Angel creyó que a Cooper Jones le iba a dar un ataque al corazón. Durante un instante se quedó inmóvil, con el pelo y la ropa ondeando al viento. Pero entonces parpadeó -no llevaba gafas y Angel se fijó en sus ojos pardos- y pareció volver en sí.
– ¿Te quedas…? -comenzó a decir.
– En tu hotel. -Angel terminó por él la frase.
El padre Charles era un hombre al que se le podía extraer información con facilidad, y Angel no tardó más de tres segundos en averiguar que los hermanos Jones habían crecido en la zona y que Cooper se hacía cargo del hotel en el que se quedaba. No había sido un buen augurio, pero Angel no estaba dispuesta a dejar que ningún augurio, y mucho menos uno relativo a un hombre, se interpusiera en sus planes.
– Mi hotel -dijo Cooper lentamente.
– Eso es -respondió ella-. Tranquility House.
El nombre era, en su opinión, un poquito cursi. No parecía el sitio en el que disfrutar de agradables pedicuras exfoliantes ni de masajes con aceites de hierbas a no ser que… ¡oh, no!, a no ser que fuera Cooper Jones quien los diera.
Ante esa idea, instintivamente se apartó de él. Cuando, un rato antes, aquel hombre había tocado su hombro, Angel había sentido cómo su cuerpo se estremecía de arriba abajo.
– Así que te quedas en Tranquility House -repitió Cooper. El viento cambió de dirección y le apartó el pelo de la cara-. Y, ¿por qué, exactamente?
Ahora que se había quitado las gafas de sol y que el pelo ya no le cubría la cara, Angel se dio cuenta de que tenía el rostro enjuto, como el resto del cuerpo. Tenía las cejas oscuras y pobladas, los pómulos marcados y una nariz de perfil arrogante que le daban la apariencia de un noble italiano. Un noble vehemente, suspicaz y por algún motivo… familiar.
– ¿Angel?
El porqué, recordó. Le había preguntado por qué se iba a quedar. Un poco aturdida al volver a pensar en la pregunta, a Angel le costó dar con una respuesta inteligente, no la encontró, se atascó, y optó por obsequiarle con una de sus mejores sonrisas.
– Conque por qué, ¿eh? ¿Y por qué no?
Cooper aguzó la mirada, en actitud todavía más vigilante.
Estupendo. Sus sonrisitas no iban a funcionar con él, debía recordarlo. Entonces ¿cómo se suponía que tendría que tratar con aquel tipo? Los hombres nunca desconfiaban de ella. Normalmente su melena, su sonrisa, o la combinación de ambas era más que suficiente para conseguir lo que quería. Su carita aniñada y su cabello hacían que los hombres se convirtieran en auténticos sementales, o como mínimo, conseguían no levantar ningún tipo de sospechas.
Aquel hombre era distinto.
Angel miró al padre Charles con la esperanza de que la rescatara, pero el señor de la túnica escogió aquel poco oportuno momento para alejarse. No le quedó más remedio que volver a mirar a Cooper, que todavía tenía los ojos clavados en ella a la espera de una respuesta.
– Verás -contestó con aire de frustración. No tenía previsto hablar de aquello allí y en aquel momento, pero se había quedado sin excusas-. Soy escritora, ¿vale? De una revista.
– ¿Eres periodista? No me extraña que sintiera repelús -le pareció oír que dijo Cooper.
¿Repelús? Bueno, tampoco era demasiado buena señal. En general a la gente le gustaba la prensa, a no ser que tuviera algo que esconder, claro está. Pero ¿qué tendría que esconder el gerente de un hotel?
Entonces dio con la explicación.
– Oye, no te espantes -respondió con intención de aliviar su preocupación-. No soy de la revista Vacation, Getaway, ni de ninguna otra publicación de viajes.
Cooper parpadeó sorprendido.
– ¿Qué? ¿De qué me estás hablando?
– No estoy aquí para escribir un artículo sobre Tranquility House -le aseguró.
Cooper parpadeó de nuevo.
– Tranquility House no me preocupa en lo más mínimo.
El viento había vuelto a soplar y el pelo le cubría otra vez el rostro. El hombre se pasó los dedos por la cabeza en un rápido movimiento para mantenerlo apartado mientras le hablaba.
– Quien me preocupa eres tú.
Angel se sintió de nuevo aturdida por lo que le acababa de decir, pero pronto entendió el significado de aquellas palabras. Que no se fiaba de ella, vaya, y que le estaba siendo del todo claro.
Suspiró y trató de ser sincera, pues era más que evidente que su carita de niña mona no conseguiría que Cooper bajara la guardia.
– Soy redactora de la revista West Coast y estoy aquí para escribir un artículo en profundidad sobre Stephen Whitney.
– ¿De la West Coast?
Si le hubiera dicho que trabajaba para la Military Times su expresión no habría sido de mayor asombro.
– Eso es -respondió secamente.
Por lo general, a los hombres les costaba creer que escribiera para una publicación de prestigio, pero, por algún motivo, la sorpresa que mostraba aquel individuo le causó gran irritación. Si no iba a quedarse pasmado ante la delicadeza de su feminidad, lo mínimo que podía hacer era asumir que debajo de la melena tenía un cerebro.
– ¿Tan difícil es de creer?
Un atisbo de sonrisa se asomó a la comisura de sus labios.
– Tranquila, tranquila. ¿Te sentirías mejor si me enseñaras tu acreditación?
Angel le dirigió una mirada gélida y alzó la cabeza.
– No la traigo.
Solo durante un instante, Cooper sonrió. Fue en ese mismo instante cuando Angel se dio cuenta de que lo conocía de algo, pero entonces el hombre meneó la cabeza y dirigió la mirada al océano.
Angel miró en la misma dirección. La terraza daba a una estrecha bahía que se abría al Pacífico y proporcionaba una vista panorámica de la costa salvaje. Si el día era claro, desde allí se podían ver los kilómetros de acantilados escarpados que se habían convertido en una postal de California casi tan famosa como la del puente Golden Gate. Pero incluso en aquel momento, con los colores del cielo y las vistas difuminadas por la niebla, la escena era maravillosa.
Angel pensó que aquel paisaje podría servir de inspiración a un artista, pero no de excusa para olvidar a una hija que lo necesitaba.
Cogió la pamela con fuerza.
– Quizá puedas presentarme a tu hermana. Puedo escribir basándome en su versión, o en la tuya, si lo prefieres. West Coast quiere explorar el mundo de Stephen Whitney y hacérselo llegar a nuestros lectores. Si conoces la revista…
– La conozco. -El hombre se volvió y se acercó a ella. Se acercó demasiado-. Y me da la impresión de que en lugar de estudiar a la gente, lo que hace es sacar a la luz los trapos sucios.
Angel consiguió responder a aquello con una amable sonrisa.
– La revista publica historias de todo tipo.
– Ah, ¿sí?
– Sí.
Hizo un rápido repaso mental de los últimos artículos que había escrito y añadió:
– Una vez escribí sobre un filántropo que prometió que instalaría guarderías en todos los centros educativos hasta llegar también a la universidad. -Por supuesto, Angel no mencionó que en su artículo escribió también que el viejo verde se olvidó de la propuesta y se fundió el dinero en la conejita que se convirtió en su quinta esposa-. Y el mes pasado escribí uno sobre el equipo femenino de lanzamiento de disco. -Un reportaje totalmente inocuo, y muy inspirado, como se decía a sí misma-. Estoy hablando de deportistas, no de cantantes, ya sabes.
– Ya sé de qué estás hablando.
Se acercó a ella y enredó un mechón de su melena entre los dedos.
– Todo aclarado, entonces.
No podía sentir sus caricias y se recordó que el pelo no tenía terminaciones nerviosas. Igual que las uñas, o… las pezuñas de los caballos. Quizá fuera esa la razón por la que sentía el corazón como un yegua desbocada que, al galope, intentaba zafarse del semental dominante.
Pero ¿qué es esto?, pensó. ¿Yeguas y sementales? Angel, haz el favor de controlarte.
Pero Cooper seguía agarrándola por el pelo, haciendo fuerza mientras ella intentaba separarse de él. No le hacía daño, pero aquella situación no le parecía de lo más prudente.
– ¿Hay algún problema con la idea? -preguntó sin más preámbulos-. ¿Por qué tendrías que oponerte a un artículo sobre tu cuñado?
– No es eso. -Desvió la mirada y siguió jugueteando con su pelo, pensativa-. De hecho, podría estar bien, podría ser útil.
¿Útil? Angel pensó en aquella palabra durante un instante, pero después abandonó la idea.
– Pues estamos de acuerdo, entonces. ¿Le hablarás de mí a tu hermana?
– ¿De ti? -Cooper volvió a mirarla-. Ah, sí, que estás aquí -dijo como si Angel le provocara mal sabor de boca.
Era suficiente. Angel se agarró el mechón y tiró de él para que lo soltara. Una vez conseguido su objetivo, se alejó de Cooper.
Entonces, recordando que el encanto había sido siempre uno de sus mejores aliados, suavizó el tono de voz y volvió a esbozar una sonrisa.
– Bueno, seguro que has oído hablar de la libertad de prensa. No necesito tu permiso para escribir sobre Stephen Whitney.
Cooper arqueó las cejas.
– ¿Sabes algo sobre Big Sur?
Angel se encogió de hombros, prometiéndose a sí misma que lo iba a averiguar tan pronto como regresara a su habitación.
– Es una zona privada -dijo Cooper-. Reservada. Y su gente aún lo es más. Si les pedimos a nuestros vecinos que te echen, lo harán.
Angel contuvo un suspiro. Aunque no dudaba de su capacidad de sonsacar información incluso en situaciones adversas, lo cierto era que todo resultaba mucho más fácil cuando la gente se mostraba dispuesta a hablar.
– No entiendo por qué tanta cautela -gruñó en voz baja.
Pero Cooper la oyó, porque mientras le acariciaba la mejilla, preguntó:
– ¿No lo entiendes?
La pregunta se quedó colgando en el aire y Angel casi sin respiración. Oh, no, ¿sería posible que Cooper hubiera notado la atracción que ella había sentido por él en la iglesia? ¿El temblor que le había causado el contacto de su mano en la piel?
Sin embargo, antes de que pudiera encontrar las respuestas, él se volvió bruscamente.
– Los periodistas sois… unos impertinentes.
– Sí -admitió, respirando ya mejor-. Entrometidos, diría yo. Pero a la gente le gusta hablar sobre sí misma y a los que escribimos nos gusta escuchar.
– Y os gusta preguntar, quizá demasiado.
Angel aguzó la vista. Si no se equivocaba, Cooper hablaba por experiencia. Interesante, muy interesante. El señor gerente de hotel debía de haber tenido algún encontronazo con la prensa.
Cooper se dio la vuelta y la miró de nuevo.
– ¿Acaso a ti te gustaría que alguien se metiera en tu vida, en tu pasado?
Sin dudarlo ni un momento, Angel respondió:
– Mi vida es un libro abierto.
– ¿Ah, sí?
– Por supuesto. -Hizo un estudiado gesto de despreocupación con la mano-. Pregúntame todo lo que quieras.
– Bien. -Cooper se plantó delante de ella y cruzó los brazos-. ¿A qué escuela fuiste?
– Me gradué en el colegio Bay, en San Francisco. -No había necesidad de mencionar los otros siete a los que había asistido antes de que ella y su madre se escaparan a Europa-. Me licencié en periodismo y mientras estudiaba la carrera estuve haciendo prácticas en la West Coast durante dos años. Al final me contrataron y llevo allí desde entonces.
– ¿Tienes familia?
Desde siempre, ese tema lo había tratado muy por encima.
– Durante mucho tiempo fuimos mi madre y yo. -Cierto-. Entonces ella se casó de nuevo y se trasladó a París.
– ¿Te llevas bien con tu padrastro?
Angel se encogió de hombros.
– Por supuesto. -Al menos no abandonó a su madre como lo hizo Stephen Whitney. Ni le hizo daño, como aquel otro cabrón con el que estuvo un tiempo casada.
– ¿Te gusta tu trabajo?
– Me encanta.
Cada vez que Cooper se quedaba en silencio, Angel le dedicaba una de sus amables sonrisas.
– ¿Ves qué fácil resulta responder a las preguntas? Está tirado.
– Todavía no he terminado.
Volvió a guardar silencio y Angel comenzó a ponerse nerviosa.
– ¿Estás casada?
Fue curioso lo mucho que la desconcertó una pregunta tan sencilla. En referencia a ese tema no tenía nada que ocultar, pero en aquel momento creyó que responder la verdad no sería una buena idea.
Tenía la extraña sensación de que lo conocía de algo y solo con mirarlo notaba un agradable cosquilleo.
– Pues… no -acabó por confesar.
– ¿Comprometida?
Como el anular de su mano izquierda estaba desnudo como el culo de un bebé, creyó que tampoco tenía sentido mentir en aquello.
– No.
– ¿Sales con alguien?
– No -repitió por tercera vez, mientras se miraba los zapatos, sintiéndose estúpida.
La compañía masculina que había tenido más cerca en los últimos tiempos había sido, sin contar a Tom Jones, el gato, la de los artículos sobre citas que leía en Glamour, Mademoiselle y Cosmopolitan.
– Entonces esto no va a funcionar -respondió Cooper.
Angel alzó la cabeza.
– ¿Qué quieres decir?
– Otra persona, quizá. Otra periodista, pero no tú. -E hizo ademán de marcharse.
Angel lo agarró por el brazo. Se había quitado la chaqueta del traje y, por un momento, Angel desvió su atención al calor que emanaba de su piel a través del suave tejido de la camisa. Ropa cara para alguien que trabaja en el sector de los servicios, pensó mientras le apretaba el brazo con los dedos.
– Otro periodista de West Coast o de cualquier otra publicación no contará la historia como lo haré yo.
– Angel…
– Será una exploración extensa y profunda sobre el arte de este hombre. Sobre el porqué de su inmensa popularidad, sobre qué lo inspiraba, sus motivaciones. Escribiré sobre su vida.
Angel esperaba que su voz no sonara tan desesperada como en realidad se sentía.
– Y escribiré también sobre lo que dejó atrás, sobre a quiénes dejó atrás.
– No…
– … vamos a rechazar su oferta sin haberlo considerado -terminó la frase una voz de mujer.
Angel se volvió sobresaltada. Era Lainey Whitney, la viuda del artista que, sonriendo levemente, con gesto cansado, dijo:
– He recibido una llamada de su directora. Hace años que conozco a Jane. Dice que escribirá un buen artículo.
Haciendo un esfuerzo por no pensar en la mujer que lo seguía por el camino a través del bosque, Cooper se cambió el equipaje de mano y maldijo la amabilidad de su hermana, que no solo había accedido a cooperar en el artículo de Angel Buchanan, sino que le había ofrecido también sus servicios para que la acompañara hasta Tranquility House. Angel parecía encantada con el doble ofrecimiento de su hermana y seguía sonriendo cuando bajaron del coche. Aquella sonrisa desarmó a Cooper y consiguió que se ofreciera a ayudarla con el equipaje.
Llevaba de todo. Bolsas, mochilas, maletas. Cooper llevaba tres mochilas colgadas y una maleta en cada mano. El peso hacía que avanzara lentamente por el camino poco iluminado que llevaba al hotel. Tras él, Angel tiraba de una maleta con ruedas del tamaño de un buque.
– ¡Vaya! Aquí huele de maravilla. Son los árboles, ¿verdad?
Cooper no se molestó en responder, porque, por encima del aroma de los helechos y las secuoyas, lo que él olía era su perfume de mujercita de ciudad que le trajo a la memoria agradables recuerdos, como el tintineo de los cubitos contra el vaso en las fiestas, la tensa sensación en el estómago que sentía en el ascensor que lo llevaría a la sala de juicios de su próximo caso o el placer efímero de que una mujer lo adelantara por la calle proporcionándole con su prisa una hermosa visión de su torneado trasero embutido en un elegante traje chaqueta.
Por primera vez en meses, sintió el deseo de fumar un cigarrillo.
Cooper reprimió una blasfemia y aceleró el paso.
Angel también lo hizo, resoplando por el esfuerzo.
– Nunca había estado aquí. Parece como si nos hubiera engullido la naturaleza.
Esa había sido precisamente la intención de los abuelos de Cooper; conseguir que sus huéspedes se dieran cuenta de que la gente pertenecía a la naturaleza y no al revés. Sin embargo, Cooper no quería que Angel descubriera lo que Tranquility House y Big Sur podían ofrecerle, sobre todo cuando lo que pretendía era alejar a la señorita Buchanan de los asuntos de su familia.
– Crecer aquí debe de ser una experiencia como las de Huckleberry Finn o La isla del tesoro; ya sabes: piratas, naufragios y sirenas.
Cooper emitió un gruñido. Sí, haber crecido jugando entre el bosque y el océano había sido idílico, pero más tarde le tocó ser el hombre de la familia y el juego se convirtió en jornadas de trabajo de veinticuatro horas soportadas a base de grandes cantidades de café y demasiados cigarrillos, que pasaron a formar parte de su rutina diaria.
– Sacaré fotos preciosas de la zona para acompañar el artículo.
Angel seguía hablando con pasión, alimentada por algo inexplicable. Por los nervios, quizá, pues ambos sentían algo extraño cada vez que se quedaban a solas.
Algo extraño. Ya. Cooper no estaba tan alejado del mundo como para no recordar la sensación que produce la atracción sexual que surgía entre dos personas. Aquello, junto con la desconfianza que por su profesión sentía hacia los periodistas, hacía que no quisiera que Angel escribiera el artículo por mucho que su familia no estuviera dispuesta a dejar pasar una buena ocasión para hacerse publicidad.
Pero el deseo sexual que flotaba en el aire podría distraerlo fácilmente del arduo trabajo de asegurarse de que la prensa describiera a su cuñado de la manera apropiada. Entre las empresas de Whitney destacaba el registro de la marca Artista del Corazón y el uso de ciertas imágenes de sus cuadros en todo tipo de objetos, desde adornos navideños hasta arreglos florales.
Era necesario que el nombre de Whitney permaneciera inmaculado y que la gente lo siguiera recordando. De no ser así, nadie encargaría ramos ni compraría sacos de dormir Artista del Corazón, y no se generarían ingresos para sus hermanas y su sobrina.
– ¿Sabes? Sigo pensando que te conozco.
El comentario de Angel lo devolvió a la realidad y Cooper dio un traspié.
– ¿Es posible que hayamos coincidido en algún lugar?
Sin volverse para mirarla, negó con la cabeza.
– ¿Estás seguro?
La luz era suficiente para que Angel lo viera con claridad, así que el hombre se limitó a volver a menear la cabeza.
Finalmente llegaron al primero de los edificios que formaban Tranquility House. El complejo consistía en dos docenas de cabañas estucadas ocultas entre la espesura de los árboles para proporcionar intimidad pero a una distancia no demasiado alejada de un claro cubierto de césped, y próximas a un enorme edificio en el que se encontraba la cocina, el comedor, el dispensario y las oficinas.
– ¿Son estas las cabañas en las que guardan la ropa de cama? -preguntó Angel mientras aminoraba la marcha-. Me gusta dormir con varias almohadas. ¿Tengo que pedirlas o puedo entrar y cogerlas? ¿Y qué me dices de la tintorería?
Angel levantó la vista y la fijó en los altos árboles que la rodeaban.
– Debéis de necesitar antenas parabólicas para poder ver la televisión. Y cuando estábamos en el hotel tuve problemas de cobertura, ¿qué tal funciona tu móvil aquí?
Cooper se detuvo y la miró fijamente. Almohadas, tintorería, móviles y antenas parabólicas. No pudo evitar sonreír. Aquello iba a ser divertido. O aún mejor, iba a ser fácil.
Angel no se quedaría mucho tiempo.
– ¿Y bien? -preguntó a medio camino entre la sorpresa y la impaciencia-. ¿Me vas a responder o te vas a quedar mirándome en silencio como si te hiciera gracia lo que te pregunto?
La oscuridad los rodeaba, pero la luz de una cabaña cercana permitía leer a la perfección uno de los carteles que había colgados por todo el complejo. Cuando Cooper soltó las bolsas y se acercó a ella, la expresión de Angel era de confusión.
El hombre la agarró por la muñeca, hizo que soltara la correa de la maleta y la cogió por los hombros para situarla justo enfrente de la señal de madera. Angel emitió un ruido ahogado y no opuso resistencia. En el cartel se leía: Reglas de Tranquility House.
Quizá porque no se podía creer lo que veían sus ojos, Angel leyó en voz alta aquellas palabras. «Por favor, respeten los sonidos de la naturaleza. Se prohíbe el uso de radios, televisiones y teléfonos móviles.» Cuando leyó la última de las reglas, Angel se dio la vuelta como una exhalación y miró a Cooper con expresión aterrada.
– ¿Cómo que «prohibido hablar»?
Una sonrisa sardónica fue lo único que obtuvo como respuesta.
No sabía si se debía a la estupefacción o al efecto que aquella sonrisa había ejercido sobre ella, pero la cuestión es que Angel no volvió a decir palabra hasta llegar a su cabaña. Y allí empezó lo realmente divertido. Cooper le cedió el paso, lanzó sus bolsas a un lado y cerró la puerta tras de sí.
Se la quedó mirando mientras sus ojos paseaban por las paredes pintadas de blanco, por la chimenea, la pila de troncos que había junto a ella y la pequeña cama cubierta por sábanas blancas, una manta de lana gris y coronada por una única almohada.
El silencio duró un par de minutos tras los cuales Angel miró a Cooper con expresión esperanzada.
– La revista correrá con los gastos necesarios para dejar la habitación en condiciones.
Cooper hizo un gesto de desaprobación.
– ¿Esto es cuanto hay?
Cooper asintió.
– ¿Me estás diciendo que no hay salón de belleza?
Otro gesto negativo.
– Y encima… ¿no puedo hablar con nadie?
Angel estaba tan abatida que le costaba mantener la expresión de seriedad.
– Es un lugar de retiro. No está permitido hablar en el edificio comunitario ni en ninguna zona. Pero puedes hablar cuanto quieras dentro de tu cabaña.
– Lugar de retiro. -Angel repitió aquellas palabras lentamente, como si no las hubiera oído antes-. Esto no es un complejo turístico, es un lugar de retiro.
Cooper se esforzó por contener una risotada.
– Efectivamente. No es un complejo turístico.
Angel entrecerró los ojos.
– Estás disfrutando, ¿verdad?
Lo cierto es que Cooper estaba disfrutando como un niño. Aquello significaba que no tenía por qué preocuparse; sin duda, aquella austeridad franciscana haría que Angel diera media vuelta y regresara muy pronto a casa. Al día siguiente, con toda probabilidad. O, en el peor de los casos, si la mujer decidiera quedarse, la mantendría recluida y alejada de él y de su familia.
Cooper se esforzó por borrar la expresión de petulante satisfacción de su rostro y abrió la puerta del pequeño armario que había en la habitación.
– Tranquila. No está todo perdido.
Tiró de algo que estaba en el estante superior y se lo entregó como si de un precioso regalo se tratara.
– Aquí tiene otra almohada, señorita Buchanan -dijo con solemnidad-. Acéptela como agasajo de bienvenida a Tranquility House. Y por favor, si necesita algo más de mí no dude en hacérmelo saber.
Angel volvió a dedicarle una mirada suspicaz que transmitía algo difícil de definir; un plan, quizá, o tan solo ganas de sexo, teniendo en cuenta el «si necesita algo más de mí no dude en hacérmelo saber» que él le acababa de endilgar.
Mierda, pensó Cooper. Aunque la sensación le resultaba sorprendente, lo cierto era que quien tenía ganas de sexo era él. Comenzó a notar un intenso calor en la entrepierna a la vez que su imaginación volaba y hacía que fantaseara con aquel ángel desnudo en la cama, la melena esparcida sobre una de las almohadas y la otra colocada debajo de su desnudo trasero. Se imaginó su boca recorriendo lentamente el trecho que iba desde la garganta hasta…
– Sabes, hay algo en ti que… -La voz de la mujer tenía tono de haber estado maquinando algo.
Sí, no cabía duda de que aquella mirada escondía algún tipo de maquinación que nada tenía que ver con el sexo. El calor que notaba cesó y el corazón le volvió a su ritmo habitual, lo cual, probablemente, llegaría a ahorrarle muchos problemas.
– Me voy -dijo intentando que no se le notara lo que había estado imaginando, y recordándose que pronto se libraría de ella-. Pero antes, hay algo más…
– ¿Sobre el menú de mañana?
El angelito aún creía que estaba en un complejo hotelero.
– Las comidas se sirven en el edificio comunitario, el más grande, seguro que lo encuentras. Pero quien lleva ese tema es Judd, así que no te puedo dar detalles sobre la comida.
Angel suspiró con gesto apesadumbrado.
– Está bien, me apañaré con lo que haya.
Cooper se aclaró la garganta.
– Bueno, esa actitud está bien porque… en Tranquility House tenemos una política un tanto férrea. Te las vas a tener que apañar también sin todo aquello que necesite pilas o electricidad.
Desvió la mirada hacia uno de los maletines que había cargado hasta allí.
– Como el portátil, por ejemplo.
– ¡No! ¡No me puedes quitar el ordenador!
– Lo lamento, pero esas son las reglas y no han cambiado desde que mis abuelos construyeron este lugar. Si tienes que escribir te puedo traer papel y bolígrafos.
– Ya tengo papel y bolígrafo -respondió Angel frunciendo el entrecejo. Tras un instante de duda, le hizo un gesto con la mano y añadió-: Está bien, todo tuyo.
Cooper se agachó para coger el maletín y Angel aprovechó para dar una patada a la enorme maleta con ruedas y desplazarla hasta un rincón de la habitación.
– ¿Tienes algo más? -preguntó Cooper.
– No, solo el portátil.
– ¿Algo más que funcioné con pilas o electricidad?
– Nada -respondió evitando mirarlo a los ojos.
Cooper se aclaró de nuevo la garganta.
– Creo recordar que mencionaste un teléfono móvil.
Angel meneó la cabeza y musitó:
– Soy una bocazas. -Entonces se acercó a otra de las bolsas, lo sacó y lo puso sobre la mano abierta de Cooper-. Aquí lo tienes. ¿Satisfecho?
– Si no tienes nada más -añadió en tono suspicaz.
– No.
– ¿Ah, no? Angel, soy un hombre pero tengo dos hermanas.
– No sé de qué me estás hablando -respondió apartando la mirada.
– Vamos, todas las mujeres que conozco tienen uno. Seguro que tú también traes…
– ¡Está bien! -admitió airada y algo azorada-. Pero no me puedo creer que tengas la poca vergüenza, la poquísima vergüenza de pedírmelo.
– ¿Pedirte el qué?
– Ya sabes… -comenzó a decir con inocencia-. Mi vibrador.
¿Su vibrador? La sorpresa inicial pronto cedió paso a nuevos pensamientos obscenos. Un vibrador. La imagen de Angel y su vibrador hizo que Cooper volviera a notar un calor y presión creciente en la entrepierna y a sentirse…
Estúpido.
– He estado a punto de caer -repuso con gesto de incredulidad-. Casi me lo creo.
Angel se quedó boquiabierta.
– No lo niegues. Supongo que sabes que me refería a tu secador. Venga, dámelo, cariño.
Angel se disponía a responder cuando Cooper posó un dedo sobre sus labios y le cerró la boca.
– Lo siento. Son las reglas. Las aceptas o te marchas.
Entre gruñidos de indignación se acercó a otra de las bolsas y tras hurgar en ella sacó el secador más grande que él había visto en su vida. Solo la boquilla era del tamaño de un repollo.
– Pero ¿qué demonios es eso? Eso no es un secador, es un arma de destrucción masiva.
Si las miradas mataran, Cooper habría sido fulminado.
– No te burles nunca de los utensilios para el pelo -bufó mientras lo apuntaba con el secador-. Me voy a vengar por esto, ya verás.
Sí, cariño, castígame largándote de aquí, pensó. De esa forma su familia, su identidad y su salud quedarían a salvo.
– ¿No quieres que te indique cómo llegar al hotel más cercano? -ofreció.
Cooper notó que Angel estaba a punto de empezar una discusión sobre aquel tema. En un intento de calmarla le dedicó una sonrisa tranquilizadora.
– O si lo prefieres te indico el camino de vuelta a la carretera que lleva a la ciudad.
Angel se tensó.
– ¿Y dejar que te salgas con la tuya? Ni hablar -espetó, con mirada desafiante.
– Espera, espera, hazme el favor de esperar un momentito.
Angel se le acercó; la melena le cubría los hombros y su embriagador perfume flotaba en el ambiente.
De hecho, era tan embriagador que las palabras de Angel lo pillaron desprevenido.
– ¡Ya sé de qué te conozco! -exclamó, con un brillo diabólico en la mirada que aniquiló al angelito que había visto en ella hasta entonces-. Conque es aquí donde llevas escondido desde el año pasado. ¡Tú eres «la bestia negra de los tribunales», C. J. Jones, el abogado más tenaz, despiadado y que más casos ha ganado de todo San Francisco!