Capítulo 7

Gabrielle se sorprendió de los modales que Joe exhibió en la mesa. Se asombró de que no masticara con la boca abierta, ni se rascara la barriga, ni eructara como si fuera un adolescente que acabara de tomarse una cerveza Old Milwaukee. Se había puesto la servilleta en el regazo y la entretenía con historias escandalosas sobre su loro Sam. Si no lo conociera mejor, podría llegar a pensar que estaba tratando de cautivarla o que quizá tuviera un alma decente en algún lugar recóndito de aquel fornido cuerpo.

Sam tiene un problema de peso -le contó entre bocados de stroganoff-. Adora la pizza y los Cheetos.

– ¿Le das a tu pájaro pizza y Cheetos?

– Ahora ya no. Tuve que construirle un gimnasio. Hace ejercicio conmigo.

Gabrielle ya no sabía si creerle o no.

– ¿Cómo te las arreglas para que haga ejercicio? ¿No se echa a volar?

– Lo engaño para que piense que es divertido. -Tomó un trozo de pan y se lo comió-. Pongo su gimnasio al lado de mi banco de pesas -continuó después do tragar-, así mientras hago pesas, él sube las escaleras y las cadenas.

Gabrielle tomó un trocito de pan y lo observó por encima do la vela. La tenue luz que se filtraba por las cortinas transparentes de las ventanas del comedor bañaba la habitación y al detective Joe Shanahan con una suave luminosidad. Sus rasgos, fuertes y masculinos, parecían haberse suavizado. Quizá solo fuera un efecto de la iluminación, porque a pesar de su encanto Gabrielle sabía por su muy reciente experiencia que no había nada suave ni dócil en el hombre que tenía enfrente, aunque supuso que un hombre que amaba a un pájaro tenía que tener alguna cualidad que lo redimiera.

– ¿Cuánto hace que tienes a Sam?

– Casi un año, pero me da la impresión que lo tengo desde siempre. Me lo regaló mi hermana Debby.

– ¿Tienes una hermana?

– Tengo cuatro.

– Guau. -Gabrielle siempre había querido tener hermanos-. ¿Eres el mayor?

– El pequeño.

– El bebé -dijo, aunque no podía imaginarse a Joe más que como un hombre. Exudaba demasiada testosterona para que pensara en él como un niñito de mejillas sonrosadas-. Supongo que crecer con cuatro hermanas mayores fue divertido.

– La mayor parte del tiempo fue un infierno. -Enrolló un poco de espagueti en el tenedor.

– ¿Por qué?

Se metió los espaguetis en la boca, y ella observó cómo masticaba. Parecía como si no fuera a responder, pero cuando tragó confesó:

– Me hicieron poner sus ropas y fingir que era la quinta hermana.

Ella intentó no reírse, pero le tembló el labio inferior.

– No le veo la gracia. Ni siquiera me dejaban hacer de perro. Tanya siempre era el perro.

Esta vez no pudo evitar reírse, incluso pensó -aunque no llegó a hacerlo- en palmearle la mano y decirle que no pasaba nada.

– Piensa que tu hermana hizo algo por ti. Te regaló a Sam por tu cumpleaños.

– Debby me regaló a Sam cuando tuve que guardar cama durante un tiempo. Creyó que un pájaro me haría compañía hasta que me levantara y daría menos problemas que un perrito -sonrió-. Estaba equivocada.

– ¿Por qué tuviste que guardar cama?

Su sonrisa desapareció y encogió los anchos hombros.

– Me dispararon en una redada antidroga que fue mal desde el principio.

– ¿Te dispararon? -Gabrielle arqueó las cejas-. ¿Dónde?

– En el muslo derecho -dijo, y cambió bruscamente de tema-. Me encontré con una amiga tuya cuando llamé a la puerta.

A Gabrielle le habría gustado conocer los detalles del tiroteo, pero obviamente él no quería hablar del tema.

– ¿Francis?

– No me dijo su nombre, pero sí que le dijiste que era tu novio. ¿Qué más le has contado? -preguntó antes de meterse el último bocado de pasta en la boca.

– Más o menos eso -mintió Gabrielle cogiendo el vaso de té helado-. Sabía que yo pensaba que me seguía un acosador, así que hoy me preguntó de nuevo por él. Le dije que estábamos saliendo.

Él tragó lentamente mientras la estudiaba a través de la corta distancia que los separaba.

– ¿Le dijiste que sales con un tío que pensabas que te estaba acosando?

Gabrielle tomó un sorbo de té y asintió con la cabeza.

– Ajá…

– ¿No le pareció extraño?

Gabrielle negó con la cabeza y dejó el vaso sobre la mesa.

– Francis tiene una mente abierta en lo que a relaciones se refiere. Sabe que algunas veces a las mujeres les gusta correr riesgos. Y ser seguida por un hombre puede ser muy romántico.

– ¿Por un acosador?

– Sí, ya, pero en la vida tienes que besar a algunos sapos.

– Y tú, ¿has besado a muchos sapos?

Ella pinchó la lechuga con el tenedor e intencionadamente lo miró a los labios.

– Sólo a uno -dijo, y se metió la lechuga en la boca.

Él cogió el vaso y su risa suave llenó la habitación. Ambos sabían que ella no le había devuelto el beso como si lo considerara un sapo.

– Además de besar sapos, cuéntame más cosas sobre ti. -Una gota de vaho se deslizó por el vaso y cayó encima de la camiseta dibujando un diminuto círculo húmedo sobre el pectoral derecho.

– ¿Estás interrogándome?

– Claro que no.

– Además, ¿no tienes un informe sobre mí en alguna parte con toda la información que necesitas? ¿Cómo cuántas multas por exceso de velocidad me han puesto?

Los ojos de Joe se encontraron con los suyos sobre el borde del vaso y la observó mientras daba un largo trago. Luego bajó el vaso para decirle:

– No comprobé tu registro dental, pero el pasado mes de mayo te pusieron una multa por exceso de velocidad. Cuando tenías diecinueve años, estrellaste tu Volkswagen contra un poste telefónico y tuviste la suerte de salir sólo con heridas leves y tres puntos en la cabeza.

No la sorprendió que conociera su historial como conductora, pero la desconcertaba un poco que él supiera cosas sobre su vida cuando ella apenas sabía nada de él.

– Fascinante. ¿Qué más sabes?

– Llevas el nombre de tu abuelo.

Nada sorprendente.

– Somos una de esas familias que le ponen a los hijos el nombre de sus abuelos. Mis abuelas se llamaban Eunice Beryl Paugh y Thelma Dorita Cox Breedlove. Me considero afortunada. -Se encogió de hombros-. ¿Qué más?

– Sé que asististe a dos universidades, pero no obtuviste ningún título.

Obviamente no sabía nada importante. No sabía nada de ella.

– No fui a conseguir un título -comenzó, colocando el cuenco de ensalada sobre el plato y apartando ambos a un lado. No había comido apenas stroganoff pues, con Joe sentado frente a ella, se había quedado sin apetito-. Fui para aprender las cosas que me interesaban. Cuando lo hice, seguí mi camino y busqué nuevos horizontes. -Apoyó el brazo en la mesa y descansó la mejilla en la mano-. Cualquiera puede obtener un título. Vaya cosa. Un trozo de papel de una universidad no define a una persona. No dice quién eres.

Él tomó la servilleta de lino del regazo y la colocó al lado del vaso.

– Entonces ¿por qué no me cuentas quién eres realmente? Dime algo que no sepa.

Supuso que quería que le revelara algo incriminador, pero no había nada que revelar. Nada en absoluto, así que le dijo algo que estaba segura que nunca adivinaría sobre ella.

– Bueno, he estado leyendo lo que Freud opinaba sobre compulsiones y fetiches. Según él, tengo fijación oral.

Él bajó la mirada a su boca mientras una media sonrisa le curvaba los labios.

– ¿En serio?

– No te excites demasiado -se rió-. Freud era esa mente brillante que disertaba sobre la envidia que sentimos nosotras, las mujeres, por el pene del hombre, lo cual me parece absurdo. Sólo un hombre inventaría algo tan estúpido. Nunca me he encontrado con una mujer que quisiera tener pene.

Cuando él clavó los ojos en ella por encima de la mesa, sonreía ampliamente.

– Conozco a unas cuantas a las que les encantaría tener el mío.

A pesar de sus liberales puntos de vista sobre sexo, Gabrielle notó que le ardían las mejillas.

– No quise decir eso.

Joe se rió, e inclinó la silla hacia atrás sobre dos patas.

– ¿Por qué no me cuentas cómo te asociaste con Kevin?

Gabrielle creía que Kevin ya se lo había contado y se preguntó si lo único que quería Joe era pillarla en una mentira. De todas maneras ella no tenía por qué mentir sobre eso.

– Como ya sabes, nos conocimos en una subasta unos años antes de que abriésemos Anomaly. Kevin acababa de mudarse desde Portland y trabajaba para un anticuario del centro. Yo también trabajaba para un anticuario con tiendas en Pocatello, Twin Falls y Boise. Después de esa primera vez, me lo encontré varias veces. -Hizo una pausa y sacudió una miga de pan de la mesa-. Tiempo después me despidieron del trabajo y me llamó para preguntarme si quería abrir un negocio a medias con él.

– ¿Así como así?

– Oyó que me habían despedido por algo relacionado con la compra de pinturas funerarias, de las que se hacen con pelo. El dueño de la tienda no tenía una actitud muy abierta con respecto a ese tema. Me despidió, aunque después hizo negocio gracias a mí.

– Así que Kevin te llamó y decidisteis abrir un negocio juntos. -Cruzó los brazos sobre el pecho y balanceó un poco la silla-. ¿Así sin más?

– No. Él quería vender sólo antigüedades, pero yo ya estaba un poco quemada de todo aquello. Al final hicimos un pacto y abrimos una tienda de curiosidades. Aporté el sesenta por ciento de los costes iníciales.

– ¿Cómo?

Gabrielle odiaba hablar de dinero.

– Estoy segura de que sabes que tengo un modesto fondo fiduciario. -Había invertido más de la mitad en Anomaly. Normalmente, cuando la gente conocía su apellido asumían que tenía una cuenta corriente sin fondo, pero no era verdad. Si por cualquier motivo tuviera que cerrar la tienda, se quedaría casi en la ruina. Pero pensar en perder la inversión financiera no la molestaba tanto como pensar que había perdido tiempo, ilusiones y energía en sacar adelante un negocio para nada. La mayoría de la gente medía el éxito por el dinero. Gabrielle no. Claro que quería pagar las facturas como todo el mundo, pero para ella el éxito se medía por el grado de satisfacción con uno mismo. En ese aspecto se consideraba una triunfadora.

– ¿Y Kevin?

Gabrielle sabía que la manera de ver el éxito no era igual en el caso de Kevin. Para él el éxito era algo tangible. Algo que se podía tocar, conducir o llevar puesto. Lo que no lo hacía muy brillante, pero eso no lo convertía en un criminal sino más bien en todo lo contrario, un buen socio.

– Pidió un crédito bancario por el otro cuarenta por ciento.

– ¿Te molestaste en investigar antes de iniciar el negocio?

– Por supuesto. No soy tonta. La localización es el factor más importante en el éxito de un negocio pequeño. Hyde Park tiene una clientela estable…

– Espera. -Él levantó una mano, interrumpiéndola-. No me refería a eso. Preguntaba si alguna vez se te había ocurrido investigar a fondo a Kevin antes de invertir tanto dinero.

– No hice una investigación criminal ni nada por el estilo, pero hablé con sus jefes. Todos me hablaron muy bien de él -Sabía que lo que iba a decir a continuación no lo entendería nunca, pero se lo dijo de todas formas-. Medité sobre ello durante un tiempo antes de darle mi respuesta.

Joe dejó caer las manos y frunció el ceño.

– ¿Meditaste? ¿No pensaste que abrir un negocio con un hombre al que apenas conocías requería algo más que meditación?

– No.

– ¿Por qué diablos no?

– Por el karma.

Con un golpe sordo, las patas de la silla volvieron al suelo.

– ¿Cómo?

– La recompensa del karma. Me sentía infeliz y acababan de despedirme, entonces apareció Kevin ofreciéndome la oportunidad de ser mi propio jefe.

Él no habló durante un largo momento.

– ¿Estás diciéndome -comenzó de nuevo- que la oferta de Kevin de montar un negocio fue una recompensa por algo bueno que hiciste en una vida anterior?

– No, no creo en la reencarnación. -Sabía que creer en karmas confundía a algunas personas y no esperaba ni por asomo que el detective Shanahan lo entendiera-. Abrir un negocio con Kevin fue mi recompensa por algo que hice en esta vida. Creo que el bien y el mal que uno hace afecta a lo que le pasa ahora, no después de morir. Cuando te mueres, vas a un plano cósmico diferente. La iluminación o el conocimiento que adquieres en esta vida determinan a qué plano ascenderá tu alma.

– ¿Estás hablando de algo tipo Heaven and Hell Bop que piensan que el cielo está en algún lugar de la tierra?

Había esperado una pregunta peyorativa de él y se sorprendió.

– Estoy segura de que tú lo llamas «el cielo».

– ¿Y no es así como lo llamas tú?

– Normalmente no lo llamo de ninguna manera. Podría ser el cielo. El infierno. El nirvana. Cualquier cosa. Sólo sé que es el lugar donde irá mi alma cuando muera.

– ¿Crees en Dios?

Estaba acostumbrada a esa pregunta.

– Sí, pero probablemente no de la misma manera que tú. Creo que Dios existe cuando, por ejemplo, me siento en un campo de margaritas y mis sentidos se llenan con la belleza impresionante que me rodea y que Él ha creado. Entonces me siento en paz. Para mí es más importante que acatar los Diez Mandamientos o sentarme en una iglesia mal ventilada y escuchar a algún tío explicándome cómo he de vivir la vida. Creo que hay una gran diferencia entre ser religioso y ser espiritual. Quizá se pueda ser ambas cosas, no lo sé. Sólo sé que mucha gente usa la religión como una etiqueta y la reduce a eso, a simples pegatinas de quita y pon. Pero la espiritualidad es diferente. Proviene del corazón y del alma. -Esperaba que él se riera o la mirara como si le hubieran salido pezuñas y cuernos. Sin embargo, la sorprendió.

– Es posible que tengas razón -dijo poniéndose de pie. Colocó el cuenco de la ensalada sobre el plato, recogió sus cubiertos y los llevó a la cocina.

Gabrielle lo siguió y lo observó lavar el plato en el fregadero. Nunca hubiera pensado que era la clase de tío que lavaba sus cubiertos. Puede que fuera porque parecía muy machista, uno de esos tipos que se aplastan latas de cerveza en la frente.

– Dime algo -dijo él cerrando el grifo-. Cuando te arresté en Julia Davis Park, ¿fue por el karma?

Ella cruzó los brazos sobre los senos y apoyó una cadera a su lado en el mostrador.

– No, nunca he hecho nada lo suficientemente malo para merecerte.

– Tal vez -dijo él, en voz baja y seductora, mirándola por encima del hombro-, soy un premio por buena conducta.

Ella ignoró el escalofrío que le subió por la espalda. Gabrielle no era la clase de chica que se sintiera atraída por polis rudos con mal genio. Claro que no.

– Sé realista. Eres como una seta venenosa-dijo y apuntó hacia las cazuelas de la cocina-. ¿No vas a lavar todos los platos?

– De ninguna manera. Yo ya hice la cena.

Ella había cortado el pan y aderezado la ensalada, así que no todo lo había hecho él. Este era un nuevo siglo, los hombres como Joe tenían que salir de la caverna y poner de su parte, pero no quiso ilustrarle al respecto.

– Supongo que mañana por la mañana te veré temprano.

– Sí. -Metió una mano en el bolsillo delantero de los Levi's y sacó un juego de llaves-. Salvo el viernes, ese día tengo que ir de testigo al juzgado, así que probablemente no llegaré hasta después del mediodía.

– Estaré en el Coeur Festival el viernes y el sábado.

– De acuerdo. Me pasaré por la caseta y echaré un vistazo.

Gabrielle necesitaba un descanso de Joe y de la tensión nerviosa que le creaba.

– No es necesario.

Él levantó la vista de las llaves que tenía en la mano y ladeó la cabeza.

– Me pasaré de todas maneras, simplemente para que no me eches de menos.

– Joe, te echaré de menos tanto como a un dolor de muelas.

Él se rió entre dientes, luego se volvió hacia la puerta trasera.

– Es mejor que tengas cuidado, he oído que mentir crea mal karma.


El Bronco rojo de Joe entró por el acceso más alejado del aparcamiento en Albertson. Tenía el cuatro por cuatro desde hacía dos meses y no quería que ningún crío le dejara señales en las puertas. Pasaban de las ocho y media, y el sol poniente se ocultaba tras la cima de la montaña que rodeaba el valle. No había demasiado movimiento en la tienda de comestibles cuando Joe entró y agarró una bolsa de zanahorias baby, las favoritas de Sam.

– Hola, ¿no eres Joe Shanahan?

Joe levantó la vista de las zanahorias a una mujer que cargaba coles en un carrito. Era menuda y llevaba el grueso pelo castaño recogido en una coleta en lo alto de la cabeza. Iba muy poco maquillada y tenía el tipo de cara bonita a la que parecía que habían sacado brillo. Los grandes ojos azules que se clavaban en él le parecían vagamente familiares y se preguntó si alguna vez la habría arrestado.

– Soy Ann Cameron. Crecimos en el mismo barrio. Solía vivir algo más abajo que tus padres. Saliste con mi hermana mayor, Sherry.

Ah, por eso le parecía familiar. En décimo grado él había hecho cosas muy excitantes con Sherry en el asiento trasero del Chevy Biscayne de sus padres. Ella había sido la primera chica que le había dejado tocar sus senos por debajo del sostén. La palma desnuda sobre un pecho desnudo. Un hito histórico para cualquier tío.

– Claro que te recuerdo. ¿Cómo estás, Ann?

– Bien. -Ella puso algunas coles más en el carro y luego cogió una bolsa de zanahorias-. ¿Cómo están tus padres?

– Más o menos como siempre -contestó, mirando el montón de verduras de su carro-. ¿Tienes muchos hijos que alimentar o crías conejos?

Ella se echó a reír y negó con la cabeza.

– Ni una cosa ni otra. No estoy casada y no tengo hijos. Tengo un bar en la Octava, y hoy me quedé sin suministros y no puedo esperar hasta que llegue el siguiente reparto de verdura fresca mañana por la tarde. Sería demasiado tarde para mis clientes del mediodía.

– ¿Un bar? ¿Eres buena cocinera?

– Soy una cocinera estupenda.

Él había oído esa misma declaración dos horas antes a una mujer con un bikini plateado que había desaparecido en su dormitorio dejando que él preparara la cena. Y luego para mayor escarnio, la señora apenas había probado la comida que él había preparado.

– Deberías venir un día y probar mis bocadillos, o pasta si lo prefieres. Hago un scampi de camarón con cabello de ángel para chuparse los dedos. Rallado, por supuesto. Y mientras podemos ponernos al día.

Joe le miró los ojos azul claro y los hoyuelos de las mejillas cuando le sonrió. Normal. Sin señales de locura, aunque no podía asegurarlo a simple vista.

– ¿Crees en karmas, auras o escuchas a Yanni?

Su sonrisa desapareció y lo contempló como si estuviera chillado. Joe se rió, lanzó la bolsa al aire y la atrapó.

– Bien, me pasaré por allí. En la Octava, ¿no?


Gabrielle se consideraba una limpiadora compulsiva. Cuando la compulsión la atacaba, limpiaba. Desafortunadamente, la compulsión por limpiar armarios y alacenas solamente le ocurría una vez al año y duraba unas pocas horas. Si se hallaba fuera de casa cuando sucedía, los armarios tenían que esperar un año más.

Introdujo jabón con olor a limón en el fregadero y lo mezcló con agua caliente. Tal vez después de lavar la cazuela del stroganoff, le quedaría energía suficiente para emprenderla con los armarios y así el colador no volvería a caer a los pies de otro invitado como había ocurrido antes con Joe.

Tan pronto como se puso un par de guantes amarillos, sonó el teléfono. Lo cogió al tercer timbrazo y oyó la voz de su madre.

– ¿Cómo está Beezer? -preguntó Claire Breedlove sin saludar.

Gabrielle miró por encima del hombro a la bola de pelo tumbada sobre la alfombra delante de la puerta trasera.

– Tumbada y feliz.

– ¿Se está portando bien?

– La mayor parte del tiempo sólo come y duerme -contestó Gabrielle-. ¿Dónde estás? ¿Aquí en la ciudad?

– Yolanda y yo estamos con tu abuelo. Viajaremos a Boise mañana.

Gabrielle apoyó el auricular del teléfono entre el hombro y la oreja y preguntó:

– ¿Qué tal en Cancún?

– Ah, estuvo bien, pero sucedió algo. Tu tía y yo tuvimos que interrumpir el viaje porque tuve un mal presentimiento. Sentí que algo malo iba a ocurrir en el barrio y que tu abuelo estaría involucrado, así que volví a casa para advertirle, pero llegué tarde.

Gabrielle volvió la atención a los platos del fregadero. Su vida ya era un caos cósmico y realmente no estaba de humor para viajar a Los límites de la realidad con su madre.

– ¿Qué pasó? -preguntó, aunque sabía que su madre se lo diría de todos modos.

– Hace tres días, mientras tu tía Yolanda y yo estábamos en México, tu abuelo atropello al perro de la señora Youngerman.

Ella casi dejó caer el teléfono y tuvo que agarrarlo con una mano jabonosa.

– ¡Oh, no! ¿El pequeño Murray?

– Sí, me temo que sí. Quedó más plano que un crêpe. Su alma voló al paraíso de los perros, pobrecito. No estoy totalmente segura de que fuera un accidente y tampoco lo está la señora Youngerman. Ya sabes lo que pensaba tu abuelo sobre Murray.

Sí, Gabrielle sabía lo que sentía su abuelo por el perro de la vecina. El pequeño Murray no sólo había sido un ladrador incansable, sino también un obstáculo habitual para sus piernas. A Gabrielle no le gustaba pensar que su abuelo había atropellado al perro a propósito, pero también sabía que Murray había dirigido una ferviente atención a la pantorrilla de su abuelo en más de una ocasión y no podía descartar tal posibilidad.

– Eso no es todo. Esta tarde, Yolanda y yo hicimos una visita de condolencia, y mientras estábamos sentadas en la sala de la señora Youngerman, intentando calmarla, vi una imagen clara en mi mente. En serio, Gabrielle, ésta es la visión más fuerte que he tenido nunca. Podía ver los rizos de pelo oscuro acariciándole las orejas. Es un hombre alto…

– Ya, ¿alto, moreno y apuesto? -Se colocó de nuevo el teléfono entre el hombro y la oreja, y se puso a limpiar los platos.

– Oh, sí. No puedo decirte lo excitada que me puse.

– Bueno, lo supongo -murmuró Gabrielle. Metió los platos bajo el agua y luego los dejó en el escurreplatos.

– Pero él no es para mí.

– Vaya. ¿Es para tía Yolanda?

– Es tu destino. Vas a tener un romance apasionado con el hombre de mi visión.

– No quiero tener un romance, mamá -dijo Gabrielle suspirando y metiendo los cuencos de la ensalada y los vasos de té en el fregadero-. Mi vida no soporta más excitación ahora mismo. -Se preguntó cuántas madres le predecían amantes apasionados a sus hijas. Imaginó que no muchas.

– Sabes que no puedes luchar contra el destino, Gabrielle -la amonestó severamente la voz del otro lado de la línea-. Puedes luchar contra ello si quieres, pero el resultado será siempre el mismo. Sé que no crees en el destino tanto como yo, y no soy quién para decirte que estás equivocada. Siempre te he alentado a buscar tu propio camino espiritual, escoger tu camino hacia la luz. Cuando naciste…

Gabrielle puso los ojos en blanco. Claire Breedlove nunca había impuesto, dictado o dominado a su hija. La había guiado por el mundo y Gabrielle había insistido en escoger su propio camino. La mayoría de las veces, vivir con una madre que creía en el amor libre y en la libertad había sido estupendo, pero estaban aquellos años a finales de los setenta e inicio de los ochenta cuando Gabrielle había envidiado a los niños que tenían vacaciones normales en Disneyland en lugar de zambullirse a la búsqueda de reliquias indias en Arizona o comunicarse con la naturaleza en una playa nudista del norte de California.

– … a los treinta años, fui dotada de clarividencia -continuó Claire con su historia favorita-. Lo recuerdo como si fuera ayer. Como sabes, fue durante nuestro verano del despertar espiritual, poco después de que tu padre muriera. No me desperté una mañana y escogí mi habilidad psíquica. Fui elegida.

– Lo sé, mamá -contestó mientras enjuagaba los cuencos y los vasos para colocarlos en el escurreplatos.

– Entonces sabes que no me lo invento. Lo vi, Gabrielle, y vas a tener un encuentro apasionado con ese hombre.

– Hace unos meses hubiera recibido esa noticia con los brazos abiertos, pero ya no -suspiró Gabrielle-. No creo que me quede energía para la pasión.

– Pues creo que no tienes elección. Parece muy obstinado. Enérgico. Realmente da un poco de miedo. Tiene una mirada muy oscura e intensa y una boca de lo más sensual.

A Gabrielle le subió un escalofrío por la espalda y lentamente introdujo una cazuela en el agua de fregar.

– Como te dije, pensaba que era para mí y estaba absolutamente emocionada. ¿Sabes? No todos los días se le predestina a una mujer de mi edad un joven con unos ceñidos vaqueros y un cinturón de herramientas.

Gabrielle clavó los ojos en las burbujas blancas, la garganta se le había quedado repentinamente seca.

– Puede que sea para ti.

– No. Me miró fijamente y susurró tu nombre. Había tal deseo en su voz que resultó inconfundible. Pensé que me desmayaría por primera vez en mi vida.

Gabrielle conocía la sensación. Ella misma se encontraba a punto de desmayarse.

– La señora Youngerman se preocupó tanto en ese momento que se olvidó completamente del pobre Murray. Ya te digo, cariño, que vi tu destino. Te han bendecido con un amante apasionado. Es un regalo maravilloso.

– Pero no lo quiero. ¡Devuélvelo!

– No se puede devolver y, por su mirada, tengo el presentimiento de que lo que tú quieras no va a tener importancia.

Ridículo. Su madre sólo tenía razón en una cosa: Gabrielle no creía en el destino. Si ella no quería tener un romance apasionado con un hombre que llevaba un cinturón de herramientas, entonces no lo tendría.

Cuando Gabrielle colgó el teléfono, estaba paralizada. Durante años, había pensado en las predicciones psíquicas de su madre en los mismos términos que en las canciones absurdas de los Pin the Tail on Donkey. Algunas veces sus visiones eran disparatadas y apuntaban en la dirección equivocada, otras se acercaban razonablemente a la realidad y, de vez en cuando, eran tan exactas que resultaban espeluznantes.

Gabrielle volvió al fregadero y se recordó a sí misma que su madre también había predicho la vuelta de Sonny con Cher, Donald con Ivana y Bob Dylan con Joan Baez. Era obvio que cuando tenía predicciones amorosas, Claire no daba una.

Esta vez su madre había tenido una visión equivocada. Gabrielle no quería un apasionado amante de pelo oscuro. No quería que Joe Shanahan fuera para ella más que un duro policía.

Pero esa noche soñó con él por primera vez. Soñó que entraba en su dormitorio, la miraba con sus ojos oscuros y los labios curvados en una sensual sonrisa, sin llevar puesto nada más que una profunda aura roja. Cuando se despertó a la mañana siguiente, no sabía si acababa de tener el sueño más erótico de su vida o había experimentado la peor de sus pesadillas.

Загрузка...