Epílogo

Angel se abrió camino precipitadamente entre el gentío del restaurante Ça Va, hacia la esquina en la que sabía que encontraría a su marido en su mesa favorita. Su marido. Su mesa.

Aquella idea le dibujó una sonrisa en los labios. Llegó hasta allí y se sentó en el taburete que había frente a él.

– Perdona, perdona, ya sé que llego tarde.

El hombre la agarró por la muñeca y le dio un suave apretón.

– Teníamos un trato. Nada de trabajar más tiempo del debido.

– Sí, ya lo sé.

Angel se zafó de la mano de Cooper, no para tomar la copa de vino que tenía frente a ella, sino para comenzar a desabrochar los botones de su gabardina.

Entonces él hizo ademán de levantarse.

– ¿Quieres que la cuelgue en…?

Angel negó con la cabeza.

– Gracias pero… todavía no.

Tenía algo que decirle pero, al parecer, Cooper también quería comentarle algo. Le acarició de nuevo la muñeca y añadió:

– Angel, no te lo tomes a broma. Trabajas demasiado y llevas dos semanas muy cansada.

– Ya lo sé, pero…

– Si no te relajas un poco y tratas de distraerte te convertirás en una esposa aburrida.

Angel entornó los ojos.

– Teniendo en cuenta que hemos pasado el fin de semana holgazaneando en Tranquility House, haciendo de todo menos aburrirnos, creo que no hay por qué preocuparse.

– Estuvo bien, ¿no? -preguntó Cooper con una sonrisa.

– Sí -respondió con dulzura-. Fue fantástico.

Tranquility House resistió el incendio que se había declarado nueve meses antes. Ninguna cabaña resultó afectada, pero del edificio comunitario no quedaron más que cenizas. Lo habían vuelto a construir, con una cocina tan extraordinaria que Angel opinaba que era una auténtica lástima dedicarla únicamente a alimentos orgánicos y menús vegetarianos. Judd y Beth se encargaban del lugar y planeaban casarse allí el próximo mes de agosto.

Angel no creía que ella pudiera haber esperado tanto tiempo para convertirse en la esposa de Cooper. Aunque fue él quien insistió para que se casaran enseguida, para que se mudaran a San Francisco y para volver al trabajo en su bufete.

La mujer cogió la botella de agua que Cooper estaba tomando y dio un largo trago mientras lo observaba con el rabillo del ojo. Él no parecía nada cansado, el matrimonio le estaba sentando de maravilla, pensó. Y, a partir de aquel mismo día, sería ella la que insistiría para que volviera a casa cada noche a una hora prudente.

– ¿Por qué sonríes, Mona Lisa? -preguntó con curiosidad.

Angel batió las pestañas con gesto inocente, intentando disfrutar de su secreto el mayor tiempo posible.

– No sé de qué me estás hablando.

Para evitar el interrogatorio que se avecinaba, Angel dirigió su atención al televisor instalado sobre la barra del bar. Entonces abrió los ojos de par en par y el corazón le dio un vuelco.

– ¿Qué? ¿Qué pasa, Angel? ¿Estás bien?

– Yo… yo… -Sus ojos, llenos de lágrimas, seguían fijos en la pantalla.

La voz de Cooper transmitía preocupación.

– Angel, cariño. ¿Qué pasa? -Echó un vistazo por encima del hombro para averiguar la causa de su reacción.

– En la tele… -consiguió decir, mientras dos lagrimones le resbalaban por las mejillas.

– ¿Algo que ha salido en televisión? -Cooper le pasó un pañuelo y volvió la vista a la barra-. ¿Es que me he perdido algo? Es un anuncio.

Angel se secó los ojos.

– Es ese anuncio en el que salen dos hermanas que van de compras juntas.

Cooper la miró, algo desconcertado.

– ¿Es por Katie?

Angel meneó la cabeza mientras una nueva oleada de sensiblería se apoderaba de ella. Tenía una hermana, y pensar en ello todavía le sorprendía y le hacía muy feliz. Toda la familia sabía ya que Angel era hija de Stephen Whitney y había aceptado sus disculpas y sus explicaciones, poco detalladas, acerca de cómo ella y su padre se habían distanciado y que, tras su muerte, había decidido no mencionar su parentesco.

Pero ahora sí lo hacía. A raíz del incendio, Angel y Katie habían estrechado su relación. La niña iba a pasar el mes de julio con ellos en San Francisco y Angel se moría de ganas de que llegara el momento. Ya tenía pensados todos los lugares a los que la iba a llevar de compras.

– ¡Pero Angel! ¿Ya vuelves a llorar? ¿Qué diablos te ocurre?

La mujer se dio cuenta de que había vuelto a perderse en una de aquellas ensoñaciones que tan a menudo la atrapaban últimamente y de que, en efecto, estaba llorando de nuevo. Se secó los ojos y decidió que había llegado el momento de aclarárselo todo.

Tras sorberse las lágrimas con determinación, Angel se levantó y se acercó a su marido.

– Tengo que decirte algo.

– ¿Qué ocurre? -preguntó con un hilo de voz y gesto de preocupación.

Le importo. Me quiere.

A Angel no le salían las palabras, así que se expresó de la única forma en que pudo. Se quitó la gabardina y la dejó sobre el taburete. Y se quedó frente a él, mostrándole el nuevo vestido que acababa de comprar, razón por la que había llegado tarde a su cita. Extendió los brazos y dio una vuelta con bastante elegancia.

A la expresión de preocupación se añadió la confusión. Cooper la miraba de arriba abajo, sin entender nada.

– Angel, estoy muy perdido. ¿Qué está pasando?

La mujer sonrió y agitó las manos para señalarle el holgado vestido, estampado en tonos azules y rosa pálido.

– ¿Qué le pasa? Bueno, sí, te queda un poco grande, pero no creo que sea como para echarse a llorar.

Angel meneó la cabeza; le costaba decidir si reír o llorar un poco más. Se tragó el nudo que tenía en la garganta, avanzó hacia él y le acarició las mejillas.

– Es un vestido premamá, Cooper. Ya sé que es pronto, muy pronto, pero no me he podido resistir.

Cooper se quedó boquiabierto y la felicidad de Angel se vio enturbiada por una leve preocupación. No habían planeado tener hijos, pero desde el momento en que Angel comenzó a sospechar que podía estar embarazada se había sentido muy feliz. Tenía marido, una familia, y pronto un bebé. No podía pedir más.

– He pensado en todo -dijo precipitadamente-. Puedo trabajar media jornada, y tenemos dos habitaciones libres. La que está justo delante de nuestro dormitorio sería ideal. -También había imaginado la decoración: pintarían las paredes de un delicado tono vainilla y el cuadro de Whitney que conservaba, el único que no había sido destruido en el incendio y que representaba una hermosa criatura de pelo rubio, ocuparía un lugar privilegiado.

El futuro padre que tenía frente a ella sacudió la cabeza para intentar asimilar la noticia y le apretó las manos entre las suyas.

– ¿Estás embarazada?

– Me lo ha confirmado hoy el médico. -Angel todavía no sabía qué le parecía la noticia-. Espero que no…

– ¿Voy a ser padre?

Aquella pregunta fue formulada con una euforia que hizo que Angel sonriera aliviada. Se le volvieron a llenar los ojos de lágrimas. Las hormonas, pensó, pues no hacía mucho había leído un artículo en una revista para futuros padres.

– Sí, amor mío, vas a ser padre.

– ¡Dios mío! -Cooper la abrazó con ternura-. Dios, Angel, jamás creí que me sentiría así.

Angel lo miró a los ojos.

– Ni yo. -Ella tampoco se había creído capaz de querer tanto a alguien ni de sentirse tan feliz ante la idea de tener un hijo con él.

Cooper tenía una sonrisa de oreja a oreja. Soltó una carcajada y, volviéndose hacia el grupo de gente que estaba sentada a la mesa de al lado, le dio una palmadita en la espalda al hombre que tenía más cerca.

– ¡Oye! ¿Sabes qué? ¡Vamos a ser padres!

Tras un instante de sorpresa, le desearon todo lo mejor y alzaron las copas para brindar por la noticia. Cooper levantó su botellín de agua y gritó:

– ¡Por mi esposa, que me ha dado todo aquello por lo que vale la pena vivir la vida!

Angel volvió a gimotear.

– Malditas hormonas -murmuró.

Entonces le quitó la botella de agua de las manos y, recuperando la calma, la levantó al grito de:

– Por mi marido, mi amor -proclamó a todos los allí presentes-, ¡que es el mejor!

Aquella declaración le pareció la más adecuada.

El mundo debería conocer la verdad sobre los hombres como él.

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