Gabrielle llamó por teléfono a su asesor fiscal, quien, a su vez, le dio el nombre de un abogado defensor. Se lo imaginó como a Jerry Spence, el telepredicador, con un abrigo largo de piel de ante dispuesto a patear traseros en su nombre. En su lugar tenía a Ronald Lowman, un joven engreído con el pelo al uno y un traje Brooks Brothers. Se reunió con ella en la celda durante diez minutos, luego la dejó sola otra vez. Cuando regresó, ya no estaba tan seguro de sí mismo.
– Acabo de hablar con el fiscal -comenzó-. Van a seguir adelante con el proceso que han iniciado contra usted. Creen que sabe algo acerca del Monet robado al señor Hillard y no van a dejar que salga de aquí.
– No sé nada sobre esa estúpida pintura. Soy inocente -dijo mirando ceñuda al hombre que había contratado para proteger sus intereses.
– Escuche, señorita Breedlove, creo que es inocente. El caso es que el fiscal, el jefe de policía Walker, el capitán Luchetti y al menos un detective no lo creen. -Dejó escapar una bocanada de aire y cruzando los brazos sobre el pecho, continuó-: No van a tratarla con amabilidad. Y menos ahora que sabe que usted y su socio son sospechosos. Si nos negamos a ayudarlos en esta investigación, seguirán adelante con el cargo de asalto con agravante. Pero realmente no quieren hacerlo. Quieren al señor Carter, sus libros privados y la lista de sus contactos. Quieren, si es posible, recuperar la obra de arte del señor Hillard. Quieren que colabore con ellos.
Ella ya sabía lo que querían y no necesitaba que un abogado recién salido de la facultad de Derecho se lo dijera. Si quería librarse de todo aquello, tenía que participar en una investigación secreta de la poli. Tenía que convencer a Kevin de que había contratado a su «novio» para que se encargara de todos los arreglos pendientes de la tienda. Tenía que cerrar la boca y cruzarse de brazos mientras el detective Siniestro reunía pruebas de la participación de su buen amigo y socio en un robo a gran escala.
Por primera vez en su vida, sus creencias y sus deseos no contaban en absoluto. A nadie parecía importarle que sus principios morales entraran en conflicto; todos aquellos valores íntegros que había adquirido de culturas y religiones diferentes a lo largo de su vida. Le exigían que abandonara sus estrictos principios, le exigían que traicionara a un amigo.
– No creo que Kevin haya robado nada.
– No estoy aquí para representar a su socio. Estoy aquí para representarla a usted y, si él es culpable, la ha implicado en un crimen muy serio. Podría perder su negocio o, como mínimo, su reputación como mujer de negocios honesta. Y si Kevin es inocente, usted no tiene nada que perder y mucho que ganar. Asuma que es la única manera que tiene de ayudar a su socio. De no ser así tendremos que ir a juicio. Si solicitamos un juicio con jurado probablemente no iría a prisión, pero quedaría fichada.
Ella alzó la vista. La idea de quedar fichada le importaba más de lo que creía. Por supuesto, nunca antes había pensado en sí misma como en una infractora de la ley.
– Si acepto que vengan a la tienda, ¿se marcharán una vez que la registren?
Él se levantó y miró su reloj.
– Déjeme hablar con el fiscal a ver si puedo obtener algunas concesiones más. Quieren que colabore con ellos ya, así que supongo que las harán.
– ¿Cree que debería firmar el acuerdo?
– Depende de usted, pero sería la mejor opción. Les deja trabajar a puerta cerrada algunos días y luego se van. Me aseguraré de que dejan la tienda en las mismas condiciones en las que está ahora o mejor. Conservará el derecho al voto y a poseer un arma. Aunque le recomiendo que consiga una licencia para llevarla.
Parecía tan simple, y sin embargo, aquella situación no dejaba de ser horrible. Finalmente, firmó el documento que la convertía en informante confidencial y el consentimiento de registro y se preguntó si le pondrían algún nombre en clave en plan chica Bond.
Después de que la soltaran, se fue a casa y trató de sumergirse en el placer que normalmente encontraba al hacer las mezclas de aceites esenciales. Necesitaba terminar la base para el aceite de masaje antes del Coeur Festival, pero cuando intentó rellenar los pequeños frascos azules se hizo un lío y tuvo que detenerse. Tampoco tuvo mucho éxito al colocarles las etiquetas.
Su mente y espíritu estaban divididos; tenía que encontrar el equilibrio interior. Se sentó con las piernas cruzadas en el dormitorio y trató de relajarse antes de que le estallase la cabeza. Pero el oscuro rostro de Joe Shanahan invadió su mente interrumpiendo su meditación.
El detective Shanahan era todo lo opuesto a cualquier hombre que tuviera en cuenta para una cita. Tenía indomable pelo oscuro, piel morena e intensos ojos castaños. La boca firme y sensual. Los hombros anchos y grandes manos impersonales. Era realmente odioso…, pero había habido días, antes de que hubiera decidido que era un acosador, que había considerado su oscura mirada, salvaje y sensual. Como en el supermercado, cuando la había observado desde debajo de aquellas pestañas negras y ella había comenzado a derretirse allí mismo, en el pasillo de los congelados. Su tamaño y presencia desprendían fuerza y confianza y no importaba cuántas veces en su vida hubiera intentado ignorar a los machos grandes y corpulentos, nunca había tenido éxito.
Era por su propia estatura. Hacía que se inclinara por el hombre más alto que hubiera alrededor. Medía uno setenta y nueve, aunque nunca admitiría ni un centímetro más que uno setenta y cinco ya que hasta donde podía recordar siempre había tenido problemas por su altura. Durante todos los cursos de primaria había sido la chica más alta de la clase. Había sido torpe y huesuda, y había seguido creciendo cada día más.
Le había rezado a todos los dioses que conocía para que intervinieran. Había querido despertar un día con pies y pechos pequeños. Por supuesto, eso no había ocurrido, pero en el último curso algunos chicos la alcanzaron en estatura y unos cuantos incluso la habían sobrepasado lo suficiente como para invitarla a salir. Su primer novio había sido el capitán del equipo de baloncesto. Pero después de tres meses, la había dejado por la animadora principal, Mindy Crenshaw, que medía uno sesenta.
Aun hoy tenía que recordarse no encoger los hombros cuando estaba cerca de mujeres más bajas.
Gabrielle perdió la esperanza de encontrar su equilibrio interior y en su lugar decidió prepararse un baño caliente. Hizo una mezcla especial de aceite de ylang-ylang y lavanda y lo echó en el agua. Esperaba que la mezcla de esencias la ayudara a relajarse. Gabrielle no sabía si funcionaría, pero olía maravillosamente bien. Se metió lentamente en el agua perfumada y reclinó la cabeza contra el borde de la bañera. El calor la envolvió y cerró los ojos. Los acontecimientos del día volvieron a su mente y el recuerdo de Joe Shanahan, a sus pies en el suelo, con el aliento entrecortado y las pestañas pegadas a los párpados, dibujó una sonrisa en sus labios. La imagen logró relajarla de una manera que no había conseguido una hora de meditación.
Se aferró al recuerdo y a la esperanza de que tal vez algún día, si se comportaba bien y su karma quería recompensarla, volvería a tener la oportunidad de rociarlo con otro bote de súper laca.
Joe entró por la puerta trasera de la casa de sus padres sin llamar y puso el transportín para mascotas en el mostrador de la cocina. Oyó el sonido del televisor que provenía de la sala a su derecha. Una puerta de la alacena estaba apoyada contra la encimera y había un taladro al lado del fregadero, un proyecto más olvidado antes de ser terminado. El padre de Joe, Dewey, había proporcionado una vida desahogada a su esposa y a sus cinco hijos con sus ingresos como constructor de casas, pero parecía que nunca terminaba nada en la suya. Joe sabía por años de experiencia que su madre tendría que amenazar con contratar a alguien para que el trabajo fuera rematado.
– ¿Hay alguien en casa? -llamó Joe, aunque había visto los coches de sus padres en el garaje.
– ¿Eres tú, Joey? -La voz de Joyce Shanahan apenas podía oírse por encima del sonido de tanques y disparos. Acababa de interrumpir uno de los pasatiempos favoritos de su padre: las películas de John Wayne.
– Sí, soy yo. -Metió la mano en el transportín y Sam subió a su brazo.
Joyce entró en la cocina. Llevaba el cabello negro con vetas blancas recogido hacía atrás con una cinta elástica roja. Le echó una mirada al loro gris africano de treinta centímetros posado en lo alto del hombro de Joe y se detuvo en seco. Frunció los labios y arrugó el entrecejo disgustada.
– No podía dejarlo solo en casa -se excusó Joe antes de que ella pudiera expresar su malestar-. Ya sabes cómo se pone cuando siente que no le presto la suficiente atención. Le hice prometer que esta vez se comportaría. -Encogió el hombro y miró a su pájaro-. Díselo, Sam.
El loro parpadeó con sus ojos negros y amarillos y cambió el peso de un pie a otro.
– Anda, alégrame el día -dijo Sam con voz chillona.
Joe volvió a mirar a su madre y sonrió como un padre orgulloso.
– Ves, sustituí el vídeo de Jerry Springer por otro de Clint Eastwood.
Joyce cruzó los brazos sobre su camiseta de Betty Boop. Apenas medía uno cincuenta y cinco, pero siempre había sido la reina y señora del clan Shanahan.
– Si vuelve a decir groserías otra vez, lo dejas fuera.
– Tus nietos le enseñaron esas palabrotas cuando estuvieron aquí en Semana Santa -dijo, refiriéndose a sus diez sobrinos.
– No eches la culpa de su mal comportamiento a mis nietos. -Joyce suspiró y se puso las manos en la cintura-. ¿Has cenado?
– Bueno, comí algo al salir del trabajo.
– No me digas más: pollo grasiento del bar y esas horribles patatas fritas. -Sacudió la cabeza-. Aún me queda algo de lasaña y una buena ensalada verde. Te las puedes llevar a casa.
Como en casi todas las familias, las mujeres Shanahan demostraban su amor y preocupación a través de la comida. Normalmente a Joe no le importaba, excepto cuando todas decidían hacerlo al mismo tiempo. O cuando discutían sobre sus hábitos alimentarios como si tuviera diez años y viviera a base de patatas fritas.
– Eso sería genial -miró a Sam-. La abuelita te hizo lasaña.
– Bueno. Ya que él es lo más cercano a un nieto que voy a tener de ti, supongo que será bienvenido. Pero asegúrate de que modera el lenguaje.
Hablar de nietos era todo lo que Joe necesitaba para batirse en retirada. Sabía que si no se escabullía ahora, la conversación derivaría inevitablemente hacia las mujeres que parecían entrar y salir de su vida con tanta frecuencia.
– Sam se ha reformado -dijo pasando por su lado y entrando en la sala de estar decorada por su madre con su más reciente adquisición en el mercadillo: un par de espadas y un escudo a juego. Encontró a su padre sentado en su sillón reclinable «La-Z-Boy» con el mando en una mano y un gran vaso de té helado en la otra. Había una caja de cigarrillos y un mechero sobre la mesita que separaba el sillón del sofá a juego. Dewey tenía casi setenta años y Joe había notado recientemente que le estaba ocurriendo algo extraño en el pelo. Todavía era tupido y completamente blanco, pero durante el último año había comenzado a ponerse de punta en la parte de delante como si estuviera siendo agitado por un fuerte viento desde atrás.
– Ya no se hacen películas como éstas -dijo Dewey sin apartar los ojos del televisor. Bajó el volumen antes de añadir-: con todos esos efectos especiales que usan hoy en día los personajes no parecen creíbles. John Wayne sabía cómo pelear y eso se nota.
Tan pronto como Joe se sentó, Sam saltó de su hombro y se agarró al respaldo del sofá con sus negros pies escamosos.
– No te alejes demasiado -dijo Joe a su pájaro. Después tomó un cigarrillo y lo deslizó entre sus dedos, pero no lo encendió. Quería que Sam respirara el menor humo posible.
– ¿Vuelves a fumar otra vez? -le preguntó Dewey, apartando finalmente la mirada del Duke-. Creía que lo habías dejado. ¿Qué pasó?
– Norris Hillard -fue la escueta respuesta. No necesitaba explicar más. A esas alturas todo el mundo sabía del Monet robado. Y quería que todo el mundo lo supiera. Quería que las personas implicadas se pusieran nerviosas. Las personas nerviosas cometían errores. Y cuando lo hacían, él estaba allí para hacerlos caer. No obstante, no haría caer a Gabrielle Breedlove.
No importaba que estuviera implicada hasta las cejas. No importaba si había cortado la pintura del marco con sus propias manos. Tenía inmunidad absoluta no sólo del cargo de asalto y de cualquier acusación sobre el caso Hillard, sino también sobre cualquier robo anterior. Ese abogado suyo podía ser joven, pero era una pequeña sabandija.
– ¿Hay pistas?
– Unas cuantas. -Su padre no hizo las preguntas pertinentes y Joe no ofreció ninguna explicación-. Necesito que me prestes el taladro y algunas herramientas. -Aunque pudiera hacerlo, Joe no deseaba hablar de su informante confidencial. Normalmente no se fiaba de sus confidentes, pero esta última era tan poco fiable como una caja de Post Toasties y el incidente con la Derringer casi le había costado otra degradación. Una cagada más y no dudarían en trasladarlo a otro departamento. Después de la pesadilla que había tenido lugar en el parque esa mañana tenía que entregar la cabeza de Carter en bandeja. Era la oportunidad de redimirse. Si no lo hacía temía que lo degradaran hasta lo más bajo a la división de patrulla nocturna por lo que ya podría ir olvidándose de volver a ver la luz del día. No tenía nada contra los policías de uniforme. Eran los que estaban en primera línea y no podría cumplir su trabajo sin ellos, pero había trabajado demasiado y aguantado demasiados sinsentidos para dejar que una pelirroja chiflada se cargara toda su carrera.
– Joe, conseguí algo para ti el fin ele semana pasado-lo informó su madre mientras atravesaba la sala hacia la parte trasera de la casa.
El último algo que su madre había conseguido para él había sido un par de pavos reales de aluminio que supuestamente debía colgar en la pared. De momento, estaban debajo de su cama al lado de un enorme búho de ganchillo.
– Ah, genial -gimió y lanzó el cigarrillo sin encender a la mesita-. Desearía que no hiciese eso. Odio esa mierda de los mercadillos.
– Acéptalo, hijo, es una enfermedad -dijo su padre, volviendo a mirar el televisor-. Es una enfermedad como el alcoholismo. Es incapaz de resistirse a su adicción.
Cuando Joyce Shanahan regresó, llevaba media silla de montar cortada en sentido longitudinal.
– Lo conseguí por cinco dólares -se jactó, y la colocó en el suelo junto al pie de Joe-. Querían diez pero regateé.
– Odio esa mierda de los mercadillos -imitó Sam, luego chilló-: braa…ck.
La mirada de Joyce se movió de su hijo al pájaro posado en el respaldo del sofá.
– Será mejor que no se cague ahí.
Joe no podía prometer tal cosa. Señaló la silla de montar.
– ¿Qué se supone que voy a hacer con eso? ¿Encontrar medio caballo?
– Lo cuelgas en la pared. -Sonó el teléfono y se encogió de hombros mientras se encaminaba hacia la cocina-. Tiene unos ganchos por algún lado.
– Mejor clávalo directamente en la pared, hijo -recomendó su padre-. O corres el riesgo de que se te caiga encima.
Joe clavó los ojos en la silla de montar con un solo estribo. El espacio debajo de su cama estaba casi abarrotado. La risa de su madre sonó en la habitación de al lado sobresaltando a Sam, que agitó sus alas mostrando las plumas rojas bajo su cola, luego voló por encima del televisor y se posó sobre la parte superior de una jaula de madera con un nido falso y huevos de plástico encolados en su interior. Inclinó la cabeza gris hacia un lado, abrió el pico, e imitó el timbre del teléfono.
– Sam, no hagas eso-advirtió Joe una fracción de segundo antes de que el ave imitara la risa de Joyce con tal perfección que resultó realmente espeluznante.
– Ese pájaro tuyo va a terminar en una bolsa del Shake´n Bake -predijo su padre.
– A mí me lo vas a decir. -Sólo esperaba que Sam no hiciese trizas el nido de madera con el pico.
La puerta principal se abrió de golpe y el sobrino de Joe de siete años, Todd, entró en la casa corriendo seguido de las sobrinas de Joe, Christy, de trece años y Sara, de diez.
– Hola, tío Joe -dijeron las niñas al unísono.
– Hola, chicas.
– ¿Trajiste a Sam? -quiso saber Christy.
Joe señaló el televisor con la cabeza…
– Está un poco nervioso. No le gritéis ni hagáis movimientos bruscos alrededor de él. Y no le enseñéis más palabrotas.
– No lo haremos, tío Joe -prometió Sara, pero sus ojos estallan demasiado abiertos para parecer inocentes.
– ¿Qué es eso? -preguntó Todd, apuntando hacia la silla de montar.
– Es la mitad de una silla de montar.
– ¿Para qué sirve?
«Tú lo has dicho.»
– ¿La quieres?
– ¡No!
Tanya, la hermana de Joe, entró en la casa poco después y cerró la puerta tras ella.
– Hola, papá-dijo, luego miró a su hermano-. Hola Joey. Veo que mamá te dio la silla de montar. ¿Puedes creer que la consiguió por cinco pavos?
Obviamente Tanya también había sido contagiada por la enfermedad del mercadillo.
– ¿Quién se tiró un pedo? Braa…ck.
– Parad ya chicas -amonestó Joe a las dos niñas que estaban tiradas en el suelo con un ataque de risa.
– ¿Qué tiene tanta gracia? -preguntó su madre mientras entraba en la sala, pero antes de que alguien pudiera responderle el teléfono sonó otra vez-. Por el amor de Dios. -Sacudió la cabeza y volvió a la cocina, sólo para volver un instante después meneando de nuevo la cabeza-. Colgaron antes de que pudiera contestar.
Joe dirigió una mirada desconfiada a su pájaro y sus sospechas se confirmaron cuando Sam ladeó la cabeza y el teléfono volvió a sonar.
– Por el amor de Dios -repitió su madre y volvió a la cocina.
– Mi papá se comió un insecto -dijo Todd a Joe, llamando su atención-. Asamos perritos calientes y se comió un bicho.
– Bueno, Ben se lo llevó de acampada porque cree que las chicas y yo lo estamos afeminando -dijo la hermana de Joe, sentándose en el sofá a su lado-. Dijo que necesitaba llevarse a Todd para hacer cosas de hombres.
Joe lo entendió perfectamente. Se había criado con cuatro hermanas mayores que lo habían vestido con sus ropas y le habían pintado los labios. A los ocho años lo habían convencido de que era un hermafrodita llamado Josephine. No había sabido lo que era un hermafrodita hasta que a los doce lo buscó en el diccionario. Después de eso, se pasó varias semanas aterrorizado, pensando que le crecerían unos enormes senos como a la mayor de sus hermanas, Penny. Afortunadamente, su padre lo había pillado examinando su cuerpo en busca de cambios y había convencido a Joe de que no era un hermafrodita. Luego se lo había llevado de acampada y no había dejado que se bañara en una semana.
Sus hermanas unidas eran como Bondini; nunca olvidaban nada. Mientras crecían habían disfrutado y, simplemente, había sido un infierno para su psique. Pero si sospechaba por un segundo que las parejas de sus hermanas no las trataban bien, les propinaría gustosamente una buena paliza a cada uno de ellos.
– Un insecto aterrizó en el perrito caliente de Todd, que se puso a llorar negándose a probarlo -continuó Tanya-. Lo cual es completamente comprensible y no puedo culparlo, pero Ben agarró el insecto y se lo comió haciéndose el machote. Y le dijo: «si yo puedo comer el maldito insecto, tú puedes comer el perrito caliente».
Sonaba razonable.
– ¿Te comiste el perrito caliente? -preguntó Joe a su sobrino.
Todd asintió con la cabeza y su sonrisa mostró el hueco de sus dientes frontales.
– Después, yo también me comí un bicho. Uno negro.
Joe miró fijamente la cara pecosa de su sobrino y compartieron una sonrisa conspiradora. Una sonrisa de chicos tipo «yo puedo hacer pis de pie». Una sonrisa que las chicas nunca podrían entender.
– Colgaron otra vez -anunció Joyce, entrando en la habitación.
– Te hace falta un identificador de llamadas -le dijo Tanya-. Nosotros lo tenemos y siempre miro para saber quién está llamando antes de contestar.
– Quizá lo ponga -dijo su madre, sentándose en una vieja mecedora con cojines pintados, pero cuando su trasero tocó el asiento, el timbre volvió a sonar-. Me estoy haciendo vieja -suspiró levantándose-. Alguien está jugando con el teléfono.
– Usa la opción de devolver la última llamada recibida. Te lo enseñaré. -Tanya se levantó y siguió a su madre a la cocina.
A las chicas les volvió a dar un ataque de risa y Todd se cubrió la boca con la mano.
– Sí -dijo Dewey sin apartar la vista del Duke-. Ese pájaro está coqueteando con el desastre.
Joe colocó las manos detrás de la cabeza, cruzó los tobillos y se relajó por primera vez desde el robo del Monet del señor Hillard. Los Shanahan eran bastante escandalosos y estar sentado en el sofá de su madre rodeado de todo ese jaleo le hacía sentir de nuevo en casa. También le recordaba su propia casa vacía en el otro extremo de la ciudad.
Hasta hacía un año, no le había preocupado nada el asunto de encontrar una esposa y formar una familia. Siempre había pensado que tenía tiempo, pero recibir un disparo le había hecho ver las cosas desde otra perspectiva. Le había recordado qué era importante en la vida: una familia como la suya.
Claro, tenía a Sam y vivir con Sam era como vivir con un niño de dos años, desobediente, pero muy entretenido. Sin embargo, no podía hacer fuegos de campamento ni perritos calientes con Sam. No podía comer insectos. La mayor parte de los polis de su edad tenía hijos, y mientras había estado tirado en casa recuperándose, había comenzado a preguntarse cómo sería participar en las ligas infantiles y mirar cómo sus hijos corrían a las bases. Imaginarse a los hijos era la parte fácil. Pensar en una esposa era un poco más difícil.
No creía ser demasiado selectivo, pero sabía qué le gustaba y qué no le gustaba en una mujer. No quería una mujer que se pusiera histérica por cosas como los aniversarios mensuales y a la que no le gustara Sam. Sabía que tampoco quería una mujer vegetariana demasiado preocupada por la grasa y el tamaño de sus muslos.
Quería volver a casa al salir del trabajo y tener a alguien esperándolo. Quería llegar a casa sin llevar la cena. Quería una chica práctica, alguien con ambos pies firmemente plantados en el suelo. Y por supuesto, quería a alguien que le gustara el sexo que a él le gustaba. Tórrido, definitivamente tórrido. Unas veces rudo y picante, otras no, pero siempre desinhibido. Quería una mujer a la que no le diera miedo tocarle ni que se asustara si la tocaba. Quería mirarla y sentir cómo la lujuria atravesaba su vientre, y saber que ella sentía lo mismo que él.
Siempre había creído que reconocería a la mujer adecuada en cuanto la viera. Realmente no tenía ni idea de cómo lo sabría, sólo sabía que lo haría. Sentiría como si lo dejaran totalmente K.O. o lo fulminara un rayo, y entonces lo sabría.
Tanya volvió a la sala con el ceño fruncido.
– El último número que llamó era de Bernese, la amiga de mamá. ¿Por qué Bernese estará tomándole el pelo por teléfono?
Joe se encogió de hombros y confió en que su hermana no averiguara quién era el verdadero culpable.
– Tal vez está aburrida. Cuando era novato, una viejecita nos hacía ir una vez al mes a su casa alegando que había ladrones que intentaban robar sus preciosos perros afganos.
– ¿Y lo hicieron?
– Diablos, no. Deberías ver esas cosas, eran verde, naranja y púrpura. Joder, te quedabas ciego si las mirabas fijamente. De todas maneras siempre nos tenía preparadas unas galletas y un par de refrescos. Las personas mayores suelen sentirse solas y hacen cosas de lo más extrañas simplemente para tener a alguien con quien hablar.
Los ojos oscuros de Tanya se clavaron en los suyos y el ceño se le hizo más profundo.
– Eso es lo que te va a ocurrir a ti si no encuentras a alguien que te cuide.
Las mujeres de su familia siempre lo fastidiaban sobre su vida amorosa, pero desde que le habían disparado, su madre y sus hermanas habían redoblado sus esfuerzos para verle felizmente casado. Relacionaban matrimonio con felicidad. Querían que él viviera su versión del «y comieron perdices» y aunque entendía su preocupación, lo volvían loco. No se atrevía a insinuarles que en realidad pensaba en eso seriamente. Si lo hiciese, caerían sobre él como buitres carroñeros.
– Conozco a una mujer realmente agradable que…
– No -la interrumpió Joe, aún no estaba dispuesto a considerar a las amigas de su hermana. Se la imaginaba contando cada pequeño detalle a su familia. Tenía treinta y cinco años, pero sus hermanas todavía le trataban como si tuviera cinco. Como si no fuera capaz de encontrar su trasero sin que le dijeran que estaba al final de la espalda.
– ¿Por qué?
– No me gustan las mujeres agradables.
– Eso es lo que te pasa. Estás más interesado en el tamaño de las tetas que en su personalidad.
– No me pasa nada. Y no es el tamaño de las tetas, es la forma lo que cuenta.
Tanya resopló. Joe no recordaba haber oído un sonido parecido a otra mujer.
– ¿Qué? -preguntó.
– Vas a ser un viejo muy solitario.
– Tengo a Sam para acompañarme y probablemente me sobreviva.
– Un pájaro no cuenta, Joey. ¿Tienes novia ahora? ¿Alguien que presentar a la familia? ¿Alguien con quien considerarías casarte?
– No.
– ¿Por qué no?
– No he encontrado a la mujer adecuada.
– Si hasta los hombres del corredor de la muerte encuentran una mujer para casarse, ¿por qué razón no lo haces tú?