Treinta carpas a rayas se alineaban en una zona del Julia Davis Park cerca del escenario. Un grupo de músicos improvisados se sentaba con las piernas cruzadas bajo un roble de imponente altura tamborileando los dedos contra la piel tensa de los bongos. También había varios flautistas y un pequeño grupo de nómadas tocando diversos instrumentos hechos a mano. Unas bailarinas descalzas con largas faldas de gasa giraban con un ritmo hipnótico, mientras la raza blanca de América observaba todo un poco perpleja.
En el Coeur Festival podías comprar desde cristales curativos a libros de artes adivinatorias. Podían leerte el futuro en la palma de la mano e interpretar tus vidas pasadas. Los puestos de comida ofrecían alimentos biológicos como tacos vegetarianos, vegetales sofritos, vegetales con chile y frijoles con salsa de cacahuete.
La caseta de Gabrielle estaba entre la de Madre Alma, sanadora espiritual, y Dan Orgánico, experto en hierbas medicinales. El festival era una mezcla de espiritualidad New Age y fines comerciales. Gabrielle se había vestido para la ocasión con una blusa de campesina blanca sin mangas con unicornios bordados y ribetes dorados que anudaba por debajo de los senos. La falda a juego era de cadera baja y se abotonaba por el frente; la llevaba abierta desde las rodillas a los tobillos. Estaba calzada con unas sandalias planas de cuero hechas a mano. Se había dejado el pelo suelto, y unos finos aros de oro colgaban de sus orejas a juego con el aro del ombligo. Todo el conjunto le recordaba a uno que había llevado hacía tiempo cuando bailaba la danza del vientre.
Los aceites esenciales y aromaterapias se estaban vendiendo mejor de lo que esperaba. Hasta ese momento, las mejores ventas habían sido los aceites medicinales seguidos de cerca por los aceites de masaje. Justo enfrente de la caseta de Gabrielle había una mujer meditando y junto a ella, estaba la caseta Doug Tano, el hidroterapista del colon.
Lamentablemente para Gabrielle, Doug no estaba en su puesto, sino en el de ella explicándole los beneficios de la hidroterapia del colon. Gabrielle estaba muy orgullosa de tener una mentalidad abierta. Se consideraba culta. Entendía y aceptaba otras creencias con planos metafísicos diferentes. Apoyaba las artes curativas poco ortodoxas y las terapias alternativas, pero, Señor, discutir sobre material de desecho era superior a sus fuerzas.
– Deberías venir y hacerte una limpieza -le dijo mientras ella colocaba los frasquitos de aceites de baño y productos de belleza.
– No creo que tenga tiempo. -Ni tampoco pensaba buscarlo. Consideraba que dedicarse a la limpieza de colon era tan divertido como ser directora de pompas fúnebres. Uno de esos trabajos que obviamente tenía que hacer alguien, pero que agradecía profundamente a su karma que no le hubiese tocado a ella.
– No puedes dejar para más adelante algo tan importante -dijo él, recordándole también un poco a un director de pompas fúnebres. Tenía la voz demasiado calmada, las uñas demasiado pulidas y la piel demasiado pálida-. De verdad, te sentirás mucho más ligera en cuanto expulses todas esas toxinas.
Ella no pensaba comprobarlo personalmente.
– ¿Ah, sí? -fue todo lo que logró decir, después fingió gran interés por los frascos de aromaterapias-. Creo que tienes gente en la caseta -dijo, tan desesperada por deshacerse de él que incluso mintió a propósito.
– No, sólo pasan por delante.
Por el rabillo del ojo, vio cómo alguien colocaba una bolsa de papel al lado de los vaporizadores de cristal.
– Traje el almuerzo -dijo una voz profunda que jamás hubiera pensado que se alegraría de oír-. ¿Tienes hambre?
Ella dejó que su mirada vagara desde la inmaculada camiseta blanca de Joe al hueco de su garganta bronceada y, de ahí, a la profunda curva del labio superior. La sombra de una gorra de béisbol roja y azul le cubría la mitad superior de la cara, acentuando las líneas sensuales de su boca. Después de su conversación con Doug, la sorprendió sentirse hambrienta.
– Estoy muerta de hambre -respondió girándose hacia el hombre parado a su lado-. Joe, éste es Doug Tano. Doug tiene una caseta allí -dijo señalando al otro lado del pasillo mientras notaba las obvias diferencias entre los dos hombres. Doug era un alma tranquila en contacto con su naturaleza espiritual. Joe, por el contrario, irradiaba pura energía masculina y era casi tan tranquilizador como una explosión nuclear.
Joe miró por encima del hombro, luego centró la atención en Doug.
– ¿Hidroterapia del colon? ¿Es la tuya?
– Sí. Tengo la consulta en la Sexta. Trato la pérdida de peso, la desintoxicación del cuerpo, los problemas de digestión y el aumento de niveles de energía. La hidroterapia tiene un efecto muy calmante en el cuerpo.
– Ajá. ¿Y para conseguir todo eso tienes que meter una manguera por el culo?
– Bueno, esto… -tartamudeó Doug-. Meter una manguera es una manera bastante fuerte de decirlo. Utilizamos un tubo muy suave, maleable…
– Vas a tener que dejarlo, amigo -interrumpió Joe levantando una mano-. Estoy a punto de tomar el almuerzo y quiero disfrutar del jamón.
Doug torció el gesto en señal de desaprobación.
– ¿Sabes lo que provoca la carne en tu colon?
– No -replicó Joe rebuscando dentro de la bolsa-. Creo que la única manera de saber lo que le pasa a mi colon es metiendo la cabeza en el culo. ¿Y sabes qué? Eso no ocurrirá nunca.
Gabrielle se quedó boquiabierta. Eso había sido muy rudo… incluso siendo Joe…, pero tremendamente efectivo. Doug se giró y, prácticamente, huyó a su caseta. Y aunque odiaba admitirlo se sintió agradecida, incluso un poco envidiosa.
– Jesús, creía que no se iba a ir nunca.
– Gracias, supongo -dijo ella-. No dejaba de hablarme de mi colon y no sabía cómo deshacerme de él.
– Eso es porque quiere verte el culo al aire. -Joe le agarró la mano para colocarle un bocadillo envuelto en papel encerado sobre la palma-. Y no puedo culparle.
Entró en la caseta y se sentó en una de las sillas de director que ella había traído de casa. Aunque no estaba totalmente segura, creía que Joe acababa de lanzarle un piropo.
– ¿Mara se pasará hoy por aquí para ayudarte? -preguntó.
– Vendrá sólo un rato. -Gabrielle miró el bocadillo que le había dado-. ¿De qué es?
– Pavo con pan integral.
Ella se sentó en la silla de al lado y lo miró.
– Supongo que no lo sabes -dijo casi en un susurro-, pero en el Coeur Festival todos son vegetarianos.
– Creía que no eras practicante.
– Y no lo soy. -Abrió el papel encerado y contempló el enorme trozo de pavo con brotes de soja entre las dos mitades de pan. Su estómago gruñó y se le hizo la boca agua, pero su conciencia la acusó como si fuera una hereje.
Joe le golpeó ligeramente el brazo con el codo.
– Venga. No se lo diré a nadie -dijo como si fuera Satanás ofreciéndole el pecado original.
Gabrielle cerró los ojos y hundió los dientes en el bocadillo. Ya que Joe había sido inusualmente amable y le había llevado el almuerzo sería una grosería por su parte no comérselo. Había salido de casa sin desayunar y era cierto que se moría de hambre. Hasta ese momento, los vegetales con chile no le habían abierto el apetito. Suspiró y curvó los labios en una sonrisa feliz.
– ¿Hambrienta?
Ella abrió los ojos.
– Ajá…
Él clavó los ojos en ella desde debajo de la gorra, observándola mientras masticaba lentamente y tragaba.
– También hay tarta de queso si quieres.
– ¿Me compraste tarta de queso? -Se sintió sorprendida y un poco emocionada por el detalle.
– Claro. ¿Por qué no? -Él se encogió de hombros.
– Porque no creía que te cayera bien.
La mirada de Joe bajó a su boca.
– Me caes bien. -Le dio un buen mordisco al bocadillo, y luego centró la atención al concurrido parque. Gabrielle cogió dos botellas de agua de una pequeña nevera al lado de su silla y le dio una a Joe, luego siguieron comiendo en agradable silencio. La sorprendió no sentir la necesidad de llenar el silencio con palabras. Se sentía a gusto al lado de Joe comiendo pavo sin hablar, lo que le resultó realmente sorprendente.
Se quitó las sandalias y cruzó las piernas, observando a la gente que pasaba por delante de la caseta. Era una mezcla variopinta, desde pijos vestidos de Benetton a creyentes de la New Age, de jubilados amantes del poliéster a locos por Woodstock Wanna que habían nacido en la época de la música disco. Y, por primera vez desde que Joe la había abordado en el parque no lejos de donde se sentaban ahora, se preguntó qué veía él en ella cuando la miraba. Algunos de los otros vendedores tenían un aspecto de lo más extravagante y se preguntó si Joe la incluiría en ese grupo. Como Madre Alma, que se caracterizaba por sus rastas, el piercing de la nariz, la túnica brillante y la alfombra de rezo. En realidad, ¿por qué debería importarle lo que él pensara?
Gabrielle se dio por satisfecha con la mitad del enorme bocadillo por lo que envolvió la otra mitad y lo colocó encima de la neverita.
– Creía que hoy no te vería -dijo finalmente, rompiendo el silencio-. Pensaba que estarías en la tienda, vigilando a Kevin.
– Iré dentro de un rato. -Se comió el último trozo de bocadillo y lo bajó con un sorbo de agua-. Kevin no está haciendo nada y aunque lo hiciera, me enteraría.
La policía seguía a Kevin. Le costaba creer que se lo hubiera dicho, pero no estaba sorprendida. Empezó a rascar la etiqueta de la botella de agua y lo miró de reojo.
– ¿Qué vas a hacer hoy? ¿Terminar los estantes del almacén? -El día anterior había cortado las tablas y había colocado las guías en la pared. Lo único que le quedaba por hacer era colocar los estantes en su lugar. No tardaría en acabar.
– Voy a pintarlos primero, pero debería estar terminado a última hora. Necesito algo que hacer mañana.
– ¿Qué te parece cambiar la encimera de la cocina de la trastienda? Kevin me dijo que no le importaba si la reemplazaba, y un trabajo como ése llevaría hasta el lunes.
– Tengo la esperanza de que Kevin dé un paso en falso este fin de semana y que no sea necesario que me presente el lunes.
Gabrielle se quedó paralizada.
– Tal vez no deberíamos hablar de esto. Aún piensas que Kevin es culpable y yo no.
– De todas maneras tampoco quiero hablar de Kevin en este momento. -Levantó la botella de agua y tomó otro trago. Cuando acabó, se lamió una gota del labio inferior y dijo-: Tengo que hacerte unas cuantas preguntas importantes.
Debería haber sospechado que detrás de tanta amabilidad había un motivo ulterior.
– ¿Sobre qué?
– ¿Dónde conseguiste ese disfraz? ¿Se lo robaste a Barbara Eden de Mi Bella Genio?
Ella bajó la mirada por la blusa y la barriga desnuda.
– ¿Esa es una de tus preguntas importantes?
– No, sólo es curiosidad.
Dado que él no apartaba la mirada de su estómago, no podía intuir lo que estaba pensando.
– ¿No te gusta?
– No he dicho eso. -La miró a la cara; sus ojos de policía eran inexpresivos y ella seguía sin tener ni idea de lo que él pensaba-. Después de irte ayer de la tienda -continuó-, ¿qué le contaste a tu madre y a tu tía de mí?
– Les dije la verdad. -Se cruzó de brazos y observó cómo mostraba su habitual cara de desagrado. La miró con el ceño fruncido.
– ¿Les dijiste que era un policía encubierto?
– Sí, pero no dirán nada -le aseguró-. Lo prometieron, y además, creen que estamos juntos por cosa del destino. Y son de la opinión de que no se puede escapar al destino. -Había tratado de hacer entender a Claire por activa y por pasiva que Joe no era el amante apasionado de su visión, que en realidad era un simple detective con mal genio. Pero por más que se lo había explicado, su madre había seguido en sus trece de que el destino ciertamente había jugado un papel muy importante en la vida amorosa de Gabrielle. Después de todo, había razonado Claire, ser cacheada, esposada y forzada a ejercer de novia de un policía infiltrado tan viril como Joe no era precisamente un acontecimiento normal, ni siquiera en el curso universal de la coincidencia cósmica-. ¿Qué más quieres saber? -preguntó.
– A ver. ¿Cómo supiste que te seguía la semana pasada? Y no me cuentes un montón de tonterías sobre vibraciones y cosas de ésas.
– No siento vibraciones. ¿Qué pasaría si te dijera que fue por tu aura negra? -preguntó, aunque la verdad era que no había notado su aura hasta que la arrestó.
Joe entrecerró los ojos bajo la visera de la gorra y Gabrielle decidió dejar de meterse con él.
– Fue fácil. Fumas. No conozco a ningún corredor que se fume un cigarrillo antes de correr. Quizás un porro, pero no un Marlboro.
– Caramba.
– La primera vez que te vi, estabas bajo un árbol, el humo te rodeaba la cabeza como si fuera un hongo atómico.
Joe cruzó los brazos con los labios apretados en una línea sombría.
– ¿Me haces un favor? Si alguien te pregunta cómo descubriste que te vigilaba, cuéntale eso del aura negra.
– ¿Por qué? ¿No quieres que el resto de los polis sepan que fue un cigarrillo lo que te delató?
– No, si lo puedo evitar.
Ella ladeó la cabeza y le dedicó una sonrisa que esperaba lo pusiera nervioso.
– De acuerdo, no diré nada, pero me debes una.
– ¿Qué quieres?
– No lo sé aún. Lo pensaré y te lo diré.
– Los demás colaboradores siempre saben lo que quieren.
– ¿Y qué quieren?
– Normalmente algo ilegal. -La miró a los ojos mientras decía-: Como borrar sus antecedentes penales o mirar hacia otro lado mientras fuman un porro.
– ¿Y lo haces?
– No, pero puedes intentarlo. Me daría una razón para registrarte de arriba abajo. -Ahora le tocó a él sonreír. Y lo hizo. Una sonrisa perezosa que hizo que sintiera mariposas en el estómago. Él bajó la mirada a su boca, luego la deslizó por la pechera de su blusa-. Es posible que incluso me viera obligado a desnudarte para cachearte.
Ella se quedó sin aliento.
– ¡No harías eso!
– Por supuesto que lo haría. -Deslizó la mirada por la hilera de botones, se detuvo en el ombligo y luego siguió bajando por la abertura de la falda-. Hice un juramento solemne. Mi deber es proteger, servir y cachear a fondo en busca de pruebas. Es mi trabajo.
Las mariposas en su estómago se volvieron ardientes.
Ella nunca había sido buena flirteando, pero no pudo evitar preguntar:
– ¿Y eres hábil en tu trabajo?
– Mucho.
– Suenas bastante pretencioso.
– Déjame decirte que me tomo mis deberes muy en serio.
Gabrielle podía sentir cómo se estaba derritiendo y no tenía nada que ver con la temperatura en el exterior de la caseta.
– ¿Cuál de ellos?
Él se inclinó hacia ella para decirle en un tono susurrante que le atravesó la piel aumentando la temperatura de su cuerpo unos grados más:
– El que te hace jadear hasta perder la cabeza, cariño.
Ella se levantó rápidamente y se alisó las arrugas de la falda.
– Tengo que… -Señaló hacia el frente de la caseta, confusa. Su cuerpo estaba en guerra con su mente y su espíritu. El deseo luchaba por imponerse a la razón. Era la anarquía total-. Voy a… -Se dirigió a la mesa de aceites de masaje y ordenó innecesariamente la hilera de frascos azules. No quería la anarquía. Que una emoción predominara sobre las demás no era bueno. No, era malo. Muy malo. No quería que le ardiera la piel, ni mariposas en el estómago, ni quedarse sin aliento. No ahora. No en mitad del parque. No con él.
Varias universitarias se detuvieron en la mesa y le preguntaron sobre los aceites. Ella contestó, explicándoles las propiedades, mientras trataba de fingir que no sentía la presencia de Joe tan intensamente que parecía que la estaba tocando. Vendió dos frascos de esencia de jazmín y notó que él se detenía a sus espaldas.
– ¿Quieres que te deje la tarta de queso?
Ella negó con la cabeza.
– La meteré en la nevera de la tienda.
Creyó que luego él se iría, pero no lo hizo. En vez de eso le deslizó una mano alrededor de la cintura, por el estómago desnudo y la apretó contra su pecho. Gabrielle se quedó helada.
Joe escondió la cara entre su pelo para decirle al oído:
– ¿Ves a ese tío con una sudadera roja y pantalones cortos verdes?
Ella miró al otro lado del pasillo, a la caseta de Madre Alma. El hombre en cuestión parecía igual a otros muchos del festival. Limpio. Normal.
– Sí.
– Ése es Ray Klotz. Tiene una tienda de artículos de segunda mano en la calle principal. Lo arresté el año pasado por comprar y vender vídeos robados. -Extendió los dedos sobre su abdomen y el pulgar acarició el nudo de la blusa bajo los senos-. Ray y yo nos conocemos desde hace tiempo y sería mejor que no me viera contigo.
Ella trató de pensar a pesar del roce de sus dedos contra su piel desnuda, pero lo encontró difícil.
– ¿Por qué? ¿Crees que conoce a Kevin?
– Probablemente.
Ella se volvió hacia él y, al estar descalza, la coronilla le quedó justo debajo de la visera de la gorra. Joe le deslizó los brazos por la espalda y la atrajo hacia su cuerpo hasta que los senos le rozaron el pecho.
– ¿Estás seguro de que se acordará de ti?
Él deslizó la mano libre por su brazo hasta el codo.
– Cuando trabajaba para narcóticos lo arresté por posesión de drogas. Tuve que meterle los dedos en la garganta para hacerle vomitar los condones llenos de cocaína que se había tragado -dijo, con sus dedos acariciándole la espalda de arriba abajo.
– Ah -susurró-. Eso es asqueroso.
– Era la prueba -susurró contra su boca-. No podía dejar que se saliera con la suya y destruyera mi prueba.
Con él tan cerca, oliendo su piel, con el timbre profundo de su voz llenándole la cabeza, lo que decía sonaba casi razonable, como si todo eso fuera normal. Como si la cálida palma de su mano sobre la piel desnuda de Gabrielle no tuviese ningún efecto sobre él.
– ¿Se fue?
– No.
Lo miró a los ojos y preguntó:
– ¿Qué piensas hacer?
En lugar de responder, retrocedió hacia la sombra de la caseta arrastrándola con él. Después levantó la mirada de su pelo.
– ¿Qué voy a hacer sobre qué?
– Sobre Ray.
– Ya pasará de largo. -Él escrutó sus ojos y sus dedos le acariciaron la piel de la espalda-. Si te beso, ¿lo tomarás como algo personal?
– Sí. ¿Y tú?
– No. -Él sacudió la cabeza y sus labios acariciaron los de ella-. Es mi trabajo.
Ella se quedó quieta mientras sentía el muro cálido y sólido de su pecho.
– ¿Besarme es tu trabajo?
– Sí.
– ¿Como lo es cachear a fondo?
– Ajá.
– ¿No llamará la atención de Ray?
– Depende -dijo él contra su boca-. ¿Vas a gemir?
– No. -El corazón de Joe latía con fuerza contra el pecho y ella colocó las manos en sus hombros sintiendo los duros músculos bajos las palmas. Su equilibrio espiritual se tambaleó y se dejó llevar por la vorágine del deseo que la despojó de cualquier tipo de autocontrol-. ¿Vas a gemir tú?
– Podría -suavemente la besó en la boca, luego dijo-: sabes muy bien, Gabrielle Breedlove.
Ella tuvo que recordarse que el hombre que la envolvía entre sus brazos era un auténtico troglodita. No era el compañero de su alma. Ni siquiera se acercaba. Pero sabía bien.
Amoldó su boca a la suya y deslizó la lengua en su interior. Ella no gimió, pero quiso hacerlo. Curvó los dedos sobre la camiseta y la piel, aferrándose a él. Joe ladeó la cabeza y profundizó más el beso, deslizando la palma de la mano hacia un lado para acariciar sus costillas desnudas y hundiendo el pulgar en el ombligo. Y cuando ella estaba a punto de perderse en el beso y rendirse por completo, él se echó hacia atrás y dejó caer las manos.
– Oh, mierda -susurró al lado del oído izquierdo de Gabrielle.
– Joey, ¿eres tú?
– ¿Qué estás haciendo, Joey? -preguntó una voz de mujer en alguna parte detrás de Gabrielle.
– Parece que está haciéndoselo con una chica.
– ¿Con quién?
– No sabía que tenía novia. ¿Lo sabías, mamá?
– No. No me ha dicho nada.
Joe susurró en el oído de Gabrielle.
– Haz todo lo que te diga y con suerte tal vez podamos impedir que nos organicen la boda.
Gabrielle se giró y observó cinco pares de ojos castaños que le devolvían la mirada con obvio interés. Las mujeres estaban rodeadas por un grupo de niños sonrientes y no supo si echarse a reír o esconderse.
– ¿Quién es tu novia, Joey?
Lo miró por encima del hombro. ¿Joey? Profundos surcos rodeaban su boca, mientras un extraño dèja vu le erizaba el vello de los brazos. Sólo que esta vez no era él quien conocía a su familia. Era ella la que conocía a la de él. Si Gabrielle creyera en el destino, podría pensar que su madre estaba en lo cierto, esto era demasiado para ser una coincidencia cósmica. No, no creía en el destino, pero era incapaz de encontrarle otra explicación a las extrañas vueltas que daba su vida desde que había conocido a Joe.
Finalmente, Joe suspiró con resignación e hizo las presentaciones.
– Gabrielle -comenzó-, ésta es mi madre, Joyce. -Apuntó hacia una mujer mayor que llevaba una camiseta con la cabeza de Betty Boop sobre el cuerpo de Rambo. En la cinta de la cabeza de Betty estaba escrito Rambo Boop-. Éstas son mis hermanas, Penny, Tammy, Tanya y Debby.
– Yo también estoy, tío Joey.
– Y yo.
– Y estos son la mayoría de mis sobrinos y sobrinas -dijo, señalándolos uno a uno con el dedo índice-. Eric, Tiffany, Sara, Jeremy, Little Pete y Christy. Hay cuatro más en algún sitio.
– Están o en la alameda o en la pista de baloncesto -aclaró una de sus hermanas.
Gabrielle miró a Joe, y de nuevo a su familia. ¿Había más? El grupo ante ella era bastante abrumador.
– ¿Cuántos sois en total?
– Tengo cinco hijos-contestó Joyce-. Y diez nietos. Por supuesto eso cambiará cuando Joey se case y me dé alguno más. -Se acercó y miró la mesa llena de frasquitos-. ¿Qué son?
– Gabrielle hace algún tipo de aceites -respondió Joe.
– Hago aceites esenciales y aromaterapias -corrigió ella-. Los vendo en mi tienda.
– ¿Dónde está tu tienda?
– Es difícil de encontrar -repuso Joe antes de que ella pudiera abrir la boca, casi como si temiera lo que pudiera decir.
Una de sus hermanas cogió un frasco de jengibre y madera de cedro.
– ¿Es afrodisíaco?
Gabrielle sonrió. Era el momento de que ella invitara al karma del detective Shanahan a probar su propia medicina.
– Algunos de mis aceites de masaje tienen propiedades afrodisíacas. El que tienes en la mano vuelve loco a Joe. -Le pasó el brazo alrededor de la cintura y lo atrajo hacia ella. Esta vez, para variar, sería ella quien disfrutaría enormemente haciéndolo rabiar-. ¿No es verdad…, ricura?
Joe entornó los ojos y ella esbozó una amplia sonrisa.
Su hermana dejó el frasquito y le guiñó un ojo a Joe.
– ¿Cuánto hace que os conocéis?
– Unos días -dijo él dándole un leve tirón en el pelo, lo cual, supuso ella, era para recordarle que lo dejara hablar a él.
Sus hermanas los miraron alternativamente.
– Parece más que unos días. Me dio la impresión de que era un beso serio. ¿No os pareció un beso serio, chicas?
Todas sus hermanas asintieron con la cabeza enfáticamente.
– Parecía como si estuviera tratando de comérsela entera. Diría que es un beso que un hombre da por lo menos después de tres semanas. Definitivamente más que unos días.
Gabrielle apoyó la cabeza en el hombre de Joe y confió:
– Bueno, puede que nos hayamos conocido en otra vida.
Las mujeres de su familia la miraron fijamente.
– Está bromeando -les aseguró él.
– ¡Ah!
– Cuando fuiste por casa el otro día -comenzó su madre-, no mencionaste que tuvieras novia. No nos contaste nada.
– Gabrielle es simplemente una amiga -informó Joe a su familia. Le dio otro leve tirón en el pelo-. ¿No es cierto?
Ella se recostó contra él y deliberadamente puso los ojos en blanco para decir:
– Oh, sí. Claro que sí.
Frunciendo el ceño, él advirtió a las mujeres de delante:
– Que no se os ocurran ideas raras.
– ¿Ideas sobre qué? -preguntó una de sus hermanas abriendo mucho los ojos.
– Sobre que me vaya a casar pronto.
– Tienes treinta y cinco años.
– Por lo menos le gustan las chicas. Nos preocupaba que pudiera ser gay.
– Solía ponerse los tacones rojos de mamá y fingir que era Dorothy en El Mago de Oz.
– Recuerdo que saltó el muro y tuvieron que ponerle puntos en la frente.
– Estaba histérico.
– Joder, tenía cinco años. -Él apretó los dientes-. Y fuisteis vosotras las que me hicisteis disfrazar de Dorothy.
– Pero si te encantaba.
– Chicas, estáis avergonzando a vuestro hermano -amonestó Joyce.
Gabrielle se quitó el brazo de Joe de la cintura y apoyó la muñeca sobre su hombro. Bajo su piel bronceada, sus mejillas estaban sospechosamente rojas, por lo que Gabrielle intentó no reírse.
– Y ahora que ya no te pones tacones rojos, ¿eres un buen partido?
– Ahora ya no tiene que matar a nadie -añadió una de sus hermanas.
– Es un tipo genial.
– Adora los niños.
– Y a las mascotas.
– Es realmente bueno con su loro.
– Y muy hábil con las herramientas.
Como si tanta alabanza no pudiera quedar impune, una de las hermanas se enfrentó a las demás y sacudió la cabeza.
– No, no lo es. ¿Os acordáis cuando cogió mi muñeca Paula Pasitos para intentar que caminara?
– Es cierto. Jamás consiguió volver a ponerle la pierna. Siempre se caía de lado.
– Es verdad, Paula nunca volvió a dar pasitos.
– Bueno -dijo una hermana por encima del resto, recordando a las otras que tenían que hablar bien de Joe-, se lava la ropa.
– Es cierto, y ya no destiñe los calcetines.
– Se gana el sueldo honradamente.
– Y él…
– Tengo todos los dientes -interrumpió Joe, desgranando las palabras-. No se me cae el pelo y aún puedo ponerme duro si me lo propongo.
– Joseph Andrew Shanahan -dijo su madre escandalizada al tiempo que cubría las orejas del niño más cercano.
– ¿No tenéis a otra persona a quien fastidiar? -preguntó.
– Mejor nos vamos. Ya se ha enfadado. -Como si sus hermanas no quisieran poner en evidencia su mal carácter, reunieron rápidamente a los niños y se atropellaron mutuamente al decir adiós.
– Encantada de conoceros -dijo Gabrielle poco antes de que se adentraran en el parque.
– Dile a Joe que te traiga a cenar la semana que viene -dijo Joyce antes de que se diese la vuelta para marcharse.
– ¿De qué iba todo eso? -preguntó Joe-. ¿Estabas haciéndome pagar por lo de ayer?
Ella dejó caer la mano de su hombro y se balanceó sobre los talones.
– Ah, puede que un poco.
– ¿Cómo te sientes?
– Odio admitirlo, pero muy bien, Joe. De hecho, nunca pensé que la venganza sería tan dulce.
– Bueno, disfrútalo mientras puedas -volvió a sonreír-. Pero quien ríe el último, ríe mejor.