Dos días más tarde, Angel estaba tumbada a la sombra sobre una manta en el claro de hierba que rodeaba el edificio común de Tranquility House. A través de las pestañas, entrecerradas, distinguió a un grupo de huéspedes que, liderados por Judd, estaban enfrascados en una serie de movimientos de tai-chi. Le faltaba una pizca más de aburrimiento para levantarse y unirse a ellos.
Debería haberse marchado a San Francisco cuando tuvo la oportunidad. En lugar de ello, se había dejado convencer por Cooper para quedarse.
Pero no, no. Aquello no era cierto. Él no había querido convencerla, concluyó mientras observaba cómo unas treinta mujeres adoptaban una postura que se le antojó no solo incómoda sino, sobre todo, peligrosa. Cooper no había querido que se quedase, había intentado ahuyentarla hablándole de sexo.
Eso había sido lo que la había convencido para quedarse, es decir, el hecho de que él tratara de amedrentarla para que abandonara el lugar.
Ella no le tenía miedo a nada y ya iba siendo hora de que él se diera por enterado. El hombre del saco había salido de sus sueños y había pasado a formar parte de su mundo, de su realidad, hacía veinte años. Había podido con eso entonces y seguía pudiendo ahora.
En aquel momento, como si se tratara de un espíritu convocado por sus pensamientos, una presencia ensombreció el lugar en el que Angel se encontraba. Reconocer las largas piernas musculosas de Cooper le llevó un instante, al final del cual cerró los ojos y fingió estar dormida.
Cuando él le sacudió un hombro, Angel abrió los párpados, pero los cerró al observar que el recién llegado empezaba a hablar. Desde luego, se trataba de una táctica evasiva, tal vez incluso infantil, cuya única explicación estribaba en que Angel se encontraba en una situación insufrible, como reportera y como mujer, de no saber qué decir.
Ninguno de la infinidad de artículos que había leído a lo largo de los años le había dado una razón plausible que explicara por qué un acto sexual tan gratificante y satisfactorio podía dejar a una mujer presa de una debilidad tan acusada. Como una florecilla de invernadero. Ni uno solo de aquellos artículos le había dado alguna pista sobre qué hacer en aquellas circunstancias.
O, por cierto, qué hacer con un hombre que, insensible a la indiferencia con que ella lo estaba tratando, se sentaba tan campante a su lado. Antes de que tuviera oportunidad de salir por piernas, él la sujetó por una muñeca, y antes de que tuviera oportunidad de zafarse de sus dedos, él los apretó con más fuerza y comenzó a escribirle algo con un bolígrafo en la palma de la mano.
Vencida, se dejó hacer, como si en verdad estuviera dormida. El firme trazo de Cooper y la decisión que imprimía a su manera de agarrarla, le recordó a Angel aquellas otras implacables caricias que habían ocurrido en la oscuridad iluminada por las velas, le hizo pensar en una lengua que le había recorrido la piel.
Su lengua.
Un escalofrío la cruzó de parte a parte, y ello a pesar de que Cooper había dejado de escribir y la había soltado.
No iba a mirar de inmediato lo que él había escrito, decidió. Se limpiaría la tinta, borraría aquello que él se creía con derecho a decirle.
Sin embargo, de vuelta en su cabaña, Angel no encontró jabón ni agua que pudieran llevársele de la piel lo que Cooper había escrito. Aquellas palabras eran… indelebles.
«Ve a casa de Lainey a las 16:00h. Si estás dormida, haré lo que sea para despertarte.»
Aunque consideró negarse a aceptar la orden o invitación de Cooper, lo que fuera, Angel acabó por rendirse a la curiosidad y a la necesidad de distraerse y, por eso, agobiada por un sofocante calor, llamó a la puerta de Lainey a las cuatro y dos minutos. El día era asfixiante y las montañas Santa Lucia irradiaban la luz de la tarde como si fuesen gigantescos pedazos de metal.
Lainey acudió y la recibió con una sonrisa que, al instante, se convirtió en una mueca de contrariedad.
– No traes la ropa adecuada.
Angel se miró la camiseta sin mangas y la larga falda de tela vaporosa que llevaba.
– Bueno, es que… -balbuceó.
– Ay, ¿para qué servirán los hermanos? -exclamó Lainey con gesto irritado-. Cooper tenía que haberte avisado de que trajeras un bañador.
Angel, que no acababa de entender de qué iba aquello, se limitó a asentir.
– Cooper, Beth y Judd también están invitados -continuó diciendo Lainey-, y se me ocurrió que a todos nos apetecería darnos un baño antes de la cena. Pero no te preocupes, tengo bañadores de sobra.
¿Baño? ¿Cena? A pesar del agradable aroma especiado que la invitaba a entrar en la casa de los Whitney, Angel dudó. Ya había tenido que acallar su conciencia de periodista antes de irse a la cama con Cooper, para lo cual había decidido que su reportaje sobre Stephen Whitney sería tan banal e inocente como la reputación del pintor. Además, seguía allí por motivos de trabajo, que, desde luego, no incluían seguir intimando con Cooper o hacer vida social con el resto de la familia.
Sin embargo, la posibilidad era tentadora. Por otro lado, tal vez bajaran la guardia y ella pudiese descubrir algo interesante.
No podía seguir titubeando, así que se encogió de hombros.
– Vaya, Lainey. Lo cierto es que Cooper ni siquiera mencionó…
– ¿Tampoco te dijo lo de la cena? -La expresión de Lainey denotaba irritación.
– No.
Lainey alargó un brazo, tomó el de Angel y tiró de ella hasta hacerla pasar por el vano de la puerta.
– Sea como sea, estás invitada. Judd está en la barbacoa, preparando unas brochetas vegetales a la parrilla, y yo he asado dos pollos esta mañana. Los he tenido en la nevera para que se enfriaran.
Pollo, carne. Dándose por vencida, Angel se dejó llevar por la casa hasta pasar por las puertas de la terraza, que daban al área de la piscina. Sí, era débil. ¿Quién habría dicho que, tras aquella magra temporada a base de comida vegetariana, iba a caer en la tentación por algo tan vulgar como un plato de muslos de pollo fríos?
– ¡Oídme todos; mirad a quién traigo! -clamó Lainey para llamar la atención de quienes se encontraban en la terraza.
Katie, Judd y Beth alzaron la vista, pero la última miró con expresión un tanto desencajada y dio un paso atrás, incluso a pesar de que estuviera a varios metros de Angel.
– Creía que habías dicho que esta iba a ser una cena familiar -murmuró, aunque la recién llegada pudo oírla.
– Eso es, una cena familiar. -Lainey le dedicó a su hermana una mirada inquisitiva-. Piensa, Beth, acuérdate de la cala. -Luego se volvió en la dirección de Angel-. Cooper está por aquí, aparecerá enseguida.
La cabeza de Angel bullía con diversas ideas y dudas. Como era costumbre, Beth se ponía nerviosa en su presencia, por razones que la periodista desconocía. ¿Por qué se había negado en rotundo a que la entrevistase? Y luego estaba lo que acababa de decir Lainey, aquel «acuérdate de la cala». ¿A qué venía aquel misterioso comentario?
Antes de que lograra poner orden a sus pensamientos, Angel fue conducida al vestidor de la piscina y allí se encontró con toda una colección de bañadores y, al salir al exterior, con un discreto bañador de una pieza y la falda puesta, aún continuaba procesando los datos recibidos. Aunque no le apeteciese nadar, no le hacía ascos a sentarse en el borde de la piscina y chapotear con las piernas.
Como Lainey había dicho, Cooper ya había llegado; estaba en el agua, refrescándose. La piscina tenía una extraña forma, casi como la de una uve doble, con dos brazos simétricos que se encontraban a media altura. Cada uno de ellos contaba con su propio trampolín y, en el momento en que Angel miró, Cooper estaba a punto de lanzarse desde uno y Katie desde el otro.
Aun sabiendo que lo mejor era guardar las distancias, Angel se aproximó al borde de la piscina, atraída contra su voluntad hacia Cooper y sus largos mechones de cabello, anchos hombros, torso esbelto y piernas torneadas; llevaba un bañador de color azul cobalto que le cubría hasta las rodillas. La cicatriz que le diseccionaba el pecho destacaba con su brillo rosado sobre el dorado oscuro de la piel morena. El hombre le dijo algo a Katie y luego ambos ejecutaron idénticos saltos para zambullirse en el agua.
Las gotas salpicaron la falda de Angel y, un momento después, una mano empapada emergió y le agarró un tobillo.
Ella gritó, aunque poco tenía que hacer ante la fuerza de Cooper, que sacó la cabeza del agua y, al sacudirla, salpicó de nuevo a Angel. El ambiente en la piscina era refrescante, pero había algo en la mirada del hombre que distaba mucho de serlo.
– Has venido -dijo Cooper-, a mi pesar.
Él había prometido sacarla de la cama si hacía falta. Lo había dicho en broma, por supuesto, aunque, mientras se miraban, ella advirtió que los ojos de él la traspasaban y, cuando él le acarició levemente el tobillo, se vio invadida por ciertos cosquilleos que se le precipitaron por la cara interna de las piernas.
La mirada de Cooper era muy, muy masculina, tan viril que Angel se sorprendió a punto de encenderse. No, por favor, no podía permitirse aquel punto débil -un punto minúsculo, por cierto, y escondido-, tan proclive a hacerse notar cada vez que se encontraba con aquella versión moderna de Tarzán.
Enarcó una ceja, decidida a no dejarle descubrir el frenético estado que le provocaba su presencia.
– No podía rechazar una invitación tan… memorable.
Angel alargó un brazo con la piel de gallina para que él viese que lo que acababa de decirle iba más allá de las palabras.
Él gruñó.
A pesar de arriesgar su vida, Angel se lanzó a sus brazos. Quizá, Cooper le leyó las intenciones.
– ¿Qué, te apetece nadar? -le preguntó.
No, no. Angel no quería aceptar la oferta.
Tras unos instantes confusos, Cooper la dejó con un encogimiento de hombros, se hundió en el agua y nadó hasta donde estaba su sobrina. Angel estuvo observándolos durante un rato, mientras el hombre y la niña se perseguían y se salpicaban golpeando el agua con las manos abiertas.
Hubo un momento en que los ojos de Katie se iluminaron y Angel estuvo a punto de rendirse a sus sencillos juegos, aunque luego la niña cambió de expresión y se alejó nadando con gráciles y eficientes brazadas. ¿Quién le habría enseñado a nadar de aquella manera? ¿Habría sido Stephen? ¿Cooper, tal vez?
¿Cooper, cuyos brazos la habrían asido, cuya voz grave habría aplacado sus temores? Le vino a la mente una súbita imagen de Cooper abrazándola a ella y no a la niña, hablándole al oído, que le hizo dar media vuelta sin perder tiempo y encaminarse hacia la cocina y Lainey.
Tal vez debería dar alguna excusa, un dolor de cabeza o algo por el estilo, y marcharse.
Pero en la cocina también estaban Beth y Judd, dedicados a la elaboración de una ensalada de frutas y, una vez más, Angel se encontró con aquel extraño humor que inspiraba en la hermana gemela de Lainey. Acicateada por la curiosidad, abandonó su proyecto de fuga y les ofreció su ayuda.
Beth la miró con nerviosismo, aunque inmediatamente Lainey comenzó a charlar sobre los detalles de la exposición de arte, como para no darle la oportunidad a Angel de hacer preguntas.
Por los comentarios de Beth, Angel se enteró de que iban a levantarse dos carpas para la exposición en un terreno adyacente al edificio comunitario de Tranquility House, de las cuales una albergaría los cuadros y la otra un servicio de bar. Gracias a la hospitalidad de los monjes benedictinos, los huéspedes pasarían el día en el monasterio, de modo que nada iba a perturbar la tranquilidad que habían venido a buscar. Como el espacio de aparcamiento no era suficiente, habían alquilado autobuses para traer a los invitados desde Carmel.
– ¿Cuánta gente pensáis que acudirá? -preguntó Angel, empeñada en rescatar un trozo de calabacín de un cuenco que contenía diversos tipos de vegetales en adobo. Había aceptado la insoslayable tarea de ensartar pedacitos de vegetales en los pinchos.
Beth le clavó la mirada.
– Puesto que Lainey insistió en mantener la fecha original, se reducirán a unos ciento cincuenta. Suelen venir el doble, más o menos, aunque con la escasa antelación con que mandamos el aviso…
Lainey no estaba dispuesta a aceptar el tono desaprobador que la voz de su hermana denotaba.
– Siempre montamos la exposición el trece de septiembre -repuso-. Mejor ciento cincuenta para ese día que el doble cualquier otro.
– ¿Porque es un día especial? -terció Angel.
– Es la fecha en que Stephen llegó a Big Sur.
La mano de Angel, ocupada con un champiñón, resbaló de su objetivo y a punto estuvo de atravesar el pincho.
– ¿Desde San Francisco? -preguntó.
– En efecto. -Lainey acabó de colocar unos platos de papel en una bandeja y se dirigió hacia la piscina-. Pienso en ese día como el momento en que mi vida, tal y como la conocía entonces, cambió para siempre.
Sí, y también la de Angel, aquel mismo día su padre había dejado a su madre.
Al volverse, la periodista se encontró con el rostro de Beth mostrando una extraña expresión. Su olfato de reportera le dio una señal de alarma.
Sin embargo, la mujer debía de estar muy concentrada en lo que estaba haciendo, pues, tras levantar la vista durante un instante, alcanzó a su hermana y le quitó la bandeja de las manos.
– Ya la llevo yo -le dijo-. Acaba tú en la cocina. -Y se marchó a la terraza con Judd a sus espaldas.
Lainey se quedó mirando a su hermana a través del cristal de las puertas durante largo rato, en silencio.
– Todavía no puedo creerme lo que nos ha ocurrido -anunció al fin-, cómo nos ha cambiado la vida, de un día para otro.
Su voz era llorosa y, de repente, Angel deseó ausentarse ella también de la cocina. En lugar de ello, agachó la cabeza y se afanó con los pinchos.
– Estoy segura de que lleva tiempo entender la verdadera dimensión de lo sucedido.
– Sí, me doy cuenta. -Lainey estaba inmóvil, frente a las puertas que daban a la terraza-. Me doy cuenta de lo corta que ahora se ha vuelto la vida, por eso quiero que la exposición no se demore. No puedo permitirme el lujo de perder el tiempo, ¿entiendes?
– Claro. -Angel trataba de no pensar en otra cosa que no fueran las labores culinarias.
– Y el amor -siguió explayándose Lainey-, el amor es un milagro si lo piensas con detenimiento. Encuentras a un hombre al que ansias abrirle tu corazón. Eso tampoco puede desperdiciarse.
– Ya, ya -murmuró Angel.
Claro, como si ella le hubiera abierto el corazón a algún hombre. Que la perdonaran, pero ella era de las que mantenían a raya a aquella parte de la humanidad.
Lainey hizo ademán de abrir la puerta de la terraza pero, de repente, cambió de idea.
– Escúchame, Angel. No dejes que Cooper se te escape.
Cuando desapareció tras la hoja de la puerta, Angel aún estaba tratando de cerrar la boca. Por Cristo bendito.
Có-mo-e-ra-po-si-ble.
En aquel momento entendió para qué la habían invitado a la cena familiar. No había duda; Lainey estaba ejerciendo de celestina.
Cuando acabó con las últimas brochetas, decidió que iba a buscar un momento de intimidad con Cooper en cuanto dispusiera de la oportunidad para aclararle unas cuantas cosas. Aquella era su hermana, después de todo, su hermana recién enviudada, así que era su responsabilidad no ocasionarle un nuevo disgusto. Tendría que decirle que no había nada entre ellos, ni tampoco esperanza de que llegara a haberlo.
Sin embargo, cuando salió al exterior con la bandeja repleta de brochetas, Angel vio decrecer las posibilidades de éxito de sus pretensiones, pues Katie parecía decidida a no separarse de ella. No sabía lo que quería la muchacha, pero sí que le hacía sentirse extrañamente incómoda.
– Ah, hola -la saludó.
Katie inclinó la cabeza para contestarle. Olía un poco a cloro, tal vez porque el sol, fortísimo, había evaporado el agua de su piel. Llevaba el pelo mojado y peinado en una trenza, y, al mirarla, se dio cuenta de que tenía la nariz plagada de pecas.
Angel se frotó la suya, que tenía las mismas pecas que las de la niña, e intentó decir algo, aunque con poca fortuna.
– Yo… ah… ah… -Maldiciendo para sus adentros el extraño impulso que la había llevado a quedarse a cenar en la casa de los Whitney, Angel acabó por decir lo primero que se le ocurrió-: Siempre he querido llevar una trenza como la tuya.
El comentario, sin embargo, fue acertado, al igual que, una vez más, el cabello como denominador común de las conversaciones entre mujeres. Había quien pensaba que las mujeres podían extenderse con facilidad hablando de los hombres, pero, según se lo dictaba la experiencia a Angel, eran las preocupaciones de peluquería las que, sin duda, le soltaban la lengua a cualquier mujer. Aquella ocasión no fue distinta. En cuestión de segundos, Katie la había instalado en una pequeña mesa, a un lado de la terraza, y había puesto a su disposición un peine y un espejo. Acto seguido, se consagró a enseñarle cómo hacerse a sí misma una trenza.
Beth y Lainey no tardaron en acercarse para ofrecer sus consejos técnicos, que Angel, con los brazos alzados sobre la cabeza y los músculos quejándose por el esfuerzo, intentó seguir como buenamente pudo para regocijo de las otras tres.
– Muchas gracias -masculló Angel, examinando su imagen en el espejo-, pero no es culpa mía si me he convertido en un híbrido entre Pippi Calzaslargas y el último mohicano. -Hizo una mueca, pues las risas no cesaban-. Una de vosotras tiene que venir aquí y arreglar este desaguisado.
Katie se acercó, sintiéndose responsable, y Angel distinguió en el espejo a Judd y a Cooper, que miraban al grupo de mujeres desde donde estaban, al lado de la parrilla. Tal vez fuera su desastroso aspecto lo que había llamado su atención. Pero, al mirar a su alrededor, Angel se dio cuenta de que la nefasta trenza no era la razón.
Era la risa, era la alegría del momento, pintada en las caras de Lainey, Beth y Katie.
La invadió una sensación cálida, algo parecido al orgullo, parecido a… bueno, a sentirse parte de aquello.
El mismo estado de ánimo se prolongó durante la cena, de la que todos dieron cuenta sentados a una mesa de cristal situada bajo una sombrilla. Lainey y Beth relataron diversos experimentos fallidos de espejo, peine y tijeras, y se metieron con Cooper por el parecido que había querido adoptar con George Michael durante cierta época.
Angel, horrorizada, se quedó mirando al hombre que estaba sentado a su lado.
– Cómo que George Michael. ¿George Michael, el del pelo rubio oxigenado y las gafas de sol?
– Tal vez estés en disposición de aceptar que no te avergüenzas de tu «época Madonna» -terció Cooper, de brazos cruzados y con una ceja enarcada.
– ¿Cómo te atreves a…? -Se había delatado a sí misma, así que se detuvo y optó por mentir-. Yo nunca quise parecerme a Madonna, ni mucho menos.
– Mentirosa -la acusó Cooper y luego, bajando la voz para que solo ella lo oyera, agregó-: ¿Cuál de sus pintas te iba más? ¿La de macarrilla callejera? ¿La de rubia explosiva?
Tras sentir que un escalofrío le recorría la espalda, Angel se acordó de pronto del malentendido en el que había caído Lainey. También se había olvidado de lo oscuros que se volvían los ojos de Cooper cuando hablaba para seducir, de sus pobladas pestañas que los volvían casi como una profunda y calurosa noche en Big Sur…
Se obligó a prestar atención a lo que estaba sucediendo a su alrededor y, para meterse en cintura, carraspeó.
– Ya te lo he dicho: nunca me he vestido como Madonna.
– Pero se vistió de niño -intervino Katie-. Cuando estaba en el colegio fingió ser un niño.
El comentario cayó como una lluvia fría entre los comensales. Todas las cabezas se volvieron hacia Angel. Todas las miradas.
El ambiente amistoso de la velada se disolvió y Angel se volvió a sentir como una extraña, como la invitada que no pertenecía a la familia.
– Puede que a Angel no le apetezca hablar de eso, Katie -advirtió Cooper con delicadeza.
– Vaya, yo… -Katie se avergonzó y guardó silencio.
Entonces fue el turno de Angel, de meter baza y remediar la vergüenza que estaba pasando la muchacha.
– No, no pasa nada. De hecho, puedo contaros la divertidísima historia de mi primera noche en vela como niño.
Hizo una breve explicación, dirigida a Lainey, Beth y Judd, de las razones que la habían llevado a aparentar ser un niño y, llegados a ese punto, se lanzó a describir la noche que había pasado junto a otros tres niños y que había acabado por convertirse en un concurso de meadas.
Un concurso de meadas de verdad, tal y como se lo estaba contando.
Beth se quedó con la boca abierta.
– ¿Y qué hiciste? -preguntó.
Aunque en aquel entonces lo hubiera pasado mal, a Angel le hacía gracia recordarlo.
– Les dije que se dieran la vuelta y entonces me hice con una lata de refresco casi llena, y la fui vaciando poco a poco, para imitar el chorrito -explicó Angel mientras gesticulaba para ilustrar sus palabras-. Sabía que no iba a obtener el récord de distancia, pero gané en las categorías de caudal y control del chorro sin manos.
En lugar de reírse, o siquiera sonreír, todos se quedaron callados durante un rato. Luego, Lainey se levantó e instó a Katie a que recogiera la mesa, tarea a la que ayudaron Beth y Judd. Angel también quiso echar una mano, pero Cooper se lo impidió reteniéndola por la muñeca.
Mientras los demás iban con las bandejas a la cocina, Angel le hizo una mueca a Cooper e, irritada, se levantó.
– Supongo que no debería haber cambiado mi trabajo de hoy por la ración de monólogo humorístico que acabo de representar.
Él también se levantó y, en lugar de responder, la estrechó entre los brazos.
– Vas a matarme, criatura -masculló-. Vas a conseguirlo.
– Y eso no está bien -le contestó ella, pegada a su camiseta. Como Katie, Cooper despedía un leve olor a cloro y Angel imaginó sus manos, fuertes y decididas, chapoteando en el agua, las mismas manos que la estaban sosteniendo, con la misma fuerza y decisión. Lo miró a los ojos e hizo un esfuerzo por no pasarle los brazos alrededor del cuello-. Y esto me parece que tampoco.
Con el rabillo del ojo distinguió que algo se movía; era Lainey, que se dirigía hacia ellos. Sobresaltada y pensando en la equivocada actitud de casamentera que al parecer animaba a la viuda, retrocedió trastabillando hasta el borde de las piscina.
– Cuidado -le avisó Cooper.
Angel recuperó el equilibrio y se afianzó sobre las losetas del borde.
– No pasa nada.
Lainey continuaba acercándose y observando la escena.
– Necesito hablar contigo -le dijo a Cooper en voz baja, una vez que llegó junto a él-, sin que se entere Katie.
Al oírlo, Angel quiso alejarse de inmediato.
– Bueno, tal vez yo deba…
Cooper la detuvo con la mirada.
– Tú no te vas a ninguna parte.
– Pero…
– No te preocupes, Angel -intervino Lainey-. Confío en ti.
Estamos listos, pensó Angel, que empezaba a olerse algo no demasiado bueno. Pese a ello, se quedó donde estaba.
– Es sobre… Stephen -explicó la viuda, en tono de confidencia-. Estuve revisando sus papeles y, esta mañana, ha aparecido algo. No estoy segura, pero me parece que… él debió de tener otra familia.
– ¿Otra qué? -preguntó Cooper, incrédulo.
Angel quería desaparecer, que se la tragase la tierra y la devolviera a las antípodas. O regresar al día en que había decidido investigar sobre Stephen Whitney y dejar las cosas como estaban -muertas, pensó histéricamente-, sin remover nada.
Lainey se frotaba los brazos con las manos, como si tuviera frío.
– No sé. Lo mejor sería que vosotros vieseis lo que he encontrado. Estaba en un archivador repleto de viejos papeles. Es la mitad de un folio, dividida por el medio. En un lado escribió «irme» y en el otro «quedarme». Stephen solía tomar sus decisiones de ese modo, ya os imagináis, razones para hacer algo y razones para no hacerlo.
– ¿Y? -murmuró Cooper.
– En el lado del «irme» estaba escrito «arte» y «libertad». En el lado del «quedarme»; «Michelle» y… -titubeó.
– ¿Qué? -la instó Cooper.
Angel contuvo la respiración.
Lainey tomó aire y volvió a dudar.
– «Nuestra hija» -dijo al fin.
Cuando aquellas dos palabras le alcanzaron el corazón, Angel intentó apartarse, librarse de ellas, y aun así seguían allí, aguijoneándola. Cuando quiso darse cuenta, no tenía nada bajo los pies. Y luego agua, agua cubriéndola por todas partes.
Instintivamente se puso a bracear. Aún quedaba luz en el cielo y pugnó por salir a él, a pesar de que la falda, retorcida, se le había enrollado en las piernas como una soga. Consiguió llegar a la superficie, sacó la nariz y después la boca, para escupir agua y tomar aire.
Luego, deseando por enésima vez haber tenido un padre que le hubiese enseñado a nadar, volvió a hundirse.