El sol de media mañana que se filtraba por las ventanas de la comisaría iluminaba el escritorio de Joe y la bailarina hawaiana que, sobre un resorte de plástico, parecía un icono religioso. Joe observó la figura que tenía delante y sin entusiasmo firmó el informe en el que pedía una orden de registro. Se lo pasó al capitán Luchetti y dejó el bolígrafo sobre el escritorio. El solitario Bic rodó sobre el informe que había redactado con anterioridad y chocó contra los pies de la bailarina de hula, poniendo sus caderas en movimiento.
– Parece que está bien -dijo el capitán, mientras observaba los movimientos de la figura.
Joe cruzó las manos detrás de la cabeza y estiró las piernas. Llevaba allí tres horas sentado discutiendo el caso Hillard con los demás detectives. Les había informado previamente de lo que había visto en la casa de Kevin comenzando por las antigüedades robadas de la habitación de invitados, continuando con el ajedrez de marfil y finalizando con los espejos del dormitorio. Había pensado que a esas alturas Kevin ya estaría detenido y estaba jodidamente decepcionado.
– Lástima que no podamos arrestarlo hoy.
– Ese es tu problema, Shanahan, eres demasiado impaciente. -El capitán Luchetti se miró el reloj y colocó el informe sobre el escritorio de Joe-. Quieres que todo se solucione en una hora, como en una de esas series policíacas.
La impaciencia no era el problema de Joe. Bueno, puede que un poco, pero tenía sus razones para querer que el caso se resolviese cuanto antes y no tenían nada que ver con la paciencia, sino con cierta colaboradora pelirroja.
El capitán encogió los hombros bajo la chaqueta y enderezó la corbata.
– Lo has hecho bien. Conseguiremos una orden judicial para registrar la casa de Carter y pinchar el teléfono. Lo cogeremos -le dijo, y salió de la habitación.
Vince Luchetti nunca se perdía la misa dominical. No importaba dónde estuviera o lo que hiciese en ese momento. Joe se preguntaba a quién temía más el capitán: a Dios o a su esposa Sonja.
Estiró los brazos por encima de la cabeza y le echó una ojeada al informe. Había sido muy meticuloso en la redacción del documento, había aprendido hacía mucho tiempo que los abogados defensores buscaban frases ambiguas o inadecuadas; cualquier excusa valía para alegar arresto ilegal. Pero eso era problema de ellos. De todas maneras no creía que su esfuerzo equivaliese a ponerse de rodillas. Obtendría una autorización, había suficientes pruebas para que el juez autorizara un registro, pero Walker y Luchetti querían esperar. Como Joe no había encontrado el Monet la noche anterior, no estaban convencidos de que registrar la casa de Kevin hiciera que recuperaran la pintura ni que Kevin la sacara del lugar en el que la policía creía que estaba oculta desde el robo.
Con lo cual la orden judicial sería archivada. Ahora mismo sólo tenían pruebas para arrestar a Kevin por comprar antigüedades robadas, pero un arresto no sería suficiente. Conseguiría una palmadita en la espalda de algunos altos cargos, pero Joe quería más. Quería a Kevin sentado en la sala de interrogatorios.
– Oye, Shannie. -Winston Densley, el único detective afroamericano de la brigada antirrobos y uno de los tres detectives que estaban en el caso de Kevin, hizo rodar la silla hasta el escritorio de Joe-. Cuéntame sobre esos espejos del dormitorio de Carter.
Joe se rió entre dientes y cruzó los brazos sobre el pecho.
– Tiene la habitación totalmente cubierta y puede verse en acción desde cualquier ángulo.
– Un jodido pervertido, ¿eh?
– Sí. -Y Joe había estado en la habitación de los espejos mirando desde todos los ángulos la imagen de Gabrielle Breedlove con aquel pichi tan feo, preguntándose cómo se vería sin llevar otra cosa que uno de esos sujetadores transparentes de Victoria's Secret con unas braguitas a juego. O mejor todavía: un tanga. Así podría sentir su trasero desnudo bajo las palmas de las manos.
Mientras ella le preguntaba sobre el Windex, él no dejaba de preguntarse cómo estaría con los senos al aire. Ahora ya no tenía que preguntárselo. Ahora lo sabía. Sabía que sus senos eran más grandes de lo que había supuesto y que llenaban perfectamente sus grandes manos. Conocía la textura suave de su piel y la sensación que producían sus pezones arrugados al rozarle el pecho. Y conocía más cosas, como el sonido de su suspiro apasionado y la fuerza de sus seductores ojos verdes. Conocía el olor de su pelo, el sabor de su boca y sabía que las caricias aterciopeladas de sus manos lo ponían tan duro que apenas podía pensar ni respirar.
Y sabía sin lugar a dudas que habría sido mejor no saberlo. Joe suspiró y se pasó las manos por el pelo.
– Quiero cerrar este caso.
– El caso durará lo que tenga que durar. ¿Tienes prisa?
¿Que si tenía prisa? Había estado a punto de hacer el amor con Gabrielle y no estaba seguro de que no ocurriera de nuevo. Podría decirse a sí mismo que no volvería a suceder, pero ciertas partes de su cuerpo no opinaban igual. Estaba realmente cerca de poner en peligro su carrera por ella. Si Gabrielle no le hubiera hablado de un pariente que se comunicaba con ballenas, la hubiera tomado allí mismo en el suelo de la sala de estar.
– Supongo que estoy algo inquieto -respondió.
– Aún piensas como un agente de narcóticos. -Winston se levantó empujando la silla hacia atrás-. Algunas veces la espera es divertida y puede que este caso aún tarde en concluir -le previno.
Tiempo era algo que Joe no tenía. Necesitaba que lo asignaran a un caso diferente antes de joderla hasta el punto de perder su trabajo o ser destinado a patrullar las calles. El gran problema, sin embargo, era que no podía pedir una nueva asignación sin una puta razón, y «me temo que voy a intercambiar fluidos con mi colaboradora» estaba fuera de consideración. Tenía que hacer algo, sólo que no sabía qué.
Dejó el informe sobre el escritorio y se dirigió a la puerta. Si se apresuraba, quizá pillaría a Ann Cameron antes del descanso para el almuerzo. Era exactamente el tipo de mujer que siempre había querido como novia. Era atractiva y una magnífica cocinera, pero lo más importante de todo, era normal. Elemental. Baptista. Nada que ver con Gabrielle.
Al cabo de media hora, Joe se sentaba a una mesa pequeña del bar de Ann, saboreando pan caliente y pollo con crema al pesto. Pensó que se había muerto e ido al cielo, pero había algo que evitaba que disfrutara completamente de la comida. No podía evitar la sensación de que estaba engañando a su novia. Que estaba engañando a Gabrielle con Ann. El sentimiento era completamente irracional. Pero le molestaba, le martilleaba el cerebro y no lo dejaba en paz.
Ann estaba sentada frente a él, hablando sin pausa sobre el negocio y de cómo era la vida mientras crecían en el mismo barrio. La conversación era perfectamente normal, pero algo hacía que no se sintiera bien.
– Intento beber al menos dos litros de agua y caminar cuatro kilómetros al día -dijo. Sus ojos estaban muy brillantes como si estuviera entusiasmada de verdad, pero no sabía qué tenía de excitante caminar y beber agua-. Recuerdo que sacabas un perro a pasear todas las noches -dijo ella-. ¿Cómo se llamaba?
– Scratch -contestó, recordando al perro que había rescatado de la muerte. Scratch había sido un cruce de pitbull y sharpei; el mejor perro que un niño podía tener. Ahora Joe tenía un loro. Un loro que quería dormir con Gabrielle.
– Yo tengo un pomeraniano, Snicker Doodle. Es un cielo.
«Cielo santo.»
Empujó el plato a un lado y cogió el vaso de té helado. Bueno, podía tolerar un perrito con ladrido agudo. Era una cocinera genial y tenía los ojos bonitos. No había ninguna razón para no poder quedar con ella. No estaba saliendo con nadie.
Se preguntó si a Sam le gustaría Ann o si por el contrario trataría de echarla de casa. Tal vez era el momento de invitarla y averiguarlo. Y no había ninguna razón para sentirse culpable, no había absolutamente nada por lo que sentirse así. Nada. Y punto.
Gabrielle había pensado pasar la mañana tranquilamente en casa preparando aceites esenciales. Pero en vez de eso pintó como un Van Gogh enloquecido. Colocó el retrato en el que había trabajado contra la pared y empezó otro. Su madre llamó y la interrumpió dos veces, así que desconectó el teléfono. Al mediodía había terminado la última pintura de Joe a excepción, por supuesto, de las manos y los pies. Como en todas las demás, Joe estaba dentro de un aura, pero esta vez se había tomado otra pequeña licencia creativa con su paquete. No creía haber exagerado. Era lo que suponía, basándose en la dura longitud que había sentido contra el interior del muslo la noche anterior.
Simplemente pensar sobre lo que había tenido lugar en la sala de estar hacía sonrojar sus mejillas. La mujer que, a propósito, había convertido un masaje inocente en algo erótico no era ella. Ella no hacía ese tipo de cosas. Tenía que haber alguna explicación, como que tal vez se había podrido algo en el cosmos. O que la luna llena afectaba al flujo sanguíneo del cerebelo, y sin equilibrio en el cerebelo todo se sumía en el caos.
Gabrielle suspiró y sumergió el pincel en pintura roja. Realmente no podía convencerse a sí misma de la teoría de la luna y ya no estaba segura de la teoría del ying y el yang. De hecho, ahora sabía que Joe no era su yang. No era la otra mitad de su alma.
Sólo estaba en su vida para encontrar el Monet del Sr. Hillard y fingía preocuparse por ella para poder arrestar a Kevin. Era un poli que vivía al límite y que pensaba que sus creencias eran simples chifladuras. Se reía de ella y le tomaba el pelo, luego la hacía arder con la caricia de sus manos y su boca. Ciertamente no la había besado como un hombre que fingiera pasión. La noche anterior, él había compartido una parte de su pasado con ella, un pedazo de su vida, y ella había pensado que habían conectado.
La había mareado de deseo hasta dejarla aturdida. La había hecho arder para después preguntarle si se comunicaba con Elvis, ¿y él la llamaba loca?
Gabrielle enjuagó los pinceles, luego se cambió la camisa de pintar por unos pantalones cortos y una camiseta con el nombre de un restaurante local en el pecho. No se puso zapatos.
A las doce y media, apareció Kevin con un tubo FedEx con algunos pósteres antiguos de películas que había comprado en una subasta de Internet. Quería saber su opinión sobre qué valor tenían y durante todo el tiempo que estuvieron hablando en la cocina, esperó que hiciera algún comentario de Joe y ella saltando desde la terraza. Pero no lo hizo y pensó que debía sentirse agradecida de que el Señor Feliz hubiera estado ocupado con la mejor amiga de su novia. Debió de parecer culpable, porque Kevin le preguntó varias veces si algo iba mal.
Después de que su socio se marchara, Gabrielle sacó finalmente los aceites y los colocó al lado de los cuencos de cristal y frascos sobre la mesa de la cocina. Quería probar con limpiadores faciales, cremas hidratantes y diversas mezclas de tónicos y cremas para el acné y las varices. Cuando estaba a punto de ponerse una mascarilla de yogur, Francis llamó al timbre de la puerta.
Su amiga llegó con un Wonderbra azul y un par de braguitas a juego. Gabrielle se lo agradeció y luego la reclutó para un masaje facial. Envolvió el pelo de Francis en una toalla de baño y la hizo sentar sobre una silla del comedor con la cabeza echada hacia atrás.
– Avísame si empiezas a tener la piel demasiado tensa -dijo, esparciendo una mascarilla de arcilla por la cara de su amiga.
– Huele a regaliz -se quejó Francis.
– Eso es porque le eché aceite de hinojo. -Gabrielle esparció la arcilla por la frente de Francis, cuidando de no manchar la toalla. Francis tenía mucha experiencia con los hombres, no siempre buena, pero no tan mala como la de Gabrielle. Tal vez su amiga pudiera ayudarla a entender lo que había ocurrido con Joe-. Dime una cosa: ¿conociste alguna vez un hombre que crees que no te gusta, pero con el que no puedes dejar de fantasear y soñar?
– Sí.
– ¿Quién?
– Steve Irwin.
– ¿¡Quién!?
– El cazador de cocodrilos.
Gabrielle miró alucinada los grandes ojos azules de Francis.
– ¿Sueñas con el cazador de cocodrilos?
– Bueno, creo que tiene un gran corazón y sé que probablemente consumo demasiadas pilas de litio para que se interese por mí, pero me encanta su acento. Está buenísimo con ese traje de safari. Me imagino luchando contra él.
– Está casado con Terri.
– ¿Y qué más da? Pensaba que hablábamos de fantasías. -Francis hizo una pausa para rascarse la oreja-. ¿Tienes fantasías con tu detective?
Gabrielle cogió otro poco de arcilla y la esparció por la nariz de su amiga.
– ¿Es tan obvio?
– No, pero si no fuese tuyo, las fantasías con él las tendría yo.
– Joe no es mío. Trabaja en mi tienda y lo encuentro algo atractivo.
– Es Tauro.
– De acuerdo, es ardiente, pero no es mi tipo. Cree que Kevin está metido en ese lío de vender arte robado y probablemente sigue pensando que yo también lo estoy. -Esparció el barro por las mejillas de Francis antes de añadir-: Y bueno, cree que soy rara, aunque sea él quien me pregunte si puedo comunicarme con Elvis.
Francis sonrió y arrugó la arcilla de alrededor de la boca.
– ¿Puedes?
– No seas absurda. No soy psíquica.
– No es absurdo. Crees en otras cosas de la New Age, así que no veo nada raro en que te lo preguntara.
Gabrielle se limpió las manos con una toallita húmeda, luego se dobló por la cintura y envolvió una toalla alrededor de la cabeza.
– Bueno, estábamos haciéndolo en ese momento -explicó, mientras se erguía.
– ¿Haciéndolo?
– Besándonos. -Ella y Francis intercambiaron miradas, y Gabrielle miró hacia arriba, a la cara de su amiga que estaba cubierta, con excepción de los ojos y los labios, de pasta blanca-. Y otras cosas.
– Ah, eso sí que es extraño. -La arcilla suave se sentía maravillosamente fresca sobre la frente de Gabrielle, que cerró los ojos tratando de relajarse-. ¿Quería que fueras Elvis, o sólo quería preguntarle al Rey algunas cosas?
– ¿Qué más da? La cosa se estaba poniendo bastante caliente y se detuvo para preguntarme si podía comunicarme con Elvis.
– Hay una gran diferencia. Si sólo quería hacer unas preguntas, obtener alguna información, entonces es simplemente un poco raro. Pero si quería que te convirtieras en el Rey del Rock & Roll, entonces deberías buscarte otro tío.
Gabrielle suspiró y abrió los ojos.
– Joe no es mío. -El borde de la mascarilla de Francis y la punta de su nariz comenzaban a secarse-. Ahora te toca a ti -dijo cambiando a propósito de tema-. ¿Por qué no me dices qué hiciste anoche? -Estaba más confundida que nunca y no sabía cómo se le había ocurrido la idea de que Francis podía ayudarla a aclarar sus sentimientos.
Después de la mascarilla, probaron el tónico de Gabrielle y la crema hidratante. Cuando Francis se fue, ambas mujeres tenían los poros limpios y un brillo saludable en la piel. Gabrielle horneó una pizza vegetal para cenar y se sentó delante de la tele para comérsela. Con el mando en la mano, hizo zapping buscando un episodio de El cazador de cocodrilos. Quería ver qué encontraba Francis tan fascinante en un hombre que luchaba contra reptiles, pero el timbre de la puerta sonó antes de que hubiese tenido la posibilidad de revisar cada canal. Colocó el plato en la mesita de café y fue a la entrada. Nada más abrir la puerta, Joe irrumpió en la casa como un tornado. El perfume a sándalo y a brisa nocturna entró con él. Llevaba unos pantalones cortos de nailon negro con el anagrama de Nike Swoosh en el trasero. Las mangas de la camiseta habían sido cortadas y los agujeros de las sisas le llegaban casi hasta la cintura. Los calcetines blancos estaban ligeramente sucios, los zapatos eran viejos. Parecía un macho arrogante, igual que la primera vez que lo había visto apoyado contra un árbol en el Ann Morrison Park fumando como una chimenea.
– De acuerdo, maldita sea, ¿dónde está? -se detuvo en medio de la sala de estar.
Gabrielle cerró la puerta y se apoyó contra ella. Subió la mirada por sus poderosas pantorrillas y muslos a la cicatriz que marcaba su piel bronceada.
– Venga, Gabrielle. Entrégamelo.
Ella levantó la mirada a su cara. Tenía una marcada sombra de barba y la miraba con el ceño fruncido. Hubo un tiempo en que había pensado en él como alguien amenazante e intimidador, un matón. Pero ya no.
– ¿No tienes que tener una orden, una autorización judicial o algo por el estilo antes de irrumpir en casa de una persona?
– No juegues conmigo. -Apoyó las manos en las caderas y ladeó la cabeza-. ¿Dónde está?
– ¿El qué?
– Genial. -Él dejó la cartera y las llaves junto al plato de la mesita de café, luego procedió a mirar detrás del sofá y en el guardarropa.
– ¿Qué haces?
– Te dejo sola veinticuatro horas y vas, y haces esto. -Atravesó el comedor donde rápidamente echó un vistazo alrededor, luego continuó por el pasillo dejando un reguero de palabras tras él-. Cuando comienzo a pensar que tienes dos dedos de frente vas y cometes una estupidez.
– ¿Qué? -El sonido de sus pasos se perdía en su dormitorio, y Gabrielle lo siguió rápidamente. Cuando llegó, ya había abierto y cerrado la mitad de los cajones-. Si me dices lo que estás buscando, podría ahorrarte tiempo.
En lugar de contestarle, él abrió de golpe las puertas del armario y empujó a un lado las ropas.
– Te advertí que no le protegieras.
Se dobló por la cintura ofreciéndole a Gabrielle una maravillosa vista de su estupendo trasero. Cuando se enderezó, tenía una caja en las manos.
– Oye, deja eso en su sitio. Contiene cosas personales.
– Deberías haberlo pensado antes. A partir de ahora no tienes cosas personales. Estás tan implicada que creo que ni siquiera esa comadreja de abogado que tienes pueda ayudarte.
Vació la caja sobre la cama y docenas de sujetadores, bragas, bustiers y tangas se derramaron sobre el edredón. Él clavó los ojos en la lencería con los ojos como platos.
Si Gabrielle no hubiera estado tan molesta, se habría reído.
– ¿Qué diablos es esto? -dijo, cogiendo las bragas negras de vinilo. Colgaban de su dedo índice mientras las inspeccionaba desde todos los ángulos-. Tienes ropa interior de prostituta.
Le arrebató las bragas y las lanzó con el resto sobre la cama.
– Francis me regala lencería picante de su tienda, pero no la uso.
Él cogió un corsé color cereza adornado con flecos negros. Se veía como un niño ante un surtido completo de caramelos. Un niño con las mejillas teñidas de color azulado por la sombra de la barba.
– Me gusta éste.
– Por supuesto que te gusta. -Cruzó los brazos y apoyó el peso sobre un pie.
– Deberías ponértelo.
– Joe, ¿a qué has venido?
A regañadientes, él apartó la mirada de la ropa interior esparcida sobre la cama.
– Recibí una llamada informándome de que Kevin te pasó algo en un tubo FedEx.
– ¿Qué? ¿Así que va de eso? Él sólo quería que viera unos pósteres de películas antiguas que compró por Internet.
– Entonces es cierto que estuvo aquí.
– Sí. ¿Cómo lo supiste?
– Joder. -Lanzó el corsé sobre la cama y salió del dormitorio-. ¿Por qué lo dejaste entrar?
Gabrielle iba un paso por detrás con la mirada clavada en los pequeños rizos que le rozaban el cuello.
– Es mi socio. ¿Por qué no le iba a dejar entrar?
– Mierda, no sé. Puede que porque es un ladrón y está implicado en los robos de arte. ¿Qué te parece eso para empezar?
Gabrielle apenas oyó nada de lo que dijo. Un pánico repentino la invadió mientras lo seguía pasando por el baño hasta el final del pasillo. Lo agarró del brazo y tiró de él, pero fue como tratar de detener a un toro. Se puso delante de él y abrió los brazos bloqueando la puerta del estudio.
– Éste es mi estudio privado -dijo con el corazón en un puño-. No puedes entrar.
– ¿Por qué?
– Porque no.
– Dime algo mejor.
Así de pronto no se le ocurría nada.
– Porque lo digo yo.
Él la asió por los brazos con sus fuertes manos y la apartó de su camino.
– ¡No, Joe!
La puerta se abrió. Durante un largo momento el silencio flotó en el aire, y Gabrielle le rogó a cualquier dios que pudiera escucharla que de alguna manera el estudio no estuviera tal y como lo había dejado la última vez que había estado allí.
– Cielo Santo.
Supuso que estaba igual.
Él entró lentamente en la habitación hasta detenerse a un metro de la pintura de tamaño natural. Gabrielle sólo quería huir y esconderse, ¿pero adonde podía ir? Miró la tela, la luz del sol poniente atravesaba las cortinas y se derramaba sobre el suelo de madera noble e iluminaba el retrato con una especie de resplandor etéreo. Rogó para que Joe no se reconociese.
– ¿Y eso? -preguntó, señalando la pintura-. ¿Se supone que soy yo?
No había esperanza ahora. Estaba atrapada. Podía haber tenido un problema con la proporción de los pies y las manos, pero no había tenido absolutamente ningún problema con el pene de Joe. Sólo había una cosa que podía hacer, aguantar el chaparrón hasta el final y disimular la vergüenza lo mejor que pudiera.
– Creo que es muy bueno -dijo ella cruzándose de brazos.
Él la miró por encima del hombro con los ojos un poco vidriosos.
– Estoy en pelotas.
– Desnudo.
– Es lo mismo, joder. -Él se volvió, y Gabrielle se colocó a su lado-. ¿Y dónde están mis manos y mis pies?
Ella ladeó la cabeza.
– Bueno, no he tenido tiempo aún de pintarlos.
– Veo que, sin embargo, tuviste tiempo para pintarme la polla.
«¿Qué podía decir a eso?»
– Creo que hice un buen trabajo con la forma de los ojos.
– Y también con las pelotas.
Intentó de nuevo desviar su atención hacia más arriba.
– Plasmé la boca perfectamente.
– ¿Se supone que ésos son mis labios? Están hinchados -dijo, y ella pensó que al menos debería estar agradecida de que no criticara el tamaño de los genitales-. ¿Y qué diablos es esa gran bola roja? ¿Fuego o algo por el estilo?
– Tu aura.
– Ya. -Fijó su atención en las dos pinturas apoyadas contra la pared-. Veo que has estado ocupada.
Ella se mordió el labio inferior y no dijo nada. Al menos en la pintura de demonio, estaba vestido, en la otra, bueno…
– ¿Y no tuviste tiempo para pintar las manos o los pies en ésos?
– Aún no.
– ¿Se supone que soy el diablo o algo por el estilo?
– Algo por el estilo.
– ¿Qué pinta ese perro?
– Es un cordero.
– Ah… Parece un corgi galés.
No parecía ni de lejos un corgi galés, pero Gabrielle no discutió. Primero, porque nunca explicaba su arte a nadie y segundo, porque creía que la falta de tacto de sus comentarios debía perdonarse ante el shock de verse pintado desnudo en los cuadros. Suponía que debía de ser un poco perturbador abrir una puerta y que el retrato desnudo de uno mismo te devolviera la mirada.
– ¿Quién es ése? -preguntó, apuntando hacia la pintura de su cabeza con el cuerpo del David.
– ¿No lo sabes?
– Yo no soy así.
– Usé la escultura del David de Miguel Ángel de modelo. No sabía que tenías vello en el pecho.
– ¿Y no te parece chocante? -preguntó incrédulo, mientras sacudía la cabeza- Nunca fui así. Parece rarito.
Esperaba que rarito quisiera decir extraño, pero lo dudaba.
– Se preparaba para la batalla con Goliath.
– Joder -juró y apuntó hacia la ingle de David-. Mira eso. No he tenido nada tan pequeño desde que tenía dos años.
– Tienes fijación con los órganos genitales.
– No yo, señora. -Se giró y la señaló con el dedo-. Eres tú la que se dedica a pintarme en cueros.
– Soy artista.
– Ya, y yo astronauta.
Había estado dispuesta a perdonar su ruda crítica, pero sólo hasta cierto punto y él acababa de traspasar la línea.
– Vete. Ahora.
Él se cruzó de brazos y cambió el peso de pie.
– ¿Me estás echando?
– Sí.
Un brillo machista le curvó las comisuras de los labios.
– ¿Crees que eres lo suficientemente grande para intentarlo?
– Sí.
Él se rió.
– ¿Sin el bote de laca, señorita mala leche?
De acuerdo, ahora estaba enfadada. Le dio un empujón en el pecho y Joe se tambaleó hacia atrás. La siguiente vez que lo empujó, estaba preparado y no se movió.
– No puedes venir a mi casa a intimidarme. No tengo por qué aguantar esto. -Lo empujó otra vez y él la agarró por la muñeca-. Eres un policía infiltrado. No eres mi novio. Jamás tendría un novio como tú.
Su sonrisa se borró como si ella le hubiera insultado de alguna manera. Lo que era imposible. Tendría que tener emociones humanas para sentirse ultrajado.
– ¿Por qué diablos no?
– Estás rodeado de energía negativa -dijo, mientras luchaba para quedar libre de su presa pero no pudo-. Y no me gustas.
La soltó y ella dio un paso atrás.
– Anoche no pensabas lo mismo.
Ella cruzó los brazos y achicó los ojos.
– Anoche hubo luna llena.
– ¿Y qué me dices de estos cuadros en los que me pintaste desnudo?
– ¿Qué pasa con ellos?
– No pintarías la polla de un tío que no te gusta.
– Mi único interés en tu… eh… -No lo podía decir. No podía decir esa palabra que empezaba con P.
– Puedes llamarlo Señor Feliz -la ayudó-. Pene también vale.
– Anatomía masculina -dijo ella-, es porque soy una artista.
– Ya estás otra vez. -Enmarcó su cara entre las palmas de las manos-. Estás creándote mal karma. -Le rozó ligeramente la barbilla con el pulgar.
– No miento -mintió.
Se quedó sin respiración al pensar que la besaría. Pero sólo se echó a reír, dejó caer las manos y se volvió hacia la puerta. Ella quedó atrapada entre el alivio y la decepción.
– Soy artista profesional -le aseguró a Joe siguiéndolo a la sala de estar.
– Si tú lo dices…
– ¡Lo soy!
– Entonces, déjame decirte… -dijo, cogiendo las llaves y la cartera de la mesita de café- que la próxima vez que sientas la urgencia de pintarme, no dudes en llamarme. Ponte alguna de esas prendas de ropa interior tan picante que tienes y te mostraré mi anatomía. En primer plano y de verdad.