7

Para su encuentro con la viuda de Stephen Whitney, su primera entrevistada en relación con el artículo, Angel puso especial atención a su vestuario. El sol de septiembre volvía a ser abrasador, así que para la ocasión escogió un vaporoso vestido con estampado floral. Su madre lo llamaría vestido «de señorita», y Angel creyó que esa sería la imagen apropiada para aquella mañana.

La noche anterior había escrito una detallada lista de preguntas, a la que añadió unas cuantas por la mañana. Aunque pretendía que la entrevista fuera en profundidad, tenía la intención de que la mujer sintiera que llevaba la conversación. La gente siempre contaba más cosas si las preguntas no tenían el tono de un interrogatorio.

Su melena se había convertido en una indomable maraña, pero no le parecía adecuado pedirle a la viuda que le dejara utilizar su secador durante veinte minutos, así que tendría que encontrar otra solución. Resignada, optó por una diadema de metal con abalorios para mantener el pelo alejado de los ojos.

Finalmente, para que le diera suerte, porque le traía buenos recuerdos y porque se estaba volviendo loca con tanto silencio, se colocó una pulsera de oro en la muñeca izquierda. De cada eslabón colgaba un recuerdo de las ciudades en las que había vivido. Aunque siempre andaban mal de dinero, su madre insistía en comprar amuletos, seguramente por el simple hecho de convertir su vida secreta en una aventura excitante.

Al fin y al cabo la intención es lo que cuenta, se dijo.

Paseó hasta el edificio comunitario en busca de señales que le indicaran el camino hasta la casa de Lainey Whitney. No había vuelto a ver a Cooper desde el día antes, cuando se besaron, así que se alegró de encontrar a Judd presidiendo el bufet del desayuno, y aún más cuando se ofreció, por escrito, no solo a indicarle el atajo por el bosque sino a acompañarla hasta allí él mismo.

No habían andado ni media hora cuando encontraron a Lainey Whitney en la parte de atrás de su casa, paseando por el enlosado que rodeaba la piscina. Ataviada con un vestido de tirantes, sombrero de ala ancha y guantes de jardinería, arrancaba las partes marchitas de un geranio rosa en flor. Judd la saludó con la mano y se marchó.

– Visita a mi hermana cada día a la misma hora -le explicó Lainey.

Angel intentó pensar en lo que había averiguado sobre él durante el trayecto.

– No dice nada -observó mientras miraba el trozo de papel que Judd había puesto en su mano-. Y no solo en Tranquility House. No habla en ningún lugar.

Con la muñeca, Lainey se apartó el ala del sombrero de la cara.

– Llegó al refugio hace cinco años con la intención de quedarse dos semanas. Lleva aquí desde entonces sin decir palabra.

Angel meneó la cabeza y metió la nota en la mochila.

– Qué extraño.

– Quizá te lo parezca porque no conoces sus razones.

«Sus razones.» Aquel comentario inocente recordó a Angel el motivo de su visita. Estaba allí precisamente para conocer las razones de otro hombre.

– Es verdad, señora Whitney. Y lamento haber aparecido aquí sin avisar, pero como no tengo acceso a un teléfono, tampoco podía llamarla para preguntarle si tenía tiempo para recibirme.

– ¿Que si tengo tiempo? -La mujer soltó una sonora carcajada, aunque Angel observó que se le humedecían los ojos-. No sé qué hacer con todo el tiempo que tengo.

Lágrimas, pensó Angel, y se le hizo un nudo en el estómago. Se agarró con fuerza a la mochila y se arrepintió de no haber llevado pañuelos de papel.

– Yo… lamento su pérdida.

– Lainey, no tienes por qué hablar hoy si no te apetece -gritó una voz a sus espaldas.

La voz de Cooper. Molesta por su intromisión, Angel se dio la vuelta.

No tardó en olvidarse de por qué estaba enfadada con él. También llevaba guantes, los suyos de piel y del mismo color marrón que su bronceado pecho desnudo. Volvió a fijarse en la cicatriz, pero pronto su atención se desvió hacia sus anchos hombros y las tiras de músculos que se perdían en el interior de los vaqueros de cintura baja que llevaba. Antes pensaba que su cuerpo merecía un sobresaliente, pero en aquel momento decidió que era sencillamente fabuloso. Tanto que sintió el impulso de recorrerlo con la lengua hasta…

Aturdida por el deseo, Angel trastabilló unos pasos hacia atrás.

– ¡Cuidado! -la previno Cooper.

Aquel grito solo consiguió que siguiera reculando hasta que su pie no encontró más que aire en el que apoyarse, el aire que cubría la superficie de la piscina. Cooper corrió, la asió por la muñeca y tiró de ella para alejarla del borde.

Angel se zafó de la sujeción y se frotó la zona por la que Cooper la había agarrado.

– Me has hecho daño.

– La mayoría de las mujeres me darían las gracias por salvarlas… de nuevo.

Decidida a mantenerse alejada de peligros, se dio la vuelta y se dirigió a la señora Whitney.

– En realidad, tiene razón. Si este no es un buen momento…

Los ojos de la mujer tenían un brillo distinto.

– ¿Y qué me dices de ti? Pareces un poco… azorada.

– Necesita café -interrumpió Cooper, pasando junto a ellas para recoger unas tijeras de podar de gran tamaño.

Lainey hizo un gesto de contrariedad.

– Pero hace demasiado calor para tomar…

– Café -repitió Cooper, mientras se ensañaba con un arbusto cercano-. Ni te imaginas la reacción que le provoca.

Angel le dedicó una mirada lasciva, aun siendo consciente de que al hacerlo se estaba ruborizando.

– Me encantaría tomar un café, siempre y cuando no sea demasiada molestia. -Esforzándose por no recrearse en la contemplación de los músculos dorsales de Cooper, añadió-: ¿Pasamos a la cocina?

Afortunadamente, a la mujer le pareció bien la idea. A los pocos segundos Angel se encontraba ya lejos de la presencia de Cooper, sentada a una mesa larga de pino en el centro de la amplia cocina de la señora Whitney. Las paredes y los armarios, pintados en suaves tonos pastel, resplandecían bañados por la luz de la mañana.

Segura de haber seguido los pasos uno y dos, el breve intercambio de fórmulas de cortesía y la conversación superficial, Angel se decidió por el cumplido final previo a la entrevista.

– Tiene una cocina preciosa, señora Whitney.

Si te gustaban los huevos de pascua y las garrapiñadas, claro.

– Por favor, llámame Lainey. -La mujer paseó por el espacio entre la despensa y la encimera con estudiada elegancia-. A mí también me encanta esta habitación. Sigue el modelo de Invitación al Hogar, por supuesto.

– ¿Cómo?

– Es el título del primer cuadro de Stephen que formó parte de una exposición nacional. Seguro que lo has visto… -Se acercó rápidamente a la estantería y dejó un libro de tapa dura sobre la mesa, que deslizó en dirección a Angel-. Aquí está, en la cubierta.

Se trataba de un libro sobre la obra de Stephen Whitney. En la cubierta satinada aparecía una cocina idéntica a aquella, pintada también con colores normalmente reservados para los conejitos de pascua. No había ningún electrodoméstico moderno pero sí un ramo de delicadas flores colocado en una botella antigua de cristal sobre una reluciente encimera. En un rincón había un par de zapatos de niña, como si su dueña los hubiera tirado allí al entrar en casa. La mesa central estaba decorada con dos botes también antiguos en los que se podía leer «Harina» y «Azúcar». Estaban abiertos y sobre la mesa había un poco de cada ingrediente. Junto a ellos, un tazón con masa en la que había clavada una cuchara de madera y una enorme bandeja llena de galletas.

Solo faltaban los osos amorosos, un tarro de miel y un poco de sentido de la realidad.

– Muy bonito -dijo Angel, sin apartar la mirada de la firma del artista: Stephen Whitney, con la «W» más grande que el resto de las letras y terminada en una leve ondulación. Angel se sintió molesta y apartó la vista-. Pero que muy bonito.

– ¿Te das cuenta? -preguntó Lainey, tras lo que hizo una pausa para contemplar la imagen-. Quien sea que recibió la invitación acaba de llamar al timbre y la familia ha salido de la cocina para darle la bienvenida.

– Claro. -Era difícil contradecir a una mujer con aquella media sonrisa de melancolía en el rostro. Aun así, era la hora de entrar en materia-. Lainey, ¿te importa que grabe nuestra conversación?

Tras unos instantes de duda, la mujer aceptó, pero Angel consideró que sería mejor no precipitarse y esperar un poco antes de sacar la grabadora de la mochila. Dio unos golpecitos con el dedo sobre la tapa del libro y preguntó:

– ¿Es este el cuadro que más te gusta de tu difunto… del señor Whitney? ¿Invitación al Hogar?

– Bueno, esa es una pregunta difícil. -Lainey colocó un tarro de azúcar y una jarrita con leche sobre la mesa-. Por cierto, ¿dónde está tu hogar, Angel?

– ¿Mi hogar? -titubeó-. Vivo en San Francisco. Tengo un apartamento en Sacramento Street, Pacific Heights.

– ¿Te gusta vivir en la ciudad? -preguntó mientras dejaba la cuchara, el plato y la taza sobre la mesa.

Angel se reclinó en su silla.

– Sí. He vivido en ciudades, grandes y pequeñas, toda mi vida.

Para una mujer y una niña era fácil pasar desapercibidas en una ciudad. Mantener el anonimato. Conseguir que las olvidaran. Angel empezó a juguetear con el arco de San Luis que colgaba de su pulsera entre la torre Eiffel y el Big Ben.

Lainey se sentó frente a Angel.

– ¿No has vivido nunca en un pueblo?

Angel levantó la taza que había preparado para ella y dio un sorbo.

– Bueno, un verano vivimos en una pequeña población al norte de Alemania. Era aburridísimo. Teníamos vídeo y muchas películas, pero yo no sabía ni una palabra de alemán. Al final, un día mi madre trajo a casa Todos los hombres del presidente. Debí de ver aquella película millones de veces.

– Vaya, vaya. Y ahí nació la periodista.

Angel asintió y entonces se dio cuenta de que era ella la que se suponía que debía entrevistar a Lainey y no al revés. Tomó otro sorbo de café y pensó en la forma de reconducir la conversación hacia Stephen Whitney. Miró por la ventana y sus ojos se centraron en los bien dibujados bíceps de Cooper, ocupado en aquel momento en empujar una carretilla llena de hierbajos. A juzgar por el comentario que Lainey le hizo, era muy posible que Angel acabara de suspirar.

– Es un hombre muy atractivo -comentó la mujer en voz baja.

– Ya lo creo -respondió Angel, observando cómo se alejaba y recorriendo con la mirada los desnudos músculos de su espalda. Los pantalones se le habían bajado un poco y ahora se apoyaban en la incipiente curva de su trasero. Angel volvió a sentir el cosquilleo Cosmopolitan en el bajo vientre-. ¡Ya lo creo!

Cuando volvió en sí, se ruborizó y comenzó a balbucear. Dios, igual tenía un problema de tiroides.

– Bueno, esto, quería decir que…

– Seguro que es propio de los periodistas fijarse en todo -la ayudó Lainey.

Angel se aferró a aquella excusa, que ella misma se había repetido varias veces.

– Exacto. Eso es.

Avergonzada por su reacción de adolescente mema, dio otro sorbo a la taza de café.

– Así que, después de ver la película, decidiste que serías periodista y te dedicarías a investigar escándalos políticos, ¿no?

– No exactamente.

Fue en ese instante cuando Angel se dio cuenta de que la taza que tenía entre las manos también estaba decorada con motivos del artista. ¿A quién si no se le habría ocurrido pintar los bordes en aquellos cursis tonos pastel?

– ¿Y qué es lo que te apetecía investigar?

Angel desvió la mirada de aquella taza hortera para centrar su atención en Lainey Whitney. La mujer no parecía preocupada ni suspicaz, sino más bien muy interesada.

– En general me atraía todo, el Cuarto Poder en sí, todo lo que tiene que ver con el periodismo -respondió Angel con la esperanza de que aquellas frases sacadas de los apuntes de la universidad convencieran a Lainey-. Los medios proporcionan la información que la gente necesita para tomar decisiones personales y también globales. La información, la verdad, como piedra angular de una sociedad libre.

– Ya te había dicho que es una romántica. -De nuevo la voz de Cooper a sus espaldas.

Angel soltó un bufido. Romántica. Ella no tenía nada de romántica. Absolutamente nada. Pero decidió hacer oídos sordos al comentario y aprovecharlo para reconducir la conversación.

– Y hablando de romanticismo, Lainey… -Consciente de que Cooper estaba al acecho, metió una mano en la mochila y tras revolver en ella sacó un cuaderno y un bolígrafo-. Cuéntame, ¿cómo conociste a tu esposo?

Por fin comenzó la entrevista. Los minutos que siguieron fueron bastante distendidos, incluso con la silueta de Cooper a la vista. El hombre se había puesto una camiseta, gracias a Dios, y, sin otro quehacer, permanecía atento a la conversación apoyado sobre la encimera de la cocina con los ojos puestos en su hermana.

O en Angel.

Durante la primera media hora, a Lainey pareció no incomodarle hablar de su pasado. Según le contó, Stephen Whitney había llegado allí hacía veintitrés años, justo cuando los hippies se estaban retirando y hacían su llegada una colonia de artistas más convencionales y gente New Age. Los más viejos, descendientes de los primeros en establecerse en el lugar, allí se quedaron, por supuesto, como era el caso de la familia Jones. En el último año de Lainey en el instituto, Stephen se fijó en ella y se enamoraron.

– Me dijo que no había querido a nadie antes que a mí -murmuró la viuda, con lágrimas en los ojos.

Angel se quedó en silencio y recordó otro sabio consejo, este de su madre. «No hagas preguntas si no estás preparada para escuchar la respuesta.»

Pero sí lo estaba, se aseguró con decisión. Era periodista, una profesional objetiva que jamás había eludido las preguntas comprometidas ni las respuestas desagradables.

– Pero él, esto… -Sin poder evitarlo, tuvo que parar y aclararse la garganta-. Stephen Whitney era unos cuantos años mayor que tú. Puede que hubiera habido otra mujer, una hija, quizá, que también significara algo para él.

Lainey negó con la cabeza.

– Nadie, según me contó. Él también era un romántico.

Eso, o un frío y egoísta hijo de la gran… Angel decidió que no podía permitir que su rostro reflejara nada de lo que estaba pensando y optó por un agradable «aja» antes de seguir con el siguiente tema, que era… era…

Un único pensamiento le vino a la mente. «Nunca había querido a nadie. A nadie.»

En busca de la lista de preguntas que había escrito la noche anterior, Angel comenzó a pasar las páginas del cuaderno, pero sus dedos, frenéticos, se comportaban con tal torpeza que no era capaz de encontrarla.

– Será solo un momento, veamos…

En ese instante oyó un tenue clic que procedía del interior de su mochila. Permaneció en silencio y decidió interpretar el sonido como una señal de que ya era suficiente.

Intentando dar una imagen de despreocupación, empujó su silla hacia atrás.

– ¿Sabes? Creo que es mejor que nos lo tomemos con calma -concluyó.

Mentía. Si el entrevistado se mostraba presto a hablar era mucho mejor dejar que lo hiciera, pero en aquellos momentos los recursos periodísticos de Angel se encontraban seriamente mermados.

– ¿Te parece bien que vuelva mañana?

Por fortuna, Lainey aceptó el aplazamiento. Angel dedicó una sonrisa forzada a los hermanos Jones y se apresuró hacia la puerta.

Con los acontecimientos que habían tenido lugar aquella mañana bulléndole en la cabeza, retomó el camino de vuelta a Tranquility House a paso ligero. Aunque había tenido que interrumpir la entrevista, lo cierto era que, de momento, todo estaba saliendo bien, ¿o no? Ella quería información y la había obtenido.

Era más que evidente que Lainey ignoraba que su esposo había vivido con otra mujer antes que con ella y seguro que no sabía que había tenido otra hija.

El detalle no le sorprendió, pero el hecho de corroborar que su padre jamás le había hablado de ella a su otra familia le hacía sentirse…

No decepcionada, ¡ni triste!, aquella quemazón en el pecho obedecía a algo muy distinto.

Siguió por el camino precipitadamente, alejándose del lugar en que Stephen Whitney había vivido, trabajado y también «querido».

– ¡Sooo… sooo! -Una mano fuerte la agarró por el brazo para detenerla-. No tan deprisa, niña. -Cooper hizo que se diera la vuelta para mirarla-. No vayas a creer que no sé qué te traes entre manos.

Furiosa, pensó. Así era exactamente como se sentía. Furiosa.

– No me llames niña -bufó mientras se zafaba de su mano-. No soy la niña de nadie.

Cooper intentó agarrarla de nuevo por el brazo, pero se encontró con la correa de su mochila de piel. Jugaron con ella al tira y afloja durante unos segundos antes de que Cooper se cansara y, de un fuerte tirón, consiguiera atraer hacia sí tanto a la bolsa como a Angel.

Haciendo un esfuerzo para no recrearse en el seductor aroma de su perfume, introdujo la mano en la mochila y sacó la pequeña grabadora.

– No tienes remedio -dijo mientras sonreía a causa de la expresión indignada de Angel-. Recuerda las normas.

La mujer intentó arrebatársela, pero Cooper fue más rápido.

– Nada que funcione con pilas o con electricidad puede ser utilizado en Tranquility House -le recordó.

– A tu hermana le pareció bien -masculló entre dientes-. Y mi trabajo es importante.

– Las reglas también lo son.

Cooper volvió a sonreír, aunque le pareció que ella estaba a punto de echar fuego por la boca. También le pareció irresistible. Aquel día había abandonado su imagen de excursionista -la sensibilidad de Cooper agradeció que hubiera decidido no ponerse aquellas espantosas botas verdes- y el vaporoso vestido que llevaba parecía flotar sobre su delicada figura. Cooper se recreó en la fila de botones que adornaba uno de los lados, sin darle demasiada importancia al deseo lascivo que sentía por desabrocharlos uno a uno.

Con los dientes.

Pese a que, aparte de las disculpas mutuas, no habían vuelto a hablar de lo ocurrido el día anterior, Cooper supuso que el tema sexual ya había sido zanjado. Por muy salvaje que el placer pudiera llegar a ser, ninguno de los dos estaba dispuesto a arder en aquel fuego.

Angel volvió a intentar arrebatarle la grabadora.

– Devuélvemela.

Cooper alzó la mano.

– Ni hablar.

– ¿Acaso no quieres que reproduzca sus palabras con exactitud? -objetó mientras hacía un tercer intento.

Tras unos instantes, Cooper se encogió de hombros y le dio la grabadora.

– Está bien, la puedes utilizar para tus entrevistas.

Angel la arrancó de su mano.

– ¡Vaya!, gracias por ser tan comprensivo -gruñó.

– Pero hazme el favor de no utilizarla en tu habitación. Nuestra querida señora Withers es capaz de detectar el uso de kilovatios de contrabando en varios kilómetros a la redonda.

– A la orden. -Angel guardó el aparato en la mochila.

Teniendo en cuenta que acababa de salirse con la suya, no parecía demasiado complacida.

– Ya sé que no debo interferir en el artículo. Después de todo, es información, la verdad, la piedra angular de una sociedad libre -dijo Cooper, consciente de que aquello desataría una tormenta.

Como era de esperar, los ojos de Angel ardieron en llamas.

– No es ninguna broma, aunque pueda parecérselo a alguien de tu, de tu…

Cooper esperaba alguna referencia a su antiguo trabajo de abogado.

– ¿De mi oficio?

– Sexo. -Se llevó la correa de la bolsa al hombro y echó a andar con decisión.

Incapaz de reaccionar, Cooper se la quedó mirando.

¿Sexo? ¿Cómo que sexo?

Mientras la observaba, se dio cuenta de que el hecho de que una simple palabra de dos sílabas despertara en él tal curiosidad se debía en gran medida a lo largas y aburridas que se le hacían las horas en aquel lugar. En su fuero interno, Angel estaba a punto de estallar, y el objeto de su ira era la población XY.

Pero ¿qué había desencadenado la erupción? Cooper hizo un repaso mental de los hombres con los que podría haberse encontrado en Tranquility House además de él y Judd. ¿Sería posible que alguno la hubiera molestado, intentado ligar con ella, o…?

Notó calor en la nuca, señal inequívoca de que comenzaba a ponerse nervioso, y se decidió a ir tras ella. Algo le decía que no había nadie en el lugar que pudiera estar causándole molestias, y que ella era muy capaz de solucionar el problema si así fuera, pero había un brillo en su mirada que no era normal.

No le dio alcance hasta llegar a la zona de césped que rodeaba el edificio comunitario.

– Angel…

– ¡Chisss! -dijo, mientras señalaba en dirección a uno de los carteles de «prohibido hablar».

Cooper suspiró y lo intentó de nuevo.

– Angel… -comenzó, pero tuvo que interrumpirse porque en aquel momento la señora Withers y su bastón salían de su cabaña para dar un paseo.

Cooper se sintió obligado a dedicar un minuto de su tiempo a saludar a la anciana con una sonrisa y a ayudarla a bajar las escaleras del porche. Después de todo, aquella mujer llevaba acudiendo a Tranquility House un mes al año desde antes de que él naciera, y algo le decía que aquella sería su última visita. La mano deformada por la artritis que Cooper sujetaba dejaba claro que pronto le sería imposible hacer el camino hasta allí en solitario.

Llevado por un impulso, se inclinó para darle un beso en la fina piel de su empolvada mejilla. La echaría de menos y sabía que ella echaría de menos su independencia. ¿Por qué se decidiría si pudiera escoger entre años de vida y calidad de vida? ¿Estaría dispuesto a sacrificar algún tiempo a cambio de buena salud?

Cuando la señora Withers estuvo lista para emprender su paseo en solitario, Cooper decidió dejar de pensar en ello. Dio media vuelta y se dio cuenta de que Angel había desaparecido.

No así su preocupación. Tampoco estaba dispuesto a profundizar en aquello, pero resolvió hacerle una visita. Seguramente se debía a su tenacidad, a la «bestia negra» que todavía habitaba en él y que no le permitía dejar algo a medias.

Llamó a su puerta y Angel abrió rápidamente, con la misma prisa con la que salió cuando vio que se trataba de él.

– Espera…

Angel le cerró los labios con un dedo y después señaló su reloj. Estaba claro: la hora de la comida.

Entre aspavientos de desesperación, Cooper la siguió hasta el comedor, donde se encontraban ya muchos de los huéspedes. Tampoco se separó de ella cuando Angel se paseó entre la sopa de verduras, los vegetales biológicos y los crujientes panecillos de once cereales que ofrecía el bufet. Finalmente se sentó junto a ella y la observó mientras se afanaba en retirar las semillas del pan con las uñas, que lucían una manicura perfecta.

La manicura le hizo pensar de nuevo en la ciudad, en que Angel era una mujer de ciudad. Y así volvió a recordar con extraña añoranza manos y dedos de mujeres que apretaban el botón del ascensor, que agitaban el bastoncito para remover el cóctel, que señalaban algún posible error en el caso. Le vinieron también a la cabeza los ruidos de la ciudad, el bullicio, el zumbido del tráfico que llegó a convertirse en la música de fondo de su oficina de Montgomery Street, los sonidos de la sala de juicios que marcaron el ritmo de su vida anterior: el apenas perceptible tintineo de las llaves del relator, el martillazo del juez, el aliento contenido en el instante previo a la lectura del veredicto.

El impacto del vaso de Angel contra la mesa lo devolvió a la realidad. Según parecía, beber agua en lugar de té de milenrama tampoco la hacía más feliz. Su rostro reflejaba aún preocupación y Cooper decidió averiguar la razón. Tomó uno de los bolígrafos y un trozo de papel que había sobre la mesa y escribió: «¿Qué te ocurre?» Angel leyó la pregunta y, sin apenas mirarlo, meneó la cabeza.

Más abajo escribió «No me digas que nada».

Angel repitió el gesto.

«Habla conmigo.»

Sin leer el mensaje, Angel arrugó el papel.

La cara de pocos amigos de Cooper no tuvo efecto alguno sobre la mujer. Así que, cada vez más frustrado, apoyó la espalda en la silla y se la quedó observando. Era su aspecto frágil, se dijo. Eso era lo que estaba haciendo que él cayera en sus redes. Con su vestido de flores y la nube de algodón dulce que tenía por melena, parecía una criatura delicada e indefensa.

Sin embargo, Cooper era experto en juzgar a la gente. Según él, aquella era una habilidad fundamental, aunque poco valorada, en su trabajo de abogado. La gente solía pensar que lo más importante era ser perspicaz y tener una personalidad agresiva, pero no se daban cuenta de que un buen abogado debía ser capaz de dejar a un lado las apariencias y descubrir qué había debajo.

El día que se conocieron, Cooper detectó que bajo la suave piel de Angel había una capa de acero.

Y en aquel momento sabía que, debajo de ella, la mujer guardaba algún doloroso secreto. Suspiró, algo molesto por aquel súbito interés por hacerle sentirse mejor; pero bueno, al fin y al cabo un hombre como él era capaz de alegrar por momentos la vida de los demás, ¿no?

Intentando no pensar en el porqué, tomó el bolígrafo y se puso manos a la obra.

Cooper notaba que Angel lo miraba de reojo, así que se volvió en la otra dirección para que no pudiera ver lo que estaba haciendo. El tintineo de los amuletos que colgaban de su pulsera le indicó que ya estaba recogiendo los platos, dispuesta a salir de allí enseguida. Cooper se dio prisa y consiguió terminar justo cuando Angel se estaba levantando.

El hombre llevó la mano a su muslo y consiguió que se volviera a sentar. Entonces Angel emitió un leve quejido que a Cooper pareció no importarle. Levantó una pierna, se sentó a horcajadas sobre el banco para mirarla de frente y le acercó un trozo de papel en el que había escrito: «Juega y gana». Angel leyó el mensaje y después desvió la vista hacia el puño izquierdo de Cooper; en el dorso se había escrito la orden «aprieta» dentro de un círculo que imitaba la forma de un botón.

Lo miró a los ojos con atención, intentando descifrar de qué iba todo aquello.

Mira que es desconfiada, pensó por enésima vez. Tan joven y tan precavida.

Como no reaccionaba, Cooper le acercó el puño a la nariz. «Aprieta.»

Angel volvió a mirarlo y finalmente obedeció.

Cuando Cooper sintió el contacto sobre el dorso de la mano, la abrió bruscamente, separando los dedos.

Angel dio un respingo. Entonces, con expresión de enfado, se dedicó a examinarlos. Cooper había escrito un número distinto en cada una de sus uñas y nudillos. Angel lo miró y Cooper movió los labios lentamente para que ella pudiera leérselos: Es-co-ge.

En aquel momento recordó las muchas veces que había utilizado el mismo truco para animar a la pequeña Katie hacía ya unos cuantos años. De mala gana, Angel señaló el número 7 del nudillo de su dedo índice.

Sirviéndose de la mímica, Cooper fue contando del uno al siete, pasando por encima de cada dedo hasta llegar al anular. Es-co-ge, volvió a decir en silencio. Aquel dedo tenía un 4 en el nudillo y un 3 en la uña.

Angel apoyó su preciosa uña sobre la de Cooper, que volvió a contar y llegó de nuevo hasta el índice. Escondió todos los dedos menos el ganador, le dio la vuelta, y Angel leyó el mensaje:

«¡Enhorabuena! Te has ganado el acceso a nuestra playa secreta».

Entonces, con aquel mismo dedo, le hizo una señal para que lo siguiera y saliera tras él del comedor.

Angel lo obedeció sin objetar y Cooper se sintió muy satisfecho consigo mismo. Aún era bueno, pensó. Ya no ejercía de abogado, pero seguía siendo el mejor a la hora de adivinar las reacciones de la gente. ¿Acaso una reportera curiosa sería capaz de resistirse a la palabra «secreta»?

Cuando se hubieron alejado lo suficiente de la zona comunitaria, Angel empezó a hacer preguntas:

– ¿De qué va todo esto? -inquirió mientras avanzaba con elegancia entre los árboles a pesar de los altos tacones. ¿Qué playa? ¿Cómo que secreta? ¿A qué venía el jueguecito?

– ¡Chisss! -Cooper se volvió y siguió avanzando de espaldas unos cuantos metros-. Es un secreto, ya sabes. Que seas periodista no implica que tengas que saberlo todo.

Dio media vuelta y siguió avanzando sin darle tiempo a contestar.

– Esto no me gusta, no me gusta ni un pelo -gruñó Angel.

Y lo que a él no le gustaba era lo que todavía desconocía pero que había apisonado la actitud segura y decidida de Campanilla.

– Vamos, bizcochito -dijo, sabiendo que aquella ñoñez la molestaría-. Tú sigue a Papá Oso a través del oscuro túnel. Él te protegerá.

– Papá Oso, Papá Oso -murmuró Angel-, ¡qué ego tan grande tienes!

– Es para que te sientas mejor.

Sin embargo, era él el que se sentía mejor cuando agarró a Angel de la mano y juntos atravesaron el estrecho túnel de diez metros de longitud formado después de que su bisabuelo volara una montaña de granito a principios de los años veinte. Según la leyenda, en aquella explosión murió un hombre, pero esa no era la razón por la que todos preferían que el túnel permaneciera en secreto. El motivo era que la pequeña cala y la minúscula playa a la que conducía no eran lugares seguros y, por tanto, lo más prudente era mantener a la gente alejada de ellas.

Cuando se acercaban a la salida, Cooper tomó a Angel por los hombros y la empujó al exterior, a la arena. No pudo evitar sonreír cuando vio que la mujer frenaba el impulso del empujón para contemplar a los visitantes que también habían acudido a la cala. Aunque no estaba seguro de que estuvieran allí, se alegró al comprobar que no le habían fallado. Retozando sobre sus espaldas y bañándose en aquellas aguas relativamente tranquilas, levantaron la cabeza y miraron a Angel en actitud curiosa, cautos pero confiados.

– Nutrias de mar -susurró Cooper al oído de Angel-. Te están dando la bienvenida a su mundo.

Sin reparar en su vestido, la mujer se dejó caer en la arena. La brisa levantó la vaporosa tela y dejó al descubierto sus blancas piernas. Hacía un poco de fresco, y al poco tiempo se le enrojecieron las mejillas y la punta de la nariz, pero Angel estaba absorta en la visión de los animales, que a los pocos minutos volvieron a comportarse de manera habitual. Algo de tiempo invertido en rascarse y acicalarse y algún que otro elegante chapuzón tras el cual se abandonaban a largas sesiones de siesta.

Por experiencia propia, Cooper sabía que la visión de los animales dejaba hipnotizado al que la presenciaba. Junto a una de las adormiladas nutrias que tomaban el sol apareció la cabeza de una más pequeña que, juguetona, se dedicaba a embestirla. Angel no pudo contener la risa.

El humor de Cooper también mejoró.

– Misión cumplida -murmuró para sí.

– ¿Cómo? -Sin dejar de mirar a los animales Angel se inclinó hacia él.

– Ya te sientes mejor -respondió, mientras acariciaba las puntas de su ingrávida melena.

Angel esbozó una sonrisa.

– Tengo que admitir que el premio no ha estado nada mal. Gracias.

Entonces frunció el entrecejo y se volvió para mirarlo.

– Por cierto, ¿cuáles eran los otros? Me refiero a los otros premios.

Cooper se mordió el labio, sopesando si responder o no aquella pregunta. Y qué más da, pensó. Entonces levantó el pulgar de su mano izquierda y leyó en alto lo que había escrito: «La última edición de los periódicos de Los Ángeles y San Francisco».

– Bueno, no pasa nada. He salido ganando -dijo mirando de nuevo a las nutrias.

Cooper volvió entonces el dedo índice, con el premio que había conseguido.

– Aquí está la playa… -añadió dudando de si seguir con el dedo corazón.

– ¿Qué más? -preguntó Angel.

– Tercer premio: «Una noche en mi cama».

– ¡¿Qué?!

A Cooper le encantaba aquella expresión de indignación en el rostro de la joven.

– Oye, oye, yo también estoy muy atractivo retozando de espaldas…

– Por favor… Anda, continúa.

Cooper sabía que el cuarto premio iba a dolerle.

– Embutido. Sé dónde conseguir el mejor embutido ahumado que hayas probado jamás.

Las pupilas de Angel se dilataron.

– No puede ser. ¿Te refieres a embutido de verdad, ahumado y sabroso?

– Exacto. -Cooper se lamió los labios, intentando recordar la última vez que se había sentido tan a gusto-. Lo puedes conseguir en la tienda de Pop, aunque tienes que decirle a Pop que vas de mi parte para que te lo venda.

Angel asintió y cerró los ojos, a la espera de una nueva mala noticia.

– Adelante, dame el último premio.

– Bueno, es que me quedé sin ideas. Está repetido. Otra vez una noche en mi cama.

Angel abrió los ojos como platos.

– ¡Eso es trampa!

– Puede, pero ten en cuenta que he repetido el mejor de los premios -se defendió Cooper, con expresión de seriedad-. Deberías estarme agradecida.

Angel forzó una expresión ofendida y le dio una palmada en el hombro. Cooper estaba acostumbrado a la misma reacción por parte de sus hermanas y supo que, en realidad, Angel no se había molestado.

Y si podía empezar a verla como a una hermana, sería todo mucho más fácil.

Angel meneó la cabeza en señal de reprobación y volvió a mirar a las nutrias. Cooper no podía apartar sus ojos de ella, y fue así como se dio cuenta de que se estaba esforzando por esconder la sonrisita que afloraba a sus labios.

– ¿En qué estás pensando?

La sonrisa le llegaba ya de oreja a oreja.

– En nada.

– Dímelo -le rogó mientras le daba codazos en las costillas, como hacen los hermanos.

Angel le dedicó una mirada soslayada de mujer fatal.

– Bueno, pensaba en que si no me hubieras facilitado la fuente sobre el embutido, lo más probable es que hubiera pasado la noche en tu cama para sonsacarte la información.

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