérselo entender.

– Me tengo que ir. -Comenzó a apartarse de él, concentrada en alejarse de aquel lugar lo antes posible.

Esto ya es el pasado, se dijo.

Sin embargo, una última mirada a Cooper la volvió a dejar paralizada. Su expresión era contenida, forzada, y bajo el enfado Angel se preguntó si podría haber… se preocupó de que hubiera… dolor.

Le había hecho daño.

Y se le cayó el alma a los pies. No. Por favor, no.

Pero sí. Una mujer que se había pasado media vida escondiendo sus heridas era capaz de distinguirlas en los demás. Y las había percibido también en Beth.

– Cooper. -Se acercó a él y lo agarró por el brazo.

Con la cara cubierta por el pelo, Cooper se apartó de ella.

– Adiós, Angel.

– ¡No!

El hombre se dio media vuelta.

Angel estuvo a punto de dejar que se alejara, pero entonces lo vio todo claro. ¡Se trataba de Cooper! Y Cooper no era como el resto de los hombres. No estaba buscando ninguna excusa para librarse de ella. Y por eso mismo se había enamorado de él, ¿no era así? Si consiguiera reunir el valor para pedírsela, Cooper le daría otra oportunidad.

– ¡Cooper! -El hombre siguió andando y Angel gritó con todas sus fuerzas-: ¡Cooper, por favor!

Él paró en seco y comenzó a darse la vuelta, muy despacio.

Estaba claro que se detendría. Era un buen hombre. Podía contarle lo que sentía, se dijo. Podía confiar en él.

Inspiró profundamente y se planteó una vez más salir huyendo. Pero Angel Buchanan no era una cobarde.

– Por favor -comenzó a decir con dulzura, haciéndole gestos para que se acercara a ella-. Por favor, ven aquí. -Sabía perfectamente cómo hacérselo entender-. Tengo algo para ti.

En los pocos segundos que tardó en llegar a su lado, el pulso de Angel pasó del trote al galope, hasta alcanzar un ritmo frenético que estuvo a punto de hacer que se desmayara. El pánico y la emoción le retumbaban en los oídos, y cuando lo tuvo delante pensó que, seguramente, el tono de su voz sonaría demasiado elevado. Sin darle demasiada importancia a aquellos pensamientos, Angel empezó por decir:

– Extiende los brazos.

– Angel…

– Extiéndelos.

Receloso, obedeció.

Angel abrió la puerta del coche y sacó una pila de informes y notas de la mochila que puso en sus manos abiertas.

– ¿Qué estás haciendo? -Los sujetó con fuerza y sujetó también el siguiente montón que Angel colocó sobre el primero-. Pero ¿qué diablos estás haciendo?

Sin decir palabra, siguió amontonando las notas, libretas y hojas que contenían la información que utilizaría para su artículo sobre Stephen Whitney. Por fin, cuando los papeles le llegaban a la altura del cuello y ya no quedaba nada en el coche, Angel se sacudió las manos.

– Ahí lo tienes -dijo mientras lo observaba con expectación. Todavía tenía el pulso disparado. Bum-bum, bum-bum, bum-bum.

– ¿Qué es esto?

Se limpió las manos en el pantalón y señaló la alta pila de documentos.

– Ahí está. Ahora ya lo sabes.

Con expresión de impaciencia, Cooper se esforzaba por mantener en pie aquella inestable columna.

– No, no sé nada.

El ruido que le zumbaba en los oídos se hizo más intenso y Angel se humedeció los labios. El aire le pareció aún más seco y caliente que unos minutos antes. ¿De qué otra forma podía decírselo?

Entonces encontró la inspiración. Se volvió de nuevo hacia el coche, sacó el portátil y, con ademán elegante, lo dejó sobre el montón de papeles. La montaña se bamboleaba y Cooper tuvo que sostenerla con la barbilla.

– Maldita sea, Angel. -Haciendo fuerza con la cabeza para que aquello no se derrumbara, Cooper apenas podía articular palabra-. ¿Qué diablos significa todo esto?

La mujer señaló la torre que sostenía.

– ¿No te parece evidente?

Cooper le dirigió una mirada de sorpresa.

– Pues no, lo siento, pero me lo tendrás que explicar.

Explicárselo. Soltarlo todo. Abrirle su corazón. Mostrarse vulnerable.

Decirle que podría convertirse en -no, que ya era- su debilidad.

Angel temblaba de arriba abajo. Apretó los puños y se apoyó en el coche para mantener la verticalidad.

– Yo…

Respiró hondo, se recordó que Angel Buchanan no era ninguna cobardica y volvió a empezar. El viento le llevó un mechón de pelo a los ojos, y apartándolo para mirarlo de frente le dijo:

– Te elijo a ti.

Cooper frunció el entrecejo.

– ¿Qué tipo de broma es esta?

– Ninguna, ninguna broma. -Angel hablaba muy rápido, le parecía que así las palabras le salían con mayor facilidad-. Te elijo a ti y no al artículo. Ni a la verdad. No tienen ninguna importancia.

– No te crees lo que dices.

– Normalmente no -admitió-. No cuando esconder la verdad beneficia a los que no deberían verse beneficiados. No cuando mantenerla oculta causa sufrimiento en la gente. Pero esta vez…

En aquella ocasión la verdad solo causaría dolor. Angel cerró los ojos y se preguntó en cuántas otras ocasiones había seguido adelante con un artículo sin someterlo a las pruebas necesarias para detectar el dolor que podía ocasionar. ¿No era precisamente lo mismo que había hecho Stephen Whitney unos años atrás?

Abrió los ojos y miró fijamente a Cooper.

– Esta vez está entre el artículo y tú. Y me quedo contigo. -Igual que le habría encantado que su padre la hubiera elegido a ella-. No me compensa perderte por un artículo.

El cuerpo de Cooper se tensó como un arco.

– ¿Qué? ¿Qué dices?

En un movimiento brusco, dejó la pila de documentos y el portátil sobre el capó. Cuando el ordenador resbaló de lo alto y cayó boca abajo, Angel ni pestañeó.

Entonces Cooper la agarró por los hombros.

– Dime, ¿de qué diablos estás hablando?

Angel empezó a gesticular.

– De ti. De elegir. De todo, ya sabes -farfulló, intentando protegerse.

– Pues no. No lo sé.

Era más sencillo si cerraba los ojos.

– Cuando vuelvas a San Francisco… -También era más sencillo si hablaba del tema como algo futuro- me gustaría que, esto… que estemos juntos cuando vuelvas a San Francisco, Cooper. Creo que… que podríamos tener algo. Algo muy especial.

Era una declaración algo pobre, pero el corazón le latía demasiado deprisa y él aún no había dicho una palabra. Entreabrió los ojos.

Cooper la estaba mirando con expresión extraña… severa, ¿quizá? Pero seguro que eran imaginaciones suyas. Tenían que serlo.

– ¿Qué estás intentando decirme, Angel?

– Si hubiera sabido que te costaría tanto pillarlo…

Trató de reír pero el sonido le salió ahogado. Aquel no era un buen momento para hacer bromas. Lo sabía. Era el momento de la verdad. De su verdad.

– Cooper… yo… -El viento cesó, como si el mundo entero se detuviera para poner atención a sus palabras-. Estoy enamorada de ti.

Cooper la soltó y retrocedió unos pasos. En aquel instante una nueva ráfaga sopló con fuerza y parte de los documentos salieron volando.

– No. -Cooper dirigió una mirada fugaz hacia los papeles y la volvió de nuevo a sus ojos. Tenía la voz ronca y el gesto adusto-. No, tú no me quieres. No puedes. No voy a volver a San Francisco.

– Claro que sí. -Estaba sorprendido, pensó, intentando disimular el pánico que la invadía. Él deseaba que ella lo amara. ¡Seguro que él sentía lo mismo!-. Cuando la situación de Lainey y Katie esté solucionada, tú…

– Me estoy muriendo.

A Angel se le heló la sangre.

– ¿Qué? -susurró. Tenía que deberse al zumbido de sus oídos, a su pulso acelerado, a algo que hacía que aquel día todo le sonara extraño. Había dicho que estaba durmiendo. O huyendo, o moliendo o bullendo. Exacto, bullendo-. Hace mucho calor -dijo con desesperación.

– Me estoy muriendo.

– ¿Muriéndote? -La idea era tan absurda que apenas podía responder-. Pero no, tú me contaste que tu médico dijo que todo estaba bien.

– También se lo dijeron a mi padre. Y a los doce meses moría de un segundo infarto. Yo ya lo he pasado, Angel. ¿Cuánto tiempo crees que me queda?

– Eso es una tontería…

– Vivo con tiempo prestado, cariño. Cada día, cada minuto, cada segundo son prestados.

– Pero…

– Las estadísticas me dan la razón.

Angel se pasaba las estadísticas por el forro.

– Pero…

– Así que no me digas que me quieres.

El viento volvió a cobrar fuerza y a soplar en rachas incesantes. Los rizos de Angel le cubrieron el rostro, y cuando consiguió apartarlos vio todos sus papeles sostenidos en el aire. Sus ojos se cruzaron con una hoja escrita de su puño y letra, el artículo de una revista de salud que había copiado en su visita a la biblioteca de San Luis Obispo. Sus reflejos debían de estar tan despiertos como sus nervios, pues consiguió atraparla de un solo zarpazo.

Se lo enseñó a Cooper, agitándolo frente a sus ojos.

– Me he informado sobre los infartos y creo que con…

Cooper la interrumpió.

– Escucha, amor mío. Yo no quería, no quiero, vaya, que lleguemos a nada más porque vi lo que le sucedió a mi madre. La muerte de mi padre la consumió. Y no quiero que eso te pase a ti, ni a nadie.

«Amor mío.» La había llamado «amor mío». Esperanzada, Angel logró tranquilizarse.

– Estoy dispuesta a arriesgarme, Cooper.

En ese momento Angel notó un leve golpe en la espalda y después en las piernas, producido por una pila de informes que todavía quedaban sobre el coche. El viento volvió a levantarse y las hojas se mezclaron con la ráfaga, revoloteando frente a ellos. Cuando la fotocopia de un cuadro de Whitney se interpuso entre ambos, Angel la apartó de un manotazo y se acercó a él.

– Piénsalo, Cooper. Piensa en la relación que podríamos tener.

Angel tendió los brazos para tocarlo pero él se apartó, sacudiendo la cabeza.

– No, no. Ni hablar.

– Cooper, estoy enamorada de ti.

– Pero yo no podré corresponderte jamás. -Sus ojos castaños se volvieron de un negro intenso-. Jamás.

Uno de los folios golpeó a Angel en la cara y otro se le quedó pegado al pecho, sobre el corazón. Y no lo apartó, pues aunque solo fuera una hoja de papel, a Angel le servía de protección.

Porque no dudaba de sus palabras. Dios, no podía mirarlo a los ojos y no creer lo que le estaba diciendo.

– ¿Por qué? -preguntó con un hilo de voz. No podía hablar más alto, solo le quedaban fuerzas para hacer la pregunta que siempre había temido-. ¿Es que es tan difícil quererme?

– No, por Dios, claro que no. -repuso Cooper.

Los documentos se arremolinaban entre ellos, contra ellos, alrededor del coche y por todo el aparcamiento. Pero en medio de aquel tornado mantuvieron la vista fija el uno en el otro.

Cooper se frotó la cara con las manos.

– Angel, Angel, yo no… no puedo… -Se interrumpió y la miró con una expresión a medio camino entre la tristeza y la compasión-. Deja que te cuente lo que mi padre dijo mientras moría en mis brazos. Yo le pedía que luchara, que aguantara, aunque veía el dolor que estaba sufriendo. -Desvió la mirada-. Ahora sé de qué tipo de dolor se trata.

Guardó silencio unos segundos y suspiró.

– Utilizó los últimos segundos de su vida para darme consejos. Y ya al final, lo que me dijo es que morir no le habría dolido tanto si no hubiera querido tanto a mi madre.

Angel estaba atónita.

– ¿Me estás diciendo que… que decidiste no querer a nadie?

– Sí.

– Entonces, ¿estás dispuesto a dar la espalda a lo que podría haber entre nosotros? ¿Vas a darme a mí también la espalda?

– Sí -respondió con ternura-. Lo hago por ti.

Angel intentó comprender aquellas palabras. ¿La estaba rechazando por su bien?

– No te creo -espetó, furiosa. Agitando los brazos para librarse de las hojas que revoloteaban, se acercó hasta él-. No me creo ni una palabra de lo que has dicho.

Cooper la agarró por las muñecas antes de que ella pudiera golpearlo.

– Pero ¿qué diablos te pasa?

Angel se retorció para librarse de él, con ganas de darle muerte allí mismo.

– ¡No estás haciendo nada por mí! ¡Lo haces por ti, joder!

– Yo no…

– ¿Es que no te oyes? Tienes miedo de quererme. Es mucho más fácil negártelo.

Cooper la soltó y dio media vuelta.

– Cállate, Angel. No tienes ni idea de qué estás hablando.

Angel rió.

– Oh, sí, sí la tengo. Porque tú eres como él. Quieres a alguien solo si es fácil, si resulta cómodo. Eres otro más. Igual que él.

Cooper se movió con tal rapidez que Angel no lo vio. Hacía un instante estaba de espaldas a ella y en aquel momento la tenía ya agarrada por la camiseta, muy cerca de él. Las hojas que quedaron atrapadas entre el cuerpo de ambos crujían como la madera que arde.

La voz de Cooper estaba también en llamas.

– Puede que tengas razón, Angel. Puede ser. Joder, soy humano.

– ¿Humano o simplemente un hombre? -gruñó-. Debería haberlo pensado dos veces antes de confiar en alguien de tu especie.

Cooper entornó los ojos.

– Déjame que te diga algo. Quizá a ti te guste hacerte pasar por Bob Woodward, pero a mí me da la impresión de que eres más bien del tipo Lois Lane. Y créeme cariño, has venido a buscar a tu hombre ideal al lugar equivocado. Superman es un cómic, no está en Big Sur.


El coche de Angel salió del aparcamiento disparado y enfiló la estrecha carretera que se alejaba de Tranquility House. Preocupado por cómo había terminado todo entre ellos, Cooper se quedó observando la nube de polvo levantada por la huida de la mujer. Cuando el ruido del motor no era más que un zumbido lejano, cada vez más débil, Cooper decidió emprender la vuelta hacia la soledad del hotel. Pero entonces le pareció que el coche estaba regresando.

Sí, no cabía duda; el sonido estaba cada vez más cerca.

Echó un vistazo al aparcamiento, cubierto por hojas, y pensó que Angel volvía para recuperar aquellas notas. O su portátil.

Sin embargo, al arrancar el coche, el ordenador había resbalado del capó y se había estrellado contra el suelo. Mierda. Cooper comenzó a golpear las piezas de metal y plástico con el pie para amontonarlas en un único lugar, pero decidió que sería mejor marcharse de allí antes de que ella regresara. No le apetecía otro encontronazo con Angel.

El rugido del motor estaba cada vez más cerca. Conducía rápido. Va demasiado rápido, pensó con enfado. Cooper esperó a que llegara. La muy tonta va a tener un accidente.

Estaba deshaciendo el montón de piezas que había juntado cuando el coche de Angel entró a toda pastilla en el aparcamiento en dirección a él. Una de las ruedas delanteras pasó por encima de lo que quedaba del portátil y Cooper tuvo que dar un salto atrás para evitar la embestida. El coche se detuvo bruscamente y el frenazo levantó una ráfaga de aire que hizo volar de nuevo algunos de los papeles.

Angel abrió la puerta.

– Por el amor de Dios, Angel -gritó, mientras se acercaba a ella, enfadado y harto de la situación-. No esperaba morir hoy. ¿Qué coño estás haciendo?

Sentada al volante, a Angel le costó reaccionar.

– ¡Fuego! ¡Hay un incendio! -exclamó cuando volvió en sí.

Cooper la agarró por un brazo.

– ¿Qué? ¿Dónde?

La mujer hizo un confuso gesto con la mano.

– Allí, allí atrás.

– Sal del coche -le ordenó mientras tiraba de ella-. Voy a ver qué ha ocurrido.

– No, no puedes. Hay fuego a ambos lados de la carretera. Se extiende rápido y viene hacia aquí.

Загрузка...