Capítulo 8

No había ninguna duda. Había sido una pesadilla.

Cuando Joe entró en Anomaly a la mañana siguiente con unos vaqueros gastados y una camiseta del Cactus Bar, todo el cuerpo de Gabrielle se encendió. Se había puesto un vestido verde de tirantes para trabajar porque era cómodo y fresco, pero en el momento en que sus ojos se encontraron con los de él, la temperatura de su cuerpo subió rápidamente y tuvo que entrar en el cuarto de baño para ponerse una toalla húmeda sobre las mejillas. Aún no podía mirarlo sin recordar la forma en que la había tocado o las cosas que le había susurrado en sueños. Las cosas que le había querido hacer o por dónde había querido empezar.

Trató de mantenerse ocupada y no pensar en Joe, pero los jueves eran, por lo general, un día sin demasiada clientela y aquél no fue la excepción. Dejó caer unas gotas de aceite de naranja y otras de pétalos de rosa en el vaporizador, puso la vela de té debajo y la encendió. En cuanto la tienda comenzó a oler a la mezcla de perfumes cítricos y florales, se dirigió a la vitrina donde estaban las hadas y las mariposas de cristal. Quitó el polvo y ordenó todo mientras miraba de reojo a Joe, que rellenaba con Spackle los agujeros de la pared del fondo de espaldas a ella, sin poder evitar recordar la manera en que había imaginado sentir su pelo entre los dedos. Había parecido demasiado real, pero, por supuesto, sólo había ocurrido en sus sueños y empezaba a sentirse como una tonta al dejar que le afectara tanto a la luz del día.

Como si hubiera sentido sus ojos sobre él, Joe la miró por encima del hombro y se dio cuenta de que lo miraba. Ella bajó rápidamente la vista a la figura de una ninfa retozona, pero no antes de que le comenzaran a arder las mejillas.

Como siempre, Kevin llevaba toda la mañana en la oficina con la puerta cerrada hablando con distribuidores y vendedores al por mayor, ocupándose a la vez de sus otros intereses comerciales. Los jueves eran el día de descanso de Mara, así que Gabrielle sabía que muy probablemente estaría a solas con Joe hasta cerrar. Respiró hondo e intentó no pensar en las horas que tenía por delante. Horas interminables. Sola. Con Joe.

Observó su reflejo en el escaparate mientras él sumergía la espátula en el recipiente con la masilla y se dedicaba a extenderla. Se preguntó qué tipo de mujer atraería el interés de un hombre como Joe. ¿Mujeres atléticas de cuerpos duros, o mujeres hogareñas de esas que horneaban pan y se preocupaban por desempolvar figuras de conejitos? Ella no pertenecía a ninguna de las dos clases.

A las diez, sus nervios se habían calmado hasta un nivel aceptable. Joe acabó de tapar los agujeros y tuvo que pensar en otro trabajito para él. Se decidió por montar otra estantería en el pequeño almacén de la trastienda. Nada complicado. Simplemente tres tablas de madera contrachapada de tres centímetros apoyadas en una estructura de perfiles en L.

Como no había clientes de quienes preocuparse le mostró a Joe el almacén que apenas era más grande que el cuarto de baño y estaba iluminado por la bombilla de sesenta vatios que colgaba del techo. Si un cliente entraba en la tienda, se enterarían cuando la campanilla sonara en la parte trasera.

Entre los dos movieron a un lado del pequeño cuarto unas cajas de embalaje con bolas de poliestireno. Joe se abrochó el cinturón de herramientas en las caderas, sacó una cinta métrica metálica y le tendió a ella el extremo. Gabrielle se arrodilló y la sujetó en la esquina de la pared.

– ¿Puedo hacerte una pregunta personal, Joe?

Él apoyó una rodilla en el suelo y se inclinó sobre la esquina opuesta para obtener la medida, luego la miró. La mirada de Joe no llegó hasta su cara. Se deslizó por su brazo hacia sus senos y allí se quedó.

Gabrielle miró hacia abajo, a la pechera del vestido. El borde superior se había deslizado ofreciendo a Joe una vista excelente del escote y del sujetador negro. Agarró con la mano libre el borde del vestido para subírselo.

Sin asomo de vergüenza, Joe levantó finalmente la mirada a su cara.

– Pregunta, aunque eso no quiere decir que vaya a contestarte -dijo, luego escribió algo a lápiz en la pared.

En el pasado Gabrielle había pillado a algunos hombres clavando los ojos en sus atributos, pero al menos habían tenido la decencia de sentirse avergonzados.

– Joe, ¿has estado casado alguna vez?

– No. Pero estuve cerca.

– ¿Y prometido?

– No, aunque llegué a pensar en ello.

Ella no creía que pensar en ello fuera suficiente.

– ¿Qué pasó?

– Conocí a su madre y escapé como alma que lleva el diablo. -La miró otra vez y sonrió como si hubiera dicho algo realmente gracioso-. Ahora ya puedes soltar la cinta -dijo él, y cuando Gabrielle lo hizo, ésta se cerró bruscamente pillándole el pulgar-. ¡Mierda!

– ¡Huy!

– Lo hiciste a propósito.

– Estas equivocado. Soy pacifista, aunque llegué a pensar en ello. -Se levantó, apoyó un hombro contra la pared y cruzó los brazos sobre los senos-. Supongo que eres uno de esos tíos exigentes que quiere que su esposa cocine como Betty Crocker y encima parezca una top model.

– No tiene por qué parecer una top model, simplemente debe ser razonablemente atractiva. Y nada de uñas largas. Las mujeres con uñas largas me asustan. -De nuevo sonrió, pero esta vez de una manera lenta y sensual-. No hay nada más espeluznante que ver cómo esas largas dagas se acercan a mis joyas.

No preguntó si hablaba por experiencia. Realmente no quería saberlo.

– Pero estoy en lo cierto en la parte de Betty Crocker, ¿no es así?

Él se encogió de hombros y puso la cinta métrica en posición vertical, del suelo al techo.

– Es importante para mí. No me gusta cocinar. -Hizo una pausa para leer la medida y la anotó al lado de la primera-. No me gusta comprar, ni limpiar la casa, ni poner lavadoras. Son cosas de mujeres que no se me dan bien.

– ¿Hablas en serio? -Él parecía tan normal, pero en algún momento de su vida se había vuelto un inepto-. ¿Qué te hace pensar que las mujeres saben limpiar y poner lavadoras? Quizá le asombre saber que no nacemos con una predisposición biológica para lavar calcetines y restregar inodoros.

La cinta métrica se deslizó suavemente en la carcasa de metal y Joe la metió en el cinturón.

– Tal vez. Todo lo que sé es que si una mujer no presta atención a la limpieza y esas cosas, su hombre no lo hará. Igual que las mujeres son capaces de conducir veinticinco kilómetros para ir a uno de esos talleres mecánicos de Jiffy Lube si el marido no les cambia el aceite del coche.

Por supuesto que las mujeres iban a un Jiffy Lube. ¿Qué clase de memo cambiaba por sí mismo el aceite del coche? Ella sacudió la cabeza.

– Preveo que seguirás soltero mucho tiempo.

– ¿Qué pasa? ¿Ahora eres adivina?

– No, no necesito ser adivina para saber que ninguna mujer querrá ser tu chacha de por vida. A menos que saque algún beneficio con ello -añadió, pensando en alguna desesperada mujer sin hogar.

– Por supuesto que sacará beneficio. -En dos zancadas, acortó la distancia entre ellos-. Yo.

– Pensaba en algo bueno.

– Soy bueno. Realmente bueno -dijo lo suficientemente bajo para que no lo oyeran fuera del almacén-. ¿Quieres que te lo demuestre?

– No. -Se enderezó apartándose de la pared, pero él se había acercado tanto que ella podía ver los bordes negros de sus iris.

Joe levantó la mano, le colocó un mechón de pelo detrás de la oreja y le acarició la mejilla con el pulgar.

– Bueno, pues me toca.

Ella negó con la cabeza, temiendo que si él decidía demostrarle lo bueno que era, no sería capaz de detenerle.

– No, de verdad. Te creo.

Su risa suave llenó el pequeño almacén.

– Quería decir que me toca hacerte una pregunta.

– Ah -dijo ella y no supo por qué se sentía tan decepcionada.

– ¿Por qué una chica como tú está todavía soltera?

Ella se preguntó qué quería dar a entender exactamente e intentó mostrarse un poquito indignada, pero lo cierto era que sonó más balbuceante que ofendida.

– ¿Como yo?

Joe le deslizó el pulgar por la barbilla y después le acarició el labio inferior.

– Con el pelo tan alborotado como si acabases de levantarte de la cama y esos grandes ojos verdes puedes llegar a conseguir que cualquier hombre se olvide de todo.

El calor de sus palabras se fundió en la boca de su estómago y le temblaron las rodillas

– ¿Que se olvide de qué?

– De que no es una buena idea que te bese -dijo él, y lentamente acercó su boca a la de ella- por todas partes. -Le acarició la cadera con una mano y la atrajo hacia sí. El cinturón de herramientas presionó su abdomen-. Del verdadero motivo de que esté aquí, y por qué no nos podemos pasar el día haciendo lo que en realidad haríamos si fueras mi novia de verdad. -Sus labios acariciaron los de ella, que se abrieron para él incapaz de resistir el deseo que la recorrió de pies a cabeza. La punta de su lengua tocó la de ella, luego penetró dentro de su cálida boca. Él se tomó su tiempo para besarla, provocando su placer con la caricia lenta y persistente de sus labios y su lengua. Al mismo tiempo la empujó hacia atrás contra la pared, entrelazando sus manos con las de ella y levantándolas a ambos lados de su cabeza. Los labios húmedos de Gabrielle se amoldaron a los suyos, zambulló la lengua en el interior de su boca con suavidad y luego se retiró.

La incitó, jugueteando con su boca. La mantuvo sujeta contra la pared, apretando sus senos con su duro pecho. Sus pezones se endurecieron cuando él profundizó el beso y Gabrielle se olvidó de todo, derritiéndose por dentro. Un fuego líquido ardió en su vientre arrancando un gemido de su pecho. Gabrielle lo oyó pero apenas se percató de que aquel sonido procedía de ella.

Luego oyó como si Joe se aclarara la garganta, pero sumida en el cautivador embrujo de su profunda aura roja se preguntó cómo podía aclararse la voz cuando aún tenía la lengua en su boca.

– Cuando acabes con el manitas, Gabe, necesito que mires las facturas del lote dañado de platos de sushi.

Joe se apartó de su boca y pareció tan aturdido como ella.

Gabrielle se dio cuenta que no había sido él quien había hablado y giró la cabeza justo a tiempo de ver cómo Kevin salía del almacén para dirigirse al frente de la tienda. Al mismo tiempo, sonó la campanilla avisando de que había entrado un cliente. Si Kevin había dudado alguna vez de que eran novios, estaba claro que ahora ya no lo haría.

Joe retrocedió y se pasó los dedos por el pelo. Soltó una bocanada de aire y dejó caer las manos. Parecía perplejo, como si algo le hubiera golpeado en la cabeza.

– Tal vez no deberías llevar puestas cosas como ésa al trabajo.

Con el deseo aún rugiendo por sus venas, Gabrielle se balanceó sobre los talones y bajó la mirada desconcertada al vestido. El dobladillo la cubría hasta los tobillos y el corpiño suelto apenas revelaba nada.

– ¿Esto? ¿Qué le pasa?

Él cambió el peso de pie y cruzó los brazos sobre el pecho.

– Es demasiado sexy.

El asombro la dejó sin habla durante un momento, pero cuando lo miró a los ojos y se percató de que estaba hablando en serio no pudo evitarlo, estalló en carcajadas.

– ¿Qué es tan gracioso?

– Ni echándole toda la imaginación del mundo se puede considerar sexy este vestido.

Él sacudió la cabeza.

– Quizá sea ese sujetador negro que llevas puesto.

– Si no te hubieses quedado mirando lo que llevo debajo del vestido, no sabrías cómo es mi sujetador.

– Y si no me lo hubieses mostrado, yo no habría mirado.

– ¿Mostrado? -La indignación enfrió cualquier resto de deseo y la situación ya no le pareció tan graciosa-. ¿Quieres decir que cuando ves un sujetador negro pierdes el control?

– Normalmente no. -La miró de arriba abajo-. ¿Qué era eso que quemabas antes?

– Aceites de naranja y pétalos de rosas.

– ¿Nada más?

– No. ¿Por qué?

– ¿No había nada raro en alguno de esos frasquitos tan extraños que llevas contigo? ¿Hechizos o vudú o algo por el estilo?

– ¿Crees que me besaste por culpa de aceite de vudú?

– Podría ser.

Era de lo más ridículo. Ella se inclinó hacia delante y le hincó el dedo índice en el pecho.

– ¿Te dejaron caer de cabeza cuando eras pequeño? -le hincó el dedo de nuevo-. ¿Es ése tu problema?

Él descruzó los brazos y le atrapó la mano entre sus cálidas palmas.

– Creía que eras pacifista.

– Lo soy, acabas de provocarme. -Gabrielle hizo una pausa y escuchó las voces que provenían de la tienda. Se estaban acercando a la trastienda y no necesitaba mirar para saber quién había llegado.

– Gabe está ahí dentro con su novio -dijo Kevin.

– ¿Novio? Gabrielle no mencionó que tuviera novio cuando hablé con ella anoche.

Gabrielle arrancó su mano de la de Joe, dio un paso atrás estudiándolo rápidamente de pies a cabeza. Él era tal como su madre había descrito. Terco, decidido y sensual. Los pantalones vaqueros y el cinturón de herramientas eran como un anuncio de neón andante.

– Rápido -susurró-, dame el cinturón de herramientas.

– ¿Qué?

– Sólo hazlo. -Sin el cinturón de herramientas tal vez su madre no confundiría a Joe con el hombre de su visión-. Date prisa.

Joe bajó las manos a los vaqueros y se desabrochó el ancho cinturón de cuero. Lentamente se lo entregó y preguntó:

– ¿Algo más?

Gabrielle se lo arrebató y lo lanzó detrás de una de las cajas golpeando la pared. Se volvió a tiempo de ver a su madre, a su tía Yolanda y a Kevin entrar en la trastienda. Salió del pequeño almacén y compuso una sonrisa.

– Hola -dijo, como si no pasara nada fuera de lo común. Como si no hubiera estado besuqueándose con un amante moreno y apasionado.

Joe observó los hombros rectos de Gabrielle mientras salía del almacén. Rápidamente le dio la espalda a la puerta y se tomó un momento para recomponerse. No importaba lo que Gabrielle hubiera dicho, en esas cosas que ella quemaba continuamente debía de haber algún tipo de afrodisíaco que afectaba a la mente. Era la única explicación de por qué él había perdido completamente el juicio.

Cuando salió del almacén, no reconoció a las mujeres que estaban con Kevin, pero la más alta de las dos denotaba un notable parecido con Gabrielle. Llevaba su abundante pelo cobrizo con raya al medio y sujeto a los lados con cintas de abalorios.

– Joe -dijo Gabrielle, mirándolo por encima del hombro-. Esta es mi madre, Claire, y mi tía, Yolanda.

Joe tendió la mano a la madre de Gabrielle, que se la apretó con fuerza.

– Me alegro de conocerla -dijo él mientras miraba unos ojos azules que lo observaban como si pudieran leerle la mente.

– Ya te conozco -lo informó.

De eso nada. Joe habría recordado a esa mujer. Había en ella una fuerza extraña que no era posible olvidar.

– Creo que me está confundiendo con alguien. No nos hemos visto antes.

– Ah, es que tú no me conoces -añadió ella como si eso aclarara el misterio.

– Mamá, por favor.

Claire levantó la mano de Joe y clavó los ojos en la palma.

– Tal como sospechaba. Mira esta línea, Yolanda.

La tía de Gabrielle se acercó e inclinó su cabeza rubia sobre la mano de Joe.

– Testarudo hasta la médula. -Levantó sus ojos castaños hacia él, luego miró con pesar a Gabrielle y meneó la cabeza-. ¿Estás segura sobre este hombre, cariño?

Gabrielle gimió y Joe trató de retirar su mano del agarre de Claire. Tuvo que tirar dos veces con fuerza antes de que finalmente lo soltase.

– ¿Cuándo naciste, Joe? -preguntó Claire.

No quería contestar. No creía en toda esa mierda del zodíaco, pero cuando ella clavó los ojos en él con esa mirada espeluznante se le erizaron los pelos del cogote y, sin querer, abrió la boca para decirlo:

– El uno de mayo.

Ahora fue el turno de Claire de mirar a su hija y negar con la cabeza.

– Un Tauro de pies a cabeza. -Luego fijó la atención en Yolanda-. Son muy carnales. Aman la buena mesa y los buenos amores. Los Tauro son los más sensuales del zodíaco.

– Unos verdaderos hedonistas. Muy resistentes e implacables cuando se concentran en un objetivo o tarea -añadió Yolanda-. Muy posesivos con su pareja y protectores de sus hijos.

Kevin se rió y Gabrielle frunció los labios. Si las dos mujeres no hubieran estado discutiendo como si él fuera un semental en potencia, Joe podría haberse reído también. Gabrielle, obviamente, no le veía la gracia a la situación, pero ella no podía revelar a su madre y a su tía que él no era su novio. No con Kevin allí. Joe no podía hacer nada para ayudarla, pero habría intentado cambiar de tema si ella no hubiera abierto la bocaza en ese momento para insultarlo.

– Joe no es el amante moreno y apasionado que tú piensas que es -dijo ella-. Créeme.

Joe estaba bastante seguro de que era un tío apasionado y también de que era un buen amante. Nunca había tenido quejas de ninguna mujer. Ella no podía coger y acusarlo de ser un amante pésimo. Deslizó un brazo alrededor de su cintura y le besó la sien.

– Ten cuidado o harás que te lo demuestre -dijo, luego se rió entre dientes como si la idea de que pudiera hacerlo mal fuera ridícula-. Gabrielle está un poco enfadada conmigo por sugerir que limpiar y cocinar son cosas de mujeres.

– ¿Y aún respiras? -preguntó Kevin-. Un día le sugerí que se encargara de limpiar el cuarto de baño de la tienda porque son cosas de mujeres y pensé que iba a desollarme.

– Qué va, si ella es pacifista -aseguró Joe a Kevin-. ¿No es verdad, ricura?

La mirada que ella le devolvió a cambio era cualquier cosa menos pacífica.

– Estoy deseando hacer una excepción contigo.

Él la estrechó contra sí y le dijo:

– Eso es lo que a un hombre le gusta oír de una mujer.

Luego, antes de que ella volviera a acusarlo otra vez de ser un demonio del infierno, posó su boca sobre la de ella ahogando su cólera con un beso. Gabrielle abrió los ojos aún más, luego los entrecerró y levantó las manos a sus hombros. Antes de que pudiera apartarlo de un empujón Joe la soltó y pareció que, más que apartarlo, intentaba retenerlo. Él sonrió y durante unos segundos Gabrielle pensó que el resentimiento podría vencer todas sus creencias en la no violencia. Pero era la pacifista que decía ser, así que inspiró profundamente y exhaló con calma. Fijó la atención en su madre y su tía, y lo ignoró por completo.

– ¿Vinisteis para llevarme a almorzar? -preguntó.

– Son las diez y media.

– Un desayuno tardío -rectificó-. Quiero que me contéis todo sobre vuestras vacaciones.

– Tenemos que recoger a Beezer -dijo Claire, luego miró a Joe-. Por supuesto estás invitado. Yolanda y yo necesitamos comprobar tu energía vital.

– Deberíamos probar el nuevo medidor de auras -añadió Yolanda-. Creo que es más preciso…

– Estoy segura de que Joe prefiere quedarse aquí y trabajar -interrumpió Gabrielle-. Adora su trabajo, ¿no es cierto?

«¿Medidor de auras? Jesucristo. La semilla no había caído lejos del árbol.»

– Cierto. Pero te lo agradezco, Claire. Quizás en otro momento.

– Cuenta con ello. El destino te ha concedido a alguien muy especial y estoy aquí para asegurarme de que tratas bien su tierno espíritu -dijo ella, su mirada era tan penetrante que los pelos del cogote se le erizaron de nuevo. Volvió a abrir la boca para añadir algo, pero Gabrielle la tomó del brazo y caminó con ella al frente de la tienda.

– Sabes que no creo en el destino -oyó Joe que decía Gabrielle-. Joe no es mi destino.

Kevin sacudió la cabeza y dejó escapar un silbido por lo bajo en cuanto la puerta se cerró tras las tres mujeres.

– Apenas has capeado el temporal, amigo. La madre de Gabe y su tía son unas señoras muy agradables, pero algunas veces cuando las oigo hablar espero ver sus cabezas dando vueltas como la de Linda Blair en El exorcista.

– ¿Es tan malo?

– Bueno, creo que también se comunican con Elvis. Gabrielle es una entre mil, pero trae consigo a su familia.

Por una vez creyó que Kevin no mentía. Se volvió hacia él y le dio una palmada en la espalda como si fueran viejos amigos.

– Puede que tenga una familia extraña, pero también tiene unas piernas estupendas -dijo.

Era hora de volver al trabajo. Era hora de recordar que no estaba allí para aprisionar a su colaboradora contra la pared y sentir su cuerpo suave contra el suyo, poniéndose tan duro como para olvidarse de todo menos de sus senos presionándole el pecho y el dulce sabor de su boca. Era hora de hacerse amigo de Kevin y después encontrar el Monet del señor Hillard.


A la mañana siguiente, el detective Joe Shanahan entró en el Juzgado del Distrito, levantó la mano derecha y declaró bajo juramento decir toda la verdad en «El Estado contra Ron y Don Kaufusi». Los chicos Kaufusi eran unos consumados perdedores que pasarían una larga temporada en prisión si finalmente los declaraban culpables de una serie de robos en un barrio residencial. Ese caso fue uno de los primeros que le asignaron a Joe poco después de que lo destinaran a la brigada antirrobo.

Tomó asiento en el estrado y se enderezó la corbata con calma. Respondió a las preguntas del fiscal y del defensor de oficio de los chicos, y si Joe no hubiera tenido tantos prejuicios contra los abogados defensores, hubiera llegado a sentir lástima por el abogado asignado a aquel caso. No dejaba de ser un buen marrón.

Los Kaufusi parecían luchadores de sumo sentados detrás de la mesa del abogado defensor, pero Joe sabía por experiencia que los hermanos eran como bolas de acero y tan leales como Old Yeller. Habían realizado unas operaciones realmente audaces a lo largo de varios meses, antes de ser arrestados al ser pillados in fraganti vaciando una casa en Harrison Boulevard. El modus operandi, era siempre el mismo. Cada pocas semanas, estacionaban una furgoneta U-Haul robada al lado de la puerta trasera de la vivienda que pensaban desvalijar. Cargaban el vehículo con artículos de valor como monedas, colecciones de sellos y antigüedades. En uno de los robos, los vecinos de enfrente estuvieron observándolos, convencidos de que los hermanos pertenecían a una compañía de mudanzas.

Al registrar a Don, el oficial de policía que llevaba el caso había encontrado una barrita Wonder en el bolsillo del uniforme de trabajo. Las huellas de la chocolatina se habían correspondido con las que había en los marcos de las ventanas y en las puertas de madera de otras casas. La oficina del fiscal había recogido pruebas circunstanciales y directas para recluir a los hermanos por mucho tiempo, e incluso así habían rehusado a delatar a su traficante de arte a cambio de inmunidad. Algunos podrían llegar a pensar que se negaban a cooperar por algún tipo de código de honor entre ladrones, pero Joe no lo creía así. Para él tenía más que ver con hacer un buen negocio. La relación entre ellos y el traficante era simbiótica. Un parásito se alimentaba de otro parásito para sobrevivir. Los hermanos estaban apostando por una estancia corta en prisión y planeando la vuelta al negocio. No les convenía cabrear a un buen socio.

Joe testificó durante dos horas y cuando terminó, se sintió como el vencedor en una batalla. Las probabilidades estaban a su favor, los buenos iban a ganar esta ronda. En un mundo donde los malos se salían con la suya cada vez con más frecuencia era todo un logro encerrar unos cuantos por un tiempo. Con esa detención habría dos escorias menos en la calle. Salió de la sala del tribunal con una leve sonrisa en la cara y se puso las gafas de sol. Tras estar en el edificio sometido al aire acondicionado, agradeció encontrarse bajo la cálida luz del sol y se dispuso a disfrutar del luminoso día mientras conducía hacia su casa, más allá de Hill Road, bajo el intenso cielo azul salpicado de nubes blancas. La casa estilo rancho se había construido en la década de los cincuenta y en los cinco años que llevaba viviendo allí sólo había reemplazado la moqueta y el vinilo. Ahora le tocaba el turno al alicatado verde oliva de uno de los baños y tendría que posponerlo por un tiempo. Le gustaba el crujido del suelo y los ladrillos de la nueva chimenea. La mayor parte del tiempo le encantaba su casa.

Joe entró por la puerta principal y Sam agitó sus alas silbando como un obrero.

Necesitas una novia -dijo el pájaro mientras lo dejaba salir de la jaula. Entró en el dormitorio para cambiarse de ropa y Sam continuó-. Tú, compórtate. -El pájaro chilló desde su percha en la cómoda de Joe.

Joe se quitó el traje y sus pensamientos volvieron al dónde-cómo-porqué del caso Hillard. Ni siquiera estaba cerca de hacer un arresto, pero el día anterior había encontrado un móvil. Sabía por qué. Sabía qué motivaba a Kevin Carter. Sabía que estaba muy resentido por pertenecer a una familia numerosa. Es más, sabía cuánto lo afectaba todavía ser un hombre pobre que se había hecho a sí mismo.

Tú, compórtate.

– Necesitas seguir tus propios consejos, amigo. -Joe se remetió la camiseta azul en los Levi's y miró a Sam-. No soy yo el que acaba con la madera a mordiscos o se arranca las plumas cuando se enfada -dijo, luego se puso una gorra de béisbol de los New York Rangers para cubrirse el pelo. Nunca se podía saber cuándo se toparía con alguien que había arrestado en el pasado, especialmente en un sitio tan extraño como el Coeur Festival.

Era cerca de la una cuando dejó su casa, hizo un alto rápido en el camino al parque deteniéndose en el bar de Ann en la calle Octava. Ann estaba detrás del mostrador, una cálida sonrisa iluminó su rostro cuando levantó la vista y lo vio.

– Hola, Joe. Esperaba que vinieras.

Lo miraba de tal manera que resultó imposible no devolverle la sonrisa.

– Te dije que lo haría. -A él le gustó la chispa de interés que brillaba en sus ojos. Una chispa normal. Del tipo que una mujer le mostraba a un hombre al que quería conocer mejor.

Pidió un bocadillo de jamón y como no sabía lo que un vegetariano no practicante comía, escogió para Gabrielle uno de pavo pero en pan integral, muy integral.

– Cuando llamé a mi hermana Sherry anoche y le conté que me había encontrado contigo me dijo que creía que eras poli. ¿Es cierto? -preguntó mientras cortaba las rebanadas de pan y colocaba un montón de carne en cada una.

– Soy detective de la brigada antirrobo.

– No me sorprende. Sherry me dijo que te gustaba cachearla de arriba abajo en noveno grado.

– Creía que era en décimo.

– No. -Envolvió los bocadillos y los metió en una bolsa de papel-. ¿Quieres ensalada o patatas fritas?

Joe dio un paso atrás y miró el largo expositor lleno de diferentes tipos de ensaladas y postres.

– ¿Qué me recomiendas?

– Todo. Lo hice esta mañana. ¿Qué te parece tarta de queso?

– No sé. -Sacó un billete de veinte de la cartera y se lo dio-. Soy bastante quisquilloso con la tarta de queso.

– Vamos a hacer un trato -dijo ella mientras abría la caja registradora-. Te daré un par de trozos y si te gusta, vuelves mañana y tomas una taza de café conmigo.

– ¿A qué hora?

La sonrisa le iluminó de nuevo los ojos y aparecieron unos hoyuelos en sus mejillas.

– A las diez y media -contestó ella mientras le daba el cambio.

Él entraba a trabajar a las diez.

– Que sea a las nueve.

– Vale. -Ella abrió el expositor, cortó dos trozos de tarta de queso y los envolvió en papel encerado-. Es una cita.

Tampoco era para tanto. Pero era simpática y obviamente sabía cocinar. Y lo cierto era que no lo miraba como si la única cosa que lo salvara de tener un calcetín en el intestino fuera que creía en la no violencia. La observó poner la tarta y dos tenedores de plástico encima de los bocadillos, después le dio la bolsa.

– Hasta mañana, Joe.

Tal vez Ann fuera justo lo que necesitaba.

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