Joe hizo girar el volante describiendo una U en mitad de la calle de Gabrielle. La llanta derecha subió a la acera mientras se arrancaba el parche de nicotina de la cintura y lo arrojaba por la ventanilla. Se puso las gafas de sol y buscó en la guantera hasta que encontró una cajetilla de Marlboro. Sacó un cigarrillo y lo encendió con el Zippo. Una nube de humo se extendió hacia el parabrisas cuando tomó una honda calada. Apretaba la mandíbula con tanta fuerza que le rechinaban los dientes. No sabía cómo explicaría la nueva abolladura del Chevy. Una abolladura que era exactamente del tamaño de su pie. Le hubiera gustado patearse el culo si eso fuera humanamente posible.
El arresto más importante de su vida y la había jodido. Se lo había perdido porque estaba manteniendo relaciones sexuales con su colaboradora. No importaba que tal vez técnicamente ella ya no lo fuera en el momento de la penetración; él estaba de servicio y no habían podido localizarle desde comisaría. Habría preguntas. Y no tenía las respuestas. Ninguna que quisiera dar a preguntas como: «¿Dónde diablos te has metido, Shanahan?»
Y qué podía decir: «Bueno, capitán, como se suponía que el arresto sería a las tres, pensé que tenía un montón de tiempo libre para tirarme a mi colaboradora.» Joe se rascó la frente y continuó pensando. «Y oye, tiene un polvo de lo más increíble, después de hacerlo la primera vez me puse cachondo de nuevo y tuve que repetir. Y la segunda vez fue tan espectacular que pensé que iba a necesitar reanimación. Y capitán, te aseguro que no sabes lo que es realmente una ducha hasta que no has sido enjabonado y acariciado por Gabrielle Breedlove.» Si admitiera eso, probablemente tendría que devolver la placa y convertirse en guardia de seguridad.
Otra nube de humo llenó el coche cuando Joe exhaló. Existía la posibilidad de que nadie descubriese su relación con Gabrielle. Él ciertamente no pensaba difundir el incidente ni siquiera para descargar la conciencia. Pero ella podría hacerlo y entonces estaría jodido. Cuando el caso fuera a juicio, podía imaginar al abogado defensor de Kevin acosándole con preguntas del tipo: «¿No es verdad, detective Shanahan, que ha mantenido relaciones sexuales con su colaboradora, la socia de mi cliente? ¿Y no podría ser todo esto un montaje contra mi cliente por celos?»
Tal vez los almacenes K-mart necesitaran a alguien para vigilar las tiendas por la noche.
A Joe le llevó quince minutos y otro cigarrillo aparcar el Chevy delante de la comisaría. Cerró los puños con fuerza y los metió en los bolsillos de los pantalones controlando su cólera. La primera persona que encontró camino de las taquillas fue el capitán Luchetti.
– ¿Dónde diablos te has metido? -ladró Luchetti, pero no había garra tras sus palabras. El capitán parecía diez años más joven que el día anterior y lo cierto era que sonreía por primera vez desde el robo Hillard.
– Ya sabes dónde. -Joe y otro detective habían pasado la noche anterior y las primeras horas de la mañana estudiando los planes del departamento para el arresto. Habían hecho planes de emergencia. Planes que obviamente habían puesto en marcha sin él-. Fui a casa de la señorita Breedlove para avisarla del arresto de Carter. ¿Dónde lo habéis metido?
– Carter y Shalcroft están aún con Miranda. No quieren hablar -contestó Luchetti, mientras caminaban por el pasillo hacia las salas de interrogatorios. Durante los diez días anteriores, el ambiente en el edificio había sido sombrío y lleno de tensión. Ahora todos los que pasaban por delante de Joe, desde detectives a sargentos, lucían una gran sonrisa. Todo el mundo respiraba con alivio menos Joe. No con el culo tan cerca de la trituradora-. ¿No hueles a flores? -preguntó Luchetti.
– No huelo nada.
El capitán se encogió de hombros.
– No pudimos localizarte.
– Bueno, es porque no tenía el busca encima. -Lo cual era básicamente cierto. El busca estaba en los pantalones y no los tenía puestos cuando sonó-. No sé cómo pudo haber ocurrido.
– Ni yo. No entiendo cómo un detective con nueve años de experiencia puede andar sin el busca. Cuando supimos que Carter había cambiado la hora de la reunión y vimos que no podíamos localizarte enviamos una patrulla a esa tienda de la calle Decimotercera. El oficial informó que llamó en las dos puertas, pero no contestó nadie.
– No estaba allí.
– Enviamos a alguien a su casa. Tenías el coche aparcado fuera, pero nadie abrió la puerta.
Cielo Santo. No había oído a nadie llamando, pero, por supuesto, en algunos momentos clave ni se habría enterado de una banda de música tocando a medio metro de su culo.
– Ha debido de ser cuando salimos para desayunar -improvisó-. Fuimos en el coche de la señorita Breedlove.
Luchetti se detuvo en la puerta de la habitación.
– ¿Le contaste lo de Carter y tenía ganas de desayunar? ¿Se sentía con ánimos para conducir?
Era el momento de cambiar de táctica. Miró de frente al capitán y dejó escapar la cólera que había estado conteniendo.
– ¿Estás tratando de tocarme las pelotas, Luchetti? El robo Hillard es el caso más importante del departamento y me perdí el jodido arresto porque estaba haciendo de canguro de un colaborador. -Dejar escapar parte de la furia lo hizo sentir condenadamente bien-. He trabajado muy duro en este caso y he currado un montón de horas extra. Tuve que aguantar las sandeces de Carter todos los días y quería ponerle las esposas yo mismo. Merecía estar allí y no sabes cuánto me jode habérmelo perdido. Así que si estás tratando de hacerme sentir como un gilipollas, ya puedes olvidarte. No puedes hacer que me sienta peor.
Luchetti se balanceó sobre los talones.
– De acuerdo, Shanahan, lo dejaré pasar a menos que vuelva a surgir el tema.
Dios no lo quiera. Joe no podía explicar lo que había pasado entre Gabrielle y él. Ni siquiera se lo podía explicar a sí mismo.
– ¿Estás seguro de que no hueles a flores? -preguntó Luchetti, y olfateó el aire-. Algo como el perfume de lilas de mi esposa.
– Joder, no huelo nada. -«Lo sabía. Sabía que olía como una chica»-. ¿Dónde está Carter?
– En la tres, pero no habla.
Joe se dirigió a la sala de interrogatorios y abrió la puerta. Y allí estaba Kevin sentado con una mano esposada a la mesa.
Kevin levantó la vista y torció la boca con desprecio.
– Cuando uno de los polis me dijo que había un detective infiltrado trabajando en Anomaly supe que tenías que ser tú. Desde el primer día me di cuenta de que eras un perdedor.
Joe apoyó un hombro contra el marco de la puerta.
– Quizá, pero no soy el perdedor que atraparon con el Monet del Sr. Hillard, ni el perdedor que llenó su casa de antigüedades robadas. Tampoco soy el perdedor que va a pasar de quince a treinta años en la prisión estatal. Ese perdedor eres tú.
La cara pálida de Kevin palideció aún más.
– Mi abogado me sacará de aquí.
– Creo que no. -Joe se apartó para dejar entrar al jefe Walker en la sala-. No existe abogado tan bueno.
El jefe se sentó en la mesa frente a Kevin con una voluminosa carpeta llena de documentos. Joe sabía que algunos no tenían nada que ver con Kevin. Una de las más antiguas tácticas policiales era hacer creer a un criminal que tenía un grueso expediente.
– Shalcroft está colaborando más que usted -comenzó Walker, lo cual, supuso Joe, tenía tantas posibilidades de ser mentira como verdad. Él también creía que cuando Kevin viera la cantidad de pruebas que había contra él cantaría rápidamente. Si no le quedaba más remedio, Kevin Carter se preocuparía sólo de salvar su propio pellejo. Sin duda daría el nombre del ladrón que había contratado para robar la pintura y el de los demás involucrados.
– Deberías pensar seriamente en cooperar antes de que sea demasiado tarde -sugirió Joe.
Kevin se recostó en la silla y ladeó la cabeza.
– Vete a la mierda.
– De acuerdo, piensa en esto. Mientras tú estés en una cómoda celda de la cárcel yo me iré a casa a celebrarlo con una buena barbacoa.
– ¿Con Gabrielle? ¿Sabe ella quién eres en realidad? ¿O sólo la utilizaste para acercarte a mí?
El peso de la culpa se le asentó en el estómago. Culpa y el mismo sentimiento protector que había sentido la noche que había visto a Gabrielle colgar de la terraza. Aquello lo cogió desprevenido y se impulsó desde la puerta.
– No me hagas hablar de quien ha utilizado a Gabrielle. Tú lo has hecho durante años sólo para tener una tapadera. -En ese momento sintió que el estómago revuelto era por algo más que el deber de proteger a su colaboradora, pero no estaba de humor para pensar en ello.
Kevin se dio la vuelta.
– Estará bien.
– Cuando hablé con ella esta mañana, no lo parecía.
Kevin se volvió y por primera vez le brilló en los ojos algo más que arrogante beligerancia.
– ¿Qué le dijiste? ¿Qué sabe?
– Lo que sabe no debe preocuparte. Todo lo que necesitas saber es que yo estaba en Anomaly para cumplir con mi deber.
– Sí, seguro -se burló él-. Cuando tenías a Gabe contra la pared con la lengua dentro de su boca haciéndola gemir me pareció algo más que deber.
Walker levantó la mirada y Joe sonrió con facilidad.
– Algunos días fueron mejores que otros. -Se encogió de hombros y sacudió la cabeza como si Kevin sólo dijese tonterías-. Sé que estás muy cabreado conmigo, pero voy a darte un consejo. Puedes seguirlo o puedes mandarme a la mierda otra vez, a mí me da lo mismo, pero ahí va: no eres la clase de tío que se deje joder por nadie y ahora no es el momento de tener escrúpulos. El barco se está hundiendo, amigo, o te salvas o te ahogas con las demás ratas. Sugiero que elijas la primera opción antes de que sea demasiado tarde. -Miró a Kevin por última vez, luego salió de la habitación y se dirigió a las celdas.
En contra de lo que había dicho el jefe a Kevin, William Stewart Shalcroft no cooperaba en lo más mínimo. Estaba sentado en la celda esperando impacientemente con la mirada fija en los barrotes. La luz del techo formaba una sombra grisácea en su cabeza calva. Joe observó al traficante de arte esperando sentir el subidón de adrenalina que le haría rugir la sangre. El subidón que siempre surgía en el momento de hacer cantar a un estafador pese a la advertencia de que cualquier cosa que dijera se usaría en su contra. El subidón no llegó. En su lugar, Joe sólo se sintió cansado. Mental y físicamente.
La energía que llenaba la comisaría lo mantuvo despierto y alerta el resto del día. Escuchó los detalles del arresto de Kevin y Shalcroft, y luego algo más sobre la historia que fue procesada y reprocesada de principio a fin manteniendo su mente ocupada para no pensar demasiado en Gabrielle y lo que tenía intención de hacer con ella.
– ¿Alguien trajo flores? -preguntó Winston en el pasillo.
– Es cierto, huele a eso -añadió Dale Parker, el detective novato.
– No huele a nada, joder -ladró Joe a sus compañeros, luego enterró la nariz en el trabajo de oficina.
Se pasó el resto de la tarde oliendo a lilas y esperando que el hacha cayera sobre su cuello. A las cinco, agarró la pila de papeles del escritorio y se fue a casa.
Sam estaba en su jaula al lado de la puerta principal.
– Hola, Joe -lo saludó tan pronto como éste entró.
– Hola, amigo. -Joe lanzó las llaves y el montón de papeles sobre la mesa delante del sofá, luego dejó salir a Sam de la jaula.
– ¿Qué tal la tele hoy?
– JER…ry JER…ry -chilló Sam saliendo por la puerta de alambre y volando a la parte superior del gimnasio de roble.
Joe no había permitido que Sam viera a Springer durante varios meses. No desde que había adquirido un lenguaje soez para hacer alarde de él en los momentos más inoportunos.
– Tu madre es una bola de grasa.
– Jesús -suspiró Joe, hundiéndose en el sofá. Había pensado que Sam había olvidado aquello.
– Compórtate -imitó desde su percha sobre la tele.
Joe recostó la cabeza contra el respaldo y cerró los ojos. Su vida se iba al garete. Había arriesgado su carrera y aún había posibilidades de que su trabajo estuviera en peligro. Estaba de mierda hasta el cuello y su pájaro tenía una boca sucia. Todo estaba fuera de control.
Sin trabajo que lo distrajera, volvió a pensar en Gabrielle, en el día que la había arrestado. Su opinión sobre ella había dado un giro de ciento ochenta grados en menos de una semana. La respetaba y se sentía realmente mal porque lo más probable era que tuviera razón sobre el negocio. Su nombre y la tienda estaban ahora vinculados al robo más infame del estado. Probablemente tendría que cerrar, pero gracias a su pequeño y hábil abogado, no lo perdería todo. Al menos esperaba que no lo hiciera.
Y luego pensó en esa deliciosa boca sobre la suya y sus pezones duros contra su torso. En sus caricias sobre su espalda y abdomen. El pene en su mano mientras lo frotaba contra la piel tersa del estómago y sobre el aro del ombligo. Casi había eyaculado allí mismo. Todavía podía ver los pendientes de perlas entre su pelo mientras la miraba a la cara y sentir el calor de su cuerpo bajo el suyo. Era bella con ropa y asombrosa sin ella. Había conmocionado su mundo fundiendo su mente, y si fuese cualquier otra mujer estaría tratando de encontrar una forma de desvestirla otra vez, y otra. Estaría en el coche camino de su casa para obligarla a desnudarse y ponérsele a horcajadas sobre el regazo.
Ella le gustaba un poco. Bueno, le gustaba mucho. Muchísimo. Pero que una mujer le gustara muchísimo no significaba que la amara. Incluso aunque una relación con ella no fuera tan jodidamente complicada, Gabrielle no era el tipo de mujer con la que se veía sentando cabeza. No quería lastimarla, pero tenía que mantenerse alejado de ella.
Inspirando profundamente, se mesó el pelo con los dedos, luego dejó caer las manos en el regazo. Tal vez no tenía nada de qué preocuparse. Nada por lo que sentirse culpable. Ella no tenía por qué esperar nada. Era mayorcita. Una chica lista. Probablemente sabía que lo de la cama, lo del suelo y lo de la ducha había sido un error garrafal. Seguramente temía volver a verlo. Habían sentido algo intenso durante un par de horas, algo realmente bueno, pero no podía ocurrir de nuevo. Ella también lo sabía. Tenía que saber que no había ninguna posibilidad de que mantuvieran una relación.
Con las cortinas echadas y las luces apagadas, Gabrielle se sentó sola en la oscura sala de estar y miró las noticias locales de las cinco y media. El robo Hillard era de nuevo la noticia del día, sólo que esta vez la fotografía de Kevin ocupaba la pantalla en primer plano.
– Un hombre de la localidad fue arrestado hoy acusado del mayor robo de la historia del estado. El empresario Kevin Carter… -comenzaron las noticias. A continuación salieron unas imágenes de Anomaly y describieron el desarrollo de la operación. Mostraron a un policía sacando el escritorio, el ordenador y los archivadores de Kevin. Habían registrado la tienda buscando objetos robados. Ella sabía todo lo que habían hecho porque había estado allí. Después de vestirse había conducido hasta la tienda y los había observado. Ella, Mara, Francis y su abogado, Ronald Lowman. Uno junto a otro. Todos excepto Joe.
Joe no había vuelto.
La historia ocupó toda la emisión. La foto de William Stewart Shalcroft apareció en una esquina y la de Kevin en la otra mientras un portavoz de la policía respondía a algunas preguntas.
– Tuvimos un colaborador -dijo, pero no mencionó su nombre ni que era inocente-. Hemos mantenido al señor Carter bajo vigilancia durante algún tiempo.
Gabrielle oprimió el botón de apagado del mando a distancia y lo dejó en el sofá al lado del teléfono inalámbrico.
Joe ni siquiera había llamado.
Toda su vida se estaba desmoronando a su alrededor. Su socio, un hombre en el que confiaba lo suficiente como para considerarlo un amigo muy querido, era un ladrón. Aunque las noticias no habían mencionado su nombre, cualquiera que la conociera asumiría que ella era culpable por asociación. Ronald y ella habían discutido brevemente las opciones que tenía, como cerrar la tienda y abrirla bajo otro nombre, pero no sabía si tendría ánimo para comenzar de nuevo otra vez. Pensaría en ello una vez que se calmaran los ánimos y se le aclararan las ideas.
Sonó el teléfono que tenía a su lado en el sofá y sintió un vuelco en el estómago.
– Diga -contestó antes de que timbrase una segunda vez.
– Acabo de ver las noticias -comenzó su madre-. Voy para allá.
Gabrielle se tragó la decepción.
– No, no lo hagas. Me pasaré por tu casa cuando pueda.
– ¿Cuándo?
– Esta noche.
– No deberías estar sola.
– Estoy esperando a Joe -dijo ella; no estaría sola.
Después de que colgara el teléfono, llenó el baño. Añadió lavanda e ylang-ylang, y colocó el teléfono al lado de la bañera, pero cuando sonó otra vez, tampoco era Joe.
– ¿Viste las noticias? -empezó Francis.
– Las vi. -Gabrielle se tragó la decepción por segunda vez-. Oye, ¿te importa si te llamo yo dentro de un rato? Estoy esperando que me llame Joe.
– ¿Por qué no le llamas tú?
Porque no tenía el número de su casa y tampoco estaba en la guía. Lo había mirado. Dos veces.
– No, estoy segura de que llamará cuando salga del trabajo. Probablemente no podrá hablar conmigo sobre el caso hasta entonces. -O sobre ellos. Sobre lo que ocurriría ahora.
Después de que Francis colgara, Gabrielle salió de la bañera y se puso un par de pantalones cortos color caqui y una camiseta blanca. Se dejó el pelo suelto porque pensó que a él le gustaría más de ese modo. Ni siquiera intentó convencerse a sí misma de que no estaba esperando su llamada. No importaba cuánto lo intentara, nunca sería una mentirosa consumada. Con cada tictac del reloj, se le tensaban más los nervios.
A las siete y media, un minusválido vendiendo bombillas tuvo la desgracia de llamar.
– ¡No! -chilló ella al teléfono-. ¡He tenido un día realmente malo! -colgó y se hundió en el sofá. Cierto, acababa de ganarse el peor karma imaginable. ¿Qué clase de mujer gritaba a un discapacitado?
El tipo de mujer cuya vida estaba en la cuerda floja, y que debería haber sido más escrupulosa con su negocio y su vida amorosa, pero no lo había sido. El tipo de mujer que estaba a punto de perder los nervios y que sabía en lo más profundo de su ser que si podía perderse en los brazos de Joe todo estaría bien.
Si quería hablar con él, tendría que llamar a la comisaría de policía o dejarle un mensaje en el busca. Había hecho el amor con él, y él le había tocado el corazón como nadie había hecho nunca. Había tocado su cuerpo, consiguiendo una respuesta que ella jamás había experimentado. Había sido algo más que sexo. Lo amaba, pero tenía el alma en vilo al no saber lo que él sentía por ella. La incertidumbre la estaba volviendo loca y aquello era peor que cualquier cosa que hubiera sentido en su vida.
Habían hecho el amor, luego él había salido corriendo de su casa como alma que lleva el diablo. Y sí, sabía que él no había tenido otra opción. La lógica le decía que su precipitada partida no había sido decisión suya, pero ni siquiera le había dado un beso de despedida. Ni siquiera había mirado hacia atrás.
Sonó el timbre de la puerta y dio un brinco. Cuando miró por la mirilla, Joe le devolvió la mirada desde detrás de sus galas de sol. Contuvo el aliento y el dolor se le asentó en el corazón como si hubiera tragado aire.
– Joe -dijo abriendo la puerta.
Luego fue incapaz de pronunciar otra palabra por la emoción que la embargaba. La hambrienta mirada de Gabrielle lo recorrió de arriba abajo, desde el pelo oscuro, pasando por la camiseta negra y los vaqueros, a la punta de las botas negras. Devolvió la mirada a esa cara intensamente masculina con la sombra característica de la barba de última hora de la tarde y las delgadas líneas de su boca sensual. La boca sensual con la que él le había besado el interior del muslo hacía menos de doce horas.
– ¿Viste las noticias? -preguntó, y había algo en su voz, algo en la manera en que se comportaba que hizo sonar campanas de alarma en su cabeza-. ¿Has hablado con tu abogado?
Finalmente, ella encontró la voz.
– Sí. ¿Quieres entrar?
– No, no es una buena idea. -Retrocedió hasta el borde de los escalones-. Pero quería hablar contigo sobre lo que sucedió entre nosotros esta mañana.
Ella supo lo que iba a decir antes de que abriera la boca.
– No me digas que lo sientes -le advirtió, porque no creía que su corazón pudiera soportar sentir su lástima como si lo que habían compartido fuera un error- No me digas que nunca debería haber ocurrido.
– No decirlo no hace que no sea así, Gabrielle. Lo que sucedió fue culpa mía. Eras mi colaboradora y hay procedimientos y políticas estrictas respecto a eso. Violé todas las reglas. Si quieres hablar con alguien de asuntos internos, puedo decirte con quién debes contactar.
Ella se miró los dedos desnudos de los pies, luego subió los ojos hasta su reflejo en las gafas. Él hablaba de reglas otra vez. A ella no le preocupaban las reglas ni los procedimientos, ni quería hablar con nadie que no fuera él. Joe hablaba de lo que habían hecho, pero no de cómo se sentía. Puede que no la amara, pero tenía que sentir el vínculo entre ellos.
– Me equivoqué y lo siento.
Eso le hacía daño, pero no tenía tiempo de lamerse las heridas. Si no se lo decía, nunca sabría lo que ella sentía por él. Si Joe se marchaba ahora sin que le dijera nada, siempre se preguntaría si el habérselo dicho hubiera podido cambiar las cosas.
– No lo sientas. Puede que no lo sepas, pero no me acuesto con cualquiera. Supongo que no puedo esperar que lo creas después de lo que sucedió esta mañana, pero tengo que tener sentimientos muy profundos por un hombre para liarme con él.
Joe apretó los labios en una línea recta, pero ella había llegado demasiado lejos para detenerse ahora.
– No sé cómo ocurrió -continuó-, hasta hace unos días, no sabía siquiera que me gustabas. -Con cada palabra que pronunciaba, él fruncía más el ceño-. En realidad nunca me he enamorado antes. Bueno, creí estarlo hace años de Fletcher Wiseweaver, pero lo que sentía por él no se puede comparar con lo que siento por ti. Nunca he sentido nada así.
Joe se quitó las gafas de sol y se masajeó las sienes y la frente.
– Has tenido un mal día, y creo que estás confundida.
Gabrielle miró sus ojos cansados, a sus iris color chocolate.
– No me trates como si no supiera lo que siento. Soy adulta, no confundo amor y sexo. Sólo hay una explicación para lo que sucedió hoy. Estoy enamorada de ti.
Él dejó caer la mano, palideció y un embarazoso silencio se extendió entre ellos.
– Acabo de decir que estoy enamorada de ti. ¿No tienes nada que decir?
– Sí, pero no creo que quieras oírlo.
– Deja que yo lo decida.
– Hay otra explicación que hace que todo tenga sentido. -Él se frotó la nuca y dijo-: Teníamos que hacernos pasar por novios. Las cosas se calentaron muy rápido, y nos metimos de lleno en la situación. Los límites se confundieron y empezamos a creérnoslo. Fuimos demasiado lejos.
– Quizá tú estés confundido, pero yo no lo estoy. -Ella negó con la cabeza-. Tú eres mi yang.
– ¿Perdón?
– Tú eres mi yang.
Él dio otro paso atrás bajando los escalones del porche.
– ¿Que soy qué?
– La otra mitad de mi alma.
Él se puso de nuevo las gafas para volver a ocultar la mirada.
– No lo soy.
– No me digas que no sientes la conexión entre nosotros. Tienes que sentirla.
Él negó con la cabeza.
– No. No creo en todo eso de unir almas o ver grandes auras rojas. -Retrocedió otro paso, bajando a la acera-. En unos días te alegrarás de que esté fuera de tu vida. -Respiró hondo y exhaló lentamente-. Ocúpate de ti misma, Gabrielle Breedlove -dijo, y dando media vuelta se marchó.
Ella abrió la boca para llamarle, para decirle que no la dejara, pero aferrándose al último jirón de orgullo y amor propio entró en la casa cerrando la puerta a la imagen de sus anchos hombros alejándose de ella para salir de su vida. Sintió como si le hubieran clavado un puñal en el corazón y cuando el primer sollozo escapó de su garganta se asió la camiseta sobre el pecho izquierdo. Se suponía que eso no tenía que ocurrir. Una vez encontrado el yang, se suponía que él la conocería, la reconocería. Pero no lo había hecho y nunca habría imaginado que su alma gemela no retribuyera su amor. Ni que su rechazo pudiera doler tanto.
Se le nubló la vista y se derrumbó contra la puerta. Se había equivocado. Hubiera sido mejor no saber que él no la amaba.
¿Qué se suponía que tenía que hacer ahora? Su vida era un caos total. Su negocio era una ruina, su socio estaba en la cárcel y su compañero del alma no sabía que lo era. ¿Cómo se suponía que debía seguir viviendo cuando se estaba muriendo por dentro? ¿Cómo podría vivir en la misma ciudad sabiendo que él estaba allí fuera en algún sitio y no la quería?
Obviamente se había equivocado en otra cosa; la incertidumbre no era lo peor que había sentido en su vida.
Sonó el teléfono y lo cogió al cuarto timbrazo.
– ¿Diga? -dijo, su voz sonó vacía y distante incluso a sus propios oídos.
Pasó un rato antes de que contestase su madre.
– ¿Qué ha pasado desde la última vez que hablamos?
– Eres adivina, ¿por qué no me lo dices tú? -Se le entrecortó la voz y soltó un sollozo-. Cuando me dijiste que me veías con un amante apasionado, ¿por qué no me dijiste que me rompería el corazón?
– Voy ahora mismo a recogerte. Mete algunas cosas en una maleta y te llevaré a casa de Franklin. Él te hará compañía.
Gabrielle tenía veintiocho años, veintinueve en enero, pero ir a casa de su abuelo nunca había sonado tan bien.