Joe entró en el estudio de Gabrielle y contempló el retrato que ella pintaba de Sam. El sujeto en cuestión colgaba cabeza abajo en su percha, observándola. El pájaro de la tela parecía más una perdiz que un loro y había un resplandor amarillo alrededor de la cabeza que parecía un sol. Supuso que era el aura de Sam, pero era lo suficientemente listo para no dar su opinión.
– ¿Estás segura de que no prefieres pintarme desnudo? Me ofrezco voluntario.
Posar para Gabrielle se convertía frecuentemente en una sesión de pinceladas suaves donde se salpicaban el uno al otro con alguna pintura no tóxica que ella tuviera a mano. Hacía que uno viera el arte de otra manera.
Ella sonrió sumergiendo el pincel en una masa informe de amarillo brillante.
– Tengo un montón de retratos de tu Señor Feliz -dijo, y apuntó hacia el montón de telas apoyadas en la pared-. Hoy quiero pintar a Sam.
Joder, había sido sustituido por un pájaro.
Apoyó el hombro contra la pared y observó trabajar a Gabrielle. Llevaban casados tres meses y algunas veces tenía que contenerse para no mirarla. Su madre había tenido razón en eso, se podría pasar el resto de su vida observándola, ya estuviera pintando, preparando sus aceites o durmiendo. Especialmente le gustaba mirarla a los ojos cuando hacía el amor con ella.
En una semana celebrarían el aniversario del día en que lo había rociado con un bote de laca para el pelo. Él no estaba dispuesto a celebrar aniversarios artificiales y, aunque el recuerdo de ese día hacía lucir una sonrisa más grande en los labios de Gabrielle que en los de él, lo celebraría para hacerla feliz.
Bajó la mirada al vientre de Gabrielle e imaginó que si se fijaba detenidamente podría ver cómo se redondeaba donde crecía su bebé. Creían que había concebido la noche que se habían mudado a su nuevo hogar hacía dos meses. Había sido una celebración estupenda.
Sam dejó escapar un graznido, luego voló de la percha al hombro de Joe. Hinchó el pecho y se balanceó de un pie a otro.
– Hazte esta pregunta. ¿No crees que eres afortunado? Contesta, hijo de perra.
Joe contempló a su esposa, que vestía una camisa blanca salpicada de pintura. Todo lo que había querido o que querría alguna vez estaba en aquella habitación. Tenía una bella esposa a la que amaba tanto que le dolía, su semilla estaba protegida y crecía segura en su vientre, y tenía un pájaro muy pícaro. ¿Qué más podía querer un tío?
– Sí, lo soy -dijo-. Soy un hijo de perra muy afortunado.