Gabrielle encontró finalmente la paz interior que había estado buscando durante todo el día flotando en medio de una piscina para niños en el patio trasero de su casa. Poco después de regresar de la tienda, había llenado la piscina y se había puesto un biquini plateado. La piscina tenía dos metros y medio de largo y unos setenta y cinco centímetros de profundidad. El borde estaba decorado con animales selváticos azules y anaranjados. Flores silvestres, pétalos de rosas y rodajas de limón flotaban en el agua ayudándola a aliviar la tensión nerviosa gracias al perfume de flores y cítricos. Olvidarse por completo de Joe era imposible, por supuesto, pero servía para recargarse de energía positiva y relegarlo al fondo de la mente.
Era la primera oportunidad que tenía para probar el filtro solar y se había restregado la piel con una mezcla de aceite de sésamo, germen de trigo y lavanda. La lavanda había sido una inspiración de última hora, una apuesta personal. No tenía propiedades de protección, pero sí curativas en caso de que se quemara. Y además, su perfume ocultaba el olor de las semillas, así no atraería la atención de insectos hambrientos en busca de alimento.
De vez en cuando levantaba el borde del bikini comprobando el bronceado. A lo largo de toda la tarde, la piel había adquirido un tono dorado sin el más leve indicio ele rojez.
A las cinco y media, su amiga Francis Hall Valento Mazzoni, ahora simplemente Hall otra vez, llegó de visita para regalarle a Gabrielle un tanga y un sostén a juego. Francis era la dueña de Naughty or Nice, la tienda de lencería a media manzana de Anomaly y la visitaba a menudo con las últimas novedades en ropa interior escotada o provocativos camisones. Gabrielle no tenía corazón para decirle a su amiga que no usaba ropa interior picante. Con lo cual, la mayor parte de los regalos iban a parar a la caja que guardaba en el armario. Francis era rubia y de ojos azules, tenía treinta y un años y se había divorciado dos veces. Había tenido más relaciones de las que Gabrielle podía recordar y creía que la mayoría de los problemas entre hombres y mujeres se solucionaban con un par de braguitas de regaliz.
– ¿Cómo te va el tónico que te hice? -preguntó Gabrielle a su amiga, que se sentó en una silla de mimbre bajo el toldo del porche.
– Mejor que la mascarilla de harina de avena o el mejunje para el síndrome premenstrual.
Gabrielle rozó con los dedos la superficie del agua, agitando las flores silvestres y los pétalos rosados. Se preguntó si eran los tratamientos los que fallaban o la poca paciencia de su amiga. Francis buscaba siempre remedios rápidos, el camino más fácil. Nunca se molestaba en buscar en su alma para encontrar la paz interior y la felicidad personal. Como consecuencia, su vida era un caos. Era un imán para los perdedores, y tenía más rollos que un revistero. Pero Francis también tenía virtudes que Gabrielle admiraba. Era muy divertida y brillante, siempre iba detrás de lo que quería y tenía un corazón de oro.
– Hace tiempo que no hablo contigo. Desde la semana pasada cuando pensabas que te seguía un tío grande de pelo oscuro.
Por primera vez en una hora, Gabrielle pensó en el detective Joe Shanahan. En cómo se había metido en su vida y el mal karma que había acumulado gracias a él. Era dominante y grosero, y exudaba tanta testosterona que la sombra de la barba se le oscurecía según pasaban las horas. Pero cuando la besó su aura se había vuelto de un rojo intenso, más profundo que con cualquier otro hombre que hubiera conocido.
Pensó en contarle a Francis sobre la mañana en que había apuntado con la Derringer a un policía encubierto y había terminado siendo su colaboradora. Pero era un secreto demasiado grande para contarlo.
Gabrielle hizo sombra en los ojos con una mano y miró a su amiga. Vale, en realidad nunca había sido demasiado buena guardando secretos.
– Te contaré algo, si me prometes que no saldrá de aquí -comenzó, y luego procedió a soltarle todo como la chivata que era. O casi todo, porque omitió adrede los detalles más perturbadores, como el hecho de que él tuviera los músculos tan duros y marcados como los de un modelo de ropa interior o que besaba de tal manera que podría seducir incluso a la mujer más frígida-. Joe Shanahan es arrogante y rudo, y estoy ineludiblemente comprometida con él hasta que Kevin quede absuelto de esos ridículos cargos -concluyó, sintiéndose liberada. Por una vez, los problemas de Gabrielle eran más graves que los de su amiga.
Francis guardó silencio por un momento, luego murmuró.
– Hummm… -Se puso las rosadas gafas de sol-. Y bien, ¿qué te parece ese tío?
Gabrielle volvió la cara hacia el sol. Cerró los ojos y vio el rostro de Joe, los ojos penetrantes y las largas pestañas negras, las sensuales líneas de la boca y la simetría perfecta de su ancha frente, la nariz recta y el mentón fuerte. El grueso pelo castaño rizándose a la altura de las orejas y la nuca, suavizándole los rasgos. Olía maravillosamente bien.
– Nada del otro mundo.
– Qué lástima. Si tuviera que trabajar con un poli, querría que fuera como uno de esos modelos de calendario.
Lo cual, supuso Gabrielle, describía bastante bien a Joe.
– Le haría llevar cajas pesadas para que estuviera todo sudoroso -continuó Francis con la fantasía-. Y observaría sus músculos de acero cuando las estuviera cargando.
Gabrielle frunció el ceño.
– Bueno, considero más importante el interior de un hombre. No su apariencia.
– ¿Sabes? Te he oído decir eso antes, pero si piensas así, ¿por qué no te acostaste con Harold Maddox cuando erais novios?
Francis se acababa de apuntar un tanto, pero de ninguna manera pensaba admitir que el aspecto de un hombre fuera más importante que su alma. No lo era. Un hombre inteligente era mucho más sexy que un cavernícola. El problema era que eso del atractivo interfería algunas veces.
– Tuve mis razones.
– Sí, como que era aburrido, llevaba una fea coleta y todo el mundo le confundía con tu padre.
– No era viejo.
– Lo que tú digas.
Gabrielle también podía hacer algunos comentarios sobre el gusto de Francis sobre hombres y maridos, pero guardó silencio.
– No me sorprende del todo que Kevin sea sospechoso -dijo Francis-. Puede llegar a ser una comadreja.
Gabrielle miró a su amiga y frunció el ceño. Francis y Kevin habían salido algunas veces y ahora mantenían una relación amor-odio. Gabrielle nunca había preguntado qué había sucedido; no quería saberlo.
– Sólo lo dices porque no te gusta.
– Tal vez, pero prométeme que de todas maneras mantendrás los ojos abiertos. Tienes una confianza ciega en los amigos. -Francis se levantó y se alisó el vestido.
Gabrielle no opinaba igual, pero creía que la confianza debía darse a manos llenas si se quería que fuera recíproca.
– ¿Te marchas?
– Bueno, tengo una cita con el fontanero. Deberías probar algo así. Tiene un cuerpo impresionante, pero eso no significa nada. Si no es demasiado aburrido, dejaré que me lleve a casa y me muestre la llave inglesa.
Gabrielle ignoró aposta el último comentario.
– ¿Puedes poner el cassette? -preguntó, apuntando hacia el viejo reproductor que estaba encima de una mesa de mimbre.
– No sé cómo puedes escuchar ese sinsentido.
– Deberías probarlo. Quizá llegues a encontrarle sentido a la vida.
– Sí, bueno, prefiero escuchar a Aerosmith. Steven Tyler sí da sentido a mi vida.
– Si tú lo dices.
– Ja, ja -rió Francis, mientras cerraba de golpe la puerta trasera de tela metálica al marcharse. Gabrielle comprobó de nuevo la línea del biquini por si había señales de enrojecimiento, luego cerró los ojos y buscó su conexión con el universo. Quería respuestas. Respuestas a las preguntas que no entendía. Como por qué el destino había dispuesto que Joe entrara en su vida con la fuerza de un tornado cósmico.
Joe lanzó el cigarrillo a un arbusto de rododendro, luego levantó la mano hasta la pesada puerta de madera. Se abrió tan pronto la tocó, y una pequeña mujer con cabello rubio y brillantes labios rosados clavó los ojos en él desde detrás de unas gafas de sol rosadas. Aunque había vigilado esa dirección durante semanas, dio un paso atrás y miró los números rojos clavados en el lateral de la casa para asegurarse.
– Estoy buscando a Gabrielle Breedlove -dijo.
– Tú debes ser Joe.
Sorprendido volvió a mirar a la mujer que tenía delante.
Detrás de los cristales de las galas de sol, los ojos azules se deslizaron hacia abajo por su pecho.
– Me ha dicho que eres su novio, pero obviamente omitió algunos detalles. -Alzó la vista a su cara y sonrió-. Me pregunto por qué se olvidó de la parte más interesante.
Y Joe se preguntaba qué habría contado exactamente su colaboradora de él. Tenía varias preguntas que hacerle, pero esa no era la única razón por la que necesitaba verla. Nunca había trabajado con alguien tan tenso y hostil como Gabrielle y temía que acabara perdiendo la chaveta, y descubriera todo el pastel. La necesitaba relajada y cooperativa. Sin más escenitas. Sin que volviera a interponerse entre él y su nuevo amigo Kevin.
– ¿Dónde está Gabrielle?
– En la piscina del patio trasero. -Salió y cerró la puerta tras ella-. Ven. Te llevaré. -Lo guió por un lateral de la casa y apuntó hacia una valla alta cubierta de rosas trepadoras. Un arco con una puerta entreabierta dividía la valla en dos.
– Por ahí -señaló la mujer antes de marcharse.
Joe atravesó el arco y dio dos pasos antes de detenerse. El patio trasero estaba cubierto de una profusión de flores coloridas y olorosas. Gabrielle Breedlove flotaba en una piscina para niños. La recorrió con la mirada de arriba abajo, pero lo que captó su atención fue el pequeño aro del ombligo que ya había notado unos días antes al cachearla. Nunca se había sentido atraído por mujeres con piercings, pero… joder…, ese pequeño aro de plata le dejaba la boca seca.
Gabrielle levantó la mano para acariciar la superficie del agua y luego se pasó los dedos mojados por el abdomen. Varias gotitas se deslizaron sobre el estómago y costados. Una de ellas capturó un rayo de sol mientras se deslizaba lentamente por su vientre antes de desaparecer en el ombligo. A Joe le ardieron las entrañas y el deseo pujó en su ingle. Permaneció de pie en el césped, cada vez, más duro y grueso, sin poder controlar los inoportunos pensamientos que lo asaltaban. Quería meterse en esa piscina, poner los brazos alrededor de su cintura y succionar la gotita de agua del ombligo. Quería sumergir la lengua dentro y lamer su cálida piel. Trató de recordarse que ella estaba como una cabra, pero después de nueve horas, todavía sentía la suave textura de sus labios contra los suyos.
Ese beso había sido cosa de trabajo, algo necesario para taparle la boca antes de que soltase todo el plan. Su cuerpo había respondido, por supuesto, y no se había sorprendido por su reacción ante el sabor de su cálida boca y el contacto de sus senos, pero había cometido un grave error. Le había metido la lengua en la boca y había descubierto que ella sabía a una mezcla de menta y pasión. Ahora sabía cómo se sentían sus dedos entre aquellos rizos suaves y que olía a flores exóticas. Gabrielle no lo había apartado ni se había resistido y su respuesta lo había hecho reaccionar, cogiéndolo por sorpresa. Se había puesto duro en menos que canta un gallo. Se había controlado por los pelos y había tenido que hacer un gran esfuerzo para mantener las manos quietas, para no llenarlas con sus pechos. Era poli, pero también un hombre.
Mientras permanecía en el patio trasero de la casa de Gabrielle deslizando la mirada por el pequeño triángulo plateado que cubría su entrepierna, sus pensamientos no tenían nada de policía y todo de hombre. Su mirada se movió a la pequeña marca de nacimiento en el interior del muslo derecho, recorrió las largas piernas hasta las uñas de los pies pintadas de color púrpura, después la volvió a pasear por el aro del ombligo hasta la parte superior del biquini plateado. La costura de la tela cruzaba por sus pezones y ceñía los dos perfectos montículos bronceados de sus pechos. La tierra se movió bajo los pies de Joe, tembló y se abrió bajo él con intención de engullirle. Ella era su confidente. Era una chiflada. Pero también era atractiva y no deseaba otra cosa que arrancarle el biquini como si fuera el papel de estaño de un bocadillo para poder enterrar la cara entre sus pechos.
Movió la mirada al hueco de su garganta, pasando de la barbilla a la boca voluptuosa. Observó el movimiento de sus labios y, por primera vez desde que había puesto los pies en el patio trasero, se dio cuenta de que sonaba una suave voz de hombre diciendo algo sobre una caverna.
– Ésta es tu cueva -canturreaba el hombre como si estuviera forrado de Seconal-. Este es tu lugar. Un lugar donde podrás encontrarte a ti mismo, donde encontrarás tu equilibrio interior. Inspira profundamente… expandiendo el pecho y el abdomen…Espira muy lentamente y repite después de mí… Estoy en paz, Ohm Na-Ma-See-Va-Yaa… Humm…
La tierra regresó bajo sus pies, sólida otra vez. De nuevo, todo estaba bien en el mundo de Joe Shanahan. En perfecto equilibrio. Ella aún estaba loca y nada había cambiado. Sintió un abrumador deseo de reírse, como si se hubiera burlado de la muerte.
– Debería haber imaginado que te gusta Yanni -dijo lo suficientemente alto para que le oyera sobre la cinta.
Gabrielle abrió los ojos de golpe y se incorporó bruscamente. La piscina se movió y Joe observó cómo brazos y piernas se hundían en el agua. Cuando logró sentarse en el fondo de la piscina, tenía pétalos rosados y rojos pegados al pelo. Las rodajas de limón habían caído al agua y las flores silvestres se movían a su alrededor.
– ¿Qué haces aquí? -farfulló.
– Tenemos que hablar -respondió él con una sonrisa que intentó contener, pero que no logró reprimir.
– No tengo nada que decirte.
– Entonces puedes escuchar. -Se dirigió hacia el cassette-. Pero antes tenemos que deshacernos de Yanni.
– No escucho a Yanni. Eso es meditación yoga.
– Vale. -Pulsó el botón de stop y se volvió para enfrentarse a ella.
El agua se deslizó por el cuerpo de Gabrielle mientras se levantaba y él no pudo evitar notar que una ramita de flores púrpura se había pegado a la parte superior del biquini.
– Era de esperar. -Se echó el pelo sobre un hombro y lo exprimió-. Justo cuando encuentro mi equilibrio interior entras en el patio y lo arruinas todo.
Joe no creía que ella conociera nada que pudiera denominarse equilibrio. Cogió una toalla blanca del respaldo de una silla de mimbre y se dirigió hacia la piscina. Fuera o no una desequilibrada tenían que fingir que eran novios, sin embargo, durante los últimos dos días ella se había comportado como si él fuera el azote de la peste. Kevin seguía sin sospechar nada, pero Joe no podía seguir justificando ese comportamiento hostil con celos y calambres menstruales.
– Tal vez podemos dedicarnos a eso -le dijo y le dio la toalla.
Sus manos se quedaron inmóviles y lo miró fijamente; achicó los ojos verdes con desconfianza.
– ¿Dedicarnos a qué? -Tomó la toalla y salió de la piscina.
– A cómo comportarnos el uno con el otro. Sé que piensas que soy tu enemigo, pero no lo soy. -Aunque no confiara en ella, necesitaba que ella confiara en él. Era responsable de su seguridad y protegerla físicamente era parte de su trabajo.
Y no podía protegerla si seguía de parte de Kevin cuando las cosas se pusieran feas. En realidad no creía que Kevin lastimara a Gabrielle, pero si había algo que podía esperar era precisamente lo inesperado. Era la única manera de que nunca lo sorprendieran con los pantalones bajados.
– Tienes que dejarme hacer mi trabajo. Cuanto antes consiga lo que necesito, antes estaré fuera de tu vida. Tenemos que llegar a algún tipo de acuerdo.
Ella se palmeó la cara y el cuello con la toalla y arrancó las flores púrpura del biquini.
– ¿Quieres decir un compromiso?
Algo así. Quería que dejara de actuar como una neurótica y empezara a comportarse como si estuviera loca por él. Y que no lo llamara demonio del infierno.
– Exacto.
Ella lo estudió y lanzó la ramita de flores de vuelta a la piscina.
– ¿Cómo?
– Primero tienes que calmarte y dejar de actuar como si Los hombres de Harrelson estuvieran a punto de entrar por el escaparate de la tienda.
– ¿Y segundo?
– Puede que no nos guste a ninguno de los dos, pero se supone que eres mi novia. Deja de actuar como si fuera un asesino en serie.
Cuando ella se palmeó la parte superior de los senos con la toalla, él no apartó los ojos de su cara. De ninguna manera pensaba bajar la mirada y ser engullido otra vez por la tierra.
– ¿Y si lo hago? -preguntó-. ¿Qué harás por mí?
– Probar que realmente no estás implicada.
– Ajá. -Ella sacudió la cabeza y se envolvió la toalla alrededor de la cintura-. Esa amenaza ya no me asusta, detective, porque no creo que Kevin sea culpable.
Joe cambió el peso de pie y cruzó los brazos sobre el pecho. Conocía la situación. Ahora era cuando los colaboradores lo extorsionaban para conseguir dinero o querían que todas sus multas de tráfico impagadas desaparecieran más rápido que una bolsa de marihuana en un centro de rehabilitación; o tal vez quisiera algo distinto y personal.
– ¿Qué quieres?
– Quiero que tengas una actitud abierta. Simplemente no creo que Kevin sea culpable.
Las multas de tráfico habrían sido más fáciles. Para Joe no había lugar a dudas de que Kevin Carter era tan culpable como el pecado, aunque si había algo que había aprendido como policía infiltrado era a mentir a destajo sin sentir ni una pizca de remordimiento.
– De acuerdo. Tendré una actitud abierta.
– ¿En serio?
Relajó las comisuras de los labios y se inclinó hacia ella con una sonrisa amigable.
– Absolutamente.
Ella lo miró a los ojos como si estuviera tratando de leerle el pensamiento.
– Te crece la nariz, detective Shanahan.
Su sonrisa se volvió genuina. Ella estaba loca, pero no era estúpida. Tenía suficiente experiencia para conocer la diferencia y si le daban a elegir, preferiría antes a un loco que a un estúpido. Levantó las manos con las palmas en alto.
– Puedo intentarlo -dijo, y bajó los brazos-. ¿Qué te parece?
Ella suspiró e hizo un nudo con la toalla sobre la cadera izquierda.
– Supongo que si eso es lo mejor que puedes ofrecer, tendrá que ser suficiente. -Ella fue hacia la casa, luego volvió a mirarlo por encima del hombro-. ¿Has cenado ya?
– No. -Había pensado parar en la tienda de comestibles al ir a casa y comprar un pollo para él y unas zanahorias para Sam.
– Voy a hacer la cena. Puedes quedarte si quieres. -Su tono no era demasiado entusiasta.
– ¿Estás invitándome a cenar contigo? ¿Como si fueras mi novia de verdad?
– Tengo hambre y tú no has comido. -Ella se encogió de hombros y se encaminó hacia la puerta trasera-. Dejemos las cosas así.
Paseó la mirada por los rizos mojados y las gotitas de agua que goteaban de los cabellos para deslizarse por la espalda.
– ¿Sabes cocinar?
– Soy una cocinera estupenda.
Mientras caminaba detrás de ella, bajó los ojos al balanceo de las caderas, al redondeado trasero que tanto había apreciado la semana pasada y al borde de la toalla que rozaba la parte de atrás de las rodillas. Cena preparada por una cocinera maravillosa sonaba genial. Y por supuesto, era una buena oportunidad para ambos: él para preguntarle cosas sobre su relación con Kevin y ella para no estar tan tensa con él.
– ¿Qué hay para cenar?
– Pasta con stroganoff, pan francés y ensalada. -Ella subió los peldaños hacia la puerta de tela metálica y la abrió.
Joe, que la seguía muy de cerca, se le adelantó agarrando la parte superior del marco de madera por encima de la cabeza y sujetando la puerta abierta.
Ella se paró bruscamente y si él no hubiera prestado atención, la hubiera arrollado. Su torso chocó ligeramente con su espalda desnuda. Gabrielle se giró y le acarició el pecho con el hombro a través del delgado algodón de la camiseta.
– ¿Eres vegetariano? -preguntó ella.
– Dios me libre. ¿Y tú?
Sus grandes ojos verdes buscaron los suyos y arrugó la frente. Luego hizo algo extraño -aunque sabía que no debía sorprenderse de nada de lo que ella hiciera-, respiró profundamente por la nariz como buscando algo con el olfato. Joe no podía oler nada más que la esencia floral de su piel. Luego ella sacudió la cabeza ligeramente como para aclarar la mente y se adentró en la casa como si no hubiese ocurrido nada. Joe la siguió resistiendo el impulso de olerse las axilas.
– Intento ser vegetariana -lo informó mientras atravesaban una pequeña habitación donde estaban la lavadora y la secadora para llegar a la cocina pintada de un amarillo brillante-. Es un estilo de vida muy saludable. Pero por desgracia no soy practicante.
– ¿Eres vegetariana no practicante? -Él nunca había escuchado semejante cosa, pero ¿de qué se sorprendía?
– Sí, trato de resistirme a mis deseos carnívoros, pero soy débil. Tengo problemas de autocontrol.
El autocontrol normalmente no era problema para él, por lo menos hasta ahora.
– Me encantan la mayoría de las cosas que son malas para mis arterias. Algunas veces estoy a medio camino de McDonald's antes de darme cuenta.
La vidriera de encima del rincón del desayuno arrojaba parches de color sobre la habitación y la hilera de frascos de cristal que había sobre la pequeña mesa de madera. La habitación olía como Anomaly, a pachuli y aceite de rosas, pero a nada más, o por lo menos a nada que hiciera sospechar que allí había una cocinera maravillosa. Ni Thermomix lleno de stroganoff burbujeante sobre la encimera. Ni aroma a pan cocido al horno. Sus sospechas se confirmaron cuando ella abrió la nevera y cogió un bote de salsa, un paquete de pasta fresca y una barra de pan francés.
– Creía que eras una cocinera maravillosa.
– Lo soy. -Ella cerró la nevera y colocó todo sobre la encimera-. ¿Me haces el favor de coger dos cazuelas de la alacena de abajo, a tu izquierda?
Cuando él se agachó y abrió la puerta, le cayó un colador sobre el pie. Los armarios de Gabrielle estaban todavía peor que los suyos
– Oh, bien. Eso también lo vamos a necesitar.
Cogió las cazuelas y el colador y se enderezó. Gabrielle se recostó contra la puerta de la nevera con un trozo de pan en la mano. Él observó cómo ella deslizaba la mirada desde el frente de los pantalones vaqueros a su pecho. Masticó lentamente, luego tragó. Con la punta de la lengua se lamió una miga de la comisura de la boca y finalmente lo miró a los ojos.
– ¿Quieres un poco?
Escrutó su cara buscando un doble sentido, pero no vio ninguna provocación en aquellos ojos verde claro. Si hubiera sido cualquier otra mujer, le habría gustado mostrarle exactamente lo que quería, comenzando por su boca y abriéndose camino lentamente hacia la pequeña marca del interior del muslo. Le hubiera gustado llenarse las manos con sus grandes senos cremosos que se apretaban contra la parte superior del biquini. Pero ella no era cualquier otra mujer y él tenía que comportarse como un Boy Scout.
– No, gracias.
– Bien. Voy a cambiarme de ropa. Mientras lo hago, pon la salsa stroganoff en la cazuela pequeña, luego llena la otra de agua. Cuando el agua comience a hervir, añade la pasta. Déjalas cocer durante cinco minutos. -Se apartó del refrigerador y mientras pasaba de largo se detuvo un segundo e inspiró profundamente por la nariz. Como antes, arrugó la frente y sacudió la cabeza-. De todas maneras, estaré de vuelta para entonces.
Joe la observó salir con rapidez de la habitación, partió un poco de pan y se preguntó cómo había pasado de ser un invitado a cenar por una mujer en biquini que decía ser una cocinera maravillosa, a cocinar mientras ella se cambiaba de ropa. Y ¿qué era esa cosa del olor? Lo había hecho dos veces ya y empezaba a sentirse un poco paranoico.
Gabrielle volvió a asomar la cabeza por la puerta de la cocina.
– No irás a ponerte a buscar el Monet mientras me arreglo, ¿Verdad?
– No, esperaré hasta que regreses.
– Estupendo -dijo con una amplia sonrisa y se marchó de nuevo.
Joe fue al fregadero y llenó la cazuela más grande de agua. Un gato negro y gordo se le rozó contra las piernas y le enrolló la cola en la pantorrilla. A Joe no le gustaban los gatos, creía que eran bastante inútiles. No como los perros que podían adiestrarse para olfatear droga o las aves que podían amaestrarse para hablar y colgar cabeza abajo por un pie. Empujó al gato a un lado con la puntera de la bota de trabajo y se volvió hacia el fogón.
Desvió la mirada a la puerta y se preguntó cuánto tardaría en regresar. Aunque no tenía ningún reparo en registrar sus alacenas mientras ella estaba fuera de la habitación, tenía dos razones muy buenas para no hacerlo. Primero, creía que no encontraría nada. Si Gabrielle hubiera estado involucrada en el robo de la pintura del señor Hillard, dudaba que lo hubiera invitado a su casa. Estaría demasiado nerviosa para conversar sobre la salsa stroganoff si tuviera un Monet dentro del armario. Y en segundo lugar, necesitaba su confianza y eso nunca ocurriría si lo cazaba registrando la casa de arriba abajo. Necesitaba demostrarle que no era un mal tipo y estaba convencido de que no le resultaría demasiado difícil. No era el tipo de hombre que se jactaba de sus conquistas cuando bebía cervezas, y a las mujeres generalmente les gustaba. Sabía que era un buen amante. A pesar de lo que Meg Ryan dijera, sabía perfectamente cuándo una mujer estaba fingiendo. Siempre se aseguraba de que las mujeres que pasaban por su cama disfrutaran tanto como él. No caía redondo justo después de hacer el amor para comenzar a roncar y no se desplomaba, aplastando a la mujer bajo su peso.
Echó la salsa stroganoff en la cazuela, la puso a medio fuego y revolvió. Aunque no fuese uno de esos idiotas sensibles que lloraban delante de las mujeres, estaba bastante seguro de que lo consideraban un tío majo.
Algo se sentó sobre su pie y miró hacia abajo, al gato situado en lo alto de su bota.
– Piérdete, bola de pelo -dijo y empujó al gato con el pie lejos de él.
Gabrielle se abrochó el sostén entre los senos, luego se pasó una camiseta corta de color azul por la cabeza. Aunque Joe le había dicho que no registraría la cocina, no le había creído.
No confiaba en él cuando estaba fuera de su vista. Caray, ni siquiera confiaba en él cuando no le quitaba ojo de encima. Pero Joe tenía razón en algo, debía reconciliarse consigo misma para tolerarlo en su tienda y en su vida. Tenía un negocio que dirigir y no podía hacerlo si tenía que vigilar cada movimiento que él hacía o escabullirse antes de la hora.
Se puso unos vaqueros descoloridos y se los abotonó justo por debajo del ombligo. Además de no ser bueno para el negocio, tampoco era bueno para ella. No sabía cuánto tiempo más podría soportar el estrés que provocaba aquellos dolores de cabeza o los tics faciales sin que derivase en problemas más serios de salud, como un desequilibrio hormonal o una glándula pituitaria hiperactiva.
Agarró un cepillo del tocador y se lo pasó por el pelo húmedo. Mientras estaba sentada sobre la colcha, se recordó a sí misma que todo el mundo entraba en su vida por una razón. Si abría la mente, podría descubrir la razón de por qué había conocido a alguien como Joe. La imagen de él cuando se había agachado para coger las cazuelas de la alacena le cruzó por la mente y miró frunciendo el ceño a su reflejo en el espejo del otro lado de la habitación. La forma en que él rellenaba los vaqueros no tenía absolutamente nada de espiritual.
Dejando el cepillo a un lado, se hizo una trenza floja, luego aseguró la punta con una cinta azul. Joe era un moreno y duro policía que además de sacarla de quicio, había conseguido poner su vida patas arriba y desequilibrado su cuerpo, mente y espíritu. Era la guerra por la supremacía. La anarquía total. Realmente no veía ningún propósito superior en todo eso.
Excepto que olía bien.
Cuando entró en la cocina varios minutos más tarde, Joe estaba de pie delante del fregadero escurriendo la pasta con el colador. Una nube de vapor le rodeaba la cabeza mientras el gato de su madre hacía un ocho entre sus pies, envolviendo la cola alrededor de sus pantorrillas y maullando con fuerza.
– ¿Beezer? -Levantó en brazos al gato y lo sujetó contra los pechos-. No molestes al detective o te aplastará contra el suelo y te arrestará. Lo sé por experiencia.
– Nunca te aplasté contra el suelo -dijo Joe mientras desaparecía el vapor-. Si alguien sufrió, fui yo.
– Ah, es verdad. -Sonrió ante el recuerdo de él tirado en el suelo con las pestañas pegoteadas-. Te gané un asalto.
Él la miró sobre el hombro y sacudió el colador. Una leve sonrisa curvó sus labios; la humedad le había rizado el pelo de las sienes.
– ¿Pero quién acabó encima, Señorita Mala Leche? -Deslizó la mirada desde su trenza a sus pies desnudos, luego volvió a subir-. La pasta ya está.
– Pues sigue y mézclala con la salsa stroganoff.
– ¿Qué vas a hacer tú?
– Darle de comer a Beezer o nunca te dejará tranquilo. Sabe que estás haciendo la cena y está obsesionado con la comida. -Gabrielle fue hacia el armario que había tras la puerta y cogió una bolsa de comida para gatos Tender Vittles-. Cuando termine, haré la ensalada -dijo, rasgando la parte superior de la bolsa. Echó la comida en un platillo de porcelana y una vez que Beezer comenzó a comer, abrió la nevera y cogió una bolsa de lechuga picada.
– Ya veo.
Gabrielle miró a Joe, que estaba delante del fogón mezclando la pasta y la salsa con una cuchara de palo. La sombra de la barba le oscurecía las mejillas bronceadas y resaltaba las líneas sensuales de su boca.
– ¿Qué?
– Esa lechuga ya está preparada. ¿Sabes? Esta es la primera vez que me invitan a cenar y preparo yo la cena.
En realidad no había pensado en él como un invitado, sino más bien como una compañía inevitable.
– Qué extraño.
– Sí, extrañísimo. -Él señaló con la cuchara el rincón del desayuno-. ¿Qué es todo eso?
– Los aceites esenciales para el Coeur Festival -explicó ella mientras ponía la lechuga en dos cuencos para ensalada-. Hago mis propios aromas y aceites curativos. Hoy es el primer día que tengo libre para probar un filtro para el sol que elaboré con sésamo, germen de trigo y lavanda. Eso es lo que estaba haciendo en la piscina.
– ¿Funciona?
Ella bajó el cuello de la camiseta y estudió la línea del bikini, el contraste entre la piel blanca y morena.
– No me quemé. -Ella levantó la vista, pero él no le miraba ni la cara ni la marca del biquini. Clavaba los ojos en su estómago desnudo; la mirada era tan ardiente que un calor intenso traspasó su piel-. ¿Qué aliño te gusta en la ensalada? -preguntó.
Él se encogió de hombros y volvió la atención al stroganoff. Ella se preguntó si se habría imaginado la forma en que la había mirado.
– Salsa de barbacoa.
– Ah. -Se dio la vuelta hacia la nevera para ocultar su confusión-. Bueno, sólo tengo salsa italiana y salsa italiana light.
– ¿Por qué me preguntaste como si hubiera algo que elegir?
– Lo hay. -Si él podía pretender que nada había pasado entre ellos, también podía hacerlo ella, aunque sospechaba que él era mejor actor-. Puedes elegir salsa italiana o salsa italiana light.
– Italiana.
– Estupendo. -Aderezó la ensalada, luego llevó los dos cuencos al comedor y los colocó en la mesa desordenada. No tenía compañía para cenar demasiado a menudo y tuvo que poner sus catálogos y recetas de aceites dentro de la vitrina de la porcelana china. Una vez que la mesa estuvo libre, colocó una pequeña vela en el centro y la encendió. Sacó los mantelitos individuales de lino y las servilletas a juego, un par de servilleteros de plata y la vajilla de plata antigua que había heredado de su abuela. Cogió dos platos Villeroy pintados con amapolas rojas y se dijo que no estaba tratando de impresionar al detective. Quería usar la mejor vajilla porque casi nunca tenía la oportunidad de exhibirla. No había otra razón.
Con su porcelana más fina en las manos volvió a la cocina. Él seguía donde lo había dejado. Se detuvo en la puerta, devoró con los ojos el pelo oscuro y la nuca, los anchos hombros y la espalda. Dejó que su mirada vagara por los bolsillos traseros de los Levi's y bajara por las largas piernas. No podía recordar la última vez que había tenido en casa a cenar un tío tan guapo. Sus dos últimos novios no contaban porque no habían estado precisamente bien dotados en el apartado del aspecto. Harold había sido genial y le había encantado escucharle hablar de la luz espiritual. No había sido un rollo ni demasiado aburrido, pero Francis estaba en lo cierto, Harold era demasiado viejo para ella.
Antes de Harold, había salido con Rick Hattaway, un hombre bastante agradable, que hacía relojes zen para ganarse la vida. Pero ningún hombre le había acelerado el pulso ni le había provocado mariposas en el estómago, ni le había abrasado la piel con la mirada. La atracción que sentía por ambos, Harold y Rick, no había sido sexual y la relación no había progresado más allá de los besos.
Habían pasado años desde que había juzgado a un hombre por el aspecto y no por la calidad de su alma. Había sido antes de su conversión ecologista, cuando odiaba tanto lavar los platos que sólo los había usado de papel. Los tipos con quienes había salido en esos días probablemente no habrían notado la diferencia entre una porcelana Wedgwood y una Chinet. En aquel momento de su vida se había considerado una artista seria y había escogido a los hombres por razones puramente estéticas. Ninguno de ellos había sido muy culto y algunos no habían sido demasiado inteligentes pero realmente el intelecto no había sido el punto a tener en cuenta. Sólo los músculos. Músculos, un buen trasero prieto y resistencia era lo que contaba.
La mirada de Gabrielle subió por la espalda de Joe y de mala gana admitió que había añorado tener al otro lado de la mesa a un macho bien parecido y cargado de testosterona. Joe ciertamente no parecía preocupado por la iluminación espiritual, pero parecía más inteligente que los musculitos comunes. Entonces lo vio levantar el brazo, doblar la cabeza y olerse la axila.
Gabrielle miró los platos que llevaba en las manos. Debería haber cogido platos de papel.