8

Judd acababa de sentarse a la mesa de la cocina cuando Lainey entró por la puerta trasera portando una caja de cartón. Levantándose de inmediato, le quitó el bulto de las manos y le dio un beso de bienvenida en la mejilla.

– Buenos días, Judd -saludó Lainey, dándole unas palmaditas en la cara por respuesta.

Era de estatura un poco más baja y de líneas un poco más redondeadas que Beth. La broma familiar siempre había consistido en que Beth se había quedado con la elegancia y Lainey con el artista.

La recién llegada se volvió hacia su hermana gemela, que sacaba ya una tercera taza de un aparador.

– Buenos días también para ti, Beth.

En los labios de Beth apareció un leve rastro de sonrisa.

– Vaya, Lainey, ¿qué hay en esa caja?

– Muestras de los últimos productos Whitney de la compañía que se quedó con las licencias. -Aceptó el café que le ofrecían y se sentó en una silla, al lado de Judd-. Me quedé con algunos y supuse que tú querrías el resto.

Beth se dio la vuelta y llenó su taza de café.

– Claro, gracias -dijo.

Judd no podía dejar de notar la nueva tensión que se había instalado en los hombros de Beth. Había estado particularmente pendiente de ella, de cada respiración, movimiento o emoción, desde la fatídica mañana en que había reinstaurado la costumbre de tomar café, la semana anterior. Desde entonces, la había visitado todas las mañanas buscando la aceptación de los sentimientos que albergaba hacia ella y una indicación que le aclarase qué hacer con ellos.

Pero, por encima de todo, no quería causarle más sufrimiento.

– Esta mañana he estado una hora con Angel Buchanan -anunció Lainey tras darle un sorbo a su café-. Es la cuarta vez que hablamos. Me contó que también te había entrevistado a ti -agregó, dirigiéndose a Judd-. Sigue sin entender que hayas elegido no hablar.

El aludido se encogió de hombros. Les había ido bastante bien solo con papel y bolígrafo.

– ¡Pues yo no pienso hablar con ella! -exclamó de pronto Beth, volviéndose hacia su hermana. Luego, con un tono de voz más sosegado y la mirada perdida, añadió-: Preguntas, preguntas y más preguntas sobre Stephen.

Judd también se había negado a hablar sobre el artista. Stephen nunca le había tenido en muy alta estima, y de nada habían servido sus esfuerzos por hacer que el pintor cambiase de opinión.

Lainey alargó un brazo y le dio a su hermana unos golpecitos de ánimo en el hombro.

– No estás obligada a hablar con Angel, así que haz lo que quieras. -Una pequeña sonrisa le iluminó la cara-. Pero a mí me cae bien, y también a Cooper, a quien me parece que ella le corresponde.

– ¿De verdad? -se sorprendió Beth.

Judd alzó las cejas y miró hacia el techo. No hacía falta ser muy suspicaz para darse cuenta de que entre aquellos dos había química.

– Me dijo que Cooper le había mostrado el acceso a la playa -confirmó Lainey-. Y ya sabes lo que significa eso.

Poco menos que estupefacta, Beth buscó a tientas una silla, la apartó de la mesa y se sentó. Lainey guardó silencio y ambas tomaron largos sorbos de sus respectivas tazas.

Podría decirse que fue Judd el que rompió el silencio, tras coger un bolígrafo y papel. «¿Acceso a la playa?» Él ya lo conocía, por supuesto, pero se le escapaba el significado de que Cooper se lo hubiera enseñado a Angel.

Beth leyó la nota y miró por encima de la mesa.

– Solíamos meternos con él cuando éramos niños; la «cala de amor secreta de Cooper». Estábamos seguras de que llevaba allí a sus novias para…

«Entiendo», escribió Judd, sofocando una mueca.

– En fin -siguió relatando Beth-, le dijimos que acordáramos una especie de señal que debía dejarnos cuando estuviese en la playa con alguna chica. -Sonrió y era la primera sonrisa sincera desde la muerte de Stephen-. Se nos ocurrieron varias, ¿te acuerdas, Lainey?

– Claro que sí -convino Lainey-, desde mensajes en clave escritos con tiza en las rocas de la entrada, hasta calzoncillos ondeando como una bandera en alguno de los pinos.

Beth retomó el relato, adaptándose al ritmo de su hermana.

– Pero Cooper no hacía caso de nuestras burlas y consejos; nos dijo que aquel era su sitio secreto, su lugar especial, y que no quería compartirlo con ninguna mujer que no fuera de la familia.

– Excepto algún día -interrumpió Lainey para concluir-, ¡cuando encontrara a la mujer con la que quisiera casarse!

De nuevo atónitas, las gemelas volvieron las cabezas y se miraron.

– ¿Será posible? -corearon.

Judd no tenía ni idea y, por la simpatía que le tenía a Cooper, optó por no especular, pese a lo cual, no lamentaba las dudas y el regocijo visibles en la expresión de ambas hermanas. Le recordaba tiempos pasados, más felices, y le permitía albergar la esperanza de que todos recuperasen aquel sentido de la amistad y la familia, cálido y relajado, que había existido antes de la muerte de Stephen.

A pesar de que las vidas de Lainey y Beth habían girado en torno al artista, Stephen dedicaba a su arte el grueso de su atención y energías. Se pasaba la mayor parte del tiempo recluido en su torre con sus pinturas y dejaba que el resto de la familia disfrutara de su trozo de paraíso en su ausencia.

Las mujeres bebieron café y suspiraron y luego Lainey miró a Beth con ojos expectantes.

– ¿No vas a abrir la caja? Me gustaría saber qué te parece.

La caja de cartón estaba enfrente de Judd, quien, ante la mirada de Beth, tuvo que levantarse y abrirla y también desechar la repentina intuición de que contenía problemas en su interior. Fuera como fuese, él no era Pandora.

El primer objeto que extrajo era, por cierto, más bien inocuo: un juego de ocho lápices al pastel, cada uno de un color y decorado con pequeñas ilustraciones que evocaban los cuentos de hadas. Se los alcanzó a Beth.

– ¿Qué te parece? -insistió Lainey.

Su hermana no sabía muy bien qué decir.

– Están bien, supongo. -Le devolvió los lápices a Judd-. ¿Por qué no te los quedas tú? Te gustan mucho estas cosas.

Judd aceptó la sugerencia y se los guardó en el bolsillo sin echarles un vistazo. Por supuesto que le servirían de algo; siempre tenía la necesidad de astillas de madera para la cocina de leña de su cabaña.

El siguiente objeto que sacó de la caja era uno de aquellos jabones decorativos que su ex mujer amontonaba en el baño de invitados. Era del tamaño de una mano, de color blanco, y estaba moldeado de un modo extraño, parecido a…

Se lo enseñó a Beth y la expresión de esta, al principio confusa, se perfiló de inmediato.

– Mira, es una uve doble, ¿te das cuenta? -Le dio varias vueltas y luego sostuvo el jabón en alto para que Judd lo examinase-. Es la uve doble de Stephen, la que utilizaba para firmar sus cuadros.

Lo meció en la mano, golpeó la superficie con las yemas de los dedos y luego se lo acercó para olfatearlo.

– Pero no huele como él -agregó.

Sin poder contenerse, Judd se inclinó sobre la mesa y le quitó el jabón de las manos. Beth lo miró con sorpresa pero él la ignoró y llevó el jabón hacia la caja. Luego, con un movimiento corto y airado de la mano, lo dejo caer.

Al llegar al fondo de la caja, el jabón se partió en dos.

De no haber estado callado por propia decisión, el siguiente objeto le habría dejado sin habla. Tratando de permanecer indiferente, alzó por encima de la mesa un pequeño rollo de papel higiénico.

Beth no creía lo que estaba viendo. El papel, con fondo blanco, estaba estampado con dibujos de Whitney, todos ellos de inspiración marina; había conchas, delfines y ballenas grises. Un tanto estremecida, dirigió la vista hacia su hermana.

– ¿No te parece un poco de mal gusto?

Pues sí, un poquito. Judd no solía contener la risa, pero en aquella ocasión se tragó lo que sabía que sería una sonora carcajada.

– Yo también pensé lo mismo cuando lo vi -afirmó Lainey, tras suspirar-. Aunque tuve la esperanza de estar exagerando.

– Pensaba que tú te encargabas de supervisar estos artículos -indicó Beth.

– Sí, pero Stephen ya había dado su aprobación al lote. -Lainey volvió a resoplar-. Y Cooper dice que, habiendo perdido los últimos cuadros y con todo nuestro dinero invertido en las licencias de comercialización, no me queda otro remedio que aceptar lo que me propongan. Supongo que no va a ser mucho peor que esto, ¿no crees?

Visiblemente alterada, Beth le devolvió el rollo de papel a Judd.

– No lo sé. No me imaginaba nada semejante.

Las hermanas se miraron con impotencia y Judd tuvo que esforzarse para no adoptar la misma actitud. La situación económica de ambas no estaba para lanzar cohetes. Beth había sido la representante de Stephen, pero como no quedaban más cuadros, había dejado de recibir ingresos. El dinero que había ahorrado a lo largo de los años -una cantidad muy considerable, según le constaba a Judd- había ido a parar, junto con el de su hermana y su cuñado, al negocio de las licencias.

Cuando se tomó la decisión, Judd había tenido que morderse la lengua para no gritar: «¡Invertid en otra cosa!»; y, diablos, se daba cuenta de que aquella había sido una de las pocas ocasiones en que hubiera sido mejor hablar que callarse.

– Bueno, supongo que por lo menos te gustará el último -le aseguró Lainey a su hermana-. Es la clase de cosa que hará las delicias de quienes aman la obra de Stephen.

Judd rebuscó sin rechistar en la caja y sacó un paquete envuelto en papel. Se lo dio a Beth y observó que la mujer contenía la respiración tras desenvolverlo.

– Tienes razón -exclamó ella-. Es precioso.

Era un tornasol, no mayor que la estilizada mano de Beth. Compuesto con cristales de brillantes colores, representaba el delicado vuelo de un hada.

– Es una colección -informó Lainey-. Hay uno para cada mes del año; este corresponde a enero. Todos representan a esta misma hada rubia, aunque en poses distintas y con otras vestimentas.

Aquella vestía pétalos de flor, en diferentes tonos de azul -desde el zafiro hasta el turquesa-, y estaba de puntillas con los brazos alzados sobre la cabeza y las manos enlazadas, como a punto de echarse a volar.

A veces, incluso Judd tenía que reconocer que Whitney tenía talento.

Beth echó hacia atrás su silla y se puso de pie para situar la pieza a la luz que entraba por la ventana de encima del fregadero.

– Me recuerda a algo -dijo lentamente, con una voz quebradiza-, no sé muy bien a qué.

– A mí me recuerda a la razón por la que me casé con Stephen -terció Lainey, que había cerrado los ojos-. Porque siempre me hizo sentirme así, ya desde el primer beso que nos dimos. A su lado tenía la sensación de que podía volar.

– Sí -murmuró su hermana-, eso es.

Tocado por el tono soñador que Beth había utilizado, el corazón de Judd se hundió como un ancla mientras el hombre la miraba acercarse a la ventana, casi hipnotizada por el centelleo del tornasol.

Lainey intervino con una risa leve y sentimental como si, tras los ojos cerrados, estuviera reviviendo situaciones pasadas.

– Nos veíamos en la cala, ¿sabías? Nunca se lo dije a nadie, pero mientras tú y yo estábamos en el instituto, la cala se convirtió en el sitio íntimo y especial que Stephen y yo compartíamos. -Mientras su hermana hablaba, Beth se quedó inmóvil, con la espalda envarada y la expresión compungida-. Solía meterse conmigo diciendo que temía ir algún día a la playa y que tú estuvieses allí en mi lugar. Tenía miedo de confundirme contigo y besarte, y así dar al traste con nuestro romance. -Se rió con inocencia, como si el beso entre su marido y su hermana le pareciera la más improbable de las ocurrencias-. Por supuesto, se trataba de una broma. Siempre supo distinguirnos, incluso cuando nos poníamos el mismo vestido. Como artista que era, jamás cometería el error de confundirnos.

En ese punto, Beth dio un respingo y el hada de cristal, tras caérsele de la mano, fue a estrellarse contra el fregadero.

Judd se levantó enseguida para evitar que la mujer tocara los cristales con las manos desprotegidas, pero Beth se limitó a contemplar el desastre.

Parecía un arco iris compuesto de lágrimas.

– La he roto -admitió Beth con voz ronca.

Aun con pretensión de consolarla, Judd la miró sin efectuar movimiento alguno. Aunque quemase los lápices, destrozara el jabón o utilizase el papel higiénico de Stephen para limpiarse el culo, Judd no tenía capacidad para deshacer los vínculos que ataban a Beth al artista.

Se obligó a respirar por la nariz manteniendo un ritmo pausado con el propósito de conquistar una paz cuyo disfrute le había llevado a quedarse en Big Sur. Todas las horas de lectura y meditación le habían ayudado a vislumbrar la verdadera naturaleza de las cosas, ¿no era cierto? Y sin embargo, maldita fuera su estampa, en aquel momento la profundidad de su respiración y sus estudios no le servían un carajo.

Aceptar lo que sentía por Beth: eso le parecía posible. Pero nunca sería capaz de aceptar aquello a lo que en aquellos momentos tenía que enfrentarse.

Ni siquiera sabiendo que no había lugar en el mundo al que pudiera ir y convivir con lo que sentía por ella.

Ni siquiera sabiendo que, obviamente, Beth estaba enamorada de su cuñado.

Y todavía le quedaba una vuelta de tuerca más a aquella gran broma cósmica. Judd ya no tenía por qué preocuparse por no hacerle daño a Beth, pues era del todo imposible que le rompiera el corazón.

De eso ya se había encargado Stephen.


En las cercanías del pequeño poblado de Big Sur, en un tugurio llamado El Pozo, Angel se aferraba al teléfono público situado en el estrecho pasillo que conducía a los servicios. A la espera de que acabase el mensaje del contestador automático, grabado por su ayudante, se estiró y oteó a través de una puerta para ver la pista de baile rodeada de mesas y la destartalada barra que estaba detrás.

Había pedido un «Especial de la casa», que era una generosa hamburguesa que incluía los ingredientes al uso, y quería estar presente cuando le sirvieran el jugoso plato acompañado de crujientes patatas fritas. Aquella comida, que ella consideraba decente, era la recompensa por haberse ceñido al reportaje y a la objetividad durante diez días. Sí, estaba celebrando el triunfo de sus habilidades como periodista.

Al oír la señal, Angel apoyó el hombro en los paneles de madera, vulgares y gastados, que forraban la pared.

– Soy Angel. Cuando vayas a la reunión del consejo editorial, por la mañana, hazle saber a Jane que habré acabado todas las entrevistas dentro de un par de días.

Había hablado durante varias horas con Lainey Whitney, un poco menos con Cooper y Judd, y luego con personas de la zona que habían sido vecinos de Stephen durante mucho tiempo.

– Aun así, me gustaría tener una conversación con la gemela de la viuda -dijo Angel por el auricular-, y también con Katie, la hija de Stephen Whitney. De todas formas, dile a Jane que todo va bien, que todo está bien.

«Bien» servía para describirlo, pensó tras colgar el teléfono. Estaba bien que tras la primera entrevista con la viuda hubiera recuperado la imparcialidad periodística. Estaba bien haber pasado los últimos días tan pancha, elaborando un perfil exhaustivo del pintor y al mismo tiempo haberse olvidado de que el pintor en cuestión resultaba ser su padre. Y estaba bien que no hubiera descubierto el más mínimo detalle que pusiera en entredicho la imagen de hombre de familia sin tacha que se le adjudicaba al Artista del Corazón.

Daba la impresión de que solo se había fallado a sí misma.

Sacudió la cabeza con la pretensión de que aquel pensamiento no echara raíces. Ella era una periodista y Stephen Whitney el objeto de su reportaje, nada más. ¿No se lo había demostrado a sí misma durante los anteriores diez días, por no hablar de la última hora? Le había hecho falta una buena dosis de imparcialidad profesional para aguantar una descripción con pelos y señales a cargo de la primera persona en llegar al accidente en que el pintor había perdido la vida.

Bueno, tal vez hubiera flaqueado una o dos veces, pero se había sobrepuesto a la debilidad a base de repetirse un breve y apaciguador mantra. Y todo eso quería decir que tenía una mente fría, de periodista -y, por lo demás, un estómago a prueba de bomba-, concluyó mientras se adentraba en el bar tras observar que la robusta camarera dejaba un plato en la barra. ¡Su ración de patatas!

Sentada en el taburete, Angel se dispuso a poner manos a la obra. El aroma delicioso y decadente de las untuosas patatas le hizo sentirse en la gloria. Eligió una con el índice y el pulgar y gimió un poco al encontrarla hirviendo y casi cristalizada por la sal.

Perfecto, juzgó, arrellanándose en la plataforma del taburete, forrada de eskay. Cerró los ojos y se llevó la patata a la boca.

– ¿Llegué a hablarle de la carnicería del 52?

Angel abrió un ojo. El hombre que había ido a entrevistar, Dale Michaelson, había evadido sus preguntas y ello a pesar de las dos jarras de cerveza a las que lo había invitado. Allí estaba, de nuevo, mesándose la barba.

– ¿Carnicería? -inquirió Angel, aún entretenida con su patata-. ¿Qué tipo de carnicería exactamente?

– Una bandada de gaviotas, señorita -contestó el señor Michaelson mientras cogía uno de los cigarrillos liados a mano que llevaba en la oreja-. Soy experto en explosivos, ¿sabe?, y llegué a Big Sur de joven para trabajar en la carretera.

Estupendo. Angel seguía masticando la patata -la gloria-, lo que no le impidió echar cuentas. La carretera Uno se había construido con prisioneros, y las obras habían acabado en 1937. Si el señor Michaelson decía la verdad, entonces pasaba de los ochenta años y, para rematarlo, era ex convicto.

– ¿Qué quiere decir, en concreto, eso de experto en explosivos? -preguntó, atacando otra patata.

Con un ampuloso desprecio por las leyes antitabaco de California, el señor Michaelson sacó una cerilla y encendió su cigarrillo.

– No tema por el fuego, jovencita -afirmó antes de dar una larga calada.

Angel lo miró y descubrió que le estaban cayendo sobre la barba las ascuas del cigarrillo. La mata entrecana empezó a humear.

– Oiga… -tartamudeó, señalándole el peligro.

Él se rió y, como por casualidad, sofocó con la mano el conato de incendio.

– ¿Entiende lo que le digo? Con el fuego no hay nada que temer.

Alguien ocupó el taburete vacío que estaba junto a Angel.

– ¿Qué, Dale, intentando impresionar a las mujeres?

Cooper. Al oír el sonido de su voz, Angel contuvo la respiración y, procurando ocultar su sobresalto, se limitó a dirigirle una esquiva mirada. Sin embargo, eso fue todo lo que hizo falta para que algo -bueno, el deseo- se le extendiese por todo el cuerpo como una inyección de adrenalina. La impresión hizo que se sintiera mareada, pero no fue capaz de apartar de él la mirada.

Estaba acostumbrada a verlo con la vestimenta habitual en Big Sur: vaqueros o pantalones cortos, camiseta y botas de montaña. Pero en aquella ocasión iba vestido de urbanita, con unos pantalones negros y un jersey ceñido de color azul que debía de estar confeccionado con seda italiana. Modelito postinfarto, fue lo primero que pensó Angel, pues la ropa le quedaba como un guante.

Su segundo pensamiento fue que estaba allí vestido de aquella manera porque debía de tener una cita.

Dale Michaelson se inclinó para evitar a Angel y se dirigió a Cooper.

– ¿Es esta tu chica, Cooper? ¿Te da miedo que alguien te la robe?

Angel arrugó el entrecejo, se apartó de Cooper y se acercó el plato de patatas fritas.

– Yo no soy la chica de nadie, señor Michaelson.

El hombre volvió a reírse.

– ¿Qué te parece? Toma nota, Cooper. El caso es que yo le estaba hablando de la bandada de gaviotas que dinamitamos por accidente en el 52. Por culpa de esos pajarracos tuvimos uno de los incendios más grandes que se recuerdan por aquí. No fue tan importante como el de hace veinte años, pero por ahí anduvo. Quemados, esos condenados olían de lo lindo. -El hombre hizo una pausa y apuntó con el cigarrillo a la camarera, que, en aquel momento, salía de la cocina con la hamburguesa de Angel en las manos-. Mejor que el especial de pollo Ave César de Maggie -agregó.

¡Caramba! Angel tomó aliento y, dejando a un lado su objetividad de periodista, se concentró en la enorme y jugosa hamburguesa que colocaron frente a ella. Estaba atiborrada de lechuga, tomate, pepinillos y cebolla, partida por la mitad, y su aspecto era como para despertar a los muertos. Angel la abrió y añadió un toque de mostaza y salsa de tomate.

– Eso va a acabar contigo -le murmuró Cooper al oído.

Al sentir su aliento, a Angel se le erizó la piel.

– Sí, pero moriré contenta -replicó ella sin levantar la vista de la comida.

No podía permitirse volver a mirar a Cooper ni tampoco darle la oportunidad de ver con cuánta facilidad podía dominarla.

– Eh, te he oído, Cooper -bramó la camarera Maggie, con sus enormes caderas apoyadas tras la barra y la expresión irritada-. No veo por qué tienes que venir aquí a espantarme a la clientela.

– Quizá solo esté buscando compañía para remediar mi miserable situación, Maggie -contestó Cooper con aire burlón-. ¿Quién fue siempre tu mejor cliente?

– Tú -convino ella-, siempre que te mantuviéramos apartado de la ciudad.

– Y ahí es precisamente donde yo encontré a Cooper -terció el señor Michaelson al tiempo que la ceniza, esta vez, se le caía sobre la barra-. Como le he dicho antes, señorita, después de llamar a la policía, al primero a quien llamé fue a Cooper, que estaba en su gabinete de la ciudad.

– ¿Qué? -Cooper apoyó los codos encima de la barra y miró al hombre a través del humo-. ¿Qué ha sido lo que le has dicho a Angel?

Maggie contestó en lugar del señor Michaelson, afortunadamente, con tacto y brevedad:

– Le he hablado de Stephen.

– Le he dicho que el camión le arrancó hasta los zapatos -contestó el señor Michaelson obedientemente-, un par de chanclas de la talla cuarenta y dos.

El estómago de Angel dio un vuelco y la reportera tuvo que atenerse a su pequeño mantra.

… información para el reportaje, información para el reportaje, información para el reportaje…

Tomó aire con decisión y volvió a la hamburguesa.

– Del pobre desgraciado solo quedó la mata de pelo rubio -siguió describiendo el viejo-, y poco más.

Las manos de Angel apretaron la hamburguesa, que comenzó a gotear salsa de tomate por un costado.

… información para el reportaje, información para el reportaje, información para el reportaje…

– Joder, Dale -masculló Cooper y, luego, dirigiéndose a Angel, añadió-: ¿Estás bien?

… información para el reportaje, información para el reportaje, información para el reportaje…

– Oye, ¿estás bien? -insistió.

– Claro. -Angel se puso de espaldas para protegerse de Cooper-. Soy periodista y los detalles forman parte de mi trabajo.

– Pero Angel…

– No creas que no soy capaz de soportar cosas así.

Cuando cambió de colegio, sufrió las bromas de un grupo de niños que aprovechaban cualquier oportunidad para asustarla. Como se metían con ella diciéndole que chillaba como una niña, ella pugnó por endurecerse, por no emitir ningún sonido ni tan solo parpadear cuando, por ejemplo, encontraba grillos en la comida o caracoles en la carpeta.

Angel apoyó los brazos en la barra y se llevó la hamburguesa a la boca.

– Y también le he contado que, en mi opinión, debió de volar unos doce metros.

Angel tuvo que cerrar los ojos, no muy convencida de si el viejo había sido el que había dicho aquellas palabras o si, en cambio, había sido la voz de su memoria. El camión había arrollado a su padre, lo había lanzado a una distancia de doce metros y le había arrancado las chanclas. Recordó el pelo rubio, el pelo de su padre.

En una ocasión, cansados de las bromas de poca monta, los pilluelos del colegio la habían acorralado cuando iba de camino a su casa. Le quitaron la mochila y luego le dijeron que habían metido en ella un gato muerto y ensangrentado, tras lo cual le pusieron aquello en las manos.

En aquel momento, igual que entonces, Angel se oyó a sí misma gritar como una niña y a todo pulmón, e, igual que entonces, el sonido solo tuvo lugar en su imaginación. Su aspecto era firme, calmo y aplomado, igual que había sido el día del gato muerto. Ella era fuerte y dura: se había rescatado a sí misma.

– ¿Angel?

– ¿Qué? -Todavía sujetaba el trozo de hamburguesa, pero no se sentía con ganas de seguir comiendo.

– Cielo -exclamó Cooper-, estás blanca como un espectro.

– Espectro -repitió ella, sintiendo la repentina necesidad de reír.

Pero Angel Buchanan era demasiado dura como para hacer ese tipo de cosas; así era. Necesitaba ser dura.

El «gato» había resultado ser un batiburrillo de paños rojos empapados en melaza y, aun así, se había convertido en uno de sus fantasmas, en una parte de su pasado que no dejaba de atormentarla. El «gato» y aquel hombre, su padre, que había muerto a unos kilómetros de allí. Tampoco podía olvidarse de él.

Y él, ¿se habría acordado de ella?

Los dedos se le aflojaron y la hamburguesa cayó en el plato.

– Maggie -llamó Cooper mientras tomaba del brazo a Angel y la estrechaba-, trae un té. Muy caliente y con mucho azúcar. -Entonces la sacudió levemente y le preguntó-: ¿Te encuentras mal?

– Por supuesto que no. -Angel observó el pecho de Cooper; allí, bajo la fina tela del jersey, tenía la cicatriz, porque Cooper también era duro, tanto como para sobrevivir a dos infartos-. No quiero té, no lo soporto.

– Bueno, pues entonces nos vamos de aquí.

Sin miramientos, la obligó a bajarse del taburete y Angel se miró los lustrosos zapatos que llevaba.

Chanclas. Había perdido hasta las chanclas, de la talla cuarenta y dos, pensó Angel, empezando a tambalearse.

– Mierda -murmuró Cooper, que, al rodearla con el brazo, le rozó el pecho sin pretenderlo por causa de la diferencia de altura-. Mierda.

Angel notó en aquella zona un cosquilleo cálido que la sacó de su extraño ensimismamiento. Entonces, se deshizo del brazo de Cooper y enderezó los hombros.

– Estoy bien, estoy…

Al volverse en busca de su bolso, descubrió la abandonada hamburguesa, llena de salsa de tomate.

El estómago volvió a decirle que no, tras lo cual miró a Cooper como queriendo responderle a una afirmación que él, callado, no había hecho.

– No creas que no puedo con esto -le advirtió.

– Claro que puedes -la alentó Cooper, sujetándola del brazo como si las rodillas de ella estuvieran a punto de fallar.

Y no lo estaban.

– Déjame que te ayude… -estaba diciéndole el hombre.

– ¡No necesito ayuda! Nunca me ha hecho falta -exclamó ella, llevándose una mano a la frente-. Me duele la cabeza, eso es todo; seguro que por la cantidad de verdura que he tenido que comer.

Él tenía su bolso. Se lo arrebató y, al hacerlo, a punto estuvo de perder el equilibrio, con lo que Cooper volvió a agarrarla.

– Bailemos -propuso insólitamente-. Alguien ha puesto una moneda en la máquina de discos. La que suena es mi canción favorita.

Angel prestó atención.

– ¿«Hakuna Matata» es tu canción favorita? -preguntó, incrédula-. ¿«Hakuna Matata», la canción de El Rey León?

– Calla -susurró él, estrechándola entre los brazos-. Ahora es nuestra canción.

– O sea, que nuestra canción es un dúo compuesto por un roedor y un cerdo -masculló ella-. Nos viene muy bien, sí.

A pesar de todo, Angel se dejó abrazar pues, a fin de cuentas, le dolía la cabeza. Cualquier cosa menos reconocer que «Hakuna Matata» era una canción simpática, o que no recordaba la última vez que había bailado ni cuándo había tenido la oportunidad de apreciar el aroma de una colonia masculina sobre una piel masculina en lugar de olfatear las muestras que encontraba en las revistas.

Bien pegado a ella y apoyando la barbilla en su mejilla, Cooper comenzó a tararear. ¡Así que tarareaba! Aquello era reconfortante.

La música hizo que Angel se abandonara en los brazos del hombre. Ella también silbaba en la intimidad, así que sentía cierta simpatía hacia quienes gustaban de tararear. Ella silbaba para fingirse más fuerte de lo que en realidad era, y quienes tarareaban, para expresar satisfacción.

Cerró los ojos. Era agradable pensar que a Cooper le gustaba tenerla entre los brazos.

Se olvidó de todo lo demás y permitió que aquel pensamiento la arrullase, que él, con los brazos, la sujetase y se encargase de moverse por los dos. Y, estando sumida en algo parecido a una cálida neblina, notó una súbita oleada de aire fresco. Abrió los ojos y al instante comprobó que Cooper la había conducido al exterior y que estaba abriendo la puerta del copiloto de su todo terreno.

– ¿Qué pretendes? -inquirió, boquiabierta-. Tengo mi propio coche.

Él le quitó el bolso y lo lanzó al interior del vehículo.

– Mañana, si quieres, venimos a buscarlo.

– No… Pero ¿qué haces? -En lugar de prestarle atención, Cooper la alzó y la acomodó en el asiento-. Tengo mi propio… -Entonces la puerta se le cerró en las narices.

Mientras lo veía montarse en el lado del conductor, Angel advirtió que estaba más sorprendida que enfadada.

– ¿Qué está pasando? -preguntó.

– ¿Cuándo fue la última vez que comiste? -contraatacó él.

– ¿La última vez? -Angel sacudió la cabeza-. No lo sé, pero eso…

– Tengo por ahí un periquito que pesa más que tú -la reconvino él-. Hoy no te he visto en el comedor, ni a la hora del desayuno ni a la de la comida, y luego por poco te desmayas en el bar. Por Dios, ¡si mientras bailábamos estabas en Babia! Ahora mismo te llevo de vuelta a Tranquility House para que comas algo antes de que te caigas redonda.

– Si ya tengo comida… -protestó ella, señalando el lugar que acababan de dejar.

– No.

Angel volvió a intentarlo.

– Mi hamburguesa…

Él la interrumpió con un aspaviento impaciente.

– No me hagas reír. Eso no es comida en condiciones.

– Pero…

– Por favor, Angel, cede un poco. Déjame que te cuide, aunque solo sea por esta vez.

«Aunque solo sea por esta vez.» Angel midió la determinación que percibía en la expresión de Cooper.

Pensándolo bien, tenía razón: estaba hambrienta y cansada, y no quería seguir peleándose, ni con él ni consigo misma.

– Está bien.

Permitir por un rato que alguien llevara las riendas por ella no implicaba que la situación se le estuviera yendo de las manos.

Los dos juntos asaltaron la cocina de Tranquility House; bueno, en realidad fue Cooper quien la asaltó mientras ella esperaba. Decidió que aquello era muy agradable, y más aún que él estuviera sentado a la mesa frente a ella, compartiendo un plato de lasaña de berenjena recalentada. Ambos acabaron de comer al mismo tiempo.

Relajada y con el estómago lleno, Angel miró a Cooper y sonrió.

– Nos hemos olvidado de algo -le recordó él con dulzura.

Angel sonrió perezosamente.

– ¿De qué?

Cooper adelantó las dos manos y las hundió en los cabellos de ella. Los reflejos de Angel también debían de estar adormecidos, pues la mujer no mostró el más leve indicio de protesta.

– El postre -susurró él, rozándole los labios.

Загрузка...