11

Aunque ya había anochecido, Cooper pudo distinguir la mirada sorprendida de Angel.

– ¿Tres horas y cuarenta y cinco minutos? -repitió-. ¿Cuentas también los minutos?

Cooper miró el reloj.

– Y cincuenta segundos.

Angel arqueó una ceja.

– Me estás tomando el pelo.

– Te estoy tomando el pelo -admitió.

– ¿Por qué?

– Para que te calles.

En otras circunstancias, el resoplido de indignación que soltó la mujer le habría hecho gracia, pero todo aquello resultaba un tanto humillante. Lo único que quería era sentarse y descansar.

– Así que, veamos… -comenzó tras dos segundos de silencio-. ¿Cuánto hace que te operaron?

– Doce meses, casi trece.

Angel guardó un breve silencio.

– Pero has dicho veinte…

– Maldita sea, Angel, ¿es que tienes que darle tantas vueltas a todo? -gruñó-. Tuve un caso muy importante antes de eso y no me quedaba tiempo para salir de copas. -Ni para encuentros sexuales. En esa época, la sequía momentánea no le preocupaba demasiado. Cuando se acostaba, si es que lo hacía, se quedaba dormido de inmediato.

– Vale, vale, lo siento si te he molestado.

– Sí, bueno, yo también siento haberte… haberte… -Cooper no sabía cómo continuar, así que se limitó a encogerse de hombros-. Ahora que ya nos hemos disculpado el uno con el otro, márchate.

– Estás enfadado.

Sí, con Dios, con el mundo, con su cuerpo, por haberle fallado un año atrás, consigo mismo, por haber sido estúpido y no cuidarse, por lo tonto que le habría parecido a Angel hacía tan solo unos minutos, cuando estaba estirado sobre la arena.

– No estoy enfadado contigo. Por favor, vete.

Angel meneó la cabeza de nuevo y el viento le hizo llegar una oleada de su perfume. ¿A qué diablos venía aquel acoso? Si el destino quería que estuvieran juntos, ¿por qué no se la había mandado años antes? ¿Por qué no se habían conocido en cualquiera de las hamburgueserías de San Francisco? Se imaginó haciendo cola detrás de ella, atraído de inmediato por la intensidad de su perfume, por su abundante melena y las curvas de su cuerpo.

Era probable que hubieran iniciado una conversación, a no ser que tuviera prisa o estuviera demasiado preocupado por un caso, claro. De haberse producido la charla, seguramente le habría propuesto una cita y habrían salido a tomar una copa. Entonces, una semana más tarde, él habría estado en un bar cualquiera y Angel habría hecho su aparición subida a un par de zapatos de tacón, dedicándole la mejor de sus sonrisas. ¿Qué habría sucedido en ese caso?

Por supuesto, todo habría sido muy distinto. Seguramente, en tal situación él habría esperado en la cola con impaciencia y con la cabeza ocupada en los detalles de su próximo caso. El perfume de la mujer habría bastado para distraer su atención un instante, durante el cual se habría fijado en su figura y admirado el milagroso efecto de su feminidad. Pero entonces le habría llegado el turno, y después a él, y en aquel momento su mente volvería a estar bullendo con asuntos de trabajo. Unos minutos para pedir la comida, y al darse la vuelta, ella habría desaparecido de su vida para siempre.

Y Cooper habría dejado escapar la oportunidad de catar aquel bombón relleno de licor embriagador, de descubrir el tentador diablo que se escondía bajo su aspecto angelical. Sin embargo, con la vida que llevaba antes, frenética y violenta, como si no fuera a terminar jamás, lo más probable es que no se hubiera tomado el tiempo necesario para llegar a conocerla.

Un poco más relajado, se acercó a Angel y le acarició la mejilla.

– Me alegro de haberte conocido.

Por unos instantes, Cooper creyó que había logrado hacerla callar.

– ¡Qué bonito! Me tiemblan las rodillas -respondió Angel en voz baja.

Le apartó con suavidad un mechón de rizos y retiró la mano.

Bajo la tenue luz del atardecer comenzaron a distinguirse las primeras estrellas. Cooper alzó la cabeza para mirarlas e intentó relajarse con la belleza calma de la noche, pensando en los libros sobre terapias orientales que Judd le dejaba. A Cooper no se le daba demasiado bien la meditación, pero seguía intentándolo. Se concentró en su respiración y trató de deshacer los nudos que todavía lo atenazaban: el deseo carnal que sentía por Angel, la preocupación por su corazón y la vergüenza por el amago de infarto.

Parecía funcionar. Logró sincronizar la respiración con el regular vaivén de las olas y procuró liberarse de sí mismo, de su condición de hombre, para conseguir una comunión con el orden de la naturaleza. Nacimiento, vida y muerte.

– ¿Y cuánto tiempo planeabas pasar sin sexo?

La pregunta de Angel perturbó aquel breve estado de serenidad. Pero qué diablos… Dios, aquella mujer era realmente irritante.

– Lo siento, supongo que no puedo evitarlo. Soy periodista, ya sabes -añadió sin el menor rastro de arrepentimiento en la voz-. Me preguntaba cuánto tiempo pensabas mantener el celibato. Supongo que no toda la vida.

Estupendo. Mientras él intentaba fundirse con el universo, pensando en memeces tipo kung fu y pequeño saltamontes, ella se dedicaba a especular acerca del futuro de su vida sexual. Los nudos volvieron a apretarse.

– ¿No podríamos dejar el tema? -preguntó a regañadientes. El hecho era que «toda la vida» no significaba demasiado tiempo. Al igual que él, su padre había sufrido un ataque al corazón, volvió a casa, cambió de hábitos y falleció después de un año, de un segundo ataque. Y Cooper ya había pasado por el segundo infarto de miocardio, por lo que tenía la sensación de vivir de prestado.

– Es que tengo curiosidad por saber cómo piensas. Cómo piensa un hombre. No hace mucho leí un artículo sobre el lugar preeminente que el sexo ocupa en vuestras vidas y me quedé de piedra. Por eso pregunto, ¿cuánto crees que pasará antes de que tus ganas de sexo sean más fuertes que el miedo que te causa tu corazón? Si supieras que ibas a morir mañana, ¿estaría el sexo entre tus actividades de la noche antes?

Si seguía hablando sobre sexo tendría que marcharse de allí, así era como pensaba. Por el amor de Dios, desde el mismo instante en que el muslo de la mujer topó con su pierna en la iglesia, el sexo con ella se había convertido en una de sus prioridades. Pero sí, había intentado dominar la libido, por muy irracional que pudiera parecerle a alguien que jamás ha sentido el peso de un elefante africano sobre su pecho ni la guadaña de la muerte rebanándole el brazo.

Había decidido controlar la libido porque el solo hecho de pensar en sexo con Angel hacía que su corazón se desbocara y sentía miedo de que le causara otro…

Pero no había sucedido.

Hacía solo unos minutos, Angel le había puesto la mano sobre el pecho y demostrado que la aceleración era normal cuando un hombre se sentía atraído por una mujer. Y una mujer por un hombre.

Estaba seguro de que otro ataque le traería la muerte muy pronto, pero empezaba a convencerse de que el sexo no sería la causa.

– Claro que no -gritó, sorprendido y riéndose por el cambio en su forma de pensar. Agarró a Angel por los hombros y le plantó un fuerte y sonoro beso en los labios.

La separó de él y soltó una risotada.

– ¡He sido un imbécil! -Exultante por ser capaz de admitirlo, lo gritó a los cuatro vientos, al mar, a las estrellas y a la oscuridad que parecía estar esfumándose de su alma.

Se levantó de un salto y volvió a reír.

– He perdido tanto tiempo, pero tanto…

Cooper se inclinó y cogió a Angel en volandas.

– Y tú eres la mujer más lista y hermosa del mundo, ¿lo sabías?

Cuando la hubo soltado, se acercó para besarla, pero Angel apoyó la mano en su pecho y lo detuvo.

– Espera, espera. ¿Se puede saber qué mosca te ha picado?

Cooper le apartó la mano y cuando sus labios estuvieron muy cerca respondió en tono grave:

– La del deseo, mi amor. Y he decidido dejarme llevar.

– ¿Cómo?

Dispuesto a no malgastar ni un segundo más, empujó a Angel a través del túnel.

– Vamos a la cama.

Angel hundía los pies en la arena.

– Eso mismo decía Dormilón. Pero yo no tengo sueño.

– Pues yo no soy Dormilón, ni Gruñón, ni Mudito. Aun así, cariño, vamos a la cama.

– Hombre, un poco gruñón… -añadió, haciendo fuerza con las piernas y resistiéndose a sus empujones-. Cooper, no vamos a la cama.

Menuda mujer, pensó, mientras el comentario le entraba por un oído y le salía por el otro. Finalmente, la agarró por la muñeca y empezó a tirar de ella.

– Angel, va a ser divertido. Va a ser genial. Te prometo que te va a encantar.

– Primero: vamos a tener que trabajar un poquito ese ego tuyo -dijo mientras se zafaba de su mano-. Y segundo: ¿se te olvida que vuelvo a la ciudad pasado mañana?

Cooper sonrió, pues no había nada que pudiera decir para hacerle cambiar de opinión, no cuando la excitación le hacía bullir la sangre.

– ¿Y qué? Estoy seguro de que una mujer decidida como tú es muy capaz de conseguir lo que quiere sin preocuparse por el futuro.

– Permíteme señalar que esto es lo que tú quieres.

Cooper estaba tan acelerado que a Angel le costaba seguirlo. Entonces el hombre se detuvo en seco, le levantó la camiseta y le agarró los pechos.

– Si quieres te demuestro que tú también lo quieres. -Su voz sonó ronca, tomada por la agradable sensación de sentir de nuevo la calidez de su piel y el fuerte latido de su corazón.

– Cooper -comenzó, pero contuvo el aliento cuando el hombre empezó a acariciarle los pezones-. Cooper, no nos vamos a volver a ver.

Y por eso mismo nadie resultaría herido. Guardarían un bonito recuerdo el uno del otro, sin más. Un moribundo no podía pedir más, no se atrevería.

– Angel… -Le era imposible seguir acariciándola y mantener la cordura. Deslizó las manos hasta su cintura y la acercó hacia sí-. ¿No eras tú la que se quejaba de que el sexo lo cambia todo? ¿De que era complicado retomar una situación en el punto en el que se había dejado? Esto va a solucionar el problema. De entrada, sabemos que serán solo dos noches.

– ¿Cómo que dos noches?

– No se te escapa una, ¿eh? -Quizá le iría mejor si se fijara en rubias tontas que no supieran contar. Se aclaró la garganta-. Iba a quedarme en Carmel mañana por la noche para… para evitar la tentación.

– Cooper… -dijo Angel en tono de preocupación.

Aquella era la primera vez que se encontraba dispuesto a suplicar.

– Angel, Angel, Angel. Por favor, me estás matando…

– Sí, ya ves. Parece que me estoy acostumbrando a ello…

Sin poder contenerse, le mordió la barbilla y, con un beso, eliminó el gesto enfurruñado de sus labios. Al principio Angel se resistió, pero pronto se entregó a él.

– Di que sí -le susurró al oído.

– Cooper. -Angel arrastró la erre final de su nombre de forma extraña, como si con aquel sonido intentara liberarse de las dudas que la atenazaban.

– Di que sí. -Seguro de que la estaba convenciendo, se inclinó para besarle la cabeza.

Pero entonces la mujer se puso de puntillas y le dio un fuerte golpe en el mentón.

– Una sola noche -dijo, sin prestar atención a su aullido.

Cooper se frotó la barbilla.

– ¿Qué?

Angel se separó de él. Había anochecido y la luz de las estrellas se reflejaba en su dorada melena. Estrellas y luz de luna. Cooper fijó en ella su mirada, estupefacto por su belleza, que no era de este mundo. Allí de pie, vestida con una camiseta blanca y vaqueros desteñidos, parecía como si se hubiera despegado de la cola de un cometa y acabara de aterrizar.

– Una noche. Mañana por la noche. Nuestra última noche.

Cooper estaba tan abstraído por su apariencia de criatura fantástica que en aquel momento no puso atención a lo que le estaba diciendo. Entonces cerraría los ojos y al abrirlos ella se habría esfumado.

Puede que fuera fantástica.

En cualquier caso, lo suficientemente como para que, de vuelta a Tranquility House, sintiera la imperiosa necesidad de seguir suplicándoselo. El problema era que poco se podía hacer cuando el silencio era la norma principal. Llamó a la puerta de su cabaña, pero Angel no le abrió. Le escribió una nota con tantas promesas de cariz sexual que, de llevarlas a término, no estaba seguro de poder volver a andar. Pero, maldición, las tiras protectoras contra las corrientes de aire que había instalado en un reciente ataque de aburrimiento impedían el paso de la nota en la que le hacía las enardecidas propuestas.

Se planteó salir en busca de una mujer que estuviera loca de pasión y no loca a secas. Pero no pudo.

«Una noche. Mañana por la noche. Nuestra última noche.»

Tendría que bastar.


A la mañana siguiente, Angel condujo hasta San Luis Obispo con la mente ocupada en la promesa que le había hecho a Cooper en la playa la noche anterior. Aunque Stephen Whitney había nacido en aquella ciudad costera al sur de Big Sur, la razón por la que Angel había decidido subirse a su coche y conducir hasta allí era para distanciarse de Cooper.

Necesitaba espacio para reconsiderar el acuerdo de acostarse con él. La decisión no era fácil y, desafortunadamente, en aquella ocasión el recurrente «¿qué haría Woodward?» no le era de demasiada ayuda.

Debería haber sido capaz de mantenerse firme. Pero él se había sentido tan aliviado al darse cuenta de que su corazón estaba bien. Sus manos habían sido tan cálidas, sus caricias tan dulces. El deleite que había mostrado ante la idea de acostarse con ella había sido bastante atrayente.

¿A quién estaba intentando engañar?

Su deleite la había excitado y alegrado enormemente.

Y ahí era donde debería haber dicho que no.

Pero no, había dicho que sí, sí a aquella misma noche, a una sola noche, porque ni siquiera la mujer más enamoradiza podía hacerse ilusiones con un rollo de una sola noche. Aun así, no podía evitar preocuparse…

Vamos, Angel, no exageres, se dijo, enfadada consigo misma. Al fin y al cabo, ¡era solo sexo! Aunque el acontecimiento gozaba de una extraordinaria reputación no merecida, en sus encuentros hasta la fecha solo habían participado cuerpos. Esto por aquí, aquello por allí, tú ponte aquí, una medio excitada, o medio divertida, dependiendo del caso, y a esperar a que llegara el momento y rezar para que el muchacho se marchara pronto a casa.

Probablemente con Cooper no sería tan distinto, ni mejor. ¿Por qué no olvidarse del asunto y… decepcionarlo?

Justo cuando se disponía a agarrar el toro por los cuernos y no soltarlo hasta haber dado con una solución, Angel divisó un centro comercial al aire libre unos metros más adelante. Convencida de que un capuchino y unas cuantas pasadas de tarjeta eran justo lo que necesitaba para calmar los nervios, puso el intermitente y giró en dirección al centro Seascape.

Una vez dentro, entre el videoclub y la tienda de golosinas, Angel se fijó en algo que volvería a perturbar su calma. Una galería de arte Stephen Whitney. Aferrada al capuchino, se quedó observando el escaparate en el que había colgada una pancarta que anunciaba la obra del Artista del Corazón.

Había galerías como aquella por todo el país que le habían llamado la atención cientos de veces. Y cientos de veces había conseguido pasar de largo, desviando la mirada hacia otro lado y sin sentir remordimientos por… nada. Ni racional ni sentimentalmente.

Pero en aquel momento…

– Ahí está, Ray -dijo la mujer que tenía a su lado mientras miraba también el escaparate. Llevaba una falda azul y un jersey gris del mismo tono que su ondulada cabellera canosa. De su hombro colgaba un bolso de piel azul marino a conjunto con sus zapatones ortopédicos.

– Ya lo veo, caramelito. -Ray parecía cansado, como si Caramelito le hubiera obligado a apresurarse. El hombre se colocó las gafas con una mano y con la otra rodeó la cintura de la mujer-. Nos prometieron guardarlo en el almacén, no te apures.

Angel no pudo contener la sonrisa. Ray le pareció un poco demasiado mayor y entrado en carnes para ir echando carreritas.

– Ya lo sé -suspiró ella-. Además, hemos llegado temprano, todavía no han abierto. -La mujer miró a su izquierda y sus ojos se encontraron con los de Angel-. ¿Tú también estás esperando a que abran?

– ¿Quién, yo?

– ¿Buscas algún cuadro en particular? -La dulce expresión de Caramelito se inquietó de pronto-. ¿No será Sendero estival? Cuando supimos que lo ponían a la venta, pedimos que nos lo reservaran.

– No, no. -Angel meneó la cabeza-. Todo suyo.

Lo único que quería de Stephen Whitney eran respuestas.

Y entonces lo vio claro. La razón de sus dudas e inseguridades sobre acostarse o no con Cooper.

Se trataba de su conciencia.

Había viajado hasta Big Sur para conseguir el reportaje, para descubrir la verdad. ¿Cómo podía intimar con Cooper, ya fuera solo por una noche o docenas de ellas, y después regresar alegremente a San Francisco para escribir un artículo que le podría molestar?

En aquel momento, un joven se acercó para abrir las puertas de la galería. Angel lo miró y él le dedicó una sonrisa mientras hacía un gesto a la pareja de ancianos de que ya podían entrar. Ray se disponía a cruzar la puerta cuando Caramelito lo agarró del brazo.

– Espera, Ray, esta señorita estaba antes que nosotros. -La mujer le sonrió y le cedió el paso con la mano.

Angel parpadeó.

– Oh, vaya, yo… ¡No quiero entrar!

– Adelante, pasa. -Caramelito seguía sonriéndole-. No te lo pienses más.

No, claro, para qué pensar que la sola idea de entrar allí le ponía la carne de gallina, la dejaba sin aliento y la hacía sentir como si el corazón estuviera a punto de salírsele por la boca. ¿Sería aquello algo parecido a lo que Cooper había sentido la noche anterior en la playa?

La pareja seguía mirándola y a Angel no se le ocurrió una buena excusa para no entrar. No podía decirles que estaba aterrada… y ¡no lo estaba!

Con paso firme, se acercó hasta la puerta. El joven que había abierto la saludó con una leve inclinación de cabeza y Angel le correspondió con el mismo gesto mientras erguía la espalda y conseguía cruzar el umbral. Allí dentro hacía frío, o puede el frío que sentía procediera de su interior. Cuando llegó al centro de la sala se detuvo en seco.

Se acercó el capuchino a los labios para entrar en calor y recorrió con la mirada las doce o trece obras de arte que colgaban de las paredes. Sus ojos se detuvieron en los tres cuadros de mayor tamaño. Los había pintado él, no cabía duda; aquellos colores brillantes y horteras certificaban su autoría.

Ray y Caramelito se acercaron a ella para observar los mismos cuadros.

– ¡Qué bonitos!, ¿verdad? Ray y yo coleccionamos los niños perdidos.

La expresión atónita de Angel provocó una carcajada en Caramelito, que enseguida pasó a darle una explicación.

– Así es como los whitnófilos llamamos a los cuadros como estos tres. Los niños perdidos.

¿Los niños perdidos?

– Ya veo. -Angel se fijó en los cuadros y entonces lo entendió. Cada uno mostraba una escena distinta que guardaba alguna relación con la infancia: unos columpios de hierro, una mesa de madera cubierta en la que se había servido una deliciosa merienda, un montículo de arena junto al que había un cubo y una pala. Fiel a su estilo, el artista había pintado el fondo con cielos azules y nubes de algodón y florecillas silvestres y matojos de hierba en primer plano.

Los tres cuadros daban la impresión de que el niño protagonista acababa de marcharse. El asiento del columpio estaba echado hacia atrás, sobre la mesa había una galleta a medio roer y el montón de arena dibujaba un castillo inacabado junto a las huellas de dos pies de pequeño tamaño.

Los niños perdidos. Angel sintió un escalofrío. Todo aquello tenía un matiz siniestro.

– Pues sí… muy bonito. -Cuando se disponía a marcharse, Caramelito la agarró de la muñeca.

– Mira, aquí está el nuestro.

El joven de la galería hizo su aparición con un cuadro enmarcado entre las manos. Con un extraño ademán elegante, le dio la vuelta para enseñárselo a Caramelito, Ray y Angel.

Allí estaba: el mismo cielo azul dulzón cubierto por nubes rosadas. Aparecía también una verja descoyuntada que podría caerse en cualquier momento sobre un fondo de hojas bermellón que asomaban por las ranuras del sendero. Junto a la verja había un par de zapatos viejos y calcetines blancos de los que su dueño se había desembarazado.

En el camino de cemento que ocupaba el centro de la imagen había una pelota roja y unos cuadrados dibujados con tiza en el suelo. De nuevo, parecía como si los niños hubieran abandonado el juego.

Caramelito suspiró emocionada.

– Perfecto. Yo también jugaba a la rayuela cuando era pequeña.

– Y yo. -De repente, a Angel le vinieron a la cabeza imágenes de ella misma intentando jugar, de su desesperación cuando le costaba mantener el equilibrio sobre una pierna. En sus recuerdos se coló también la imagen de una mano fuerte con el dorso salpicado de gotas de pinturas de muchos colores.

Salta, para, salta, sigue. Es fácil, ¿lo ves?

No. ¡No! Angel cerró los ojos y sacudió la cabeza varias veces para eliminar de ella aquellas visiones. Entonces los abrió y, con cautela, volvió a mirar los cuadros. Perfecto, ya nada le parecía familiar. Nada de nada. Ya no era capaz de afirmar que hubiera jugado a la rayuela en alguna ocasión. Jamás había sido capaz de recordar a su padre.

Más tranquila, suspiró cuando vio que el joven se alejaba con el cuadro perseguido por Ray, dispuesto a cerrar la compra. Con intención de despedirse de Caramelito, Angel se volvió hacia ella.

– Estoy segura de que disfrutará mucho de su…

La mujer estaba llorando.

Una sensación de impotencia se agarró al interior todavía frío de Angel.

– Pero ¿qué le ocurre? ¿Cuál es el problema? -Sostuvo el capuchino con la otra mano y buscó en su bolso algo con lo que enjugar las lágrimas de aquella mujer.

– No, no. -Caramelito ya había sacado su propio pañuelo-. Estoy bien, no te preocupes. Es que el cuadro…

Angel apretó el vaso de papel, casi enfadada por que Caramelito estuviera tan disgustada. Aquel cuadro era una auténtica mierda, cutre como los trajes de terciopelo de Elvis o las imágenes de payasos que lloran. Por el amor de Dios, al menos los perros jugando al póquer tenían su gracia.

Caramelito se secó las lágrimas.

– Lo siento, es que me recuerda a cuando era niña.

– ¿Llorar?

La mujer sonrió.

– No, el cuadro. Probablemente pienses que soy una vieja tonta, pero cuando lo miro, cuando miro cualquiera de mis Whitney, me vienen a la cabeza tiempos más dulces e inocentes. Y a mi edad, eso son muchos años, pero con solo echarles un vistazo vuelvo enseguida a aquella época.

– Ya.

Caramelito volvió a sonreír.

– Puede que a ti no te pase. Y lo que quizá no entiendas, y los críticos de arte tampoco, es que estos cuadros me proporcionan placer. Y no me avergüenzo de ello ni tengo por qué excusarme.

Angel oyó de nuevo la voz de su conciencia. En aquel momento Ray se acercó a su esposa sujetando el paquete marrón con una expresión tan feliz que Angel estuvo a punto de soltar unas lágrimas.

Con un nudo en la garganta salió de la tienda y cuando se hubo alejado se volvió para observar a la pareja de ancianos, sonriendo felices por su nueva adquisición.

Hasta entonces, había considerado la idea de enfocar el artículo sobre Whitney desde el punto de vista de los críticos. Aunque el artista contaba con el beneplácito de políticos y religiosos devotos de los «valores tradicionales», los expertos en arte se ensañaban con su obra. Sin embargo, Angel se preguntó si su opinión tenía realmente más valor que la de Caramelito. Al fin y al cabo, ¿qué placer ofrecían ellos a la gente con sus sarcásticos puyazos?

El problema estaba en que, si no captaba la atención de los lectores con alguna crítica aparatosa y despiadada de la obra de Whitney, ¿qué iba a hacer? ¿Abrir el artículo con una crítica de su personalidad? ¿Relatar que el Artista del Corazón había dado la espalda a su hija cuando ella más lo necesitaba? Desde luego, aquella idea también se le había pasado por la cabeza. Un relato en primera persona de la traición de su padre. «Y traicionar también a Lainey y a Katie», le susurró su conciencia. Y a Cooper, aun si decidía no acostarse con él.

Mierda. Angel se quedó mirando su reflejo en el escaparate de otra de las tiendas. Está bien, tú ganas, le respondió a su conciencia. Teniendo en cuenta que lo único de lo que disponía para hundir a Stephen Whitney era su lacrimógena historia, tendría que olvidarse del asunto.

Que lo siguieran adorando. Le daba igual, si así lo querían podían canonizar a san Stephen en aquel mismo momento.

Sin tener muy claro si se sentía triste o aliviada, arrugó el vaso y lo tiró a la papelera. El capuchino no la había puesto de mejor humor, así que les había llegado el turno a las tarjetas de crédito.

Mientras se apresuraba a cruzar la calle en dirección a las boutiques y calculaba cuánto podía gastarse, le sobrevino una nueva idea. Acababa de dar con la solución a su dilema ético.

El artículo sobre Stephen Whitney sería comedido y desapegado, igual que el polvo de aquella noche. Una oportunidad para, sin necesidad de involucrarse demasiado, proporcionar placer a Cooper Jones.

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