Por alguna razón, cada vez que Gabrielle había imaginado un interrogatorio de la policía veía a Dustin Hoffman en Marathon man. Siempre era en una habitación oscura, con un foco y un nazi enloquecido con un taladro de dentista.
La habitación en la que se encontraba no era así. Las paredes eran totalmente blancas sin ventanas que dejaran paso a los rayos del sol de junio. Sillas de metal rodeaban una mesa de madera barata con un teléfono en uno de los extremos. Un póster, que advertía contra los peligros de las drogas, colgaba en la puerta cerrada.
En una esquina de la habitación había una cámara de vídeo, la brillante luz roja indicaba que estaba funcionando. Había estado de acuerdo en que grabaran el interrogatorio. ¿Qué más daba? Era inocente. Creía que si cooperaba, aceleraría todo el proceso y podría irse a casa antes. Estaba cansada y hambrienta. Además, los domingos y los lunes eran sus únicos días libres y todavía tenía muchísimo que hacer antes del Coeur Festival del fin de semana siguiente.
Gabrielle respiró hondo varias veces, controlando la cantidad de oxígeno que inhalaba por miedo a perder el conocimiento o hiperventilar. «Elimina la tensión», se dijo a sí misma, «estás tranquila.» Levantó la mano y se pasó los dedos por el pelo. No estaba tranquila y sabía que no lo estaría hasta que se fuese a casa. Sólo entonces podría encontrar la paz interior y expulsar la carga estática de su cabeza.
Las huellas de tinta negra manchaban las yemas de sus dedos y todavía podía sentir la presión de las esposas que ya no llevaba en las muñecas. El detective Shanahan la había hecho caminar a través del parque bajo la lluvia esposada como una criminal, y su único consuelo era que él no había disfrutado del paseo más que ella.
Ninguno de los dos había dicho nada, pero se había dado cuenta de que él se masajeaba el muslo derecho varias veces. Asumió que ella era la responsable de su lesión y supuso que debía sentir lástima, aunque no sentía ni una pizca. Estaba asustada y confundida; aún tenía las ropas húmedas. Y todo por culpa de él. Lo mínimo que podía hacer era sufrir con ella.
Después de ser fichada por asalto con agravante a un oficial de policía -además de tenencia ilícita de armas- había sido conducida a una pequeña sala de interrogatorios. Frente a Gabrielle estaban sentados Shanahan y el capitán Luchetti. Los dos hombres querían saber algo sobre antigüedades robadas. Sus cabezas oscuras estaban inclinadas sobre un bloc de notas negro y debatían en voz baja. No sabía qué tenían que ver unas antigüedades robadas con el cargo de asalto. Pero ellos parecían pensar que todo estaba relacionado y ninguno parecía tener intención de explicárselo.
Incluso peor que la confusión era saber que no podía levantarse y marcharse cuando quisiera. Estaba a merced del detective Shanahan. Hacía poco menos de una hora que lo conocía, pero ya sabía que él no tendría piedad.
Había pasado una semana desde la primera vez que lo vio parado bajo un árbol en Ann Morrison Park. Ella pasó por su lado mientras hacia footing y no se habría fijado en él si no hubiera sido por la nube de humo que le rodeaba la cabeza. Probablemente no habría vuelto a pensar en él si no lo hubiese visto al día siguiente en Albertson comprando una tarta helada. Esa vez se había fijado en los poderosos muslos que rellenaban sus pantalones cortados y en el pelo que se le rizaba ligeramente bajo la gorra de béisbol. Sus ojos eran oscuros y la habían mirado con tal intensidad que un extraño escalofrío de placer se le extendió por la espalda.
Hacía años que se había jurado renunciar a los hombres impresionantes, sólo causaban angustia y un caos continuo en cuerpo, mente y alma. Eran como las barritas Snickers, tenían una pinta estupenda y estaban riquísimas, pero nunca podrían pasar por una comida equilibrada. De vez en cuando tenía deseos, pero a esas alturas de su vida estaba mucho más interesada en el alma de un hombre que en sus glúteos. Una mente brillante era muchísimo más atrayente.
Unos días después lo había divisado sentado en un coche frente a la oficina de Correos, luego lo vio aparcado más abajo, al lado de Anomaly, su tienda de curiosidades. Al principio se había dicho que imaginaba cosas. ¿Por qué iba a seguirla un tipo tan atractivo? Pero a lo largo de la semana lo vio varias veces más, nunca demasiado cerca como para echarse encima de ella, pero tampoco demasiado lejos.
Aun así, siguió pensando que eran cosas de su imaginación, hasta que el día anterior se lo había encontrado en Barnes & Noble. Ella estaba comprando otra tanda de libros sobre aceites esenciales cuando al levantar la mirada lo vio merodeando en la sección de salud de mujeres. Llevaba una camiseta que destacaba su oscura y musculosa apariencia; obviamente no era alguien que tuviera problemas con el síndrome premenstrual. Ese detalle la convenció finalmente de que la estaba acechando un psicópata. Inmediatamente llamó a la policía y si bien le dijeron que podía pasarse por comisaría y poner una denuncia contra «el corredor fumador misterioso», no se podía hacer gran cosa puesto que en realidad él no había hecho nada malo. La policía no resultó de gran ayuda y ni siquiera se molestó en dejar su nombre.
Había dormido muy poco la noche anterior. La mayor parle se la había pasado tumbada y despierta ideando un plan. Al cabo de un rato la estrategia había tomado buen cariz. Atraería al corredor misterioso a un lugar público, al parque, junto a la zona de juegos infantiles, delante del zoológico y a varios centenares de metros de la estación del Tootin Tater Train. Lo conduciría hasta allí y gritaría como una loca pidiendo ayuda. Aún ahora pensaba que había sido un buen plan, pero desafortunadamente no había previsto dos detalles muy importantes: el mal tiempo que había acabado por ahuyentar a la gente y, claro está, su presunto acosador no era tal. Era un poli.
La primera vez que lo vio bajo un árbol, había sido como clavar los ojos en el amigo de Francis, «el cachas caliente» del calendario del amor. Ahora mientras lo miraba desde el otro lado de la mesa, se preguntó cómo podía haberlo confundido con un cachas de calendario. Con la sucia sudadera que todavía llevaba puesta y el pañuelo rojo atado alrededor de su cabeza se parecía más a uno de esos motoristas de los Ángeles del Infierno.
– No sé qué quieren de mí -declaró Gabrielle, pasando la mirada de Shanahan al otro hombre-. Creía que estaba aquí por lo que sucedió en el parque.
– ¿Ha visto esto alguna vez? -preguntó Shanahan mientras deslizaba una foto hacia ella.
Gabrielle había visto la misma foto en el periódico local. Había leído sobre el robo del Monet de Hillard y lo había oído en las noticias locales y nacionales.
– ¿Lo reconoce?
– Reconozco un Monet cuando lo veo. -Sonrió con tristeza y deslizó la foto por la mesa-. También he leído el Statesman. Esa es la pintura que fue robada al señor Hillard.
– ¿Qué me puede contar sobre eso? -Shanahan clavó su mirada de policía en ella como si pudiera verle la respuesta a su pregunta escrita en la frente.
Gabrielle intentó no dejarse amilanar, pero no pudo evitarlo. La tenía intimidada. Era un hombre muy grande y ella se sentía muy pequeña encerrada con él en aquella habitación.
– Sé lo mismo que cualquier persona que se haya interesado por el robo. -Y era bastante, pues el robo aún seguía siendo noticia. El alcalde había declarado públicamente su malestar. El dueño de la pintura estaba fuera de sí y el Departamento de Policía de Boise había sido retratado en las noticias nacionales como un montón de paletos retrasados. Lo cual, suponía, era un gran avance con respecto a cómo se consideraba normalmente al estado de Idaho en el resto del país: un estado amante de las patatas y convencido de la supremacía de la raza blanca. La realidad era que no todo el mundo adoraba las patatas y el noventa y nueve por ciento de la población no estaba asociado a la Aryan Nation ni a ninguna asociación similar. Y de la gente que sí lo estaba, la mayoría no eran siquiera nativos del estado.
– ¿Le interesa el arte? -preguntó él, su voz profunda pareció llenar cada recoveco de la habitación.
– Por supuesto, yo misma soy artista. -Bueno, ella era más bien alguien que pintaba, no una artista. Aunque podía conseguir un parecido razonable, nunca había dominado del todo la complejidad de retratar de manera realista las manos y los pies. Pero le encantaba pintar y eso era lo que importaba.
– Entonces entenderá que el señor Hillard esté tan ansioso por recuperar el cuadro -dijo, dejando la fotografía a un lado.
– Me imagino que sí. -Pero aún no entendía qué tenía que ver eso con ella. Hubo una época en la que Norris Hillard había sido amigo de la familia, pero de eso hacía mucho tiempo.
– ¿Ha visto o se ha encontrado alguna vez con este hombre? -le preguntó Shanahan mientras deslizaba otra foto hacia ella-. Su nombre es Sal Katzinger.
Gabrielle miró la foto y negó con la cabeza. El hombre no sólo tenía el par de gafas más gruesas que había visto nunca, si no que su aspecto parecía amarillento, casi enfermizo. Por supuesto, era posible que se hubiera encontrado antes con él y no lo reconociera. La foto, desde luego, no había sido tomada en las mejores circunstancias. Seguro que sus propias fotos de identificación eran atroces.
– No. No creo haberlo visto nunca -respondió, deslizando la foto hacia él.
– ¿Ha oído mencionar alguna vez su nombre a su socio, Kevin Carter? -preguntó el otro hombre.
Gabrielle volvió la mirada al hombre de más edad con el pelo entrecano. En su tarjeta de identificación se leía capitán Luchetti. Ella había visto demasiadas películas para no saber que él representaba el papel del «poli bueno» frente a Shanahan, que hacía de «poli malo», aunque eso no lo hacía menos duro que Shanahan. Aun así, de los dos, Luchetti parecía el más agradable. Le recordaba a su tío Judd y, además, su aura era menos hostil que la del detective.
– ¿Kevin? ¿Qué tiene que ver Kevin con ese hombre?
– El señor Katzinger es un ladrón profesional. Es muy bueno y sólo roba lo mejor. Hace una semana fue arrestado por robar casi veinticinco mil dólares en antigüedades. Mientras estaba bajo custodia, declaró que sabía quién podía tener la pintura del señor Hillard -la informó el capitán Luchetti moviendo una de sus manos sobre el montón de fotos-. Nos dijo que le habían propuesto robar el Monet, aunque no aceptó el trabajo.
Gabrielle se cruzó de brazos y se recostó en el asiento.
– ¿Por qué me cuentan todo esto? Creo que deberían hablarlo con él-dijo apuntando a la foto de la mesa.
– Lo hicimos, y durante la confesión delató al traficante. -Luchetti hizo una pausa mirándola como si esperara algún tipo de reacción.
Gabriel supuso que se estaba refiriendo a un traficante de arte. Pero seguía sin saber qué tenía que ver con ella.
– Quizá debería decirme exactamente qué quiere dar a entender. -Señaló con la cabeza en dirección a Shanahan-. ¿Y por qué me ha estado siguiendo «el motorista del infierno» todos estos días?
Shanahan mantuvo el ceño fruncido, mientras la cara del capitán permanecía impasible.
– Según el señor Katzinger, su socio compra y vende antigüedades sabiendo que son robadas. -El capitán Luchetti hizo una pausa antes de añadir-: También es sospechoso de ser un intermediario en el robo Hillard. Eso le hace culpable de un montón de cosas, incluyendo robo a gran escala.
Ella se quedó sin aliento.
– ¿Kevin? No puede ser. ¡Ese señor Katzinger miente!
– Ya. ¿Y por qué iba a mentir? -preguntó Luchetti-. Llegamos a un acuerdo a cambio de su confesión.
– Kevin nunca haría eso -aseguró ella. Su corazón latía desbocado y, por más que tragaba aire, nada apaciguaba su espíritu ni aclaraba su mente.
– ¿Cómo lo sabe?
– Sólo sé que es así. Sé que nunca se involucraría en algo ilegal.
– ¿En serio? -La expresión de los ojos de Shanahan le decía que estaba tan exasperado como sonaba-. ¿Puede decirme por qué?
Gabrielle lo recorrió brevemente con la mirada. Varios rizos oscuros se le habían soltado del pañuelo y le caían sobre la frente. Él alcanzó el bloc de notas y comenzó a garabatear con una pluma. La energía negativa le rodeaba como una nube negra y atravesaba el espacio entre ellos. Obviamente le costaba controlar la cólera.
– Pues bien -comenzó, y paseó la mirada de un hombre a otro-. En primer lugar, lo conozco desde hace varios años. Ciertamente me enteraría si vendiese antigüedades robadas. Trabajamos juntos casi todos los días. Si él estuviera ocultando un secreto de ese calibre, lo sabría.
– ¿Cómo? -preguntó el capitán Luchetti.
No parecía el tipo de hombre que creyera en auras, así que se abstuvo de mencionarle que no había percibido ningún aura negra rodeando a Kevin últimamente.
– Sólo lo sabría.
– ¿Alguna otra razón? -preguntó Shanahan.
– Sí, es Acuario.
La pluma del detective salió disparada por el aire, dio varias vueltas y aterrizó en alguna parte detrás de él.
– Cielo santo -gimió él como si le hubieran dado un puñetazo.
Gabrielle lo miró con chispas en los ojos.
– Pues bien, es una buena razón. Los Acuario odian mentir y hacer trampa. Odian la hipocresía y la duplicidad. Abraham Lincoln era Acuario, ¿lo sabía?
– No. No lo sabía -contestó el capitán Luchetti y cogió el bloc de notas. Se lo puso delante y tomó una pluma de plata del bolsillo de su camisa-. En realidad creo que no se da cuenta de la gravedad del asunto. El cargo de asalto con agravante a un oficial de policía conlleva una pena de un máximo de quince años.
– ¡Quince años! En primer lugar, nunca le habría asaltado si él no me hubiera estado siguiendo. Y de todas maneras no fue un asalto de verdad. Soy pacifista.
– Los pacifistas no llevan armas -le recordó Shanahan.
Gabrielle ignoró adrede al hosco detective.
– Señorita Breedlove -continuó el capitán-, además del cargo de asalto, hay que añadir el de robo a gran escala. Puede llegar a pasarse quince años en la cárcel. Ese sí es un problema bastante grave, señorita Breedlove.
– ¿Robo a gran escala? ¿¡YO!? -Se llevó una mano al corazón-. ¿Por qué?
– El Monet de Hillard.
– ¿Creen que yo tuve algo que ver con el robo de la pintura robada al señor Hillard?
– Está implicada.
– Esperen un momento -replicó plantando las manos sobre la mesa-. ¿Creen que robé el Monet del señor Hillard? -Se habría reído de la situación si no fuera tan poco divertida-. Nunca jamás he robado nada en mi vida -Su conciencia cósmica escogió aquel momento para disentir con ella-. Bueno, a menos que cuente lo de la barrita de caramelo Chiko Stix cuando tenía siete años, pero me sentí tan mal después que realmente no la disfruté mucho.
– Señorita Breedlove -interrumpió Shanahan-, me importa un carajo la maldita barrita de caramelo que robó cuando tenía siete años.
La mirada de Gabrielle se movió entre los dos hombres. El capitán Luchetti parecía confuso mientras profundas arrugas surcaban la frente de Shanahan y las comisuras de su boca.
Cualquier atisbo de paz y serenidad la había abandonado hacía mucho rato y tenía los nervios a flor de piel. No pudo contener las lágrimas que anegaron sus ojos y apoyando los codos sobre la mesa se cubrió la cara con las manos. Tal vez no debería haber renunciado al derecho de tener abogado, pero hasta ahora no había creído que necesitara uno. En el pequeño pueblo donde había nacido y crecido, conocía a todo el mundo, incluyendo a los oficiales de policía. Siempre traían a casa a su tía Yolanda después de que se hubiera adueñado sin querer de la propiedad de otra persona.
Por supuesto, había sólo tres oficiales de policía en su ciudad natal, pero eran algo más que sólo tres hombres que patrullaban las calles. Eran personas estupendas que ayudaban a la gente.
Bajó las manos a su regazo y volvió a mirarlos a través de las lágrimas. El capitán Luchetti seguía observándola, parecía tan cansado como ella. Shanahan había desaparecido. Probablemente había ido a buscar unas empulgueras.
Gabrielle nunca se había sentido tan asustada en su vida, incluso sentía temblores por todo el cuerpo.
Suspiró y se limpió las lágrimas con las manos. Estaba metida en un gran lío. Una hora antes había creído que la dejarían marchar en cuanto se percataran de que no había hecho nada malo. Bueno, nada realmente malo. Nunca habría llevado la Derringer si no se hubiera sentido amenazada por el detective Shanahan. Y además, en Idaho, no se consideraba un delito tan grave llevar un arma. Sin embargo, ellos pensaban que estaba involucrada de alguna manera en algo muy gordo; no sólo ella, también Kevin. Pero conocía a su socio demasiado bien para creer algo así. Sí, Kevin tenía algún negocio más aparte de Anomaly; era un empresario de éxito. Ganaba mucho dinero, y sí, quizá fuera un poco avaricioso e introvertido y mucho más pendiente del dinero que de su alma, pero eso no era, ciertamente, un crimen.
– ¿Por qué no le echa un vistazo a esto? -sugirió el capitán Luchetti, deslizando dos folios y un montón de polaroids hacia ella.
Las antigüedades de las fotos eran en su mayor parte de origen oriental; unas cuantas eran Staffordshire. Además, si eran verdaderas antigüedades y no reproducciones, debían de ser muy caras. Se fijó en las tasaciones de los seguros. No eran reproducciones.
– ¿Qué me puede decir sobre éstas?
– Diría que este plato de la dinastía Ming está más cerca de los siete mil que de los ocho mil, pero la tasación es razonable.
– ¿Vende este tipo de cosas en la tienda?
– Podría, pero no lo hago -respondió mientras leía las descripciones de varios artículos más-. Estas cosas generalmente se venden mejor en subastas o en tiendas que se dedican estrictamente a las antigüedades. La gente no viene a Anomaly buscando un Staffordshire. Si uno de mis clientes recogiese esta pequeña lechera y mirase la etiqueta, la pondría de nuevo en el estante donde probablemente permanecería varios años.
– ¿Había visto estos artículos anteriormente?
Ella dejó los papeles a un lado y miró al capitán al otro lado de la mesa.
– ¿Me acusa de robarlos?
– Sabemos que fueron robados en una casa de Warm Springs Avenue hace tres meses.
– ¡Yo no lo hice!
– Lo sé. -Luchetti sonrió, luego se inclinó sobre la mesa para palmearle la mano-. Sal Katzinger ya confesó. Escuche, si no está involucrada en ninguna actividad ilegal, entonces no hay de qué preocuparse. Pero sabemos que su novio está hasta las pelot…, er esto…, las cejas en la venta de artículos robados.
Gabrielle frunció el ceño.
– ¿Novio? Kevin no es mi novio. No me parece buena idea salir con compañeros de trabajo.
El capitán ladeó la cabeza y la miró como si estuviera tratando de ordenar las piezas de un rompecabezas incompleto.
– Entonces, ¿no sale con él?
– Bueno, salimos varias veces -continuó Gabrielle con un gesto desdeñoso de la mano-, por eso sé que no es una buena idea, pero fue hace años. Realmente no éramos compatibles. Es republicano. Yo demócrata. -Era la verdad, pero no la verdadera razón. La verdadera razón era demasiado personal para explicársela al hombre del otro lado de la mesa. ¿Cómo podía contarle al capitán Luchetti que Kevin tenía los labios muy delgados y que por lo tanto no la atraía demasiado? La primera vez que Kevin la besó mató cualquier atracción física que pudiera haber sentido hacia él. Pero solamente porque Kevin no tuviera unos labios decentes no quería decir que fuera culpable de algún crimen o que fuera mala persona. Shanahan tenía unos labios maravillosos y sin embargo era un auténtico imbécil, lo que probaba que las apariencias sí engañaban.
– ¿Está dispuesta a someterse al detector de mentiras, señorita Breedlove?-preguntó Luchetti interrumpiendo su silenciosa reflexión sobre hombres y labios.
Gabrielle arrugó la nariz con desagrado.
– ¿Habla en serio? -La idea de realizar una prueba para demostrar que no mentía era aborrecible. ¿Por qué debería tener que probar que decía la verdad? Nunca mentía. Bueno, no a propósito. Algunas veces había evadido la verdad, pero eso no tenía nada que ver. Mentir creaba mal karma y creía en el karma. Había crecido creyendo en él.
– Si nos dice la verdad, no tiene por qué tener miedo de hacer la prueba. Mírelo como una manera de probar su inocencia. ¿No quiere probar que es inocente?
La puerta se abrió antes de que pudiera responder y un hombre que Gabrielle no había visto antes entró en la habitación. Era alto y delgado, y su escaso cabello blanco apenas le cubría la rosada y brillante cabeza. Llevaba una carpeta debajo del brazo.
– Hola, señorita Breedlove -dijo mientras le estrechaba la mano-. Soy Jerome Walker, jefe de policía. Acabo de hablar con el fiscal Blackburn y está dispuesto a olvidarse de todo.
– ¿Olvidarse de qué?
– De los cargos de tenencia ilícita de armas y asalto con agravante a un oficial de policía.
El oficial en cuestión era el verdadero culpable de que la acusaran de aquellos cargos. Obviamente no creían que estuviera justificado que llevara la Derringer, no importaba lo que ella dijera. Quince años era la máxima pena. Se preguntó cuánto sería lo mínimo, pero quizás era mejor no saberlo.
Tenía dos opciones. Podía contratar a un abogado, acudir a los tribunales y rechazar los cargos, o podía cooperar con la policía. Ninguna de las dos cosas la convencía demasiado, pero de todas maneras podía escuchar la oferta.
– ¿Qué tendría que hacer?
– Firmaría un acuerdo confidencial de colaboración, además de permitirnos colocar a un detective de incógnito en la tienda.
– ¿Como cliente?
– No, pensamos que podría hacerse pasar por un familiar que necesita trabajo.
– Kevin no dejará que ninguno de mis parientes vuelva a trabajar en la tienda. -No desde que habían tenido que despedir a su primo tercero, Babe Fairchild, por espantar a los clientes con sus historias de levitación y telepatía-. Además, creo que no seré de mucha ayuda. No estaré en la tienda ni el viernes ni el sábado, voy al Coeur Festival de Julia Davis Park.
El jefe Walker sacó una silla de debajo de la mesa y se sentó. Colocó la carpeta en la mesa frente a él.
– ¿El Festival Coors?
– Coeur. Corazón. Tengo un puesto para vender aceites esenciales y aromaterapias.
– ¿Y Carter estará en la tienda mientras usted está en ese festival del corazón?
– Sí.
– Bueno. ¿Y qué pasaría si contratara a un manitas?
– No lo sé.
En realidad, Kevin y ella habían discutido sobre contratar a alguien para montar unas estanterías en la pared más larga y más estantes para almacenaje en la trastienda. También necesitaba una encimera nueva para la pequeña cocina que había en la trastienda, pero el negocio no había funcionado tan bien las últimas semanas como habían esperado y Kevin había rechazado la idea como un gasto innecesario.
– Kevin es poco generoso con el dinero en estos momentos -les dijo.
El jefe Walker sacó dos papeles de la carpeta.
– ¿Y si se ofrece a pagarlo usted misma? El departamento asumiría los gastos, por supuesto.
Quizás estaba enfocando todo ese asunto del informante desde un punto de vista equivocado. Kevin no tenía la culpa, pero puede que si aceptaba ayudar a la policía también lo estuviera ayudando a él. Estaba segura de que la policía no encontraría nada incriminatorio en la tienda; entonces ¿por qué no colaborar con ellos?
Si aceptaba, el gobierno pagaría las renovaciones que quería hacer.
– A Kevin no le gusta contratar a la gente de los anuncios. Tendría que fingir que conozco a ese hombre.
La puerta se abrió y entró el detective Shanahan. Se había cambiado los pantalones cortos y quitado el pañuelo de la cabeza. Tenía el cabello mojado y peinado hacia atrás exceptuando un mechón suelto que se rizaba cayéndole sobre la frente.
Llevaba camisa blanca -con una pistolera- ceñida sobre su ancho pecho y estrecha cintura, donde desaparecía bajo la cinturilla de unos pantalones caquis. Tenía las mangas enrolladas hasta los codos y llevaba un reloj plateado en la muñeca. En el bolsillo de la pechera, al lado de la corbata azul y beis, llevaba prendida la identificación. Tenía la mirada clavada en ella mientras le daba al jefe Walker una tercera hoja de papel.
El capitán echó un vistazo a la hoja, después la deslizó a través de la mesa y le ofreció un bolígrafo de la marca Bic.
– ¿Qué es esto? -Centró la atención en el documento y trató de ignorar al detective Shanahan.
– El acuerdo de colaboración-contestó Walker-. ¿Tiene novio?
– No. -Negó con la cabeza y miró el documento que tenía delante. Llevaba algún tiempo sin tener una relación seria. Encontrar un hombre interesante y atractivo resultaba extremadamente difícil. Cuando espíritu y mente decían sí, su cuerpo se las arreglaba para decir no. Y viceversa. Se pasó los dedos por el pelo mientras estudiaba los papeles-. No tengo.
– Ahora ya lo tiene. Salude a su nuevo novio.
Un horrible presentimiento se apoderó de ella y Gabrielle clavó la mirada en la almidonada camisa blanca de Joe Shanahan. Luego subió la vista desde la estrecha corbata hasta la garganta bronceada, desde la barbilla a la línea firme de su boca. Curvó los labios hacia arriba en una sonrisa lenta y sensual.
– Hola, ricura.
Gabrielle se incorporó y dejó el boli a un lado.
– Quiero un abogado.