20

La mirada de Cooper pasó sobre Angel y se concentró en la carretera que se alejaba tras ella. El polvo no se había aposentado porque no se trataba de polvo.

Humo, era humo. En aquel momento, con sus sentidos ya recompuestos, lo veía, lo olía. El incendio había sido la constante amenaza del verano y constituía el más terrible de los castigos que la naturaleza podía infligirle a Big Sur. Las trombas de agua y los corrimientos de tierra eran males de envergadura y, sin embargo, bastaban unos vientos malintencionados y aquellos inaccesibles cañones para que una llama que prendiese en la hierba seca llegara a convertirse en un incendio generalizado.

– ¿A qué distancia está? -Cooper ya se había echado a correr en dirección a las instalaciones de Tranquility House-. ¿A qué distancia? -agregó, gritando sobre el hombro.

Angel lo alcanzó a duras penas, sofocada.

– No se me dan muy bien las distancias -le contestó-. Tal vez a medio camino hacia la carretera.

Solo a unos ochocientos metros. Bueno, vale. Piensa, Jones, piensa en algo. Beth y Judd estaban a salvo, lejos, y, en aquellos momentos, Lainey debía de estar llegando a Carmel. Los huéspedes estaban en el monasterio. De pronto, el miedo lo golpeó sin piedad.

– ¡Katie! -Se paró en seco y asió a Angel por los hombros-. Katie está sola, en la casa.

– ¡Dios mío! -gritó Angel.

– Vamos, Angel, piensa. ¿En qué dirección se movía el fuego?

La aludida estaba temblando de la cabeza a los pies.

– Hacia el sudoeste. Venía desde el sur y avanzaba hacia el mar, hacia nosotros.

La casa de los Whitney estaba al norte, a una gran distancia del fuego; lo que sí estaba cerca era el teléfono del hotel.

– Escucha -le ordenó a Angel-. Puesto que no podemos ir por la carretera, tendrás que atajar por el sendero y llegar hasta Katie. Yo iré hasta el hotel, avisaré por teléfono del incendio y después me reuniré con vosotras dos.

– ¡No! -Angel lo zarandeó-. Tú y yo seguimos juntos.

Él sacudió la cabeza y se separó de la mujer.

– Cuanto antes dé el aviso, mejor será para todos nosotros. -Señaló con el índice la dirección de la casa de los Whitney-. Vamos, vete, ¡corre!

Ella, un tanto aturdida, se quedó donde estaba.

– No, Cooper, no lo hagas, no me dejes sola.

Sin hacer caso del quebradizo tono con que había hablado, Cooper le dio un empujón para instarla a obedecer.

– Eres tú la que me deja, ¿vale? -le espetó con rudeza-. Tú eres la que me deja para ir a ayudar a Katie.

Angel, obstinada, se resistió.

– No voy a hacerlo.

El olor a humo, en aumento, volvía denso el aire. Cooper notó que los ojos se le estaban resecando y que le escocía la nariz al respirar.

– Angel, tienes que ir. -Intentó alarmarla con el tono de voz-. Hazlo por Katie. Por favor.

– Katie. -El nombre de la niña hizo su efecto en la tozudez de Angel, que, entonces, tomó aire, examinó con la vista el sendero que se extendía ante ella y concluyó, dirigiéndose a Cooper-: Por Katie.

Sin esperar más, Cooper se volvió y se lanzó corriendo hacia Tranquility House. A Angel le llevaría al menos el triple de tiempo llegar hasta donde la niña se encontraba, aun en el caso de que se propusiera ir al máximo de lo que le permitían las piernas. Una vez allí, él ya habría llamado al servicio de emergencias y estaría de camino hacia ellas.

A no ser que el fuego lo cercase.


Angel llegó a la puerta principal de la casa de los Whitney a la carrera y la aporreó con ambos puños.

– ¡Katie! -Se apartó el pelo de la frente, pegajosa y prieta a causa del sudor evaporado por la sequedad del ambiente, y golpeó de nuevo-. ¡Katie!

La puerta se abrió y, con ella, la recién llegada recibió una súbita oleada de aire frío. Katie observó a Angel con un par de ojos muy abiertos.

– Estás aquí -dijo.

– Fuego. -Angel comprobó que la carrera la había dejado sin aliento-. Cooper.

Katie asintió.

– Me ha llamado desde el hotel y me ha dicho que venías hacia aquí.

– ¿Entonces está bien? -inquirió Angel, que se apoyó en el marco de la puerta para darse un respiro.

– Ha dicho que le esperáramos aquí, pero que si nos preocupábamos, que cojamos el coche y vayamos hacia el norte -contestó la niña, que le mostró un juego de llaves de automóvil que tintineaban en sus dedos.

Angel apaciguó un poco sus ánimos, traspuso el umbral y cerró la puerta tras de sí.

– Bueno, lo esperaremos -anunció tratando de que su voz manifestase decisión y calma-. No tardará mucho.

Pero estar calmada en aquella situación era como quedarse quieta sintiendo en la nuca el aliento de un monstruo. Pese a ello y por el bien de Katie, se sentó tranquilamente junto a la ventana del salón para estar al tanto de la llegada de Cooper. Sin embargo, a medida que fueron pasando los minutos y que cada vez le costaba más ocultar los temblores que la recorrían por todo el cuerpo, instó con voz sosegada a la niña a que subiera al piso de arriba.

– Mete en una bolsa todo lo que necesites para pasar la noche fuera, por si acaso Cooper cree que debemos marcharnos.

Katie estaba asustada, pero Angel fingió no notarlo. Lo último que quería era contagiarse del miedo de la niña. Con el suyo propio ya tenía suficiente.

Echó una ojeada por la ventana. ¿Dónde estaba Cooper?

Debería estar allí a los veinte minutos de llegar ella, incluyendo el par de llamadas telefónicas. Pero ¿no había estado sentada allí al menos durante ese tiempo? Tal vez habían transcurrido ya veinticinco minutos, o treinta, o una eternidad.

Me estoy muriendo.

Recordó las palabras que el hombre le había dicho y su expresión implacable. Pero él no se estaba muriendo, ¡no se estaba muriendo! Y ella no podía estar pensando en aquello, no podía estar acordándose de que él le había dicho que jamás la amaría.

– ¡Angel!

Se levantó de un salto al oír la voz de Katie, a la que vio bajar las escaleras a toda prisa.

– ¿Qué pasa, qué pasa?

– Ahí fuera. -Katie la tomó de la mano y la condujo a través de la cocina y las puertas, hasta la zona de la piscina-. Mira.

Estaba nevando. Pero no, por Dios, no eran copos de nieve sino de ceniza. Se precipitaban desde el cielo, empujados por un viento que soplaba desde el sur, desde Tranquility House.

Como pétalos de flores, las cenizas caían a cámara lenta y se posaban por todas partes: en las losas de la terraza, sobre las sombrillas, las butacas y la parte superior de los setos, entre las flores de los geranios e incluso hasta en el agua de la piscina. También se adherían a los cabellos de ambas mujeres. Angel intentó sacudírselas a Katie a pesar de que un nuevo chaparrón se cernió sobre ellas y se vertió sobre el techo del vestidor de la piscina y sobre los pinos que circundaban uno de los lados de la terraza.

– ¿Qué hacemos ahora? -preguntó Katie, empequeñecida y perdida ante los acontecimientos, casi como una niña pequeña.

Claro, Katie era una niña pequeña. Al recapacitar de aquella manera, a Angel se le hizo un nudo en la garganta y, sin embargo, se volvió para darle la espalda a la pálida carita y a los ojos agrandados.

– Utilizaremos agua -replicó, adoptando una actitud fría y técnica.

Desde luego, no tenía ni idea acerca de la idoneidad de su propuesta, pero, al menos, tenían que hacer algo. ¿Acaso no había visto cientos de secuencias en las noticias de personas luchando contra el fuego? El agua era lo que había que utilizar.

– ¿Dónde hay una manguera? -inquirió, decidida a poner en práctica su ocurrencia.

Katie no se movió.

– Quiero ir con mi madre. -Se cruzó de brazos-. Quiero ir con mamá.

Angel no encontró consuelo en el terror que se adivinaba en la voz y en el gesto de la niña.

– No podemos separarnos, Katie.

– Quiero ir con mamá -insistió-. Vamos a donde está mi madre.

Angel se negó y escrutó la lluvia de ceniza y la nube de humo que se iba acercando.

– Acuérdate de que tenemos que esperar a Cooper.

Los ojos de Katie estaban empañados de lágrimas, ante lo cual los temores de Angel se triplicaron.

– No llores -le rogó-, por favor, que desperdicias las lágrimas. -¿Qué decirle a la niña para aplacar sus miedos?-. Mira, esperaremos un poco más. Si entonces aún no ha vuelto, pues entonces… podrías irte tú en el coche.

En el momento en que se quedó callada, Angel lamentó sus palabras. En modo alguno permitiría que Katie se marchara sola.

Sin embargo, antes de que pudiera remediarlo, la niña no pudo más. Se tiró al suelo y comenzó a sollozar.

– No sé conducir -balbuceó-. Mi padre… mi padre… prometió enseñarme pronto.

Los espasmos le recorrían todo el cuerpo al ritmo de los desgarrados lloriqueos, que se redoblaron cuando la niña apoyó la cabeza en las rodillas.

Angel se la quedó mirando, presa de la impotencia. ¿Qué podía hacer con semejante panorama? No le gustaban nada aquellas reacciones. ¡Eran demasiado emocionales!

Las lágrimas la incomodaron y, peor aún, consiguieron sacarla de quicio.

Se arrodilló junto a Katie y le acarició torpemente el hombro.

– Vamos, venga, no es para tanto. -Angel recordaba a su madre diciéndole lo mismo, cada vez que se mudaban a un nuevo apartamento, a una nueva ciudad, a un nuevo país-. No es momento para que te pongas así.

– ¿Y mi papá…? ¿Dónde está mi papá?

Angel comprendió que los lloros de la niña eran de pena, de angustia y de miedo, que aquellos sentimientos eran los que Katie había sofocado desde la muerte de su padre.

La muerte del padre de ambas.

De repente, la niña levantó la vista y dirigió a Angel unos ojos plagados de lágrimas.

– ¿Dónde está? -insistió, antes de que las convulsiones volvieran a acometerla-. Él es quien me tiene que salvar.

«Él es quien me tiene que salvar.»

Angel se quedó helada. Aquellas mismas palabras muy bien podrían provenir de su propia infancia, directas desde el rincón más profundo y oscuro de su corazón. Pero no iba a llorar por aquello. De ninguna manera.

Angel enderezó los hombros y abrazó a Katie.

– No nos va a pasar nada -le aseguró con énfasis-. Aquí estamos bien.

– Quiero ver a mi papá -tartamudeó Katie entre sollozos.

¿Sí?, pues únete al club, pensó Angel, sumando el resentimiento al enfado permanente que tenía con Stephen Whitney. Él las había abandonado a ambas.

– No necesitamos que ningún hombre venga a salvarnos -le dijo, rodeándola con los brazos-. No necesitamos a nadie.

Katie la miró con aire trágico.

– Pero yo lo quería -repuso-, lo quería.

¿Por qué? -quiso Angel gritarle a la niña-. ¿Qué hizo él por ti?

Sin embargo, Angel no ignoraba que Stephen había ejercido de padre con Katie, de padre de verdad. Le había pintado las nubes de su habitación y, probablemente, le habría enseñado a nadar y a montar a caballo, aunque no había tenido tiempo de enseñarle a conducir. Había jugado con ella, lanzándola al aire para después pedirle que extendiese las alas. Y luego, al caer, él la salvaba, la tomaba en sus brazos y le hacía cosquillas y caricias.

Y la niña pequeña reía mientras le daba a su padre docenas y docenas de besos de ángel, en las mejillas y por toda la cara, hasta que él reía con su voz grave y le rogaba que parase.

– ¿Solía… lanzarte al aire y después cogerte con los brazos? -murmuró Angel, clavándole la mirada a la niña.

– No me acuerdo -le contestó Katie.

Pero yo sí.

Se acordaba del juego del ángel volador pero también de otros juegos: las tabas, las canicas, el parchís. Se acordaba de una mano salpicada de pintura que pasaba las páginas de un libro ilustrado. Se acordaba de estar en su regazo y de quedarse dormida oyendo retumbar la voz en el pecho de aquel hombre.

¿Qué había ocurrido? ¿Por qué la había dejado? ¿Por qué no había acudido cuando ella lo necesitaba?

Siempre le iban a faltar las respuestas a preguntas como aquellas.

Sin embargo, mientras abrazaba a su medio hermana se dio cuenta de que aquellas preguntas habían dejado de importar demasiado. Stephen no había sido un superhéroe. Como todos los hombres, como todos los humanos, hombres o mujeres, había cometido errores, había tomado decisiones equivocadas y causado dolor a otras personas. Además, había desaparecido para siempre.

Con una extraña sensación de tranquilidad, Angel miró al cielo y observó cómo caían las cenizas, que venían a posarse alrededor de ellas o sobre ellas, incluso en las mejillas. Las mejillas de Angel estaban húmedas.

Sorprendida por ello, se llevó una mano al rostro y, al volver a bajarla, contempló la grisácea mezcla de lágrimas y cenizas que le manchaba las yemas de los dedos. Estaba llorando.

Llorando, sí, pero no porque fuese débil.

No porque una vez un hombre le hiciera daño.

Lloraba de alivio, lloraba al sentir que cierta clase de paz le inundaba el corazón.

Estaba llorando porque acababa de recordar algo que, en realidad, siempre había sabido sin ninguna duda: que su padre la había querido.


Cooper había hecho las llamadas telefónicas necesarias sin ningún problema. El botiquín de primeros auxilios y las mantas de supervivencia estaban donde debían estar. Tras hacerse con una botella de agua, salió en busca de Angel con la idea de alcanzarla antes de que ella llegase a donde estaba Katie.

Pero en algún lugar entre el hotel y el complejo de los Whitney la mala suerte se cernió sobre él. Iba corriendo a través de un aire caliente aunque más o menos limpio y, de repente, se encontró cercado por una tromba de ceniza que, en sus entrañas, portaba ascuas y rescoldos, semejantes a luciérnagas en el atardecer.

Mantuvo su avance con la esperanza de dejar el fuego a sus espaldas, de que el viento costero empujaría las llamas hacia el mar en lugar de extender el incendio hacia el norte. Pero cuando estuvo a medio camino de la casa de los Whitney, en el punto en el que el sendero comenzaba a bajar hacia el fondo de uno de los cañones, se encontró con que las llamas habían llegado a la colina que estaba frente a él.

En aquel momento, para empeorar la situación, una de aquellas luciérnagas cayó en el punto más bajo de la garganta y prendió los rastrojos secos.

¡Mierda! Si el viento giraba y pasaba a soplar desde el mar, aquellas pocas zarzas que estaban ardiendo podrían convertirse en una tormenta de fuego que se abalanzaría quebrada arriba a cientos de kilómetros por hora. Entonces Cooper tropezó con una raíz y cayó de rodillas, mientras contemplaba el fuego que crepitaba y se acrecentaba más abajo. El aire se colmó de humo, que ascendía desde el fondo del cañón y que formaba nubes procedentes del fuego de la colina que estaba frente a él, nubes que se precipitaban hasta su posición.

Tras dar por inservibles las mantas y el botiquín, Cooper se quitó la camiseta y se la ató sobre la boca para filtrar el aire que respiraba. Luego se puso en pie. Adelante, se dijo, vamos, muévete.

El viento cambió, las cenizas se arremolinaron y una nueva ola de humo caliente se le vino encima. Trató, como pudo, de ver algo, de distinguir lo que tenía frente a él y, luego, mirando hacia atrás, se preguntó si el fuego por aquel lado ya habría llegado hasta el mar, si ya se habría apagado al quedarse sin nada más que quemar. Si era así, la mejor opción era volver hacia el hotel y abandonar el avance.

«No me dejes sola.» Oyó en su cabeza la voz de Angel e imaginó la hermosa cara de Katie. Ellas contaban con él, aunque esperaba con todas sus fuerzas que ya hubieran abandonado el lugar en el coche.

El humo lo cegó por completo de repente y lo desorientó. ¿Qué estaría haciendo el fuego, por dónde se acercaría?

Era difícil pensar con claridad. Era difícil respirar. Se estaba empezando a marear y le pesaban los pies como plomos. Tenía un nudo en la garganta, de terror.

Si moría, ¿lo encontraría algún ángel en medio de aquella oscuridad de hollín y ceniza?

Medio adormilado, concluyó que no. No volvería a ver a Angel.

Aquel pensamiento le aclaró la mente como una inyección de aire puro. Dios mío, Dios mío. No volvería a verla. Quiso gritarle al fuego, al destino y a su propia estupidez, de tan frustrado. No iba a volver a verla y ella nunca sabría lo feliz que lo había hecho.

¿Llegaría alguien a ocupar el lugar en la vida de Angel que él estaba a punto de dejar? Por supuesto, porque ella era muy fácil de querer. Sin embargo, ya no tendría la oportunidad de decirle a aquella mujer que tenía razón, que él la había dejado marchar con la idea de salvarse a sí mismo y no de salvarla a ella.

Maldición, su plan no había funcionado. Antes se lo había temido, pero en aquel momento se había convertido en una visible evidencia. Él la quería, estaba enamorado de ella.

Pero él también había tenido razón en una cosa, pensó al tropezar y caer de rodillas: dolía mucho morirse cuando uno tenía tanto que perder.


Katie fue la primera en ver las llamas. Ella y Angel seguían junto a la piscina, abrazadas la una a la otra, y la niña tironeó de la periodista para llamar su atención. Angel siguió su indicación y dirigió la mirada hacia la elevada y boscosa colina que estaba detrás de la casa. El fuego había comenzado a tragársela.

Se restregó los ojos y se puso en pie de un salto al tiempo que levantaba también a la niña. Si el fuego seguía la pendiente no había nada que pudiera detener su avance, nada entre ellas y las llamas, y además, en aquel caso, cortaría la carretera, su vía de escape. Estarían atrapadas y de poco serviría el pinar que rodeaba la piscina, el jardín o la propia casa, para pararlo.

– Dame las llaves -dijo-. Vamos al coche.

Estaba segura de que Cooper llegaría de un momento a otro.

Angel volvió a sopesar la situación. Bueno, tal vez la bien cuidada vegetación que rodeaba la casa podría frenar o desviar las llamas. Y si no era así, la torre, la casa y la construcción adyacente a la piscina estaban hechas con materiales que no podían quemarse. El punto más vulnerable era el pinar; si ardía, las cosas se pondrían muy difíciles.

Sí, había que marcharse de allí.

Y mientras Katie sacaba las llaves del bolsillo del pantalón, Angel advirtió que las llamas habían comenzado a descender por la colina. El pánico se apoderó de ella y le atenazó los miembros.

Tuvo la impresión de que tal vez fuera ya demasiado tarde.


La respiración de Cooper era ronca y el hombre pugnaba por levantarse una vez más. Una vez erguido, la obstinación lo llevó a avanzar a través del humo, paso a paso y desesperado por encontrar un poco de aire respirable.

El ambiente se había oscurecido tanto que no sabía si caminaba en la dirección del fuego o se alejaba de él. Cada segundo en aquella situación bien podía ser el último.

Una muerte más lúgubre, seguro, que aquella con la que se había enfrentado en la ambulancia y luego en el quirófano, una muerte más difícil de lo que nunca había imaginado, ni siquiera al llegar a Big Sur el año anterior.

Trató de aferrarse a su coraje para sacar fuerzas y seguir avanzando, pero el esfuerzo era demasiado grande.

Entonces, sintió la bofetada de un soplo de aire fresco que, al instante, comenzó a despejar el humo. ¡La casa de los Whitney estaba frente a él! Allí estaba la puerta y el serpenteante camino para los coches. Desde donde estaba no tenía ángulo para ver la parte trasera de la casa ni tampoco la zona de la piscina, aunque, de todos modos, todo parecía en perfecto estado.

Concentrado en la belleza de lo que estaba viendo, fue capaz de trastabillar hacia delante, de dar unos cuantos pasos más y, en aquel momento, descubrió el coche.

Katie y Angel seguían allí.

Automáticamente, apresuró la marcha. Estaba corriendo y respirando humo y no le importó quitarse la camiseta que le tapaba la boca. ¡Katie y Angel estaban muy cerca!

Sintió un latigazo en el pecho, resentido por el brutal esfuerzo. Dios mío, Dios mío. Veía un poco mejor: el fuego se había avivado y estaba descendiendo por la falda de la colina que daba a la parte trasera de la casa, la cual parecía estar condenada a ser pasto de las llamas.

Redobló su velocidad. Los pulmones le ardían, pero sus buenas intenciones y el insoportable arrepentimiento lo impulsaban hacia delante. El sendero trazaba una curva en la que la casa quedaba oculta a la vista y, al llegar a aquel punto, el corazón de Cooper volvió a amenazar con rendirse.

El hombre creyó que tal vez aquel era el momento en el que le sobrevendría la muerte.

Sí, tal vez morir allí no sería lo peor que podría ocurrirle.

Pero estaba vivo, seguía moviéndose y la casa volvió a entrar en su campo de visión. A pesar de que no podía distinguir qué ocurría en la colina de detrás, le dio la impresión de que las plantas del jardín, muchas de ellas elegidas precisamente para detener un posible fuego, habían cumplido su función; el incendio debía de haber rodeado el terreno de la casa y seguido su camino hacia el cercano acantilado y el mar. Con un último esfuerzo, llegó hasta la puerta.

La abrió de un empujón, pero en el interior nadie respondió a sus gritos. Corrió por el salón y la cocina y, luego, al ver las puertas de la terraza abiertas, se quedó paralizado.

Registró a la velocidad del rayo la piscina y la terraza y observó una serie de troncos humeantes y calcinados que una vez habían constituido el pinar. Seguro que habían ardido como gigantescas cerillas: mucho y muy rápido.

Observó los carbonizados setos que había podado la semana anterior, el jirón chamuscado que quedaba de una sombrilla, la oscurecida superficie del agua de la piscina y, después, apenas distinguibles…

… dos cuerpos en el fondo.

No necesitó tomar aire ni impulso, ni siquiera tener ganas, para tirarse a la piscina. Movido únicamente por la angustia, recogió aquellos bultos sumergidos y ascendió hasta la superficie.

Se vio allí, bregando en medio de aguas turbias, con dos mujeres en los brazos cuyos cabellos, rostros y ropas estaban embadurnados de un pegajoso engrudo de ceniza. Pero se movían, estaban vivas.

¡Gracias a Dios! Estaban vivas y coleando.

Katie hipaba y respiraba con dificultad y Angel se debatía entre toses y estornudos.

Fue la primera en mirar a Cooper y lo hizo con aquellos ojos celestes, enrojecidos y pasmados ante la cara del hombre llena de hollín.

– Por tu culpa casi me da un ataque al corazón.

Él gruñó, pues pensó que poco más podría haber hecho.

– Ya somos dos -le dijo.

– Tres -terció Katie-. No te hemos visto porque el agua está llena de ceniza.

Sujetándolas a ambas, Cooper llegó como pudo hasta la escalera de la piscina.

– ¿Me podéis explicar qué estabais haciendo metidas en el agua?

Tuvo que responderle Katie, pues Angel estaba tosiendo.

– Escapar del fuego. Como no podíamos marcharnos con el coche y el incendio ya había alcanzado el pinar, Angel pensó que así nos protegeríamos del calor y de las llamas. Salíamos para tomar aire cuando nos hacía falta, pero no sabíamos si el incendio había pasado.

El corazón de Cooper reincidió vagamente en su anterior sobresalto y el hombre se dejó caer en el último escalón arrastrando consigo a Angel y a su sobrina. Los tres se abrazaron con fuerza.

– Menos mal que estáis bien -masculló, tras besar a Katie en las mejillas-, menos mal. -Se volvió para darle un beso a Angel pero se detuvo, aguijoneado por un pánico repentino-. Pero tú no sabes nadar.

– Hacía pie -explicó ella con voz ronca y jadeante-. Tengo que confesar que estoy muy contenta de verte.

Se quedaron en silencio y, mientras, el aire fue clareando y el ritmo de sus respiraciones atenuándose. Katie daba muestras de estar exhausta.

– Cuando los pinos han ardido hacía muchísimo calor, un calor horrible -se lamentó.

Cooper ocultó el miedo que le inspiraban las palabras de la niña.

– Me lo imagino. ¿Se estaba bien en el agua?

– He llevado a Angel hasta el centro y me he mantenido todo el rato a su lado porque me había dicho que no sabía nadar.

A Cooper le costaba aceptar la escena que le estaban contando y carraspeó, recordándose que ellas estaban allí, a salvo.

– ¿Qué te ha hecho pensar en la piscina? -le preguntó a Angel.

– Lo leí en una revista rosa. Una señora salvó su vida y la de su perro, y también doce juegos de cubertería antiguos.

– ¿Sí? -exclamó Cooper al tiempo que pasaba la mano por los ondulados y casi teñidos cabellos de Angel-. Ya, bueno, pues me parece que, después de todo, no os hacía falta que ningún héroe viniera a rescataros.

– No, Angel decía que tú vendrías a buscarnos -intervino Katie-. Estaba segura.

– ¿De verdad?

Katie asintió.

– Pero nos hemos salvado nosotras solas. Mi papá… estaría orgulloso de mí.

Mientras miraba a su sobrina, Cooper volvió a acariciar el empapado pelo de Angel.

– Seguro que sí, Katie. Seguro que estaría muy orgulloso.

Volvió a producirse un nuevo lapso de silencio, que aprovecharon para recuperar el aliento y hacerse a la idea de que habían sobrevivido. Cuando el teléfono comenzó a sonar en el interior de la casa, se miraron los unos a los otros.

– Es mamá -aseguró Katie, disponiéndose a salir disparada gracias a los increíbles poderes de recuperación que brinda la juventud-. Voy a decirle que estamos todos bien.

Entonces se quedaron solos, Cooper y Angel. Él le pasó un brazo por los hombros y la miró.

– ¿Estás bien, cariño?

– Estaba preocupada por ti -susurró Angel.

– Eh, estaba llegando. Nada iba a impedírmelo. -Intentó esbozar una sonrisa-. Katie acaba de decir que estabas segura de que vendría.

– Confiaba en ello -concedió Angel, asintiendo-. Pero no quería que te hicieras el héroe, que te creyeras un superhombre.

Él le cogió la barbilla y se deleitó en aquellos ojos azules en medio de la cara sucia pero recuperada. Había estado a punto de perder a aquella mujer y no quería malgastar ni un momento de la segunda oportunidad que ambos se habían dado.

– ¿Y qué hay de querer y necesitar a alguien muy humano y frágil que está enamorado de ti?

Los ojos de Angel se agrandaron y su labio inferior tembló.

– ¿Frágil del corazón?

– Bueno, quizá no tanto -dijo, embebiéndose de la imagen de ella-. Contigo he recibido una lección que me ha dado fuerzas. Después de salir vivo de ese incendio, creo que me he demostrado que todavía me quedan otros treinta años para dar guerra.

Angel pareció asentarse y conseguir un poco de calma y él se sorprendió de cuánto amaba cada detalle de irreverencia y delicada perseverancia que veía en ella.

– Yo no pienso calmarme hasta los cincuenta, aunque eso signifique que después tú y yo tengamos que dedicarnos a comer tofu.

Tras decir aquello, Angel se lanzó a los brazos de Cooper mientras las lágrimas le corrían por las mejillas.

– ¿Y esto? -le pregunto él, sinceramente preocupado-. ¿Te duele algo? -agregó, estrechándola entre los brazos, acariciándola.

Ella meneó la cabeza; los regueros de lágrimas le iban lavando la cara poco a poco.

– No, más bien… es porque estoy curada.

Y cuando ambos se besaron, Cooper pensó: Ya somos dos.


Con la misma dulzura de aquellos besos renovados y entregados, Angel advirtió que Cooper estaba tan agotado como ella, así que insistió para que ambos se levantaran y fueran a secarse con dos toallas que colgaban, indemnes a la ceniza, bajo el alero del vestidor adyacente a la piscina. Los pinos que se levantaban por detrás parecían salidos del Apocalipsis, pero la pintura de la construcción apenas si mostraba rastros de la destrucción. Mirando por encima del hombro, Angel concluyó que la piscina había resultado ser su refugio y, al observarla con mayor detenimiento, se dio cuenta de que había en ella algo… extraño. Ya se había fijado antes en la simetría de sus formas, aunque no había llegado a meditar sobre ella.

– Parece que imitara la forma de un par de alas -le dijo a Cooper, que venía hacia ella-, la piscina.

Él también miró y luego tomó las dos toallas y envolvió con una a Angel. Se pasó la otra sobre los hombros y abrazó a la mujer.

– ¿Qué decías?

– La piscina.

– Ah, sí. -Volvió la cabeza para contemplarla-. Es la uve doble de Stephen, la que utilizaba para firmar sus cuadros. Pero tienes razón, vista del revés tiene el perfil de un par de alas.

Las alas de un ángel.

Angel. No llegaba a entender por qué había elegido ponerse ese nombre cuando su madre y ella por fin pudieron dejar de esconderse. En aquel momento, sin embargo, le vino a la cabeza aquel particular recuerdo -«el ángel volador»- y sonrió.

Se apretó contra el pecho de Cooper y sintió los latidos de su corazón. En aquellos momentos en los que se había visto más necesitada, podía decir, tal vez, que los dos únicos hombres que había querido habían acudido a rescatarla.

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