Capítulo 1

El detective Joseph Shanahan odiaba la lluvia. La odiaba casi tanto como a los sucios maleantes, a los acicalados abogados defensores y a los gansos estúpidos. Los primeros eran escoria, los segundos las más bajas alimañas y los terceros, una vergüenza para el resto de las aves.

Colocó el pie en el parachoques delantero de un Chevy beis, se inclinó hacia delante y estiró los músculos. No necesitaba ver las nubes de color plomo que se formaban sobre Ann Morrison Park para saber que estaba a punto de caer un buen aguacero. El dolor sordo del muslo derecho era un claro indicio de que hoy, simplemente, no iba a ser su día.

Cuando sintió que los estiramientos habían calentado sus músculos, cambió de pierna. La mayoría de los días el único recuerdo del disparo de la 9 mm que le había desgarrado la carne cambiándole la vida para siempre, era la cicatriz de quince centímetros que le atravesaba el muslo. Después de nueve meses, e incontables horas de intensa fisioterapia, pudo olvidar al fin la placa y los tornillos del fémur. A no ser que la lluvia o los cambios en la presión barométrica le diesen la lata.

Joe se enderezó y giró la cabeza de un lado a otro como un boxeador. Luego buscó en el bolsillo de los pantalones que él mismo había cortado- un paquete de Marlboro. Sacó un cigarrillo y lo encendió con un Zippo. Por encima de la llama del mechero vio que, a menos de medio metro, un ganso blanco clavaba los ojos en él. El ave se acercó bamboleándose, estiró su largo cuello y graznó mostrando su lengua rosada a través del pico anaranjado.

Con un golpe de muñeca Joe cerró el Zippo y metió el paquete y el mechero en el bolsillo. Exhaló una larga bocanada de humo mientras el ganso agachaba la cabeza fijando sus pequeños y brillantes ojos en las pelotas de Joe.

– Ni se te ocurra, bicho, o te patearé como a un balón de fútbol.

Durante unos tensos segundos se sostuvieron la mirada, luego el ave echó la cabeza hacia atrás, giró sobre los pies palmeados y se alejó bamboleándose, lanzando una última mirada a Joe antes de saltar la cuneta para reunirse con los demás gansos.

– Cobarde -masculló sin apartar la mirada del ave.

Incluso más que la lluvia, la presión atmosférica, o los astutos abogados a Joe le desagradaban los chivatos de la poli. Conocía a más de uno que no dudaría en joder a su esposa, madre o mejor amigo por salvar su lamentable culo. Le debía la cicatriz de la pierna a su último informante, Robby Martin.

La duplicidad de Robby le había costado a Joe un pedazo de su cuerpo y el trabajo que más le gustaba. En cambio al joven camello le había costado la vida.

Joe se apoyó contra el lateral de un Caprice de color indefinido y dio una honda calada al cigarrillo. El humo le quemó la garganta llenándole los pulmones de alquitrán y nicotina. La nicotina calmó su ansiedad como la caricia suave de una amante. Sin embargo, en lo que a él concernía, sólo había una cosa mejor que llenar los pulmones de toxinas.

Por desgracia, no había disfrutado de eso desde que había roto su relación con Wendy, su última novia. Wendy había sido una gran cocinera y la ropa ceñida le quedaba genial, pero no podía compartir el futuro con una mujer que se había puesto histérica por haberse olvidado del día que cumplían dos meses juntos acusándolo de ser «poco romántico». Caramba, era tan romántico como el que más, aunque eso no quería decir que tuviera que comportarse como un bobo y un estúpido todo el tiempo.

Joe dio otra larga calada. Incluso aunque no hubiera ocurrido la cagada del aniversario, la relación con Wendy no habría llegado a ninguna parte. No había entendido que necesitaba pasar tiempo con Sam. Se había sentido muy celosa de su loro, pero si Joe no prestaba atención a Sam, éste acabaría por comerse los muebles.

Joe exhaló lentamente y observó el humo suspendido frente a su cara. Había dejado de fumar hacía tres meses y ya había vuelto a caer en el vicio. Pero hoy no podía dejarlo. Ni probablemente mañana. Tenía un buen motivo para ello.

Luchetti, su capitán, lo había jodido bien, razón de más para volver a fumar.

Entrecerró los ojos tras el humo clavándolos después en una mujer con una abundante melena de rizos cobrizos hasta la mitad de la espalda. La brisa le agitó el pelo que flotó sobre los hombros. No necesitaba verle la cara para saber que estaba parada en mitad de Ann Morrison Park estirando los brazos hacia arriba como una diosa adorando el cielo gris.

Su nombre era Gabrielle Breedlove y poseía una tienda de curiosidades en el distrito histórico de Hyde Park junto con su socio, Kevin Carter. Ambos eran sospechosos de utilizar la tienda como tapadera de otros negocios más lucrativos como la venta de antigüedades robadas.

Ninguno de los dos estaba fichado y nunca habrían atraído la atención de la policía si hubieran seguido operando a pequeña escala, pero les había podido la avaricia. La semana anterior habían robado una famosa pintura impresionista al hombre más rico del estado, Norris Hillard, más conocido como «El Rey de las Patatas». En Idaho su poder e influencia sólo eran inferiores al poder de Dios. Sólo alguien con un buen par de cojones [1] le robaría un Monet al Rey de las Patatas. Hasta ahora, Gabrielle Breedlove y Kevin Carter eran las mejores pistas del caso. Un informante de la cárcel había dado sus nombres a la policía y cuando los Hillard revisaron sus registros habían descubierto que seis meses antes Carter había estado en casa de los Hillard examinando una colección de lámparas Tiffany.

Joe aspiró el humo y lo exhaló lentamente. La pequeña tienda de antigüedades en Hyde Park era la tapadera perfecta y se hubiera apostado el huevo izquierdo a que el señor Carter y la señorita Breedlove sólo esperaban a que se enfriaran las cosas para entregar el Monet a algún traficante de arte a cambio de un montón de pasta. La mejor manera de recuperarla era encontrar la pintura antes de que pasara al traficante y desapareciera.

El Rey de las Patatas le había montado una buena bronca al alcalde Walker que a su vez se la había montado al capitán Luchetti y a los detectives de la brigada antirrobo. El estrés hacía que algunos polis se volcaran en la botella, pero Joe no. No era de los que les gustaba empinar el codo. Mientras vigilaba a la sospechosa tomó otra larga calada del Marlboro y repasó mentalmente todos los datos que había conseguido sobre la señorita Breedlove.

Sabía que había nacido y crecido en un pequeño pueblo del norte de Idaho. Su padre había muerto cuando era niña, y había vivido con su madre, su tía y su abuelo.

Tenía veintiocho años, medía casi uno setenta y cinco y pesaba alrededor de sesenta kilos. Sus piernas eran largas. Sus pantalones no. La vio inclinarse hasta tocar el suelo con las manos y disfrutó de la vista igual que del pitillo. Desde que le habían asignado la tarea de seguirla había desarrollado un profundo aprecio por la dulce forma de su trasero.

Gabrielle Breedlove. Su nombre sonaba a estrella pornográfica, como Mona Lot o Candy Peaks. Joe nunca le había hablado, pero había estado lo suficientemente cerca de ella como para saber que tenía todas las curvas adecuadas en los lugares precisos.

Y su familia tampoco era desconocida en el estado. La Compañía de Minas Breedlove había operado en el norte durante noventa años antes de ser liquidada a mediados de los setenta. Al mismo tiempo, había hecho inversiones muy fuertes, pero nefastas, lo que sumado a una mala gestión hizo menguar considerablemente la fortuna familiar.

La observó hacer algún tipo de estiramiento de yoga sobre un solo pie antes de empezar a correr con un trote corto. Joe lanzó el Marlboro a la hierba cubierta de rocío y se apartó del Chevy. La siguió a través del parque y atravesó la cinta de asfalto negro conocido como el cinturón verde.

El cinturón verde corría paralelo al río Boise y se abría paso por la capital conectando los ocho parques principales a lo largo de su recorrido. El fuerte olor del agua del río y de los álamos de Virginia llenaba el aire matutino mientras las hebras de algodón que flotaban en el aire se pegaban a la pechera de la sudadera de Joe.

Joe controló su respiración, lenta y pausada, mientras corría al mismo ritmo que la mujer que iba quince metros por delante de él. Toda la semana anterior, desde el robo, la había seguido aprendiendo sus hábitos, la clase de información que no podía obtener del gobierno o de archivos, ya fueran públicos o privados.

Hasta donde él sabía, ella siempre hacía el mismo recorrido de más de tres kilómetros y llevaba puesta la misma riñonera negra. Corría mirando constantemente a su alrededor. Al principio había sospechado que iba en busca de algo o alguien, pero nunca se había reunido con nadie. También le preocupaba que sospechara que la seguía, pero había tenido cuidado de ponerse ropa diferente todos los días, de aparcar en sitios distintos y cambiar el lugar de vigilancia. Algunos días se cubría el pelo oscuro con una gorra de béisbol y vestía de chándal. Esa mañana se había atado un pañuelo rojo a la cabeza y se había puesto la sudadera gris de la universidad de Boise.

Dos hombres con brillantes chándales azules corrían por el cinturón verde hacia él. Cuando rebasaron a la Srta. Breedlove, giraron la cabeza y observaron el balanceo de sus pantalones cortos y blancos. Cuando volvieron a mirar al frente, llevaban idénticas sonrisas de aprecio. Joe no les culpó por intentar echarle una última mirada. Tenía largas piernas y un culo fabuloso. Era una pena que estuviera destinado a ser tapado por un uniforme de prisión.

Joe la siguió fuera del Ann Morrison Park a través de un puente peatonal, procurando permanecer a una distancia prudencial mientras continuaban a lo largo del río Boise.

Su perfil no se ajustaba al típico ladrón. A diferencia de su socio ella no estaba cubierta de deudas hasta las cejas. No le iba el juego y no era adicta a las drogas, lo cual dejaba sólo dos motivos posibles para que una mujer como ella participara en un delito de tal envergadura.

Uno eran las emociones fuertes, y Joe, ciertamente, podía entender cuánto atraía vivir en el filo de la navaja. La adrenalina era una droga potente. Bien sabía Dios cuánto le había gustado a él. Le había encantado la manera en que se le metía bajo la piel poniéndole los pelos de punta y haciéndole temblar de excitación.

El segundo era más común, el amor. El amor solía meter a las mujeres en demasiados problemas. Había conocido a muchas de ellas que se desvivían por algún desgraciado hijo de puta que no dudaba en venderlas al mejor postor para salvarse. Joe ya no se asombraba de lo que algunas mujeres eran capaces de hacer por amor. Ya no le sorprendía encontrarlas en la cárcel cumpliendo condena por sus hombres con el rímel corrido soltando la misma mierda de siempre: «no tengo nada malo que contarte de fulanito, lo amo».

Los árboles por encima de la cabeza de Joe se volvieron más densos mientras la seguía hasta el segundo parque. Julia Davis Park era más exuberante, más verde y tenía la ventaja añadida de los museos históricos de arte, el Zoo de Boise y, por supuesto, el Tootin Tater Tour Train.

Sintió que se le salía algo del bolsillo un instante antes de oír un plaf en el pavimento. Metió la mano en el bolsillo vacío y giró la cabeza para ver el paquete de Marlboro en mitad del camino. Vaciló unos segundos antes de volver sobre sus pasos. Algunos cigarrillos habían salido rodando sobre el asfalto y se apresuró a cogerlos antes de que cayeran a un charco cercano. Su mirada se desplazó a la sospechosa que corría con su habitual trote lento, luego volvió a los cigarrillos.

Los colocó dentro del paquete procurando no romperlos. Tenía intención de disfrutar de todos y cada uno de ellos. No le preocupaba perder su objetivo. En realidad, ella corría casi tan rápido como un viejo perro con artritis, algo que agradeció en ese momento.

Cuando volvió la mirada al camino, se quedó quieto un instante y luego lentamente metió la cajetilla otra vez en el bolsillo. Todo lo que veían sus agudos ojos era la sombra negra de los imponentes árboles y la hierba. Una racha de viento agitó las pesadas ramas en lo alto y le aplastó la sudadera contra el pecho.

Dirigió la mirada hacia la izquierda divisando, al otro lado del parque, la silueta de Gabrielle dirigiéndose hacia el zoológico y la zona de juegos infantiles. Comenzó a seguirla de nuevo. Por lo que podía ver, el parque estaba vacío. Cualquiera con un poco de materia gris en la cabeza se habría apresurado a largarse antes de que estallase la inminente tormenta. Pero solo porque el parque pareciera estar vacío no quería decir que la sospechosa no fuera a reunirse con alguien.

Cuando un sospechoso se apartaba del patrón habitual normalmente quería decir que algo estaba a punto de suceder. El sabor de la adrenalina desbordó su garganta y le dibujó una sonrisa en los labios. Joder, no se había sentido tan vivo desde la última vez que había perseguido a un camello por un callejón en la zona norte.

La perdió de vista una vez más mientras pasaba por delante de los aseos y desaparecía en la parte de atrás. Años de experiencia le hicieron mantener las distancias mientras esperaba verla de nuevo. Cuando después de un momento no apareció, metió la mano bajo la sudadera y abrió el cierre de su pistolera. Se apretó contra la pared de ladrillo y escuchó.

Una bolsa de plástico abandonada revoloteó sobre el suelo, pero no oyó nada más excepto el viento y las hojas moviéndose por encima de su cabeza. Desde su posición agachada cualquiera podía verlo perfectamente; tendría que haberse quedado atrás. Rodeó el lateral del edificio y en ese momento alguien le roció los ojos con un bote de laca. El chorro le dio de lleno en la cara e inmediatamente se le nubló la vista. Un puño agarró su sudadera y una rodilla golpeó entre sus muslos; sus testículos se salvaron por unos centímetros. Se le atoró el músculo de la pierna izquierda y se habría doblado en dos si no hubiera sido por el sólido hombro que bloqueó su pecho con un golpe seco. Resolló cuando se vio impulsado contra la pared que tenía detrás. Las esposas que llevaba en la pretina de sus pantalones cortos se le clavaron en la espalda.

A través de sus pestañas pegoteadas por Miss Clairol, contempló a Gabrielle Breedlove de pie en medio de sus piernas abiertas. Joe no se movió, esperando que el dolor que atravesaba su muslo remitiera pronto mientras luchaba por recuperar el aliento. Ella se había tirado sobre él y había intentado ponerle las gónadas por corbata.

– Jesús -gimió-. Es usted una loca hija de perra.

– Puede ser, deme una excusa para no romperle las rodillas.

Joe parpadeó varias veces para aclararse la visión. Lentamente, apartó la mirada de su cara y bajó por sus brazos, a sus manos. Joder. En una mano agarraba firmemente el bote de laca con el dedo en la boquilla, pero en la otra llevaba lo que parecía ser una Derringer. Y no apuntaba a sus rodillas precisamente, sino directo a su nariz.

Se quedó totalmente quieto. Odiaba con toda su alma que lo apuntaran con una pistola.

– Ponga el arma en el suelo -ordenó. No sabía si la Derringer estaba cargada ni siquiera sabía si funcionaba, pero tampoco quería llegar a averiguarlo. Alzó la vista cuando ella volvió a mirarlo. Su respiración era irregular, sus ojos verdes mostraban una mirada salvaje. Parecía totalmente desequilibrada.

– ¡Que alguien llame a la policía! -comenzó a gritar ella frenéticamente.

Joe la miró con el ceño fruncido. No sólo lo había pateado en el culo, sino que además se ponía a gritar. Si lograba retenerlo, iba a tener que descubrirse y eso era algo que no quería que pasara. Sólo pensar que tenía que entrar en la comisaría de policía con la sospechosa número uno en el caso Hillard -una sospechosa que no sabía que lo era- y aclarar cómo lo había derribado con un bote de laca le ponía los pelos de punta.

– Ponga el arma en el suelo -repitió.

– ¡Ni lo sueñe! Usted es como la mierda que llena las calles, pura escoria.

No creía que hubiera otra alma en treinta metros a la redonda, pero no estaba seguro y lo último que necesitaba era que llegara un héroe a su rescate.

– ¡Que alguien me ayude, por favor! -gritó lo bastante fuerte como para que la oyeran en los condados limítrofes.

Joe apretó la mandíbula. Jamás podría olvidar esto y no quería ni imaginarse la cara de Walker y Luchetti. Joe aun seguía en la lista negra del jefe por haber disparado a Robby Martin. Ni siquiera tenía que esforzarse en imaginar lo que le diría su jefe. «¡La has vuelto a cagar, Shanahan!», gritaría bien alto antes de mandarlo a patrullar las calles. Y esta vez, el jefe tendría razón.

– ¡Que alguien llame al 911!

– Deje de gritar -ordenó él con su mejor voz de policía.

– ¡Necesito a un policía!

– ¡Joder, señora-dijo apretando los dientes-, yo soy policial

Ella entornó los ojos mientras lo examinaba.

– Ya, y yo el gobernador.

Joe metió la mano en el bolsillo, pero ella hizo un movimiento amenazador con la pequeña arma y él decidió intentarlo de otra manera.

– Llevo la placa en el bolsillo izquierdo.

– No se mueva -advirtió ella de nuevo.

Unos enmarañados rizos cobrizos enmarcaban su rostro; tal vez debería haber usado parte de la laca en la cabeza en lugar de en su cara. Le temblaba la mano cuando se sujetó el pelo detrás de la oreja. En un momento podría aplastarla contra el suelo, pero primero tendría que distraerla o correr el riesgo de que le disparara. Y esta vez, en un lugar donde era poco probable que se recuperase.

– Puede meter la mano en mi bolsillo usted misma. No moveré ni un dedo.

Odiaba atacar a las mujeres. Odiaba tener que aplastarla contra el suelo. Pero tal y como estaban las cosas tampoco importaba mucho.

– No soy estúpida. Eso no me lo trago desde la escuela secundaria.

– Oh, por el amor de Dios -Luchó por controlar su temperamento y gano por los pelos-. ¿Tiene permiso para llevar arma?

– Venga ya -contestó-. Usted no es poli. ¡Es un acosador! Ojalá hubiera un poli por aquí que lo arrestase por haberme seguido a todos lados la semana pasada. Hay una ley en este estado contra los acosadores, ¿sabe? -Tomó una bocanada de aire y exhaló lentamente-. Apuesto a que tiene antecedentes por algún tipo de conducta inapropiada. Es muy probable que sea uno de esos psicópatas que hacen llamadas telefónicas obscenas y jadean. Me juego lo que quiera a que está en libertad bajo fianza por acoso sexual. -Volvió a inspirar profundamente y sacudió el bote de laca-. Creo que después de todo será mejor que me dé su cartera.

Nunca en sus quince años de carrera había sido tan descuidado como para dejar que un sospechoso -mucho menos si era mujer- tuviera ventaja sobre él.

Le latían las sienes y le dolía el muslo. Le escocían los ojos y tenía las pestañas pegadas.

– Está chiflada, señora -dijo con voz relativamente calmada mientras metía la mano en el bolsillo.

– ¿De veras? Tal y como yo lo veo es usted quien parece un loco. -Su mirada no lo abandonó mientras alcanzaba la cartera-. Tengo que saber su nombre para decírselo a la policía, pero apuesto a que ya saben quién es.

Ella no sabía cuánta razón tenía, pero Joe no desaprovechó la ocasión hablando. En cuanto ella abrió la cartera y miró la placa que había dentro, sus piernas hicieron un movimiento de tijera sobre sus pantorrillas. Ella cayó al suelo y él se echó encima, inmovilizándola con su peso. Gabrielle se retorció de un lado a otro, empujando sus hombros, llevando la Derringer peligrosamente cerca de su oreja izquierda. Joe la agarró por las muñecas y se las estiró por encima de la cabeza usando todo el peso de su cuerpo para inmovilizarla contra el suelo.

Permaneció tendido sobre ella, oprimiéndole los senos contra su pecho y apretándole las caderas contra las suyas. Le sujetó las manos por encima de su cabeza y aunque el forcejeo la había dejado débil, se negó a darse por vencida. Su rostro estaba casi a dos centímetros del suyo y sus narices chocaron un par de veces. Aspiraba profundamente y sus ojos verdes lo miraban enormes y llenos de pánico mientras seguía luchando por liberar las muñecas, enredando sus piernas con las de él. A Joe se le había subido el borde de la sudadera a la altura de las axilas y sentía contra el estómago la piel cálida y suave de su vientre y el nailon liso de la riñonera.

– ¡Es un poli de verdad! -Sus senos subieron y bajaron mientras luchaba por respirar debajo de su pecho.

Él se levantaría tan pronto como le quitara la Derringer.

– Exacto, y usted está arrestada por tenencia ilícita de armas y asalto con agravante.

– ¡Oh, gracias a Dios! -Respiró hondo y Joe pudo sentir cómo se relajaba bajo él-. Qué alivio. Creía que era un psicópata pervertido.

Una sonrisa radiante iluminó su rostro mientras lo miraba. Él acababa de arrestarla y ella parecía completamente feliz. No el tipo de felicidad que solía aparecer en la cara de una mujer cuando se encontraba en esa posición, sino más bien como la de alguien risueño. No sólo era una ladrona, era un diez-noventa y seis: definitivamente una loca de atar.

– Tiene derecho a permanecer en silencio -dijo quitándole la Derringer de los dedos-. Tiene derecho…

– ¿Habla en serio? ¿De verdad va a arrestarme?

– … a un abogado -continuó, con una mano aun sujetando las suyas sobre su cabeza mientras con la otra lanzaba la pistola a varios metros.

– Pero en realidad no es un arma. Quiero decir lo es, pero no lo es. Es una Derringer del siglo XIX, una antigüedad, así que no creo que se la pueda considerar un arma. Y además, no está cargada, e incluso si lo estuviera no haría un agujero demasiado grande. Sólo la llevaba porque estaba muy asustada. Usted ha estado siguiéndome toda la semana-. Ella se detuvo y arqueó las dos cejas a la vez-. ¿Por qué me ha estado siguiendo?

En vez de responder, Joe terminó de leerle sus derechos, luego rodó apartándose de ella. Recogió la pequeña pistola y se levantó con cuidado. No iba a contestar a sus preguntas. No cuando ni siquiera sabía qué iba a hacer ahora con ella. No cuando lo había acusado de ser un pervertido y un psicópata, intentando convertirlo en una soprano. No confiaba en sí mismo para hablar con ella de nada más que lo estrictamente necesario.

– ¿Lleva más armas?

– No.

– Ahora, muy lentamente, va a entregarme la riñonera, luego se vaciará los bolsillos.

– Sólo llevo las llaves del coche -masculló mientras hacía lo que le pedía. Sujetó las llaves en alto y las dejó caer en la palma de su mano. Joe las cogió y las metió en un bolsillo del pantalón. Tomó la riñonera y la volvió del revés. Estaba vacía.

– Coloque las manos contra la pared.

– ¿Va a cachearme?

– Exacto -respondió, y señaló el muro de ladrillo.

– Le gusta hacer esto, ¿verdad? -preguntó por encima del hombro.

Mientras su mirada paseaba por su trasero redondo y sus largas piernas, él deslizó la pequeña pistola en la cinturilla de sus pantalones cortos.

– Exacto -repitió y colocó las manos en sus hombros.

Ahora que la tenía delante se dio cuenta de que no medía uno setenta y cinco. Joe medía uno ochenta y cinco y sus ojos estaban casi a la misma altura. Movió las palmas hacia abajo por sus costados, a través de la espalda y alrededor de la cintura. Deslizó la mano bajo el borde de la sudadera y le palpó la cinturilla de los pantalones cortos. Sintió la piel suave y el aro de metal del ombligo. Luego deslizó la mano hacia arriba entre los montículos de sus senos.

– ¡Oiga, cuidado con esas manos!

– No se excite -advirtió-. Para mí es sólo trabajo.

Después palpó hacia abajo por sus piernas, luego se arrodilló para mirar en los reversos de los calcetines. No se molestó en tratar de palpar cualquier cosa escondida entre sus muslos. No era que confiase en ella, pero no creía que hubiera podido correr con un arma en las bragas.

– Una vez que esté en la cárcel, ¿pago la fianza y me voy a casa?

– Cuando el juez fije la fianza y se pague, podrá marcharse a casa.

Ella trató de volverse para mirarlo, pero las manos en sus caderas se lo impidieron.

– Nunca me han arrestado antes.

Él ya lo sabía.

– ¿Voy a ser arrestada de verdad? ¿Con huellas digitales, fotos y todo eso?

Joe le palpó la cinturilla de los pantalones cortos una última vez.

– Sí señora, con huellas digitales y fotografías de identificación.

Gabrielle se giró, achicó los ojos y lo fulminó con la mirada.

– Hasta ahora no creía que hablara en serio. Pensaba que trataba de ajustar cuentas conmigo por darle un rodillazo en… su parte privada.

– Apuntó mal -aclaró Joe secamente.

– ¿Está seguro?

Joe se irguió, metió la mano en la parte trasera de sus pantalones cortos y sacó las esposas.

– No es posible equivocarse en eso.

– Oh -sonó realmente decepcionada-. Bueno, aún no puedo creer que me esté haciendo esto. Si tuviera un poco de decencia admitiría que todo es culpa suya. -Hizo una pausa e inspiró profundamente-. Se está creando mal Karma y estoy segura de que luego lo lamentará.

Joe la miró a los ojos y le colocó las esposas en las muñecas. Él ya lo lamentaba bastante. Lamentaba haber sido golpeado en el culo por una presunta delincuente, y lamentaba profundamente haber revelado su tapadera. Sabía que sus problemas sólo acababan de empezar.

La primera gota de lluvia le golpeó la mejilla y Joe levantó la mirada al nubarrón que colgaba sobre su cabeza. Tres gotas más le dieron en la frente y la barbilla. Se rió sin humor.

– Jodidamente fantástico.

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