5

Judd se detuvo en la entrada de la casa de Beth, dudando acerca de si seguirla o no hasta la cocina. Desde la muerte de su cuñado, no habían vuelto a desayunar juntos como solían y no porque él no lo deseara. Según el taoísmo, todos planeamos y consideramos atentamente nuestras acciones antes de llevarlas a cabo, y Judd no creyó que Beth estuviera lista para restablecer su rutina hasta aquel mismo día.

Beth se dio la vuelta y clavó en él sus bonitos ojos marrones.

– ¿Es que no quieres café?

Judd se acordó de la desesperación de Angel Buchanan aquella misma mañana durante el desayuno y no pudo reprimir una sonrisa. Sintiéndose un poco culpable por estar a punto de ceder a la tentación de café recién molido, asintió y siguió a Beth hasta la cocina.

La mujer vestía unos pantalones color turquesa que dejaban al descubierto sus tobillos estilizados y sus pies descalzos. En uno de los tobillos llevaba una pulserita de platino igual que la de su hermana de la que, aunque desde aquella distancia no podía verla, él sabía que colgaba una E con incrustaciones de diamantes que Stephen Whitney les había regalado a ambas las Navidades del año anterior.

Shaft, el elegante gato negro que Judd le había regalado a Beth, los siguió hasta la cocina entre constantes maullidos y arrumacos contra el tobillo de su dueña como si él también deseara romper aquella cadena.

– Gato bobalicón. Hace días que no me lo puedo quitar de encima -dijo Beth mientras se inclinaba para acariciarle la cabeza.

Judd, por el contrario, había optado por mantener las distancias. Estuvo con ella durante un rato en el funeral y en la recepción que tuvo lugar después, pero aparte de aquello, había intentado alejarse de la familia.

Beth colocó la taza de Judd sobre la mesa y se sentaron frente a frente, separados solo por el periódico de San Francisco que solían leer mientras tomaban café, ritual que habían adoptado desde casi el principio de llegar a Tranquility House, hacía ya cinco años. Judd, un empleado de la familia, logró hacerse con un lugar en sus vidas, y él y Beth conectaron desde el principio.

No quería que la muerte de Stephen cambiara las cosas.

Judd miró atentamente a Beth mientras esta le llenaba la taza y después hacía lo mismo con la suya. Se levantó y dejó la cafetera sobre el quemador de la cocina.

– Te he echado de menos -afirmó entonces la mujer.

Al intentar levantarse, Judd arrastró la silla, pero enseguida Beth le hizo un gesto para que permaneciera sentado.

– No, no me hagas caso. Estoy muy confundida, ya lo sé.

El gato subió de un salto a la encimera y se restregó contra ella. Beth lo cogió en brazos y se volvió hacia Judd mientras cerraba los ojos y acariciaba la cabeza del animal con sus mejillas.

– ¿Cómo puede haber pasado esto? -susurró.

Judd meneó la cabeza y se la quedó mirando fijamente, intentando discernir a qué se refería. El rostro de Beth era de una palidez transparente y los pómulos parecían estar a punto de atravesarle la piel. Aunque era evidente que estaba agotada, seguía aparentando diez años menos de los treinta y cuatro que tenía. Judd siempre se había preguntado si su aspecto radiante se debía a la brisa del mar o al influjo que Stephen Whitney ejercía sobre ella.

Tras unos instantes, suspiró, dejó al gato en el suelo y volvió a sentarse en su silla. Añadió a su café un generoso chorro de leche y le acercó la jarrita a Judd, como hacía siempre.

Judd no la tocó, también como siempre.

Beth rió con una forzada carcajada.

– ¿Por qué haré siempre lo mismo, si ya sé que tú lo tomas solo?

Judd decidió no mencionar lo que ambos ya sabían: que era Stephen el que lo tomaba con leche.

Antes de que Judd tuviera tiempo de dar un sorbo a su café, Beth se levantó como impulsada por un resorte.

– Tengo un millón de cosas que hacer. Y todas anotadas, ¡mira!

Se acercó rápidamente a la encimera y tomó un montón de papeles que se agitaban en sus manos temblorosas.

– Supongo que me irá bien mantenerme ocupada, ¿no crees? Lainey dice que Cooper la ayudará con los asuntos de Stephen, de los que se ocuparán cuando Katie vuelva a la escuela. Yo me he ofrecido para encargarme de la exposición, ya que estoy segura de que será muchísimo más complicado cancelarla que organizarla.

Judd asintió. Cada septiembre Whitney exhibía los cuadros que había pintado durante todo aquel año, pero los lienzos habían sido quemados y sus cenizas lanzadas al mar.

Beth se quedó mirando los papeles que todavía llevaba en la mano y siguió hablando sin cesar, algo nada propio de ella.

– Este habría sido el vigésimo año. Sólo cancelamos en una ocasión, cuando se declaró el incendio en las montañas Santa Lucía y tuvimos que ser evacuados. Lainey estaba ocupada con Katie, que tenía solo seis meses y yo… yo no estaba muy bien.

Se volvió de nuevo hacia la encimera.

– Pero tú no quieres que te hable de estas cosas. Disculpa, discúlpame un momento. -Soltó los papeles y salió de la cocina.

Judd oyó cerrarse la puerta del baño y se levantó. Maldita sea, ¿qué se supone que tengo que hacer? ¿Ir tras ella? ¿Marcharme?

Entonces sintió una ola de calor que achacó a la frustración y que hacía años que no notaba. Apretó los puños y arremetió contra la silla en la que había estado sentado. Le dio una patada que la arrastró un trecho pero que no consiguió calmar sus nervios en lo más mínimo.

¡Maldita sea, maldita sea! Estaba perdiendo lo que tanto esfuerzo le había costado conseguir.

Los desayunos con Beth o, mejor dicho, Beth, se había convertido en uno de los puntales de la vida que había empezado a construir en aquel lugar. Ella era parte del remedio que había sanado su alma, parte del equilibrio que tanto le había costado conseguir. Judd sabía que la muerte del artista podría perturbar aquel equilibrio, pero no estaba dispuesto a permitir que cambiara su relación con Beth.

Estaba muy satisfecho con la amistad que compartían.

Entonces oyó el sonido de la puerta que volvía a abrirse. Los pasos de Beth eran generalmente rápidos y ligeros, pero en aquel momento parecía estar arrastrando los pies, como si el dolor o quizá el mismo Stephen intentase retenerla. Aquel ruido le molestaba, no, más bien le enfermaba y se dirigió a la puerta. Tengo que salir de aquí, se dijo angustiado. Cualquier cosa menos enfrentarse a la amargura reflejada en el rostro de la mujer.

Quizá si tuviese tiempo para reflexionar se sentiría mejor.

– Judd. Judd, por favor, no te vayas.

Aquellas palabras consiguieron frenarlo antes de que saliera de la cocina. Se agarró al marco de la puerta y luchó por decidir cómo actuar. Había calculado mal su capacidad de recuperación, eso era todo. Si se marchaba en aquel momento, si volvía otro día, al siguiente, tal vez, quizá podrían recuperar la armonía habitual.

– Judd, por favor -susurró Beth.

No podía marcharse, no cuando ella pronunciaba su nombre de aquella forma.

Se dio la vuelta y la vio mirándolo desde el otro lado de la cocina. Tenía los ojos enrojecidos y las pestañas húmedas. ¡Estaba tan hermosa!

Haciendo lo mismo que ella, acercó la silla, se sentó y tomó la taza entre las manos. ¿Qué se suponía que debía hacer? ¿Consolarla? Se le pasó por la cabeza decirle que los budistas creen que al morir, el alma no desaparece sino que pasa a otro, igual que la llama de una vela puede encender una mecha apagada. O que los hindúes creen que debemos morir para descubrir nuestro Yo Supremo inmortal.

Según los indios shoshone, el dolor es equiparable a un deslizamiento de tierras por el que el doliente tiene que abrirse camino en solitario, avanzando despacio de piedra en piedra. Después de todo, quizá lo mejor sería no decir nada.

Al fin y al cabo, hacía cinco años que ya no daba consejos a nadie, y en su interior algo le decía que lo más prudente sería evitar el tema para no estropear lo que había entre ellos.

El hombre levantó la vista y vio que Beth se estaba enjugando las lágrimas con la mano, temblorosa.

Aquello lo destrozó.

Se dirigió a la mesa y tomó el bolígrafo y un trozo de papel en el que escribió la pregunta: «¿Por qué estás tan triste?». Después de tanto tiempo guardando silencio, Judd tenía facilidad para expresarse de forma sucinta.

– Es que… -estalló Beth, entre lágrimas- no puedo dejar de pensar en el pasado. Oh, Judd, me duele tanto.

Le dolía.

Judd respiró profundamente, una y otra vez, intentando reponerse del impacto que las palabras de Beth habían causado en su pobre y buen corazón. Se frotó el pecho recordándose que la primera de las Cuatro Nobles Verdades del budismo hacía referencia a la universalidad del sufrimiento, y que él debería ser capaz de entender y aceptar el dolor que ella sentía.

Pero le era imposible, porque había otra verdad, quizá no tan noble pero igual de elemental, a la que debía enfrentarse. Respira hondo, lentamente, se dijo, porque vas a tener que entender y aceptar todo esto.

Estaba claro que no había forma de negarlo ni de escapar de la situación. Judd era seguidor del wu-wei, principio fundamental del taoísmo según el cual debemos dejar que la naturaleza siga su curso.

Y entonces se dio cuenta de que ese curso lo había llevado hasta allí. Hasta Beth. A darse cuenta de que estaba enamorado de ella y de que ya nada volvería a ser lo mismo.


Ya había anochecido cuando Angel jugueteaba enredando el cordón del teléfono entre los dedos.

– Sí, me han quitado el portátil, el móvil, todo, vaya.

Al otro lado de la línea, Cara, su ayudante, no se podía creer lo que Angel le contaba.

– No te preocupes, sobreviviré -añadió en voz baja. Sobre todo ahora que había descubierto que en aquella habitación abandonada de la que colgaba el cartel de Enfermería había un bonito teléfono prehistórico. Tampoco se sentía demasiado culpable por hacer desde allí una llamada nacional pues, en primer lugar, la había cargado a su tarjeta de crédito y, en segundo lugar, aquello podría considerarse una urgencia médica. Si seguía inoculándose dosis de realidad sería capaz de mantener la cordura.

– Escucha, Cara, no tengo mucho tiempo. He estado revisando los informes que me has hecho llegar pero necesito algo más. Tienes que mandarme un paquete. No, por ahora no se trata de información. -Angel bajó aún más la voz y susurró-: Quiero un bote de café soluble, ¿de acuerdo?

Cara le pidió que hablara más alto.

– Café. Café soluble -repitió en tono algo más elevado.

Entonces oyó un ruido en el pasillo que le hizo estremecerse. Calló y escuchó atentamente. Tras unos segundos de silencio total, se atrevió a continuar.

De espaldas a la puerta, Angel se encogió junto al teléfono, cubrió medio auricular con la mano y siguió:

– Cara, el número que lleva el artículo sobre Paul Roth sale hoy a la calle. Quiero que llames a la señora Marshall. Ya sabes, para ver cómo está.

Cara emitió algunos gruñidos de queja.

– Escucha -repuso Angel en tono severo-. Este no es un trabajo fácil. Si quieres ser periodista, una buena periodista, tienes que hacer las preguntas más difíciles y escribir la verdad, por dura que sea.

Cara repuso con cierta acritud que se le olvidaba mencionar que también hay que pedirle a tu ayudante que haga las llamadas comprometidas.

Aquella chica era más listilla de lo que parecía.

Angel abandonó su habitual tono amable y le dijo:

– Mira, plantéatelo así. Estás aprendiendo de la forma más fácil a no entregar tu corazón o depositar tu confianza en un hombre. Eso tiene un valor enorme y compensa todas las llamadas violentas que tengas que llegar a hacer.

De repente, Angel sintió un picor en la nuca, donde llevaba anudada la cinta que le recogía la melena. Colgó el auricular de un golpe y se volvió como una exhalación. Vaya por Dios. Allí estaba Katie Whitney.

Angel se aclaró la garganta mientras pensaba qué decirle a aquella niña.

– Vaya, hola. ¿Qué tal todo?

La última vez que hablaron Angel se había dedicado a hacer comentarios poco reverentes sobre vejestorios y niños cantores que le parecían niñas. Fue también entonces cuando descubrió que compartían el mismo padre.

Intentando no pensar en ello, Angel le tendió una mano, con la esperanza de que Katie no fuera una devota de las normas de Tranquility House.

– Ayer no me presenté. Me llamo Angel Buchanan.

La muchacha le correspondió con un breve apretón.

– Encantada. -Dudó unos instantes y añadió-: ¿Te… te encuentras mal?

Angel hizo un gesto de sorpresa.

– ¿Si me encuentro mal? No. -Entonces recordó que estaban en la enfermería-. Estaba… solo estaba… -Suspiró-. Verás, soy periodista y necesitaba hablar con mi ayudante.

Katie asintió.

– Mi madre me ha dicho que vas a escribir un artículo sobre mi padre.

– Eso es -repuso Angel, intentando hacer oídos sordos al «mi padre» y centrándose en el hecho de que el comentario era excelente para abordar el tema de forma natural. Podría aprovechar y preguntarle qué clase de padre había sido Stephen Whitney. Una pregunta informal.

Y no había ninguna razón lógica por la que se debiera evitar el tema, más aún cuando Lainey Whitney había prácticamente garantizado la colaboración de la familia. Y además, ¿qué haría Woodward?

La vieja pregunta hizo que Angel se decidiera.

– Verás, Katie, si no te importa, me gustaría hablar contigo sobre… sobre tu padre.

La niña se puso tensa.

– Si te incomoda, lo dejamos -dijo sintiéndose algo culpable. Pero acto seguido añadió-: Aunque tu opinión sería de gran ayuda para mí. Para mi artículo, vaya.

Katie meneó la cabeza y abrió los ojos como platos.

Muy bien, había conseguido asustarla.

– Katie, yo…

Antes de que pudiera decir algo más, la niña la agarró por el brazo y la condujo precipitadamente hacia el exterior.

– Oye…

Katie le puso un dedo sobre los labios para que guardara silencio y tiró de ella en dirección al bosque. Mientras se alejaban, Angel volvió la cabeza y a través de la ventana de la enfermería vio a Judd y a Cooper entrando en la habitación.

Vaya, por los pelos, pensó. Menos mal, sobre todo porque Angel todavía sentía mucha vergüenza por lo que le había soltado a Cooper aquella misma mañana.

Katie no se detuvo hasta que se encontraron a una distancia prudencial de las cabañas que formaban Tranquility House. Entonces le soltó el brazo.

– Lo siento -se disculpó-. Creí oír a alguien y Judd se toma lo del silencio muy en serio.

– ¿Es que puede haber peor castigo que el té de milenrama? -murmuró Angel con cara de asco. Habían vuelto a servir aquel brebaje en la comida del mediodía.

Katie miró a su alrededor.

– Si quieres que hablemos deberíamos alejarnos aún más. Todavía estamos cerca del camino que lleva a los baños termales.

– ¿Baños termales?

Katie le hizo un gesto de guardar silencio y retomó la marcha. La niña tenía las piernas más largas que ella y Angel tuvo que acelerar el paso para seguirle el ritmo. Pronto, el susurro se convirtió en un rugido y el aroma de los árboles que flotaba en el ambiente se volvió algo más salado. Llegaron a un claro y avanzaron hasta el peñasco con vistas al océano. Cientos de metros más abajo las olas batían y se arremolinaban creando una densa capa de espuma en la base del acantilado.

– ¡Qué maravilla! -exclamó Angel, mirando a su alrededor.

La belleza del lugar era sobrecogedora.

– Mi tío Cooper dice que cuando le busque, seguro que lo encontraré aquí.

Katie se sentó en una roca lisa y larga. La brisa del anochecer le soltó la coleta e hizo ondear su melena como si de una bandera se tratase.

Angel se dejó caer a su lado, atónita por la exuberante belleza del lugar. Sus ojos recorrieron los acantilados, el añil del cielo y las montañas boscosas que habían dejado tras de sí y que desde allí parecían cubiertas por un ejército de hombres musculosos, de pie unos junto a otros. Volvió la vista al océano y la fijó en las enormes rocas contra las que chocaba.

Por el trabajo de investigación de Cara, Angel sabía que los exploradores españoles no se atrevieron a atracar sus barcos en aquella costa traicionera sino que siguieron su camino hacia Monterrey, más al norte, y bautizaron aquella zona inaccesible con el nombre de Gran Sur. Aunque, al final, los españoles llegaron y descubrieron a los indios y a los osos pardos que habitaban el lugar -y diezmaron la población de unos y otros-, siempre sintieron un pavor supersticioso por aquella zona cuyo nombre se convirtió más adelante en el híbrido Big Sur.

– Me hace sentirme insignificante -murmuró Angel.

Katie la miró.

– Has dicho que querías preguntarme algo, ¿no?

Pregúntaselo. Haz el favor de preguntarle acerca de Stephen Whitney.

– Yo… -Mientras intentaba formular la pregunta, sintió como si el viento le abofeteara las mejillas-. Esto… yo…

Angel no conseguía articular nada coherente. Miró a la niña y supo que si intentaba sonsacarle información cuando hacía solo un día que habían enterrado a su padre se sentiría no solo insignificante sino mal. Katie seguía mirándola con interés, así que Angel se decidió a preguntar algo.

– ¿Baños termales? ¿Has mencionado algo sobre baños termales?

Horas más tarde, metida ya en la cama y anhelando las maravillas de los hoteles de lujo y una masajista sueca de nombre Inge, Angel recordó la conversación con Katie. Un poco de hidroterapia le iría de maravilla para deshacer los nudos que tenía en la espalda, la tensión en las piernas y para librarse, ya de paso, de la imagen de Cooper Jones y su extraordinario cuerpo. Podría sumergirse en el agua caliente e imaginar que la acariciaban las enormes y cálidas manos de Inge, la sueca.

Katie le dijo que los baños consistían en tres albercas con vistas al mar, siempre llenas del agua que brotaba de un manantial. La zona permanecía abierta veinticuatro horas al día y el camino que llevaba hasta allí estaba iluminado durante toda la noche.

Angel se sintió decidida, tratando de no hacer caso a los nervios que sentía y recordándose una y otra vez que el exhaustivo trabajo de investigación de Cara demostraba que en los bosques de Big Sur ya no había osos pardos.


Cooper apoyó la nuca contra el borde de la alberca de secuoya. Había bajado la intensidad de las luces más cercanas y había decidido sumergirse en el rincón más oscuro de la tercera de las albercas. El agua que brotaba del manantial era caliente, pero añadió la suficiente cantidad de fría para mantenerla a una temperatura que le permitiera permanecer en ella un largo rato.

Aquella noche era de las que requerían un baño prolongado.

Como era habitual en él, le costaba conciliar el sueño. Cuando vivía en la ciudad los días se le hacían extremadamente cortos. Acelerado por la cafeína, nicotina y cualquiera que fuera el caso que estuviera llevando, solía pasar noches en vela preparando peticiones o cavilando cómo enfrentarse al juez y al jurado al día siguiente. Y si no lo mantenía despierto el trabajo, lo hacía la diversión.

Tuvo que llegar a Tranquility House para darse cuenta de lo largas que podían resultar veinticuatro horas: 1.440 minutos, 86.400 segundos.

Aunque cabría pensar que un hombre en su situación disfrutaría del lujo de poder gozar de la lentitud del tiempo, había momentos en los que Cooper sentía que se iba a morir de aburrimiento.

Intentando relajarse, cerró los ojos y trató de poner la mente en blanco. Cuando oyó que alguien se acercaba cantando creyó que era un sueño.

Sin embargo, cuando aquella versión desafinada del «I am a woman» de Helen Reddy se hizo del todo clara, Cooper supo que no podía ser producto de su inconsciente. Abrió los ojos y distinguió la silueta de Angel Buchanan que entraba bailoteando.

Maldita sea.

Angel creía que estaba sola, no cabía duda. Sin fijarse en el rincón que quedaba a oscuras, continuó haciendo gorgoritos y llevando el ritmo con el cuerpo. Cooper optó por sumergirse un poco más y permanecer oculto entre el vapor y las sombras hasta que aquella mujer se marchara.

Al igual que ella, había ido hasta allí con la esperanza de estar a solas.

Angel se quitó el albornoz y lo lanzó sobre uno de los bancos. Menos mal, pensó Cooper. A diferencia de él, Angel llevaba puesto el traje de baño.

La observó mientras se dirigía hasta la primera de las albercas; la tenue luz resaltaba el rubio de su melena y la blancura de sus pantorrillas desnudas. Seguía canturreando cuando, nada más entrar en contacto con la superficie del agua, soltó un chillido.

– ¡Dios! Demasiado caliente.

La siguiente alberca estaba más cerca de la ocupada por Cooper, pero Angel no lo vio y se dirigió a ella entre nuevos gorgoritos. Otro chillido.

Dio un respingo y empezó a frotarse la pierna, casi lívida. Si Cooper hubiera dejado más luces encendidas, Angel habría podido leer el cartel que anunciaba el nombre de aquella bañera: «Zambullida Polar».

– Demasiado fría -susurró.

Aunque la vio acercarse, Cooper no tuvo tiempo de pedirle que se marchara, ni siquiera de avisarla de su presencia. Poseída por el espíritu de Helen Reddy, repitió el estribillo de la canción y entró con decisión en el agua.

A unos dos metros de ella, Cooper recibió en la barbilla las olas formadas por su delicada inmersión. Sin tener muy claro qué hacer, se la quedó mirando mientras acomodaba su trasero en el banco de madera y cerraba los ojos.

– Perfecto -dijo. Y suspiró.

A los pocos segundos, Cooper también suspiró.

– Siento comunicarte, Ricitos de Oro, que Papá Oso ya está en casa.

Al parecer, Angel guardaba sus chillidos para enfrentarse a temperaturas extremas. A Cooper le pareció notar que el susto la había dejado sin aliento durante unos segundos tras los cuales volvió a suspirar y a abrir los ojos.

– Eres tú -dijo con aire de resignación.

– En carne y hueso -repuso, asegurándose de que la oscuridad impedía vislumbrar su desnudez.

Sin embargo, la oscuridad no fue suficiente para ocultar la cara de decepción de la mujer. Era evidente que le molestaba su presencia y que además le daba un poco de vergüenza. Entonces Angel se incorporó y Cooper percibió un orgulloso brillo en su mirada.

¿Y qué si le había dedicado un cumplido por la mañana?, interpretó que estaba pensando. ¿Y qué que él hubiera salido corriendo como si la muerte le estuviera pisando los talones? Angel hundió por un momento la cabeza en el agua, y al sacarla la melena se quedó flotando sobre sus hombros con un único mechón serpenteante enganchado al pecho.

Aunque estaba seguro de que aquello no haría más que agravar su insomnio, Cooper no podía apartar los ojos de las sinuosas curvas de aquel mechón de pelo. Se dijo que era normal, sobre todo teniendo en cuenta que hacía mucho, mucho tiempo que no estaba tan cerca de algo tan tentador.

Además, tampoco podía levantarse e irse, pues recordó que estaba desnudo. Así pues, decidió darse el gusto de quedarse observando las curvas que dibujaba aquel tirabuzón húmedo que se abría camino sobre el fondo pálido de su cuello hasta llegar a las modestas protuberancias que asomaban del escote de su bañador.

Estaba sometiéndola a un análisis bastante aséptico, se dijo. No era más que la observación de la bonita elevación de unos bonitos pechos de mujer. No era ofensivo, en absoluto, sobre todo porque la oscuridad impedía que ella adivinara la dirección de su mirada.

Aunque podía ser que lo intuyera porque mientras él observaba, ella se alejó con rapidez. Cooper cerró los ojos durante unos instantes y se ordenó mirar en otra dirección. Pero no fue capaz.

Volvió a mirar a Angel y notó que estaba inquieta. La mujer se sentó y estiró la espalda, dejando así al descubierto los pechos de los que Cooper no podía apartar los ojos. Al entrar en contacto con el aire fresco, sus pezones reaccionaron de inmediato; pequeños y duros, parecían estar a punto de atravesar la tela del bañador.

Madre mía, pensó, mientras notaba que le empezaba a bullir la sangre. El corazón comenzó a latirle con fuerza y con dificultad, seguro, pues tenía la impresión de estar acumulando toda la sangre en la entrepierna. Incluso en aquel estado no pudo alejar la vista de Angel. La mujer arqueó la espalda un poco más y el agua que topó contra sus endurecidos pezones llegó después hasta él.

La onda expansiva le acarició la barbilla. Cooper se estremeció y solo entonces apartó su mirada de ella.

– Uno de los dos debería marcharse -espetó.

Y estaba claro que no iba a ser él, pues además de estar desnudo, tenía una erección más que notable. Sabía que era probable que Angel estuviera pensando que era un poco rudo, pero bueno, seguro que tampoco le había gustado demasiado que por la mañana se hubiera dado a la fuga.

Se hizo un silencio incómodo que Angel rompió con unas palabras tan gélidas que bien podrían haber enfriado el agua varios grados.

– Muy bien, pues adiós.

Cooper no cometió el error de volver a mirarla, pero supuso que Angel estaba sentada en el banco de la alberca.

Le rechinaron los dientes mientras pensaba en la manera de salir de allí sin que ella lo viera, ni a él ni a su erección. Volvieron a quedarse en silencio hasta que Cooper comenzó:

– Escucha, Angel…

– No, no, espera. Escúchame tú a mí -lo interrumpió haciendo un gesto con la mano indicando que no quería oír su perorata. El hielo de su voz se había derretido-. Llevo todo el día pensando en ello y… quiero pedirte disculpas.

– ¿Disculpas? ¿Por qué?

– Por lo de esta mañana. -Echó los hombros hacia atrás y carraspeó-. Por lo que te dije. Créeme, no pretendía hacerte sentirte incómodo.

– Pero…

– Deja que termine, por favor. -Movió de nuevo la mano y levantó unas cuantas gotas que salpicaron a Cooper-. No se me da bien andarme por las ramas, así que te lo voy a soltar tal y como es, ¿de acuerdo?

– De acuerdo.

– Creo que los dos sabemos que por alguna extraña razón yo me siento atraída por ti.

Cooper decidió pasar por alto lo de «extraña razón» y la instó a continuar.

– ¿Y bien?

– Y eso no justifica mi actitud de esta mañana. Debería haber pensado que te podía molestar. Así que me disculpo y te aseguro, te doy mi palabra de que, incluso en el caso de que la atracción sea mutua, yo no moveré un dedo.

Cooper se la quedó mirando fijamente. «¿Incluso en el caso de que sea mutua?» ¿Acaso no se había dado cuenta de que si él había salido corriendo por la mañana se debía a que también sentía atracción por ella? ¿De verdad pensaba que le había «molestado»?

Por el amor de Dios, Angel no se andaba por las ramas, cierto, pero tampoco era demasiado espabilada a la hora de interpretar las señales.

– Yo… -comenzó, pero se tragó las palabras que lo habrían aclarado todo-. Yo… -repitió mientras se frotaba la barbilla. Sí, mejor no decir nada. De esa forma podría mantenerla apartada de él-. Acepto tus disculpas y admito que me siento mucho mejor ahora que hemos aclarado la situación.

– ¿De veras? -Angel relajó los hombros y se acercó a él-. ¿Todo aclarado?

– Por supuesto. Todo bien -mintió, porque ahora que la volvía a tener cerca y a oler su pelo y su sofisticado perfume no se podía decir que todo estuviera bien ni por asomo.

Desafortunadamente, en aquel momento se sintió más joven, cuando todavía era lo suficientemente imbécil como para creerse invulnerable.

– Pues fantástico -repuso Angel.

– Fantástico -repitió él, mientras apoyaba la cabeza en el borde de la alberca y cerraba los ojos intentando relajarse.

Sin embargo, el silencio resultaba tan violento y tenso como lo había sido antes. Aquella chica tenía que ser obtusa para no darse cuenta de que el aire olía a sexo y de que estaba cada vez más viciado.

Cooper abrió los ojos y la miró. Había cambiado de postura y su rostro quedaba parcialmente a oscuras, pero tenía la boca iluminada y pudo ver cómo sacaba la lengua para humedecerse el labio inferior.

La segunda vez que lo hizo, la segunda vez que su lengua recorrió de un lado a otro el carnoso labio inferior, a Cooper se le secó la boca.

– Fantástico -murmuró Angel.

A Cooper le pareció gracioso el tono contrariado en que pronunció aquella palabra, pero no reaccionó. Estaba absorto en el brillo de sus labios, lamidos una vez más, y solo era capaz de sentir la suave corriente de calor que volvía a alojarse en su entrepierna.

No se oía más que la respiración de ambos y parecía como si la tensión en el ambiente los estuviera acorralando. Nada de noche abierta a la luz de las estrellas; la atmósfera allí y en aquel momento era de íntima oscuridad. Y en su interior Cooper y Angel, a solas. Cooper cerró los ojos y se concentró en la respiración de la mujer, en la densa nube que formaba su embriagador perfume.

Inhaló profundamente, sintió que su pulso se disparaba y se preguntó si era posible que Angel no notara la corriente sexual que fluía entre ambos.

– Quizá tuvieras razón -dijo entonces Angel-. Quizá uno de nosotros debería marcharse.

– Sí.

Pero… no. Ya casi se había olvidado de lo agradable que todo aquello resultaba, del suave incremento de la turgencia, de la urgencia.

– Pero… yo no creía, no sabía que…

– No quería que te fueras -murmuró Cooper, deseando haber sido capaz de decirlo antes.

Un año atrás habría disfrutado de los preliminares, del camino que mediaba entre la atracción, su aceptación y la consiguiente excitación. Si aquello hubiese estado ocurriendo el año pasado, en aquel momento él se le acercaría, lamería su boca y le acariciaría los pezones. La besaría, la tocaría, la llevaría a la cama y al día siguiente se levantaría con una sonrisa en los labios.

Sin embargo, aquella noche dormiría solo.

Cooper se sentía tan desgraciado que se acercó un poco. Solo una caricia, se dijo, solo una. El rumor del agua puso a Angel sobre aviso.

Cuando la mano de Cooper estaba ya muy cerca, Angel lo agarró por la muñeca y lo detuvo.

– Oye, oye, oye. Pero ¿qué está pasando aquí?

Cooper rió, aunque todavía dominado por la imperiosa necesidad de acariciarla.

– No eres tan inocente, ¿no?

Angel lo asió con fuerza.

– A los seis años ya era una cínica.

– Entonces ya te habrás imaginado que yo también creo que tienes un cuerpo impresionante. -Qué diablos, si había llegado hasta allí ¿por qué no decirlo todo?-. Tienes que haberte dado cuenta de que la atracción no es solo por tu parte, Angel.

Cooper notó que la mujer contenía la respiración.

– Entonces tenemos un problema.

– No veo por qué. -Decidió que ya no iba a darle más vueltas, que lo único que quería era algo de contacto: su piel sedosa contra la de él, aquellos labios, suaves y húmedos, contra los suyos. Solo un beso-. Tienes el suficiente autocontrol, ¿no es así?

– Por supuesto que tengo autocontrol -espetó-. Lo que no se puede decir de ti, por lo que veo.

– Vamos, cariño, tengo razones de sobra para no dejar que esto llegue demasiado lejos.

– Las mías son mejores. -Le soltó la muñeca y en el mismo movimiento se alejó de él-. Enrollarme con el protagonista de mi artículo va en contra de mi ética profesional.

– Tu protagonista es Stephen Whitney. -Cooper se puso de pie y se acercó a ella-. No yo.

Angel sacó una mano del agua y la apoyó contra su pecho para detener el avance.

– Stephen Whitney y tú. Son dos artículos. Ahora que sé quién eres también quiero escribir uno sobre C. J. Jones.

Cuando oyó su nombre y observó la determinación en el rostro de Angel, Cooper pareció entenderlo todo.

La excitación desapareció. El deseo se esfumó. Solo quedaba el arrepentimiento y la sensación de fatalidad a la que tanto le estaba costando acostumbrarse.

– No puedes escribir un artículo sobre C. J. Jones -dijo con pesar mientras salía por primera vez a la zona iluminada.

– Vamos -repuso Angel. Aquel tono persuasivo, junto con su belleza y aspecto inocente debían funcionar sin excepción con cualquiera-. C. J. Jones es noticia…

En aquel momento Angel dirigió la mirada a su pecho. Ahora se ha fijado, pensó Cooper. Los más de veinte centímetros de cicatriz que le dividía el tórax estaban amoratados y parecían recientes. Angel se quedó boquiabierta.

Su evidente sorpresa hizo que Cooper se apresuraran salir de la alberca, sin importarle que lo viera desnudo. En realidad, ya había visto lo peor. Sin decir palabra se ató la toalla a la cintura y se dirigió a la puerta. Antes de salir, dio media vuelta y observó que ella lo seguía mirando, con la expresión de asombro todavía reflejada en el rostro.

– Verás, Angel. No puedes escribir un artículo sobre él porque… -Dudó unos instantes y finalmente decidió que no tenía sentido intentar suavizarlo-. Porque C. J. Jones está muerto.

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