Capítulo 14

Alrededor de medianoche Gabrielle tiró al suelo la lencería que Joe había echado sobre la cama y se acostó. Cerró los ojos e intentó no pensar en él dentro de su dormitorio con la camisa sin mangas marcándole los anchos hombros y las bragas de vinilo colgando de un dedo. Era un neandertal. La pesadilla anacrónica de cualquier chica. La había enojado más que cualquier hombre que hubiera conocido. Tendría que odiarlo a muerte. Realmente debería hacerlo. Primero se había burlado de sus creencias y ahora de su arte y, no importaba lo mucho que lo intentara, él seguía sin desagradarle. Había algo en Joe, algo que la atraía como los fieles a La Meca. No quería dejarse llevar, pero su corazón parecía no atender a razones.

Si había alguien que conociera a Gabrielle por dentro y por fuera, era ella misma. Sabía qué era bueno para ella y qué no lo era. Algunas veces se equivocaba, como cuando aspiró a ser masajista para descubrir que necesitaba una salida más creativa. O cuando había tomado clases de Feng Shui con intención de aprender a diseñar la distribución de una habitación para lograr paz y armonía perfecta, pero en cambio sólo había conseguido un dolor de cabeza agudo.

Como resultado de los distintos giros que había tomado su vida, sabía un poco de cada cosa. Algunas personas podrían considerar eso como algo frívolo e irresponsable, pero ella lo veía de otra manera, más como una disposición a correr riesgos. No temía cambiar de rumbo. Su mente estaba abierta a casi cualquier cosa. Salvo a la idea de dejar que su corazón se involucrara en una relación con Joe. Eso nunca podría funcionar. Eran demasiado diferentes. Como el día y la noche. Positivo y negativo. Ying y yang.

Él saldría pronto de su vida. Pensar en no volver a verlo nunca más debería hacerla feliz. Sin embargo, la hacía sentirse vacía e insomne.

A la mañana siguiente corrió los habituales cuatro kilómetros antes de regresar a casa y prepararse para ir al trabajo. Después de la ducha se puso unas braguitas blancas con corazoncitos rojos y un sujetador a juego. Ese conjunto era uno de los pocos artículos de la tienda de Francis que Gabrielle se permitía ponerse. Se cepilló el pelo y mientras se secaba, se maquilló y se puso unos largos pendientes de perlas.

Los lunes eran el día de descanso de Kevin y estaría sola con Joe hasta el mediodía, momento en que llegaría Mara. Pasar tiempo a solas con él la asustaba, pero también le provocaba pequeñas mariposas en el estómago. Se preguntó si se dedicaría a registrar los archivos de Kevin con la puerta de la oficina cerrada igual que la semana anterior. O si tendrían que buscar algo para que él hiciera. Y se preguntó si llevaría el cinturón de herramientas un poco caído sobre las caderas.

Sonó el timbre de la puerta seguido de un golpe que ella reconoció de inmediato. Se puso rápidamente un albornoz blanco y se ató el cinturón mientras caminaba hacia la puerta. Se retiró el pelo de debajo de la prenda y abrió la puerta. En lugar de los habituales vaqueros y la camiseta, Joe llevaba un traje azul marino, camisa blanca y una corbata azul y grana. Las oscuras gafas de sol ocultaban sus pensamientos, En una mano llevaba una bolsa del mismo bar de la Octava donde había comprado los bocadillos el viernes, la otra la tenía metida en el bolsillo de los pantalones.

– Te traje el desayuno -dijo.

– ¿Por qué? ¿Te sientes mal por haberte burlado de mí anoche?

– Nunca me he burlado de ti -dijo con la cara totalmente seria-. ¿Vas a invitarme a pasar?

– Nunca has pedido permiso. -Se hizo a un lado para dejarle pasar, luego cerró la puerta tras él-. Siempre entras como si estuvieras en tu casa.

– Tenías la puerta cerrada con llave. -Colocó la bolsa de papel en la mesita delante del sofá, y cogió dos magdalenas y dos tazas de café-. Espero que te gusten las magdalenas de queso -dijo, quitándose las gafas de sol y metiéndolas en el bolsillo interior de su chaqueta. Luego la miró con ojos cansados y quitando la tapa plástica de los vasos de poliestireno le ofreció uno-: toma.

A Gabrielle no le gustaba el café, pero lo cogió de todos modos. Él le tendió una magdalena y también la aceptó. Por primera vez desde que abrió la puerta notó la tensión que le fruncía la boca.

– ¿Qué pasa?

– Primero come. Hablaremos después.

– ¿Primero? ¿Cómo es posible que pueda comer algo ahora?

Él deslizó la mirada por sus mejillas y su boca, luego volvió a mirarla a los ojos.

– Ayer por la noche un marchante de arte de Portland se puso en contacto con Kevin. Su nombre es William Stewart Shalcroft.

– Conozco a William. Kevin trabajó para él.

– Aún lo hace. Esta tarde a las tres, William Stewart Shalcroft llegará de Portland en un vuelo chárter sin escalas. Kevin y él planean encontrarse en una sala del aeropuerto, intercambiar el Hillard por dinero y luego el señor Shalcroft piensa alquilar un coche y conducir de regreso a Portland. Nunca llegará al mostrador de Hertz. Los arrestaremos en cuanto hagan el intercambio.

Gabrielle parpadeó.

– Me tomas el pelo, ¿no?

– Ojalá fuera así, pero no. Desde la noche del robo Kevin ha tenido la pintura en su poder.

Ella lo oyó. Sus palabras eran contundentes, pero no tenían sentido. No podía conocer a Kevin desde hacía tantos años y estar tan equivocada con respecto a él.

– Tiene que haber un error.

– No hay error posible.

Él parecía tan seguro, sonaba tan inflexible que la primera sombra de duda pasó por su mente.

– ¿Estás absolutamente seguro?

– Pinchamos el teléfono de su casa y tenemos grabado cómo establece la cita con Shalcroft para el intercambio.

Miró a Joe, el cansancio y la tensión asomaban a sus ojos castaños.

– Entonces ¿todo es cierto?

– Me temo que sí.

Y por primera vez desde que la esposó y la llevó a la comisaría, lo creyó.

– ¿Robó Kevin el Monet del señor Hillard?

– Contrató a alguien para que efectuara el robo.

– ¿A quién?

– No lo sabemos aún.

Se aferró a esa respuesta.

– ¿Y no es posible que quien efectuó el robo sea el único ladrón?

– No. El robo de una obra de arte tan valiosa como un Monet requiere planificación y una trama clandestina de contactos. Comienza con un coleccionista rico y avanza desde ahí. Creemos que han planeado el robo desde hace por lo menos seis meses y que ésta no es la primera vez que Kevin y Shalcroft trabajan juntos. Creemos que han realizado operaciones de este tipo desde que Kevin conoció a Shalcroft en Portland.

Todo lo que Joe decía era posible, pero increíble de aplicar al Kevin que ella conocía.

– ¿Cómo puede haberse involucrado en algo tan horrible?

– Por dinero. Mucho dinero.

Gabrielle miró la magdalena y el café que tenía en las manos. Durante un momento estuvo tan confundida que olvidó cómo habían llegado hasta allí.

– Voy a dejarlos aquí -dijo ella, colocando todo sobre la mesa-. No tengo hambre. -Joe intentó abrazarla, pero ella se apartó y se hundió en el sofá lentamente. Se sentó con las manos en el regazo y la mirada clavada en la habitación.

A simple vista todo parecía igual que un momento antes. El reloj sobre la chimenea marcaba silenciosamente los minutos y la nevera zumbaba en la cocina. Una vieja camioneta pasó por delante de la casa y un perro ladró calle abajo. Sonaba a la rutina de un día normal, pero todo era diferente. Su vida era diferente ahora.

– Te dejé trabajar en Anomaly porque no te creí -dijo ella-. Pensaba que estabas equivocado y durante todo este tiempo estuve fantaseando con la idea de que un día vendrías a decirme lo mucho que lamentabas todo e… esto. -Se le quebró la voz y se aclaró la garganta. No quería llorar. No quería sufrir una crisis nerviosa y montar una escena, pero fue incapaz de evitar que los ojos se le llenaran de lágrimas. Se le empañó la vista, el dibujo de las tazas de café pareció desdibujarse y difuminarse-. Que tendrías que disculparte por arrestarme ese día en el parque y por hacerme traicionar a Kevin. Pero al final no estabas equivocado sobre él.

– Lo siento. -Joe se sentó a su lado con las piernas separadas y cerró su cálida mano sobre la de ella-. Siento que te ocurriera algo así. No mereces pasar por esto.

– No soy perfecta, pero nunca he hecho nada para tener tan mal karma. -Sacudió la cabeza y una lágrima se le deslizó por la mejilla hasta una de las comisuras de los labios-. ¿Cómo pude estar tan ciega? ¿Por qué no vi ninguna señal? ¿Cómo pude ser tan estúpida? ¿Cómo no me di cuenta de que me había asociado con un ladrón?

Él le apretó la mano.

– Porque eres como el ochenta por ciento de la gente. No crees conocer a ningún criminal. No sospechas de nadie.

– Tú lo haces.

– Porque es mi trabajo y tengo que estar con el otro veinte por ciento de idiotas. -Rozó los nudillos de Gabrielle con el pulgar-. Sé que ahora no eres capaz de ver nada bueno en todo esto, pero todo irá bien. Tienes un buen abogado. Seguro que consigue que te quedes con la tienda.

– No creo que la tienda pueda sobrevivir a este desastre. -Una segunda lágrima se le escapó de los ojos y luego una tercera-. El robo de esa pintura todavía es noticia. Cuando arrestéis a Kevin, la tienda se convertirá en un hervidero de periodistas… Nunca podré recobrarme de algo parecido. -Con la mano libre se secó las lágrimas que le corrían por las mejillas-. Anomaly está acabada.

– Puede que no -dijo él, su voz profunda sonaba tan confiada que casi le creyó.

Pero ambos sabían que la tienda nunca sería la misma. Siempre estaría marcada por el robo de la pintura Hillard. Kevin lo había hecho. Él le había hecho eso, y era imposible para ella reconciliar al Kevin ladrón de arte con el hombre que siempre le había llevado té cuando no se había sentido bien. ¿Cómo podía existir tal dicotomía en una persona? ¿Cómo pudo pensar que conocía a Kevin tan bien cuando no lo conocía en absoluto?

– ¿También creéis que tiene todas esas antigüedades robadas que me enseñasteis en la comisaría?

– Sí.

Un pensamiento horrible golpeó a Gabrielle y rápidamente miró a Joe por encima del hombro.

– ¿Todavía piensas que estoy involucrada?

– No. -Él le acarició la húmeda mejilla con el dorso de los dedos-. Sé que tú no estás involucrada.

– ¿Cómo?

– Te conozco.

Sí, tal como ella lo conocía a él. Le recorrió la cara con la mirada, desde las mejillas recién afeitadas a la suave mandíbula.

– ¿Cómo pude ser tan estúpida, Joe?

– Engañó a mucha gente.

– Sí, pero yo trabajaba con él casi todos los días. Era mi amigo, pero supongo que nunca lo conocí en realidad. ¿Por qué no sentí su energía negativa?

Joe le rodeó los hombros con los brazos y la obligó a recostarse con él sobre los cojines del sofá.

– Bueno, no creo que sea culpa tuya, el aura de las personas también puede hacer trampa.

– ¿Estás riéndote de mí?

– Estoy siendo amable.

Se le atascó un sollozo en la garganta cuando lo miró. ¿Primero Kevin y ahora Joe? Ninguno era como ella creía.

– ¿Por qué soy tan ingenua? Francis me dice siempre que soy demasiado confiada. Siempre acabo metiéndome en problemas. -Sacudió la cabeza y parpadeó para eliminar las lágrimas de los ojos. La cara de Joe estaba tan cerca que podía verle los pelos del bigote bajo la piel morena y oler su aftershave-. Algunas personas creen que cada uno atrae acontecimientos positivos o negativos a su vida, que atrae a las personas que se merece.

– Eso me parece una gilipollez. Si fuera así, tú sólo atraerías videntes de auras, temerosos del karma y vegetarianos no practicantes.

– ¿Estás tratando de ser amable otra vez?

Él sonrió.

– Si no te das cuenta, es que no lo estoy haciendo bien.

Ella miró la hermosa cara que conocía tan bien, esos intensos ojos con las cejas bajas como siempre que la miraba. La nariz recta y la profunda curva del labio superior. La piel suave donde aparecería una sombra azulada aproximadamente al mediodía.

– Mi último novio veía auras, era un temeroso del karma y vegetariano, aunque él sí era vegetariano del todo.

– Suena como si fuera muy dinámico.

– Era aburrido.

– Ves, eso es porque no puedes evitar caer en la tentación. -Con el pulgar le enjugó otra lágrima de la mejilla mientras paseaba la mirada por su cara-. Tú necesitas un hombre que aprecie a las mujeres rebeldes y apasionadas. Fui a la escuela parroquial y desde entonces siento un profundo afecto por las chicas que caen en la tentación. En cuarto grado Karla Solazabal solía levantarse la falda del uniforme para enseñarme las rodillas. Dios mío, cómo la amaba por eso.

Y ella amaba que tratara de animarla.

– ¿Qué va a ocurrir ahora? -preguntó.

Su mirada se ensombreció.

– Una vez que Kevin sea arrestado, lo ficharán…

– No -lo interrumpió-. ¿Soy tu colaboradora hasta después del juicio?

– No, quedas libre del acuerdo. Como no sabes nada, estoy seguro de que ni siquiera tendrás que testificar en el juicio.

Su respuesta se le clavó en el corazón como una flecha ardiente. No preguntaría si tenía intención de verla otra vez, si la llamaría ahora que no era su novia ficticia. No quería preguntar porque no estaba segura de querer saber la respuesta.

– ¿Cuándo tienes que irte?

– Todavía no.

Gabrielle deslizó la mano por el brazo de Joe, ascendiendo por el hombro, hasta la cabeza. No hablaría de lo que podría ocurrir más tarde o mañana o la semana siguiente. No quería pensar en eso. Le acarició el cuero cabelludo para mesarle el pelo corto y punzante. Un deseo ardiente iluminó los ojos de Joe, que bajó la mirada a su boca.

– ¿Qué le ocurrió a Karla? -preguntó ella.

Él llevó la palma de la mano a un lado del cuello de Gabrielle y deslizó los dedos bajo el albornoz.

– Es fiscal del distrito.

Le levantó la barbilla con el pulgar al tiempo que bajaba los labios para acariciar los de ella una vez, dos, tres veces. Sus besos eran tan suaves que parecieron quemarla como el radiante sol de agosto, calentándola desde la coronilla hasta la boca del estómago. Un cálido estremecimiento se extendió por sus piernas descendiendo por la parte de atrás de las rodillas hasta las puntas de los pies. El interior de su húmeda boca sabía a menta y café. Joe la besó como si el sabor de ella fuera dulce y muy, muy bueno.

Ella inclinó la cabeza hacia un lado para facilitarle el acceso, y él la empujó contra el respaldo del sofá haciéndole el amor con los labios y la lengua. La cálida palma de su mano se coló bajo el albornoz y deslizó la punta de los dedos por el borde del sujetador acariciando los montículos de los senos. Excitada alcanzó el nudo de la corbata de rayas. Él no la detuvo, y Gabrielle tironeó de la corbata hasta que los extremos le colgaron sobre el pecho. Gabrielle le succionó la lengua mientras desabrochaba el pequeño botón del cuello de la camisa, continuando con el resto de botones hasta que la camisa se abrió por completo. Luego tiró de ella para sacarla de los pantalones. Buscando entre sus cuerpos, sus manos encontraron el duro abdomen. Él contuvo el aliento. El fino vello cosquilleó en sus dedos cuando lo acarició en el estómago para después presionar las palmas de las manos sobre cada tetilla. Sus músculos se endurecieron bajo la caricia, su piel ardió y se le escapó un gemido de la garganta.

Él se había comportado así la noche que le había dado el masaje. Había actuado como si la deseara, luego le había preguntado sobre Elvis y se había marchado. Sin ningún problema.

– ¿Recuerdas la otra noche cuando te di el masaje? -preguntó.

Él se quitó la chaqueta y la lanzó al suelo.

– Es muy probable que nunca olvide ese masaje.

– Te deseaba y creía que tú me deseabas también. Pero te fuiste.

– No me voy a ir a ningún sitio. -Su mirada encontró la suya mientras colocaba cuidadosamente la pistolera con el arma sobre el suelo, al lado de la chaqueta.

– ¿Por qué ahora?

– Porque estoy cansado de resistirme a esto. Te deseo tanto que me duele, y estoy harto de llegar a casa tan duro que no hay ducha fría que pueda remediarlo. Estoy cansado de soñar despierto, imaginándote desnuda como si tuviera dieciséis años otra vez. Imaginando mi cara entre tus senos, imaginando cómo sería tener sexo salvaje contigo. Es el momento de dejar de soñar y pasar a la acción. -Flexionó las muñecas y se desabotonó los puños de la camisa-. Decías la verdad sobre que tomas la píldora, ¿no?

– Sí.

Él se quitó la camisa y la tiró sobre la chaqueta.

– Entonces ya es hora de que hagamos el amor -dijo, y se abalanzó sobre ella envolviéndola entre sus brazos mientras su boca tomaba posesión de la de ella.

Le rodeó la espalda con un brazo y la recostó suavemente sobre el sofá. Puso una rodilla entre sus muslos, apoyando la otra pierna en el suelo, y la volvió a mirar con ojos hambrientos. El albornoz de Gabrielle dejaba entrever la cadera, la pierna derecha y el suave montículo del pecho izquierdo. Él desató el cinturón y apartó la mullida tela. Su mirada ardiente la acarició por todas partes demorándose en el triángulo estampado de corazones que le cubría la entrepierna. Entonces, muy lentamente, subió por el abdomen hasta el sujetador y cogiendo ambas copas con las manos, las apretó una contra otra.

– ¿Recuerdas cuando llegué al patio trasero y te encontré en la piscina de niños?

– Ajá.

– Quise hacer esto.

Él se inclinó sobre ella y colocó las palmas de las manos bajo sus hombros. La alzó y enterró la cara entre sus pechos, prodigándoles besos suaves mientras Gabrielle deslizaba las manos sobre sus hombros desnudos para atraerlo hacia su cuerpo. Envolvió una pierna alrededor de su cintura y se apretó contra él. Un gemido escapó de lo más profundo de la garganta de Gabrielle cuando él también presionó, empujando la dura erección contra su entrepierna. Todo su ser se centró en él, en el placer de sus caricias y en el sordo dolor entre los muslos. Sus besos suaves la hacían perder el juicio y se arqueó contra él ofreciendo un seno turgente a sus labios. Joe buscó su mirada y sonrió, luego abrió la boca y succionó sobre la fina tela del sujetador enloqueciéndola con el ritmo lento y ondulante de sus caderas. A pesar de la delgada tela de las bragas y de sus pantalones consiguió que se licuara por dentro. Le ardía la piel, los pezones pujaron contra la tela y, clavándole los dedos en los hombros, se aferró a él. Joe deslizó la mano bajo su espalda y la agarró por el muslo para detenerla.

– Más despacio, cariño, o me avergonzaré aquí mismo, antes de que comience lo bueno de verdad.

– Creía que ésta era la parte realmente buena.

Una risa suave escapó de sus labios.

– Se puede mejorar.

– ¿Cómo?

– Ahora te lo demostraré, pero no en el sofá. -Él se levantó y la puso de pie, luego la arrastró fuera de la habitación-. En una cama donde pueda estirarme mientras trabajo.

Llegaron hasta el comedor donde ella se detuvo para besarlo en la garganta. Saboreó su colonia y deslizó la mano sobre su abdomen plano, bajo los pantalones, hasta atrapar la dura longitud. Luego, antes de que ella pudiese darse cuenta de lo que él estaba haciendo, la subió y la sentó sobre la mesa. Gabrielle golpeó el teléfono con la mano, que cayó al suelo. A ninguno de los dos le importó.

– La primera vez que te vi corriendo por delante de mí en el parque pensé que tenías el culo y las piernas más dulces a este lado del paraíso. Eras la mujer más guapa que había visto. -Él se sentó en una silla y le besó el interior de una pantorrilla.

– Creías que era una ladrona.

– Eso no quiere decir que no quisiera verte desnuda. -Presionó los labios en el interior de la rodilla-. Que no quisiera mirarte mientras te seguía. Que no supiera lo afortunado hijo de puta que era.

La mirada de Gabrielle le recorrió el pelo y los labios sonrientes que él apretaba contra el interior de su muslo. La pasión ardía a fuego lento en sus ojos oscuros cuando la punta de su lengua tocó la marca unos centímetros por debajo de la banda elástica de sus braguitas. Contuvo el aliento mientras la mantenía así, en suspenso, haciéndole arder las entrañas mientras se preguntaba qué vendría después.

– O cómo sabes aquí -dijo, y suavemente le lamió la piel con su cálida boca.

Cada brote de deseo de su cuerpo se intensificó y ardió, excitándola y paralizándola al mismo tiempo. Él deslizó la mano por el interior de su muslo hasta el triángulo de tela que le cubría la entrepierna. La rozó a través del fino material mientras levantaba la cabeza para mirarla.

– ¿Te gusta?

– Sí, Joe…

Él acercó la silla a la mesa tanto como fue posible.

– Esto me está volviendo loco.

Él rodeó con el brazo su cintura, luego bajó la cabeza y succionó el ombligo por debajo del aro. Tensó la mano con la que le sujetaba la pierna mientras continuaba acariciándola ligeramente con el pulgar por encima de las bragas mojadas. Ella reclinó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos escapando de todo menos del placer exquisito que provocaba su mano mientras su boca creaba un húmedo camino desde el estómago hasta la curva del pecho derecho. Joe lamió su sensible piel, luego empujó a un lado la copa del sujetador y tomó el pezón con su cálida boca.

Gabrielle gimió y arqueó la espalda, perdida en el roce erótico de sus labios y la textura aterciopelada de su lengua. Él deslizó dos dedos bajo la banda elástica de las bragas y tocó la resbaladiza carne, acariciándola exactamente donde ella más deseaba, en el lugar donde cada sensación se combinaba e intensificaba. Intentó cerrar las piernas para contener el placer, pero él estaba entre sus rodillas. Luego el aire frío rozó la húmeda cima de su pecho y lo oyó susurrar su nombre. Abrió los ojos y su cara estaba tan cerca que su nariz casi rozaba la de ella.

– Gabrielle -dijo otra vez y luego la besó, tan suave y dulcemente como la primera vez.

Ella envolvió los brazos alrededor de su cuello y él le devolvió el abrazo. Al mirar sus profundos ojos castaños, su pecho se hinchó con un tipo de emoción que ya no pudo ocultar. Aunque de todas maneras nunca había sido demasiado buena ocultando nada.

Soltó los ganchos del sujetador y el liviano material pareció evaporarse. Presionó los senos desnudos contra su pecho y deslizó una mano por su costado, sobre su tersa espalda y la zona lumbar donde él tenía pegado un parche de nicotina. Le encantaba tocarle y sentir su piel bajo las manos. Deslizó los dedos por el cinturón de cuero, lo soltó y abrió sus pantalones. Luego se echó hacia atrás y lo miró. Muy despacio, le bajó los pantalones por los muslos para descubrir unos boxers blancos con las palabras «boxer de Joe» escritas en la pretina. Él se deshizo a patadas de los zapatos y los pantalones, luego se quitó los calcetines. La cogió de la mano y, esta vez, se dirigieron al dormitorio.

Los pies de Gabrielle se hundieron en la gruesa alfombra blanca. Subió la mirada por las poderosas pantorrillas de Joe hasta la cicatriz que estropeaba su duro muslo.

– Puedo darte un masaje -ofreció, su voz sonaba ronca cuando acarició la cicatriz con las puntas de sus dedos.

Joe la cogió de la mano y la llevó unos centímetros más arriba para presionar descaradamente la palma contra la gruesa erección.

– Dale un masaje a esto.

– Bueno, ya sabes que soy una auténtica profesional -dijo ella, y metió la mano bajo los calzoncillos envolviendo la verga caliente con los dedos.

Cerró el puño alrededor y acarició ligeramente la base del durísimo pene hasta la punta suave y gruesa. Con la otra mano le deslizó los boxers por los muslos y por fin pudo verlo. Vio por primera vez el poderoso cuerpo desnudo, lo miró como una artista que sentía un profundo aprecio por la belleza, y como una mujer que quería hacer el amor con el hermoso hombre que hacía latir su corazón.

Gabrielle se acercó hasta que sus pezones le rozaron el pecho. La palpable prueba de su erección se apretó contra su vientre y, sin soltarlo, lo frotó contra su ombligo y su estómago plano. Una gota de semen le mojó la piel mientras lo besaba en la garganta, en el hombro, en el cuello. Ella le deslizó una mano por el pecho y escrutó sus ojos entrecerrados.

– Entonces ¿cuándo llegaremos a la parte realmente buena?

Él le acarició la garganta con la nariz y gimió:

– Tan pronto como me sueltes.

En el momento en que lo hizo, la cogió por debajo de las axilas y la tendió sobre la cama.

– Quítate las bragas -le pidió, gateando sobre el edredón para unirse a ella en el centro de la cama. La ayudó a bajarse la ropa interior por las piernas, deteniéndose para besarle la cadera antes de lanzar las bragas por encima del hombro, luego se arrodilló entre sus piernas.

La miró a los ojos y descendió entre sus muslos. Le acarició el vientre, las caderas y la carne resbaladiza y sensible, acercándola más a él, hasta que se detuvo y apoyó el peso en un antebrazo.

– ¿Estás segura de que estás preparada para la mejor parte? -preguntó mientras ubicaba la ancha cabeza de su pene.

– Sí -susurró ella, y él sumergió bruscamente toda la dura longitud en su interior. Gabrielle agrandó los ojos y se quedó sin respiración. Gritó. Entonces, él se retiró para enterrarse aún más profundamente.

– Virgen santa-gimió él, y le tomó la cara entre las manos.

La besó y zambulló la lengua en su boca mientras penetraba muy lentamente en su cuerpo una vez más. Ella le puso una pierna alrededor de la cintura y le colocó el otro pie en la parte de atrás de la rodilla moviéndose con él, respondiendo al ritmo de sus caderas. Le clavó los dedos en los hombros y le devolvió el beso, igualando su pasión. Cada envite los llevaba más cerca del clímax. Joe empujaba profundamente en su interior hasta que ella ya no pudo respirar y tuvo que apartar la boca de la de él para llenarse los pulmones de aire. La presión aumentaba y Gabrielle se aferró con más fuerza a sus hombros.

– Joe -susurró, queriendo decirle cómo se sentía, pero las palabras no salieron. Quería decirle que nunca se había sentido tan bien, tan delirante y ardiente.

Ella lo miró. Observó sus rasgos tensos mientras embestía contra ella y quiso que supiera que nunca se había sentido tan increíble, que él era increíble y que lo amaba. Que él era su yang, pero entonces él la agarró por el trasero, le levantó la pelvis y aumentó la sensación con cada envite, arrastrándola hacia el clímax. Sentía cada latido de su corazón, y cada parte de su cuerpo, de su mente y de su alma confluyeron donde ambos se unían. Abrió la boca, pero sólo fue capaz de pronunciar la palabra sí seguida de un largo gemido de satisfacción.

– Así, córrete para mí -susurró él, y el sonido de su voz provocó su larga y dura caída.

Su cuerpo se tensó y se arqueó cuando el orgasmo la alcanzó y la poseyó por completo. Las poderosas sensaciones la hicieron estremecer. Joe se vio comprimido en su estrecho canal mientras embestía una y otra vez más fuerte, más profundo. Las sensaciones se arremolinaron en torno a ella hasta que por fin un gemido angustiado desgarró el pecho de Joe y su aliento ronco le acarició la sien. Empujó en ella una última vez, luego se quedó quieto.

Durante un rato, el único sonido fueron sus jadeos y una sirena a lo lejos. Sus pieles se pegaban allí donde se tocaban y una gota de sudor se deslizó por la frente de Joe.

Una sonrisa curvó lentamente sus labios.

– Ha sido asombroso -dijo ella.

– No -corrigió él, dándole un beso en la boca-, tú eres asombrosa.

Gabrielle retiró la pierna de su cintura.

Él asió su muslo como si pensara que ella planeaba alejarse y no quisiera dejarla ir.

– ¿Necesitas ir a algún sitio?

– No.

– ¿Entonces por qué no te quedas justo donde estás? Yo haré lo mismo.

– ¿Aquí mismo? ¿Desnudos?

– Ajá. -Él metió los dedos entre su pelo y movió las caderas con lentitud. Se retiró, la penetró otra vez y la sensación volvió de nuevo-. Quiero más de la mejor parte. ¿Y tú?

Bueno, quería más. Quería bastante más de él, pero aparte de lo que quería de Joe, no estaba preparada para afrontar lo que la esperaba fuera. Todavía no. Le rodeó la cintura otra vez con la pierna y comenzaron a moverse despacio con acometidas ligeras y persistentes, pero las cosas se calentaron demasiado rápido y, de alguna manera, acabaron en el suelo rodando por encima de la ropa interior que ella había tirado allí la noche anterior. Finalmente, Gabrielle se puso a horcajadas sobre sus caderas.

– Pon las manos detrás de la cabeza -le pidió.

La sospecha brilló en sus ojos, pero lo hizo mientras preguntaba.

– ¿Qué vas a hacer?

– Voy a hacer estallar tu mente.

– Ésa es una declaración atrevida.

Gabrielle solamente sonrió. Había ido a clases de danza del vientre durante seis meses, el tiempo necesario para saber cómo rodar las caderas y moverse sensualmente. Levantó las manos por encima de la cabeza y rotó las caderas mientras se contoneaba. Cerró los ojos y se abandonó al goce de sentirlo en lo más profundo de su ser.

– ¿Te gusta?

– ¡Jo-der!

Ella sonrió ampliamente y reteniéndolo profundamente en su interior, hizo estallar su mente.


– ¿Estás segura de que no huelo a chica? -preguntó Joe por tercera vez en el comedor mientras se subía los boxers.

Gabrielle le enterró la nariz en el cuello. Después de que se levantaran del suelo del dormitorio, lo había metido medio aturdido en la ducha para reanimarlo con una esponja de lufa y una pastilla especial de su jabón casero de lilas. Él no había dejado de quejarse del olor a chica hasta que ella se había arrodillado ante él para enjabonarlo de arriba abajo.

– Creo que no -dijo, poniéndose las bragas y abrochándose el sujetador. A ella le olía a Joe.

Gabrielle cruzó los brazos y apoyándose contra la mesa lo observó abotonarse los pantalones. La luz acariciaba los rizos cobrizos de su pelo mojado.

– No quiero que hoy contestes al teléfono -dijo, entrando en la sala de estar y cogiendo la camisa y la chaqueta-. Al menos, no hasta después de las tres. Kevin podría intentar ponerse en contacto contigo después de la detención y te sugeriría que no hablaras con él. -Metió los brazos en la camisa y se abotonó los puños antes que el frente-. Y asegúrate de que comes algo. No quiero que te pongas enferma.

¿Qué le pasaba con la comida? Gabrielle lo observó desde el comedor, amándole tanto que le dolía. No sabía cómo, pero había ocurrido. Él no era el tipo de hombre que se había imaginado que podía llegar a querer, pero era el hombre perfecto para ella. Sintió los rápidos latidos de su corazón, el aleteo incesante en su estómago y lo supo en su alma. Era algo más que buen sexo. Más que orgasmos alucinantes. Él era su hombre y ella su mujer. Positivo y negativo.

Pero una pequeña duda mermó la sensación de euforia. No estaba segura de si él había llegado a la misma conclusión que ella.

Joe metió la mano en el bolsillo de la chaqueta, sacó el busca y miró la pantalla.

– Quizá deberías quedarte con tu madre algunos días. Joder. ¿Dónde está el teléfono?

Gabrielle apuntó a sus pies, donde estaba tirado en el suelo. Él agarró la chaqueta y la pistolera y volvió al comedor. Joe recogió el teléfono con una mano y pulsó el botón de conexión con el pulgar, luego marcó los números.

– Shanahan -dijo, mientras colocaba la pistolera y la chaqueta sobre la mesa- Bueno, mi busca estaba en el coche… ¿Qué dices? Acabo de encontrar un teléfono. -Se metió la camisa por los pantalones y luego cogió la chaqueta-. Dime que estás de coña. ¡Ni siquiera es mediodía! -Con el teléfono entre la oreja y el hombro pasó los brazos por las mangas-. ¿Cuándo fue eso?… Voy para allá -dijo, y colgó el auricular en el soporte-. ¡Joder!

– ¿Qué?

Él la miró, después se sentó en una silla y se puso los calcetines.

– No puedo creer que me pase esto. No es posible.

– ¿Qué?

Joe se cubrió la cara con las manos y se frotó la frente como si tuviera la piel tensa.

– Joder -suspiró, y dejó caer las manos-. Kevin y Shalcroft cambiaron la hora del encuentro. Los arrestaron hace quince minutos. Intentaron contactar conmigo desde la oficina, pero no pudieron. -Se puso los zapatos y se levantó.

– Oh.

Agarrando la pistolera, corrió a la puerta.

– No hables con nadie hasta que vuelva contigo -dijo por encima del hombro. Masculló unas cuantas obscenidades más, luego salió de la casa sin molestarse en decir adiós.

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