12

Hacía una noche sofocante y oscura, acorde con el humor de Cooper.

Pasaban de las diez cuando oyó el suave golpecito en la puerta y supo quién llamaba. Se preguntó si debía ignorarla, aunque entonces ella se daría cuenta de que a él le importaba. Sintiendo que no tenía ninguna opción, se encaminó hacia la puerta, la abrió y apoyó el hombro en el marco con aire indiferente.

Estaba bloqueando el vano con el cuerpo.

– Ah, hola -saludó Angel con los ojos muy abiertos.

Debía de llevar alguna clase de modelito sedoso de color amarillo pálido que contrastaba con cómo Cooper se la había estado imaginando durante todo el día: cuero negro y látigo.

– Hoy has desaparecido muy temprano. Creía que te habrías marchado de Tranquility House para siempre -masculló.

Esa sospecha lo había mantenido en vilo hasta aquel momento.

– Pues si te hubieras molestado en comprobarlo, habrías visto que he dejado todas mis cosas en la cabaña.

Cooper titubeó, pues sí que se había molestado en comprobarlo y, aun así, no le había servido para sosegarse.

– Me he preguntado todo el día, hora a hora y minuto a minuto, cuándo volverías.

– Ya, tenía unas cuantas cosas que hacer en San Luis Obispo -contestó Angel tras apartar la mirada-. Además, está un poco lejos de aquí.

– Pero has vuelto hace un par de horas. -Y en ese momento fue cuando la verdadera tortura había comenzado. Él se había prometido que la esperaría y ella le había hecho esperar-. Por cierto que ahora puedo demandarte por haber faltado al acuerdo. Dijiste por la noche y hace tiempo que ha anochecido.

– Faltar al acuerdo -repitió Angel meneando la cabeza-. Son esa clase de cosas las que dan mala fama a los abogados, ¿sabías?

– Dijiste por la noche -insistió él, impertérrito y metiéndose las manos en los bolsillos-. Ya es de noche.

En la expresión de Angel surgió un leve indicio de desesperación.

– Bueno, pero estoy aquí, ¿verdad? ¿Me vas a invitar a pasar o no?

«O no» era una opción que se había vuelto apetecible. Lo había tenido en vilo las anteriores veinticuatro horas, aunque, de todos modos, ella era la que podía desenmarañar el entuerto que los tenía a ambos en aquella situación.

– Si te apetece, sí -farfulló.

– ¿Cómo no va a apetecerme, tontito? -Mirando al cielo en señal de incredulidad Angel lo empujó hacia el interior-. Esto está empezando a parecer torpe y premeditado y… -Calló al echar un vistazo a la sala de estar-… y maravilloso -agregó en último término.

– Como ves, no soy tan tontito. -Cerró la puerta tras ella y la miró-. Tenía una mesa reservada en el hotel Crosscreek, pero ya es demasiado tarde.

Angel continuaba contemplando el panorama. Todas las cabañas contaban con una buena provisión de velas para utilizar en caso de producirse un corte en el suministro de electricidad, algo habitual durante las tormentas de invierno. Su anfitrión las había colocado en lugares estratégicos de la sala y, aún con mayor pericia, si no arte, en el dormitorio. El parpadeo de las llamas hacía que la oscuridad que los acogía palpitase.

– De verdad que lo siento. No sabía lo de la cena. -Su exasperación previa había desaparecido y le dirigió a Cooper una mirada dulce, casi tímida. Luego se acercó a la mesa auxiliar, junto al sofá, en la que una botella de vino se enfriaba en una cubitera-. Esto es espectacular.

Volvió a mirarlo de aquella manera fugaz mientras palpaba perezosamente el cuello de la botella de vino. Al verla recorrer el cristal con un gesto tan lento y delicado, el humor de Cooper también cambió. Con ella en su cabaña, tan cerca de él, su irritación e impaciencia desaparecieron sin dejar otro rastro que no fuera el deseo.

– ¿Te apetece una copa? -ofreció, dando un paso adelante.

– La estoy deseando. -Hablaba con un hilo de voz y, en las sombras de la estancia, parecía una nueva llama ardiendo en una vela, más luminosa a ojos de Cooper.

La copa era de Beth y él la llenó hasta el borde. Al alcanzársela, le pareció advertir que los dedos de Angel se estremecían.

Ella se quedó mirando el vino, al parecer fascinada.

– Gracias por esto. Lo de las velas es todo un detalle.

Cooper suspiró y acercó su botellín de agua a la copa de su invitada para brindar.

– Hace demasiado calor para encender las luces -explicó.

Angel dio un sorbo mientras continuaba acariciando el húmedo cuello de la botella.

– Sí, bueno -admitió, encogiéndose de hombros-. Ha hecho mucho calor las dos últimas semanas.

– Cierto. -Cooper estaba hipnotizado observando cómo uno de los dedos de Angel se introducía en el agua casi congelada de la cubitera.

Luego se tocó el cuello con el dedo mojado, lentamente y lo miró con los ojos entornados.

– Mucho, mucho calor.

– Peligro de incendio -murmuró Cooper, a quien el deseo se le había atravesado en la garganta.

– ¿Qué? -Angel volvió a comprobar la temperatura del agua en la que se enfriaba el vino.

– Decía que este calor implacable… -hizo una pausa para beber un poco de agua-… significa que hay peligro de que se produzca un incendio.

Angel dejó pasar un instante y volvió a dedicarle una mirada entornada.

– Entonces quítate la camisa.

– ¿Cómo? -A pesar del reciente sorbo, a Cooper se le había secado la boca.

– No vayas a arder. -Los ojos de ella se agrandaron deshaciéndose en una inocencia coqueta-. Ah, te referías a que el incendio puede producirse en el exterior.

– ¿Cómo estás, no? -murmuró él, alerta ante la disposición juguetona de Angel-. Traes toda la artillería lista y cargada, ¿verdad?

– Y no es para menos -repuso ella, con una media sonrisa en los labios y la copa alzada-, con todas las molestias que te has tomado: las velas, el vino…

Cooper encontraba dificultades para respirar con normalidad.

– Deduzco que tú también empiezas a sentir calor.

Angel dejó a un lado la copa y puso una mano en el lazo que le sujetaba el vestido por el costado de la cintura.

– Tal vez debería quitarme algo de esto.

Cooper miró alternativamente a su rostro y al lazo. Un tirón, pensó, y aquella mínima tela que la cubría caería al suelo.

El pulsó se le aceleró y, para no hacer lo que sus instintos le demandaban, se dejó caer en el sofá.

– No hay prisa. -Le había prometido algo especial, y la impaciencia no era necesaria-. Ven y siéntate.

Ella le obedeció, aunque no tardó en acercársele y disponerse a desabrocharle los botones de la camisa.

– Pero ¿qué pretendes? -exclamó, apartándose.

– Me gusta tu cuerpo -confesó Angel- y quiero verlo.

– No puede ser -sentenció Cooper tras apartarle las manos-. Bebe vino, date tiempo.

A la velocidad a la que se estaban desarrollando los acontecimientos, Cooper temía que aquellos primeros momentos de la velada constituyeran la previa de lo que vendría después y, como consecuencia, se perdería los deliciosos preámbulos.

– ¿Vuelves a estar preocupado? -Angel había ladeado la cabeza para dirigirse a él.

– ¿Preocupado por la posibilidad de que esto me provoque un infarto? No. -Lo estaba por actuar sin finura, eso sí-. Toma esto, entretente -agregó, dándole la copa de vino.

– Sí, estás preocupado -insistió Angel tras reírse con dulzura-, y no deberías. Voy a cuidar de ti.

Había algo en lo que acababa de decir que a Cooper no le encajaba.

– Quedarás satisfecha, te lo prometo -le dijo, acariciándole la mejilla con el dorso de la mano.

Ante aquel comentario, Angel desvió la mirada.

– Ya, ya, escucha, déjame que te cuente mi plan.

– Tu plan. -Cooper le recorría la línea de la mejilla con el anular.

– Sí, mi plan para el sexo.

Cooper se rió de todo corazón.

– Pero ¿no eras tú la que se quejaba de que todo esto te parecía «premeditado»? ¿Por qué no improvisar un poquito?

– Sí, claro, lo que pienso es lo siguiente -persistió Angel antes de llevarse la copa a los labios sin dejar de mirarlo a los ojos-. Debemos hacerlo rápido.

La mano de Cooper se quedó quieta.

– ¿Qué?

Angel se apartó de él y se acomodó en el sofá.

– Sí, mira, lo he estado pensando al venir. Tal y como yo lo veo, esto es una prueba para ti; por ser la primera vez desde la operación, ya sabes. Y estoy segura de que estás un poco nervioso, digas lo que digas. Así que creo que lo mejor es que lo hagamos rápido y que acabemos de una vez.

– Veo que has tenido tiempo para pensar mientras conducías -murmuró Cooper.

– Después, te sentirás mucho mejor -apostilló ella.

– Ya, si lo hacemos rápido y acabamos de una vez.

– Exacto. -Angel asintió con énfasis y algo de nerviosismo-. Y luego podré volver a mi cabaña y acabar de hacer las maletas.

Él se quedó mirándola un rato y acabó por reclinarse sobre los cojines del sofá.

– ¿Quién coño se ha estado dedicando a chismorrear sobre mí en San Francisco, eh? -barbotó.

– ¿Cómo? Yo…

– Natasha, habrá tenido que ser Natasha Campbell. Lleva años queriendo vengarse de mí, desde que le dije una vez que yo no tenía citas (ni mucho menos me acostaba) con mujeres comprometidas. Aun así, nunca pude creerme que fuera tan vil como para echar por tierra mi reputación sexual.

– No he oído ningún rumor sobre… sobre eso. Si acaso que jugabas duro, pero no que, en fin…

– ¿Que no juego limpio?

– No, nada de eso -negó ella.

– Vale, pues entonces ¿qué es todo eso de vamos a acabar de una vez porque así tú luego puedes hacer las maletas? -¿Acaso creía que él no podía mantenerla toda la noche ocupada?

– Me voy mañana por la mañana -protestó Angel-. Te dije qué lo haríamos una vez.

– Eh, ¿qué dices? -Cooper se puso de pie-. Una noche, queridísima. Me prometiste una noche.

Angel hizo un aspaviento con la mano.

– Una vez, una noche… No veo la diferencia.

Aquello no iba bien y Cooper intentó relajarse mientras trataba de no imaginarla vestida de cuero negro. ¡Ella estaba torturándolo una vez más! Era como si él hubiera hecho promesas en firme que no podía cumplir y, sin embargo, tenía firmes intenciones, intenciones con las que, al menos, pretendía atreverse.

Sobre todo, concluyó, quería estar con ella en la cama la noche entera.

– A mí no me va a bastar con una vez -arguyó al fin-. ¿Qué me dices de ti? Vamos a pasarlo bien juntos, ¿no?, con lo calentitas que se ponen las cosas entre nosotros. Si pasas la noche conmigo, corazón, te garantizo que ambos saludaremos el amanecer con una amplia sonrisa.

– Eso es mucho pedir…

– Vamos, cariño, atrévete conmigo. -Cooper se le acercó, le pasó el brazo alrededor del cuello y la besó en la boca. Los labios de ambos se fundieron y él notó un cosquilleo recorriéndole la espina dorsal-. Atrévete conmigo -repitió, susurrándole las palabras junto a los labios.

Angel se separó de él algo descompuesta.

– ¿Lo ves? -la animó pasándole un dedo por los labios-. Te voy a tratar muy bien, siempre.

– No -repuso ella, arrinconada-. No tienes por qué.

– ¿No tengo por qué qué? -exclamó él.

– Tratarme bien, preocuparte por mí.

– ¿Qué?

Angel se levantó del sofá y le extendió la mano.

– Vamos a la cama, Cooper. Ahora.

– Vas a conseguir sacarme de mis casillas -anunció, ignorando su oferta-. Si no ha sido Natasha, entonces ¿qué? ¿Por qué crees que no puedo satisfacerte?

Angel le dio la espalda.

– Yo… no quiero que lo hagas. -Sin saber qué pensar, Cooper observaba la tensión acumulada en sus hombros-. No quiero que te preocupes por eso, que te preocupes por mí -agregó Angel.

Cooper se irguió, todavía sin aclararse, sin saber qué decir ni qué hacer.

– Angel, me lo estás poniendo difícil. -La espalda de la mujer se tensó aún más cuando él se la acarició-. ¿Por qué iba yo a acostarme contigo sin pensar en ti? ¿Por qué no iba a hacer que te lo pasaras bien? -Como ella no respondía, Cooper insistió-. ¿Angel…?

– Porque no serías capaz… -le espetó con un hilo de voz-, ¿te vale? ¿Ya estás contento? La verdad es que…

– Sí -la interrumpió-, dime cuál es la verdad.

Angel tomó aire.

– La verdad es que nos podríamos morir de viejos si esperamos a que yo tenga un orgasmo.

Cooper habría creído que la conversación formaba parte de una pesadilla de no ser porque la vergüenza que notaba en la voz de Angel era muy evidente, muy dolorosa.

– Pero… -Se pasó las manos por la cara y trató de repasar mentalmente las anteriores dos semanas.

Ella había sido la primera en admitir la atracción.

Ella lo había besado, lo había tocado.

Él había hecho lo propio.

Y, por el amor de Cristo, ¡si él ya había conseguido que Angel se corriera!

Eso no podía negarse, de ninguna manera. Cierto que las mujeres podían fingir, pero no con tanto realismo.

– Pero si en la cocina…

Angel lo interrumpió con un gesto de la mano.

– La excepción que confirma la regla. Ya te lo dije: demasiado tofu, demasiada berenjena o lo que sea. En fin, no sé, pero no fue como si, como si…

– Como si yo estuviera en ti, dentro -vaticinó él.

Ella negó con un nuevo aspaviento, aunque guardó silencio.

Cooper se entretuvo en un largo y reparador suspiro. Si no había conseguido satisfacerla en la cocina la otra noche, tenía de que preocuparse. Sin embargo, tal como se presentaba la situación, lo único que le preocupaba era cómo convencerla de que él era muy capaz de acostarse con ella y cumplir.

– Angel…

– Por favor, Cooper, dejemos el tema, ¿vale?

Al parecer, la artillería estaba de capa caída. Volvió a recorrerle la espalda con los dedos.

– Reconocerás, al menos, que te gustan mis besos.

– Ya sabes que sí.

Cooper se colocó detrás de Angel y apoyó la mejilla en su nuca.

– Que te gusta que te toque.

– Claro que sí -aceptó ella, cargando el peso contra él-. Y también me gusta tocarte yo.

Él sonrió y las manos de ambos se entrelazaron. No había necesidad de seguir discutiendo con ella.

– Entonces vayamos a la cama.

Cooper se prometió que cuando hubieran entrado en materia, ella estaría demasiado encantada para dejarlo.


Para asegurarse de que todo saliese como ella quería, Angel se deshizo del vestido nada más entrar en la habitación.

Al ver su cuerpo a la tenue luz de las velas, Cooper trastabilló, absolutamente estupefacto.

– Pero… pero ¿qué es eso?

– Un pequeño detalle que encontré para la ocasión.

Era un body muy ceñido, de encaje blanco o, al menos, de encaje blanco en su mayor parte, desde la uve que formaba entre las piernas hasta el borde que señalaba el nacimiento de los pechos, cubiertos por sendas copas de tul casi transparente.

– ¿Te gusta? -quiso saber Angel, volviéndose para enseñárselo.

Cooper emitió un ruido ahogado, semejante al quejido que a ella se le había escapado al probárselo en el vestidor de la tienda. La espalda del atrevido modelo, que acababa en un tanga, también estaba confeccionada con la misma tela de tul. Angel solía vestirse con ropa muy recatada, pero aquella vestimenta estaba más allá de la audacia; era enloquecedora.

Estaba pensada para enloquecer a los hombres, para que un hombre se olvidara de todo y se entregara al placer.

Y ella quería dárselo a Cooper. En algún punto situado entre el momento en que él había rodeado con un brazo a su hermana en el funeral y en el que ella se lo había encontrado junto a su sobrina contemplando la puesta de sol, Angel había entregado su primera línea de defensa. La anterior noche, en la playa, sin siquiera despertar la más mínima señal de alarma, aquel hombre se había escurrido y superado la segunda.

Y en aquel momento Angel quería tenerlo entre los brazos y sentir cómo se abandonaba a ella.

Como se trataba de un deseo tan peligroso, había pergeñado el plan de aquí te pillo, aquí te mato, mientras volvía del centro comercial. Se marchaba a la mañana siguiente y con aquella estrategia se aseguraría de no dejar atrás nada de sí misma, de que él no se fuera a quedar con nada.

Al acercársele, Cooper permaneció inmóvil excepto por cierto gesto desasosegado que hizo con la cabeza.

– Estás decidida a salirte con la tuya, por lo que veo.

– Mmm. -Angel se concentró en desabrocharle la camisa-. ¿Y eso qué tiene de malo? -repuso, siguiéndole con las manos la línea de los hombros para despojarlos de la tela que los cubría.

Al besarle en el pecho, en medio de la cicatriz, Cooper resopló y avanzó con la mano a través de su pelo para asirla por la nuca.

– Eres mala.

Ella sonrió con los labios pegados a la piel del hombre, y con la lengua trazó una línea sobre la lustrosa cicatriz. Cuando notó que Cooper se estremecía, concluyó que aquel «mala» era un buen nombre de guerra.

Mientras le cruzaba el pecho con los labios la idea fue cobrando fuerza en su fuero interno. La mala Angel podía obtener lo que se propusiera, probar lo que se le antojase, obligarlo a que la tomara, a que la hiciera suya de inmediato, enseguida, tal y como ella pretendía hacer con él. Paseó la mejilla por su vientre, plano y duro, y fue bajando hasta caer de rodillas y coger con las manos la erección inevitable que abultaba los vaqueros del hombre.

Cooper gimió y se aferró con más fuerza a los cabellos de Angel mientras repetía su nombre una y otra vez.

Ella le sonreía, pendiente de sus reacciones: los ojos entrecerrados, el leve sobresalto de su cuerpo cuando lo palpó allí con las palmas abiertas. Casi fascinada, se inclinó y empujó con la cara, barrió con la mejilla la protuberancia recién descubierta, mientras con las manos, a ciegas, fue escalando hasta remontarse al ombligo.

Él la agarró de las axilas y la obligó a levantarse.

– No -rogó, enfebrecido-, todavía es demasiado pronto.

– Pero…

Cooper la interrumpió estrellándose contra su boca, y entonces ella pudo descubrir que aquel «mala» comenzaba a hervir, a quemarle las entrañas, impulsado por un deseo que la sorprendía a medida que se incrementaba y el beso se prolongaba, tenso e insistente, y la obligó a abrir los labios, a cerrar los ojos.

Sintió que la boca se le quedaba en el aire, húmeda y anhelante, cuando él se arqueó y le tomó un pezón entre los labios, cuando notó la succión en el coronamiento del pecho.

A lo mejor, de repente, resultó que estaba llamándolo, pronunciando su nombre entre gemido y gemido.

– Cooper…

– No puedes venir a mí, no puedes venir a mi cama así como estás y pretender que te ignore.

Angel oyó sus palabras pero no llegó a entenderlas, arrobada como estaba mientras él, sin detenerse, llevaba la boca al otro pezón al tiempo que tomaba entre los dedos el que acababa de abandonar y lo pellizcaba con firme vehemencia. La espalda de ella, tensa, trazó una curva que él aprovechó para alzarla en vilo y llevarla hasta la cama, cegado y sin dejar de sostenerle el pecho con los labios.

Angel sentía un incesante martilleo en las sienes que se le extendió palpitando por todo el cuerpo. Cuando él la dejó en la cama y se quitó los pantalones, el deseo se convirtió en una estremecida sensibilidad a flor de piel.

El cuerpo de Cooper era sólido, largo y bello, como una escultura. Estaba de pie junto a la cama, mirándola, y entonces cubrió con una mano su virilidad enervada.

– De esto me encargo yo, Angel -susurró ronco-. No es lo que quiero de ti.

El corazón de Angel dio un vuelco. ¡No! Nada de aquello. Intentó rodar sobre el colchón y alejarse de él, pero Cooper se tumbó en la cama y tiró de ella hacia sí. Cuando las pieles de ambos entraron en contacto, ella sintió la imperiosa necesidad de contraatacar y pasarle la mano por el musculoso antebrazo y luego sobre la línea firme del costado.

Era la cualidad de lo masculino lo que la estaba llamando, pensó. No él, no él en particular. Así que le acarició el muslo, buscándolo, mientras los labios de ambos no dejaban de besarse, de persuadirse el uno al otro suave, delicada, dulcemente.

Él la exploró con las manos palpándola con ternura, le recorrió la curva de los hombros, de los pechos, para después bajar a lo largo de sus brazos y tomarla de las manos. Luego le abrió los muslos y se montó encima de ella, y ella le permitió acomodarse en su cuerpo. El peso de aquel hombre sobre ella resultaba una delicia.

Cooper flexionó la cintura y empujó, y ella lo recibió empujando a su vez. Ambos batallaron así, cuerpo contra cuerpo, y Angel sintió que la presión crecía sin cesar, intensa y casi exasperante, y se maravilló, pues ningún hombre había sido capaz de explayarse para ella en la cama.

Sin embargo, ese pensamiento le hizo concluir que tenía que relajarse, y así se ordenó parar todo movimiento, obligar a que la excitación se replegase.

– ¿Qué estás haciendo? -inquirió Cooper, de pronto mirándola a los ojos.

Ella le hundió las manos en el pelo, tratando de atraerlo.

– No te preocupes, nada.

Él frunció el ceño aunque cedió a la demanda de Angel y ambos se dieron un nuevo y lento beso. Aquello era placentero, pensaba ella, sentir el calor de él, su deseo insistiéndole en el pecho y entre las piernas, y al poco volvió a notar que sus entrañas solicitaban integrarse en el incendio, que las extremidades pretendían responder al movimiento del cuerpo del hombre, pero, pese a todo, ella era más fuerte y se mantuvo quieta y pasiva.

Cooper acabó por apartarse, un tanto molesto.

– Angel.

– ¿Qué? -Ella se colocó de lado y le acarició la mejilla-. ¿Qué pasa?

No le gustaban las arrugas que habían aparecido en la frente de Cooper y decidió que cuidaría de él, que lo cuidaría abriéndole el paso hacia el interior de su cuerpo; allí, él obtendría el placer que buscaba.

Cooper la tomó de la mano y se la besó.

– Tú eres lo que pasa. No quieres hacer esto.

– ¡Sí que quiero! -se quejó-. Y tú también.

– Angel…

Ella le interrumpió con los labios lo que fuera que estaba a punto de decir con un beso parsimonioso y sensual. Él gimió y volvió a alejarse.

– Vale, está bien -aceptó, resollando-, me rindo. Intentémoslo.

– Fantástico -murmuró ella iniciando un movimiento que la llevaría hasta él en busca de un nuevo beso.

Él la esquivó una vez más.

– Pero deberías cortarle la corriente a esa cabecita tuya. Oigo chirriar sus mecanismos y engranajes; no dejan de girar, corazón.

Sin embargo, la cabeza era lo que la mantenía ojo avizor, a salvo.

– Ningún otro hombre se había quejado por eso -gruñó.

Cooper hizo una mueca burlona y le apartó el pelo de la cara con tanta ternura que hizo que la férrea voluntad de Angel se tambaleara.

– Puede que ese sea el problema -masculló él, tras alzarla y ponerla encima de él, cara a cara-. Ahora, silencio -le ordenó mientras le acariciaba la nuca-. Esta zona de aquí tiene que apagarse. Hazlo por mí.

Entonces la besó, solícito, persuasivo, inclemente, y Angel se subyugó a su tacto, a él, al tiempo que sentía sus manos acariciándole la línea vertical de la espalda y desgarrándole poco a poco el agarrotamiento que se había impuesto en su propio cuerpo.

Él comenzó a contonearse y ella pudo sentir, sin poder evitar una sonrisa satisfecha, su miembro erecto entre los muslos, separado de ella tan solo por una delgada tira de tul.

– Yérguete -le susurró él casi en la boca-, levántate para que te acaricie esos hermosos pechos.

Para Angel era como si estuviera de nuevo en la piscina caliente, con el cuerpo entumecido por el calor del agua, aunque logró no perder el dominio de sí misma. Le sonrió y le pasó un dedo por el labio.

– Eres muy guapo. Una vez, hace tiempo, me quedé prendada de ti.

– ¿Sí? -masculló él, y tras morderle la yema del dedo continuó-: Ahora el prendado soy yo.

Aunque lo sentía punzante y fogoso entre las piernas, aquel hombre era dulce, muy dulce, y la instaba con sus caricias a abandonarse a una calidez amodorrada y perezosa.

Cooper deslizó las manos entre el tul y la piel de los pechos de Angel, le tomó los pezones entre las yemas de los dedos que, acto seguido, la pellizcaron.

Ella tembló de repente, atravesada por una ola de calor.

Los dedos volvieron a cerrarse y las caderas de ella respondieron.

Otro pellizco, esta vez más fuerte. El magma la consumía, la obligaba a revolverse.

Ambos, a aquellas alturas, estaban gimiendo, pero la voz de Cooper se alzó sobre la de ella.

– Déjame entrar. -Ella quiso impedírselo, pero el hombre la retuvo por las caderas-. Así -indicó-, así es.

Entonces, la fina tela que los había separado se abrió y Angel sintió cómo se adentraba en su cuerpo, suavemente.

Él gritó. Ella gimió. El calor, la presión, cambió con rapidez, viciosamente, envolviéndolos de placer.

Las manos de él estaban aferradas a sus caderas.

– Vamos, cabálgame -le ordenó, enloquecido-, cabálgame.

Y ella no pudo negarse, tenía que moverse, sumarse al ritmo.

Era inevitable. Cada vez que entraba en ella su empuje era mayor y más contundente, y cuando ella se apartaba de él y tiraba hacia arriba, él volvía a atraerla reforzándole la tenaza en las caderas. La arrastraba hacia él, una y otra vez, y la enfrentaba al placer de cada embestida.

Angel sintió que la tensión de su cuerpo se iba tornando insostenible, asfixiante, cercada por los resoplidos de ambos quejándose al compás, por los empellones inclementes, por la fuerza con que él la sujetaba, la retenía, le hacía recibir sus acometidas, incesantes y sucesivas.

Soliviantada, Angel echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos, mientras Cooper la atacaba con una decisión cada vez mayor en una carrera que iba superando todas las metas; ella lo sabía y necesitaba pararla, prohibirse el deseo. Intentó recuperar la sobriedad de sus impulsos, volverse insensible, indiferente a lo que le estaba ocurriendo, acabar con aquella enajenación.

– ¡No! -Cooper la agarró del pelo con la pretensión de recuperarla-. No te marches ahora, maldita sea. Quédate, quédate aquí.

No podía ser, ella no podía, no debía.

Pero entonces notó que la manó de Cooper se le adentraba entre los muslos, allí donde se desarrollaba la pugna entre los cuerpos de ambos, que la tocaba a través de la tela y fue demasiado; intentó zafarse, huir, pero la otra mano de él seguía bien afianzada y no se lo permitió.

– Déjame, Angel. Deja que pase lo que tiene que pasar.

¿Dejarle? ¡No! Si lo hacía se perdería, cedería a…

Y al mismo tiempo sentía la dureza del hombre en su interior, su tamaño sobredimensionado, colmándola sin remedio, y no podía evadirse a la insistencia de sus caricias, a la persistencia de sus manos que la tocaban y la descubrían, que no la dejaban parar, bajarse, escapar.

– Déjame -solicitó él con suma ternura mientras con los dedos le conquistaba el monte de Venus, lo circunvalaba, lo acariciaba.

Y cuando ella se rindió a la evidencia de la inmediata llegada del clímax, él redobló su empuje y lo llevó a su máximo…

Por primera vez en su vida, Angel sintió las oleadas cumbre del placer haciéndose dueñas de su cuerpo y también del de un hombre; del de Cooper, que no vivía algo parecido desde que los médicos le devolvieran la vida.

Ambos gritaron al unísono.

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