Eso es, postre, pensó Cooper, mientras los labios de Angel acariciaban los suyos. Estaban calientes, eran dulces y sabían a algo que no estaba dispuesto a dejar escapar. No aquella noche.
Cooper alzó la cabeza para tomar aire. La mujer tenía los ojos entornados y los labios enrojecidos por el beso. Hacía ya una semana que lo llevaba de cabeza, entrando y saliendo del refugio con aquellos vestidos de chica de ciudad y faldas cortas, en actitud decidida. Dios, cómo envidiaba su seguridad. Y además era preciosa. Realmente preciosa.
Durante aquellos días se había mantenido alejado de ella, convenciéndose de que debía aceptar su vida monacal e intentando apartar de su mente las fantasías de cubrirle las piernas con rodajas de embutido y comérselas una a una. Pero por el amor de Dios, había dejado el tabaco, la cafeína y la adrenalina que le proporcionaba su trabajo. Era evidente que tenía el control suficiente sobre sus apetitos para consentirse probar algo más de ella.
– Ven aquí -le ordenó mientras introducía los dedos en su melena-. Acércate a mí.
– A ti -susurró Angel, cerrando lentamente los ojos.
– Acércate. -Cooper no quería arriesgarse a trasladar la acción a un lugar más cómodo; después de todo solo quería probarla. Angel apoyó la mano en la mesa para levantarse y Cooper la agarró para atraerla hasta él-. Ven aquí, cariño.
Aunque se acercó a él, Cooper percibió que entre sus rubias cejas se dibujaba una tenue arruga de preocupación.
– No sé si esto es una buena idea…
– No pienses en ello -respondió, dispuesto a no llegar demasiado lejos-. Recuerda que solo por esta vez vas a dejar que cuide de ti.
Angel suspiró y permitió que Cooper la guiara hasta sus rodillas. Estaba tan delgada que, cuando se sentó sobre él, Cooper solo notó el cosquilleo de su melena en la barbilla. Durante unos instantes permaneció quieto, recreándose tan solo en la calidez que emanaba de su cuerpo. Intentó controlar la respiración, dispuesto a disfrutar al máximo del momento, de la sensación de tenerla entre sus brazos.
Fue casi suficiente.
Pero en ese momento Angel se acomodó sobre sus piernas y la ajustada falda se le levantó hasta la mitad del muslo. Mientras Cooper le acariciaba la pierna notó que se le disparaba el pulso.
Angel contuvo la respiración y arqueó la espalda. El hombre no pudo resistirse y volvió a besarla. Pretendía tomárselo con calma, darse el tiempo suficiente para disfrutar de ella antes de dar por finalizada la sesión. Pero Angel era más tentadora que el propio diablo. Los labios de la mujer se abrieron entre los suyos y Cooper estaba tan extasiado que tuvo que hacer un esfuerzo por no embestirla en aquel mismo momento. Se tomó su tiempo besándole las comisuras y dibujando con la lengua el perfil de su boca para, finalmente, morder con dulzura la suave carnosidad de su labio inferior.
Angel gimió pero Cooper hizo lo posible por no ceder a la petición que entrañaba aquel sonido y siguió con los besos delicados, acariciándola con la lengua y succionando levemente su labio inferior. Con cada succión, Angel se estremecía y apretaba las rodillas contra sus caderas. Se notaba que aquello le estaba gustando.
Sin embargo, Cooper sabía que ella quería más, que la fuerza con la que se aferraba a su pelo y le acariciaba la cabeza demostraba que no tenía suficiente. Cooper le soltó el labio y Angel le acercó de nuevo la boca con decisión. Deslizándola con suavidad, Cooper le metió la lengua y ambos empezaron a gemir.
Recordándose una y otra vez que debía ir despacio, que debía intentar deleitarse con lo poco que iba a probar de ella, Cooper le acarició el paladar con la lengua y apartó la cabeza.
– Más -rogó Angel, aferrándose con fuerza a su pelo.
Cooper sonrió.
– No te preocupes. Aún no hemos terminado.
No me preocupo. Al parecer, hasta las chicas duras podían suplicar.
Cooper enroscó los rizos en sus dedos y la atrajo de nuevo hacia sí.
– Tienes un cuello precioso -murmuró, mientras le mordisqueaba la mandíbula y le lamía la garganta-. Tuve ganas de probarlo en el mismo instante en que té vi.
– Mmm… -Angel cerró los ojos.
Cooper sonrió y se tomó unos segundos para recrearse en el olor del cuerpo femenino, en la suavidad de su piel, en el calor que emanaba y en el embriagador perfume de su fragancia. Entonces retomó los besos y siguió bajando hasta que la barbilla topó con la delicada tela de su blusa. Levantó de nuevo la cabeza, esforzándose por no mirar la hilera de botones que la mantenían abrochada.
Mejor ni tocarla.
Durante aquel año en Tranquility House había aprendido a conformarse con poco y, aunque todavía le costaba trabajo, seguía esforzándose por no hacerse demasiadas ilusiones. Aquello sería suficiente, se dijo. Unos cuantos besos y caricias, lo suficiente para engañar al hambre sin tener que repetir.
Le besó el hombro, la barbilla y volvió a la boca. Angel separó los labios y en aquella ocasión fue ella quien le metió la lengua.
Unos cuantos besos y caricias. Convencido de que tenía la situación bajo control, continuó.
Pero entonces Angel apartó los labios y comenzó a lamerle el lóbulo de la oreja.
Cooper soltó un quejido de placer. Oh sí, sí. Sigue, sigue…
Sin apartar la boca de su oreja, Angel le metió las manos debajo de la camiseta. Cuando, desde la espalda, comenzó a arañarle las costillas con suavidad, Cooper se estremeció y el corazón le dio un vuelco.
La sensación era tan placentera que trató de que Angel parara. En un intento de distraer su atención, empezó a acariciarle un pecho. La mujer envaró la espalda y sus miradas se encontraron. Ambos respiraban precipitadamente, y cada vez que ella tomaba aire, Cooper notaba la agitación en su mano.
Entonces fue ella la que movió la mano, desplazándola desde las costillas hasta el pecho. Cooper contuvo el aliento pues sabía bien hacia dónde la dirigía. Comenzó a desabrocharle la blusa y, por suerte, Angel paró.
En aquel momento Cooper supo cómo debía actuar. Si conseguía que ella no se moviera, si se dejara tocar sin reaccionar a sus caricias, él podría llevar a cabo su placentero plan. En un intento de calmarse pensó en su abuela y se dispuso a desabrochar la hilera de botones.
Angel no se movía, tan solo lo miraba, ruborizada y atenta.
– Eres preciosa -murmuró con la voz entrecortada-. Pareces un ángel.
Ella sonrió y le acarició la mejilla. Cooper posó la mano sobre la suya, le besó los dedos y la colocó junto a su cuerpo.
– Déjame -comenzó-, deja que te toque, no te muevas.
Desabotonó la blusa hasta llegar a media cintura y fue incapaz de continuar. No pudo contenerse, tuvo que separar los dos pedazos de tela y contemplar las curvas que se dibujaban bajo el sujetador rosa de satén.
Sentía cómo el deseo le golpeaba el pecho y tomó aire para controlar el pánico que empezaba a apoderarse de él. Tenía que mantener la calma y respiró profundamente. Entonces se dispuso a desabrocharle el sujetador, de cierre frontal.
Y no pudo.
Cooper no se lo podía creer. En el pasado, había sido capaz de desabrochar hasta veinticinco sujetadores distintos en la impresionante marca de quince segundos, y, aunque aún se creía capaz de batirla, en aquel momento estaba tan nervioso que el temblor se lo impedía. De acuerdo, había practicado con sujetadores atados a sillas y no a suaves cuerpos de mujer, pero lo cierto era que tampoco le faltaba experiencia en esas lides.
Angel comenzó a contonearse.
– Cooper…
Mierda, mierda. La voz de la mujer transmitía preocupación y Cooper intentó darse prisa.
– Cooper. -Angel se llevó la mano al cuello de la blusa, como si quisiera volver a abrocharla. Cooper advirtió que estaba ruborizada y temió que su torpeza terminara con sus ganas de continuar.
Intentando relajarse, inspiró profundamente y apartó la mano de la mujer. La volvió a besar en los labios y, olvidándose de los malditos corchetes, le acarició el pecho por debajo del sujetador.
Angel soltó un leve gemido. Entonces Cooper bajó la vista. ¡Y qué visión tan extraordinaria! Si el solo hecho de amasar aquel peso, suave y cálido, ya proporcionaba una sensación más que excitante, no lo era menos observar cómo su gruesa muñeca se perdía bajo el satén.
Cooper notó que su corazón había recuperado el ritmo habitual, señal inequívoca de que la sangre volvía a estar concentrada en su entrepierna. La tenía muy dura, y más aún se le puso cuando comenzó a juguetear con el pezón, también como una piedra.
Angel emitió otro quejido, pero él continuó con la mirada fija en sus pechos. No podía apartar los ojos, le parecía fantástico ver cómo la mujer se estremecía y sentir el agitado latido de su corazón en las yemas de los dedos. Entonces llevó la mano que tenía libre a su otro pecho, lo acarició, le frotó el pezón.
– Cooper -susurró Angel.
El hombre levantó la vista justo cuando ella se lamía los labios.
Sin dejar de mirarla, le pellizcó un pezón con delicadeza. Angel cerró los ojos.
Cooper apartó una mano y acercó los labios. Sin retirar el sujetador, se llevó el pecho a la boca y comenzó a humedecer la tela con la lengua hasta que el pezón volvió a estar duro. Siguió lamiendo hasta que la tela, empapada, dibujó a la perfección aquella protuberancia. Entonces se lo metió en la boca, succionando hasta que el pezón le acarició el paladar.
Angel lo rodeó con los brazos y, contoneándose, se acomodó sobre su erección. Aquel movimiento hizo que Cooper chupara con más ímpetu, provocando mayor excitación en la mujer.
Pero no, no podía permitir que se meneara de aquel modo.
Con la intención de que parara repitió la operación con el otro pecho. Se lo llevó a la boca y comenzó a lamerlo con fruición. De nuevo, Angel se quedó quieta. Dibujó círculos a su alrededor con la lengua y sintió cómo la mujer se tensaba, a la espera de la succión final que tanto la excitaba.
Cuando Cooper la sintió totalmente rígida, se lo metió en la boca y mordió.
Angel soltó un chillido de éxtasis.
El hombre alzó la cabeza con gesto de pretendida preocupación.
– ¿Te he hecho daño? -Sabía bien que le había encantado, que aquel grito había sido de puro placer.
– No, yo… -Angel meneó la cabeza y los rizos formaron una cascada sobre su escote-. No.
– Entonces… -Cooper rió para sus adentros y le apartó la melena. Al bajar la mano de nuevo, le rozó un pezón con los nudillos y sintió cómo ella contenía el aliento. Así que siguió acariciándolos. Una y otra vez.
– Cooper -le suplicó en tono agonizante.
Él levantó la vista y se dio cuenta del deseo, del apetito reflejado en el rostro de la mujer.
– Déjame seguir -intervino, sabiendo que no iba a parar a menos que ella se lo pidiera. Aunque en principio no se había planteado llegar tan lejos, en aquel momento deseaba tanto como ella continuar con el juego.
Solo un poco más, pensando también en ella.
– Déjame. -Y sin otro preámbulo volvió a hundir la cabeza entre sus pechos.
Olían a perfume, y aun a través de la blusa y el sostén, los notaba dulces y cálidos. Parecían hechos a la justa medida de su boca y, cada vez que los chupaba, la forma en que Angel se estremecía le hacía sentir que todavía servía para algo.
Hacía mucho tiempo que no se sentía tan hombre.
Entre sus brazos, Angel vibraba y temblaba de excitación. Con intención de calmarla, Cooper le acarició la parte interior del muslo y ella dio una sacudida. Tenía los nervios a flor de piel.
– Cooper…
Se acercó para besarle el pezón y notó el latido desbocado de su corazón en la mejilla. La tenía en sus manos, sometida, y a Cooper le gustó aquella sensación.
– Cooper… -repitió alzando la voz, mientras se llevaba una mano a la frente, como si intentara recomponerse.
Pero él no se lo iba a permitir. Estaba dispuesto a hacerla volar.
– ¡Chisss! -La besó en los labios-. No te resistas.
Sin reparar en gemidos, le subió la falda hasta las caderas y volvió a acariciarle el muslo. Angel suspiró y separó las piernas. Entonces, Cooper le dio otro beso en la boca y se abrió camino bajo la tela fruncida hasta llegar al cálido monte cubierto de satén.
Apoyó en él la mano y le mordisqueó la barbilla, le lamió el cuello y bajó hasta el pezón una vez más. Mientras lo chupaba con fuerza, apartó la tela y la penetró con dos dedos. Angel echó hacia atrás la cabeza y soltó un largo gemido de placer.
Estaba ardiendo y tan húmeda que Cooper deslizó los dedos hasta su interior con la mayor facilidad. Tenía el clítoris como los pezones, duro y con ganas de ser acariciado. Cooper lo frotó con el pulgar y Angel arqueó la espalda. Cerró los ojos y permaneció en silencio, concentrada en los movimientos de su mano.
Acelerando el ritmo, Cooper inclinó la cabeza y le lamió el pezón. La fricción, cada vez más rápida, iba acompañada del movimiento circular de los dedos que tenía en su interior.
Angel se abrazó a él mientras meneaba las caderas al compás de sus caricias, ahora tan aceleradas que tensaban las paredes que rodeaban sus dedos. Cooper se apartó de su pecho y levantó la cabeza para observar cómo Angel alcanzaba el clímax, aunque no necesitaba mirarla para saber que se acababa de correr.
Aquella visión fue la más erótica y hermosa que él había visto jamás. Medio vestida y apoyada sobre él, la encontró simplemente preciosa. Sin embargo, aún más erótico y hermoso le pareció el hecho de haber controlado, al menos durante unos instantes, cada respiración y respuesta de una mujer tan compleja e independiente como Angel.
Cooper se sorprendió por el placer que proporcionaba dar placer. Si muriera en aquel mismo momento, lo haría feliz.
Antes de que tuviera tiempo para recuperarse, Cooper ya le había bajado la falda y abrochado la blusa. Angel se incorporó y, retrocediendo a trompicones, dijo:
– Yo… esto…
Tenía que decir algo, era necesario. Y en el momento en que supiera qué decir lo haría sin dilación. Pero se encontraba ante el único hombre que había conseguido llevarla a tal estado y estaba todavía un poco aturdida.
Cooper se levantó del banco, y sin mirarla a los ojos, espetó:
– Es tarde. Te acompañaré hasta tu cabaña.
Atónita, Angel intentó darle sentido al tono frío de aquellas dos frases después de lo que acababa de tener lugar.
– ¿Nos vamos? -preguntó el hombre en tono amable-. Ya es tarde.
Como daba por hecho que Cooper no estaba bajo ningún toque de queda, dedujo que sus palabras significaban que el agradable interludio había llegado a su fin. Cooper no parecía dispuesto a entrar en su cabaña aquella noche, y aún mucho menos a meterse en su cama.
Vaya por Dios. No sabía si sentirse rechazada o aliviada, pero ella misma había estado en la posición del que no obtiene placer alguno las veces suficientes para saber que en aquel momento su compañero no debía de estar demasiado satisfecho. Ante aquello, ¿qué se suponía que tenía que hacer? ¿Disculparse?
Intentando disimular la oleada de vergüenza que se estaba apoderando de ella, Angel se cruzó de brazos. Además, ¿no era así como sucedía siempre? Aunque en aquella ocasión los preliminares no habían estado tan mal -de acuerdo, habían sido extraordinarios-, lo que seguía había sido, como era habitual, un desastre absoluto.
– No es justo -susurró finalmente.
Cooper se metió las manos en los bolsillos y miró en dirección a la puerta.
– No tiene por qué ser siempre justo.
– No me refiero a eso -repuso, entornando los ojos-. Ni siquiera he llegado a eso.
– Entonces, ¿de qué estás hablando?
– Es que esto no me gusta nada. -Angel señaló el banco, a él, a sí misma.
– ¿No te gusta correrte? -preguntó en tono divertido.
¡Qué cabrón!, pensó. Por lo visto había decidido hacer frente a aquella situación incómoda con chulería. Con chulería, indiferencia y haciéndose el gracioso.
Aquella pregunta la enfureció.
– No me gusta lo que viene después -le aclaró.
– Pues…
– ¿Qué se supone que hay que hacer después? ¿Acaso tú lo sabes? He leído miles de artículos sobre cómo llevarte a un hombre a la cama, cómo hacer que se quede en tu cama, cómo llevarle el desayuno a la cama, pero no he leído ni uno que explique cómo retomar la acción con naturalidad después de… bueno, ya sabes.
Cooper arqueó las cejas.
– ¿Retomar la acción? ¿Es eso lo que haces normalmente después de haber tenido relaciones con un hombre?
Angel se quedó boquiabierta. No daba crédito a lo que acababa de oír. ¿Cómo podía haber permitido que aquel tipo, que utilizaba un tono irritante y tenía siempre expresión de superioridad, la hubiera tocado? ¿Era el mismo que hacía unos minutos tenía una mano en su escote y la otra debajo de su falda?
Angel lo señaló con el dedo.
– No vuelvas a hacer eso. No vuelvas a mirarme con esa expresión calculadora y sarcástica mientras me haces preguntas. Guárdate las bravuconadas para los juicios y no trates de evitar una conversación conmigo.
– Angel…
– Y encima, esa palabra, «relaciones». ¿Qué forma es esa de referirse a lo que sucede entre un hombre y una mujer? Que, por cierto, no ha sucedido. Quizá deberías considerarlo, abogado.
No le iría mal ponerse en el lugar del testigo, para variar.
– Oye, oye, oye… Vas demasiado deprisa.
– Sí, claro, permíteme que te lo repita más despacio. Estoy tratando de decir que no hemos…
– No creo que debamos acostarnos.
– Oye, que yo no he dicho que lo quiera -gritó Angel, enfurecida por la exasperante sangre fría de Cooper y su no menos desesperante falta de ella-. Pero bueno… verás… los besos han estado bien y entonces… entonces… ahora…
– ¿Entonces? ¿Ahora, qué?
Angel se llevó las manos a la cabeza.
– Pues que ahora no sé qué hacer ni qué decir.
– Podrías darme las gracias.
En momentos como aquel era difícil no pensar que a los hombres les fallaba algo, pensó Angel, mirándolo fijamente mientras meneaba la cabeza. Por mucho tiempo que pasara, ellos seguirían sin darse cuenta de que, en según qué circunstancias, la razón y la lógica no jugaban ningún papel.
– Mira -dijo entre dientes-. Me siento… me siento como si te hubiera hecho daño.
– Vamos, Angel, no hay para tanto. ¿Es que nadie te lo había hecho pasar bien antes? -preguntó, dirigiéndose a la puerta.
Aquella pregunta era tan apropiada, y a tantos niveles, que Angel sintió que tenía razones de sobra para echarse a reír. Sin embargo, el tono brusco en el que estaba formulada se lo impidió. Angel se detuvo y se fijó en las mejillas sonrojadas de Cooper.
No era la única que estaba pasando vergüenza.
No era la única que quería que aquel incómodo momento acabara cuanto antes.
En fin.
– Creo que la culpa la tiene la berenjena -dijo entonces, mientras se acercaba a Cooper y lo agarraba del brazo. Caminaron juntos hacia la puerta y Angel tiró de él para salir-. Leí un artículo sobre ella en el último número de Vegetarian Times.
Angel lo miró de reojo y se dio cuenta de que la arruga de preocupación en su rostro estaba desapareciendo.
– ¿Berenjena? -repitió.
– Eso es. Berenjena. -Sin demasiado interés en que sus palabras sonaran coherentes, Angel soltó una perorata acerca de las propiedades de la piel morada de las berenjenas y los extraños efectos que, según ella, provocaban en la gente-. Afecta a la capacidad de decisión -concluyó justo cuando llegaron a su cabaña-. En definitiva, es el antiajo.
– El antiajo. -Cooper no daba crédito a lo que estaba escuchando.
– Efectivamente. Todo lo bueno que hace el ajo, ya sabes, propiciar la capacidad de concentración y demás, la berenjena lo deshace.
– En algunas culturas, el ajo es considerado afrodisíaco.
– Pues ya está… -Se interrumpió, embelesada por su sonrisa y por la mirada de comprensión que leyó en sus ojos.
El gesto de Cooper era dulce y tan… honesto, que estuvo a punto de conseguir que le rogara que entrara en su cabaña. Angel Buchanan suplicándole a un hombre que se fuera con ella a la cama.
Pero ¿qué le estaba pasando?
Antes de que tuviera tiempo de dar con la respuesta, Cooper ya se había marchado.
Ya en la cama, se le ocurrió una explicación que le satisfizo. Intentando no pensar en lo que había permitido que el hombre le hiciera, Angel concluyó que el problema estaba en el verbo «dejar».
«Deja que cuide de ti», le había pedido.
Había sido muy tonta por caer en aquella trampa; una mujer debía ser capaz de cuidar de sí misma, y no entregarle a nadie su corazón.
Pero lo cierto era que había caído, y el hecho de haberle entregado una parte de su cuerpo a Cooper hacía necesario que se apresurara en terminar las entrevistas para poder regresar a la ciudad lo antes posible. La combinación de café soluble y berenjena -o productos biológicos en general- la estaba volviendo una blanda. Peligrosamente blanda.
A la mañana siguiente se duchó y apareció en la casa de los Whitney sin previo aviso.
– Me gustaría terminar cuanto antes -anunció en el mismo instante en que Lainey le abrió la puerta-. Esperaba poder hablar con Katie.
Lainey reaccionó como si estuviera acostumbrada a abrir su puerta a mujeres chillonas con el pelo mojado a diario.
– Primero un café, ¿no?
Angel la siguió a la cocina, refunfuñando en voz baja por sus evidentes debilidades. Si no regresaba a la ciudad, y pronto, perdería para siempre su autocontrol. No solo la sometía Cooper, tampoco era capaz de resistirse al café de Lainey.
La taza que le acercó olía a granos tostados recién molidos. A Angel le gustaba aquel café. Se recreó en su aroma. Le encantaba.
Además, una taza no iba a acabar con su objetividad, ¿o sí?
Decidió que lo mejor sería bebérselo de un trago y ponerse manos a la obra con la entrevista. Cuando el borde de la taza estaba ya junto a sus labios, Angel miró a Lainey y se quedó inmóvil.
La mujer se estaba acercando a ella con una caja de cartón en una mano y un afilado cuchillo en la otra.
Angel dejó la taza sobre la mesa.
– ¿Debería armarme con una sartén?
– ¿Cómo dices?
– Parece que tengas miedo de lo que hay en esa caja -respondió, señalando el objeto.
– Sí, bueno… -Lainey se encogió de hombros y utilizó el cuchillo para cortar la cinta adhesiva que la mantenía cerrada-. Es de la compañía de licencias. Más objetos Whitney, ya sabes.
Angel sabía a qué se refería, pero el extraño comportamiento de Lainey le llamó la atención. La mujer separó las tapas de cartón, suspiró y miró en su interior.
– ¿Y bien? -preguntó Angel.
Lainey le dirigió una mirada fugaz y sacó un protector de parabrisas estilo acordeón. Lo abrió con cuidado y apareció una colorida imagen de las que Whitney solía pintar, un cine al aire libre, sesión de noche, años cincuenta.
Angel inclinó la cabeza. El trabajo del artista tenía un punto de Norman Rockwell y también algo de Andy Warhol. Todas y cada una de las sentimentales y anticuadas escenas estaban pintadas en colores tan llamativos como los de las latas de sopa.
Lainey dejó el objeto sobre la mesa y volvió a introducir las manos, en aquella ocasión para sacar tres pequeñas alfombras enrolladas, las tres estampadas con la misma jofaina y jarrón con flores. A Angel le costó algún tiempo darse cuenta de que una de aquellas tupidas alfombras era en realidad una funda para la taza del váter.
– Stephen… -suspiró Lainey con impotencia.
Angel meneó la cabeza. Las últimas obras del Artista del Corazón iban a darles a los críticos de arte, que ya aborrecían sus cuadros de forma unánime, motivos de sobra para ensañarse.
– Se lo van a cargar -murmuró Angel para sí, mientras Lainey desenrollaba una de las alfombras.
– Dios mío, esto cada vez se pone peor. Fíjate, esta es una alfombra para la base de la taza. Mi marido aprobó que estamparan su arte en algo que iba a estar a los pies del retrete. -Lainey la sostuvo en alto y observó a Angel a través de la inconfundible abertura.
La expresión horrorizada de Lainey enmarcada en aquella pequeña alfombra fue algo demasiado cómico, y Angel tuvo que morderse el labio para contener una carcajada.
– ¿Qué ocurre? -preguntó Lainey, acercándose a ella-. ¿Estás bien?
– Mmm, mmm -consiguió musitar Angel, mientras asentía con rápidos movimientos de cabeza.
– Tú te estás riendo…
Entonces, Angel se sintió culpable y se concentró para dejar de reír y disculparse con la viuda. Pero Lainey seguía mirando la alfombrilla con expresión aterrada.
– Después del papel higiénico Artista del Corazón, esto es lo más hortera que he visto en toda mi vida -dijo en tono sombrío.
– ¿Papel higiénico? -repitió Angel.
Y entonces, sin poder evitarlo, soltó una sonora risotada. Lainey tampoco pudo contenerse y empezó a reírse con naturalidad. Para empeorar aún más las cosas, se agarró al brazo de Angel como si ambas estuvieran compartiendo algo, como si fueran buenas amigas.
– ¿A santo de qué? -consiguió articular Lainey, todavía enlazada a Angel y agitando la alfombra con la otra mano-. ¿A qué viene esto? ¿En qué diablos estaba pensando cuando se le ocurrió esto?
Angel no pudo contenerse.
– ¿En que quería que el mundo pensara en él en todo momento?
Aquello volvió a provocar grandes carcajadas. Cuando se les pasó el ataque, Angel le sirvió café a Lainey. Tomó su taza y se sentó junto a ella a la mesa.
La mujer apartó aquellos objetos hacia un lado y, resignada, añadió:
– Lo que me duele es que esto sea la última aportación que Stephen haya dado al mundo del arte.
Angel sorbió un poco de café.
– ¿Tú no estabas de acuerdo en quemar sus cuadros?
Lainey se encogió de hombros.
– Ese era su deseo, que quemáramos las obras incompletas. Lo cual significa que hemos perdido todo su trabajo del año pasado. Tenía la costumbre de dejar un trozo inacabado en cada uno de los cuadros, y cuando llegaba el mes antes de la exposición, se ponía a pintar como un loco para terminarlos. Recuerdo que le llevaba comida a la torre, pero la mitad de las veces ni la tocaba.
Una sombra de tristeza se posó en el rostro de Lainey, y Angel se apresuró a animarla.
– Estoy segura de que lo cuidaste muy bien -dijo, consciente de que aquel no era un comentario muy objetivo ni profesional. El hecho era que no solo le gustaba el café de Lainey, también le gustaba aquella mujer-. Estoy segura de ello.
– Ese era mi trabajo. Cuidarlo y hacer que su vida fuera lo más cómoda posible para que pudiera dedicarse a su arte. -Lainey se la quedó mirando fijamente-. Pero ¿qué voy a hacer ahora?
Angel no supo qué decir, desvió la mirada al interior de su taza y deseó ser transportada a una galaxia muy, muy lejana.
– Bueno, pues… no sé.
Le estaba bien empleado, se había excedido en su confianza con aquella mujer y ahora le tocaba enfrentarse a engorrosas preguntas cargadas de emoción.
– ¿Qué querías antes de que él apareciera en tu vida?
Lainey rió, pero sin el menor rastro de diversión.
– Quería que apareciera en mi vida.
Angel se levantó de un salto. La respuesta de Lainey se parecía demasiado a lo que ella había deseado de pequeña y lo que se había obligado a no desear una vez tuvo el juicio suficiente para entender por qué su madre se había casado precipitadamente cuando Stephen Whitney las abandonó.
Para Angel, hacer que su felicidad o cualquier aspecto de su vida dependiera de un hombre era lo peor que le podía pasar.
– ¿Podría hablar con Katie? -preguntó mientras dejaba la taza en el fregadero-. Si veo que no está bien no la presionaré.
Cuando oyó el nombre de su hija, la expresión de Lainey pasó de la tristeza a la preocupación.
– Quizá hablar le siente bien. Yo no consigo que me diga nada, ni yo ni nadie más de la familia. Puedes subir, su habitación es la primera puerta de la izquierda.
Angel asintió y se dio la vuelta.
– No ha llorado desde que murió su padre -añadió Lainey-. Una amiga me mandó un libro sobre el dolor en los niños y he leído que le vendría bien llorar.
Angel sintió un escalofrío y se detuvo en seco.
– Igual tú puedes hacer algo al respecto.
– A lo mejor. Sí, claro, ahora me pongo a ello.
No había nada, nada en el mundo que le apeteciera menos a Angel que tener que consolar a una niña destrozada por haber perdido a su padre.