Capítulo5

A Gabrielle se le pusieron los pelos de punta al mirar cómo el detective Shanahan colocaba un microtransmisor dentro del auricular del teléfono. Luego, Joe tomó un destornillador y volvió a ponerlo todo en su lugar.

– ¿Ya está? -susurró.

Había una caja de herramientas abierta a sus pies y dejó caer dentro el destornillador.

– ¿Por qué estás susurrando?

Ella se aclaró la garganta y dijo:

– ¿Acabaste, detective?

Él la miró por encima del hombro y colocó el teléfono en el soporte.

– Llámame Joe, soy tu amante, ¿recuerdas?

Gabrielle había pasado toda la noche tratando de olvidarlo.

– Novio.

– Da lo mismo.

Ella intentó no poner los ojos en blanco, pero fracasó.

– Dime… -hizo una pausa y exhaló un suspiro-, Joe, ¿estás casado?

Él se volvió a mirarla y descansó el peso en un pie.

– No.

– ¿Alguna chica afortunada de la que estés enamorado?

Él cruzó los brazos sobre la camiseta gris.

– En este momento, no.

– ¿Has roto con alguien recientemente?

– Sí.

– ¿Cuánto tiempo llevabais juntos?

La mirada de Joe bajó a la blusa color turquesa con grandes mariposas verdes y amarillas en el pecho.

– ¿Qué importancia tiene eso?

– Solamente trato de mantener una conversación agradable.

Él levantó la mirada a la cara otra vez.

– Dos meses.

– ¿En serio? ¿Cómo es posible que tardara tanto en recuperar la cordura?

Él entornó los ojos y se inclinó hacia ella.

– ¿Estás loca? ¿Es eso lo que te pasa? Estás de mierda hasta el cuello y soy el único que puede ayudarte. En lugar de cabrearme, deberías intentar buscar mi lado bueno y llevarte bien conmigo.

Apenas eran las nueve de la mañana y Gabrielle ya había tenido suficiente detective Shanahan para nueve años. Estaba harta de que le dijera que estaba loca, y de que se burlara de sus creencias personales. Harta de que la tratara mal, obligándola a ver cómo ponía un micro en el teléfono o a ser su colaboradora. Lo miró fijamente, para provocarlo todavía más. Normalmente trataba de ser una buena persona, pero no se sentía demasiado amable esa mañana. Apoyó las manos en las caderas y decidió jugarse el todo por el todo.

– Tú no tienes lado bueno.

Joe deslizó la mirada lentamente por su cara, luego miró un punto por encima del hombro de Gabrielle. Cuando volvió a clavar los oscuros ojos en ella habló con voz ronca y sexy.

– Eso no es lo que decías anoche.

«¿Anoche?»

– ¿De que estás hablando?

– Desnuda en mi cama, rodando entre las sábanas, gritando mi nombre y alabando a Dios al mismo tiempo.

Gabrielle apretó los puños.

– ¿Eh? -Antes de que pudiera comprender lo que estaba haciendo, Joe le tomó la cara entre las manos y la atrajo hacia él.

– Bésame, cariño -dijo calentándole la mejilla con el aliento-. Dame tu lengua.

«¿Bésame, cariño?» Alucinada, Gabrielle no pudo hacer otra cosa que quedarse rígida como un maniquí. El olor a sándalo la envolvió cuando su boca descendió y cubrió la de ella. Plantó suaves besos en las comisuras de sus labios, acariciándole la cara con las cálidas manos mientras sus dedos se enredaban en su pelo. Sus ojos castaños colmaron los suyos, duros e intensos, en contradicción con su boca caliente y sensual. La punta de la lengua le tocó el borde de los labios y Gabrielle se quedó sin respiración. Sintió una sacudida en todo el cuerpo, un cálido estremecimiento que la recorrió de arriba abajo, curvándole los dedos de los pies y estrellándose contra la boca de su estómago. El beso era tierno, casi dulce, y ella luchó por mantener los ojos abiertos, luchó por recordarse que los labios que acariciaban los suyos, como si fueran los de un amante, pertenecían a un duro policía envuelto en un aura negra. Pero en ese momento, su aura no parecía negra. Era roja, de un intenso rojo-pasión, su pasión, que los rodeaba y la obligaba a rendirse a su tacto persuasivo.

Perdió la batalla. Los ojos se le cerraron involuntariamente y abrió los labios sin poder resistirse. Él incitó su boca con suavidad, y su lengua tocó la de ella caliente y atrevida, buscando una respuesta. Ella presionó su boca contra la de él, profundizando aún más el beso, entregándose a las sensaciones que despertaban en ella. Él olía bien. Y sabía mejor. Se apoyó contra él, pero Joe le apartó las manos de la cara y terminó el beso.

– Se ha ido -dijo en un susurro.

– Hummm. -El aire fresco le acarició los labios húmedos y abrió los ojos-. ¿Qué?

– Kevin.

Gabrielle parpadeó varias veces antes de que la mente comenzara a despejársele. Miró detrás de ella, pero ellos eran los únicos que estaban en la habitación. Desde el otro lado de la tienda, llegó el claro sonido de la caja registradora.

– Estaba en la puerta.

– Ah. -Ella se volvió hacia él, pero fue incapaz de mirarle a los ojos-. Sí, me lo imaginaba -masculló, y se preguntó desde cuándo mentir le resultaba tan fácil. Pero sabía la respuesta; desde que el detective Shanahan la había abordado en Julia Davis Park. Pasó por su lado dirigiéndose al escritorio y se sentó antes de que se le doblaran las rodillas.

Se sentía deslumbrada y un poco desorientada, como cuando había intentado meditar boca abajo, y había terminado cayéndose de bruces.

– Hoy tengo que encontrarme con el representante de Silver Winds, así que probablemente no estaré aquí entre las doce y las dos. Tendrás que arreglártelas solo.

Él se encogió de hombros.

– No hay problema.

– ¡Genial! -dijo ella con demasiado entusiasmo. Cogió el primer catálogo que había sobre el montón y lo abrió por la mitad. No tenía ni idea de qué estaba mirando, su mente estaba demasiado ocupada reviviendo los últimos y humillantes momentos. La había besado para silenciarla delante de Kevin, y ella se había derretido como mantequilla bajo sus labios. Le temblaron las manos y las bajó al regazo.

– Gabrielle.

– ¿Sí?

– Mírame.

Se forzó a mirarlo y no le sorprendió encontrar un ceño en su oscura cara.

– No sabías por que te daba ese beso, ¿verdad? -preguntó lo suficientemente bajo para que no se oyera fuera de la habitación.

Ella negó con la cabeza y se puso el pelo detrás de la oreja.

– Sabía por qué lo estabas haciendo.

– ¿Cómo? Estabas de espaldas a él. -Él se inclinó para coger la caja de herramientas y el taladro, luego la miró otra vez-. Ah, es cierto, lo olvidaba. Eres adivina.

– No, no lo soy.

– Vaya, es un alivio.

– Pero mi madre sí lo es.

Su ceño se hizo más profundo, luego se volvió hacia la puerta mientras mascullaba algo en voz baja que sonó como:

– Dios me libre.

Mientras él salía de la oficina, Gabrielle paseó la mirada por los pequeños rizos de la nuca, por sus anchos hombros y más abajo, por la espalda de la camiseta gris remetida dentro de los Levi's. Una cartera abultaba el bolsillo derecho de sus pantalones vaqueros y los tacones de sus botas resonaban pesadamente sobre el linóleo.

Gabrielle colocó los codos sobre el escritorio y ocultó la cara entre las manos. No es que fuera una gran creyente en los chakras, pero estaba firmemente convencida de que era necesaria una relación armónica entre cuerpo, mente y espíritu. Y en ese momento, ella tenía los tres en un estado completamente caótico. Su mente estaba horrorizada ante la reacción física de su cuerpo hacia el detective, y su espíritu se hallaba completamente confundido por la dicotomía.

– Supongo que ya es seguro entrar.

Gabrielle dejó caer las manos, y miró a Kevin mientras entraba en la habitación.

– Lo siento -dijo ella.

– ¿Por qué? No sabías que llegaría a trabajar temprano. -Él colocó el maletín sobre el escritorio y las palabras que dijo a continuación aumentaron sin pretenderlo la sensación de culpabilidad-. Joe es un semental, lo entiendo.

No sólo era que estuviera traicionando su amistad con Kevin sino que ahora sin proponérselo, él lo había empeorado todo excusando su comportamiento con el hombre que le había pinchado el teléfono esperando descubrir algo incriminador. Kevin, claro está, no sabía qué clase de alimaña era Joe y ella no podía decírselo.

– Oh, Señor -suspiró ella y descansó otra vez la mejilla sobre la mano. Para cuando la poli los eliminara de la lista de sospechosos ella estaría tan loca como el detective aseguraba.

– ¿Qué ocurre? -preguntó Kevin rodeando el escritorio y cogiendo el teléfono.

– No lo puedes usar ahora -dijo, deteniéndole para salvarle de la gran alimaña.

Él retiró la mano.

– ¿Tienes que llamar?

¿Qué estaba haciendo? Él no era culpable. Lo único que escucharía la policía serían llamadas de negocios, lo cual era casi tan excitante como mirar secarse la pintura. Sus llamadas eran tan aburridas que verían que todo estaba bien. Pero… Kevin tenía varias novias y algunas veces cuando Gabrielle entraba en la oficina, él le daba la espalda y cubría el auricular con la mano como si lo hubiera pillado contando intimidades de su vida amorosa.

– No, no necesito llamar ahora mismo, pero no… -hizo una pausa, preguntándose cómo rescatarle de aquella situación sin sonar demasiado ambigua o demasiado específica. ¿Cómo podía hacerlo sin decirle que la policía escuchaba a escondidas sus llamadas?-. Simplemente no te pongas demasiado personal, ¿vale? -continuó-. Si tienes que decirle algo realmente íntimo a tu novia, tal vez deberías esperar hasta llegar a casa.

Kevin la miró de la misma manera que la miraba Joe, como si estuviera loca de atar.

– ¿Que pensabas que iba a hacer? ¿Una llamada obscena?

– No, pero no creo que debas hablar de cosas íntimas con tus novias. Te lo digo porque esto es un negocio.

– ¿Hablas en serio? -Cruzó los brazos sobre la chaqueta y achicó los ojos azules-. ¿Y qué pasa contigo? Hace unos minutos tenías la lengua dentro de la boca del manitas.

No importaba que Kevin se enfadara con ella, algún día se lo agradecería.

– Almuerzo con el representante de Silver Winds -dijo, cambiando de tema a propósito-. Me iré dentro de dos horas.

Kevin se sentó y encendió el ordenador, sin decir nada más. No le dirigió la palabra mientras comprobaba los recibos, ni cuando -intentando agradarle- ordenó su parte de la oficina.

Las tres horas que faltaban para la cita del almuerzo se le hicieron eternas. Rellenó el vaporizador de porcelana de lavanda y salvia, hizo algunas ventas y durante todo el rato no le quitó el ojo de encima al detective que desmantelaba las estanterías en la pared de la derecha.

Lo vigiló para asegurarse de que no ponía más escuchas, ni sacaba un revólver de su bota, ni disparaba a nadie; desde luego no lo miraba para observar sus bíceps tensos bajo la camiseta mientras desarmaba las pesadas piezas de la estantería, o sus hombros anchos y musculosos cuando trasladaba las piezas a la trastienda, o el movimiento continuo de su mano para guardar los tornillos dentro de la bolsita que colgaba del cinturón de herramientas.

Incluso aunque no lo observara sabía cuándo salía de la habitación y cuándo volvía a entrar. Sentía su presencia como la invisible atracción de un agujero negro, se entretuvo despachando a los clientes o dedicándose a la interminable tarea de quitar el polvo. De esa manera evitó hablar con él excepto lo estrictamente necesario.

A las diez, la tensión le había provocado dolor de cabeza y, a las once y media, tenía un tic en el rabillo del ojo derecho. Finalmente, a las doce menos cuarto, agarró su pequeña mochila de cuero y, tensa como una cuerda, salió de la tienda bajo la brillante luz del sol. Sintió como si le hubieran concedido la libertad condicional después de diez años en chirona.

Se reunió con el representante de Silver Winds en un restaurante del centro, se sentaron en la terraza y discutieron sobre collares de plata y pendientes. Una leve brisa agitaba la sombrilla verde por encima de sus cabezas mientras el tráfico circulaba por la calle de abajo. Ella pidió su plato favorito, pollo frito, y un vaso de té helado confiando en que el dolor de cabeza se le pasara durante la comida.

El tic del ojo desapareció, pero fue incapaz de relajarse completamente. No importaba cuánto lo intentara, no podía encontrar su equilibrio interior ni rearmonizar cuerpo y espíritu. No importaba cuánto se opusiera, sus pensamientos regresaban una y otra vez a Joe Shanahan, y a las muchas formas en que el detective podría malinterpretar un error de Kevin mientras ella estaba ausente. No creía que hubiera ni una pizca de bondad en el musculoso cuerpo del detective Joseph Shanahan, casi esperaba volver y encontrar al pobre Kevin esposado a una silla.

Pero al regresar a la tienda, dos horas más tarde, se encontró con lo último que esperaba. Risa. Kevin y Mara estaban de pie junto a la escalera, sonriendo abiertamente a Joe Shanahan como si fueran amigos de toda la vida.

Su socio no estaría tan campante si supiera que había un poli decidido a meterle en chirona. Y Gabrielle sabía que Kevin odiaría la prisión más que la mayoría de los hombres. Odiaría las ropas, los cortes de pelo y no disponer de móvil.

Movió la mirada de la cara sonriente de Kevin a los ocho nuevos estantes que llenaban la pared del fondo. Joe estaba subido en lo alto de la escalera con un taladro en una mano, un nivel en la otra y una cinta métrica colgando del cinturón de herramientas.

Lo cierto era que no había esperado que supiera lo suficiente sobre ebanistería para hacer bien el trabajo, pero el sistema que había dispuesto para sujetar la estantería a la pared la sorprendió; aparentemente sabía más de lo que había creído. Mara se arrodilló al lado de la pared y colocó el fondo del último estante. La expresión de sus ojos castaños era de total admiración mientras miraba al detective. Obviamente, Mara era una joven inexperta y por lo tanto muy susceptible a las hormonas que Joe exudaba.

Ninguno de los tres había advertido la presencia de Gabrielle ni la del cliente que miraba un florero de porcelana.

– No es tan fácil -decía Kevin al detective situado encima de él-. Tienes que tener buen ojo y una habilidad innata para hacer dinero con la venta de antigüedades.

La conversación quedó en suspenso mientras Joe aseguraba dos tornillos con el taladro en la parte superior del estante de metal.

– Bueno, no sé demasiado de antigüedades -confesó, descendiendo de la escalera-. A mi madre le encanta comprar en mercadillos, aunque a mí todas esas cosas me parecen iguales. -Se arrodilló al lado de Mara y apretó los dos tornillos restantes-. Gracias por la ayuda -dijo antes de levantarse otra vez.

– De nada. ¿Puedo hacer algo más por ti? -preguntó Mara, mirándolo como si quisiera darle un bocado.

– Ya estoy acabando. -Se inclinó y aseguró varios tornillos más.

– Algunas personas encuentran antigüedades en los mercadillos -dijo Kevin cuando cesó el ruido-. Pero los distribuidores serios sólo van a las ventas del estado y subastas. Así fue como conocí a Gabrielle. Ambos pujamos por la misma acuarela. Era una escena pastoral de un artista local.

– Tampoco sé demasiado de arte -confesó Joe, y apoyó el brazo sobre un escalón de la escalera agarrando todavía el taladro como si fuera una Mágnum 45-. Si quisiera comprar una pintura, tendría que preguntar a alguien que fuera un entendido.

– Deberías hacerlo. La mayoría de la gente no tiene ni idea. Te sorprendería cuántas imitaciones cuelgan en galerías prestigiosas. Hubo una en…

– Era un velatorio -interrumpió Gabrielle antes de que Kevin dijera nada más-. Pujábamos por un velatorio.

Kevin sacudió la cabeza mientras ella se acercaba.

– Creo que no. Los velatorios me dan dentera.

Joe miró sobre su hombro. Su mirada capturó la de ella cuando dijo lentamente:

– ¿Eso no trae mala suerte? -No había colado. Sabía lo que ella estaba haciendo.

– No. -Tampoco le importaba que lo supiera-. Si bien los cuadros de velatorios están hechos con cabellos del difunto, fueron muy populares en los siglos XVII y XVIII, y aún hoy se puede encontrar ese tipo de arte en el mercado. No todo el mundo tiene aversión a los retratos funerarios realizados con pelo de la tatarabuela. Algunos son muy hermosos.

– Demasiado morbosos para mi gusto. -Joe se giró y usó el cordón anaranjado para bajar el taladro al suelo.

Mara arrugó la nariz.

– Estoy de acuerdo con Joe. Morbosos y de mal gusto.

Gabrielle amaba el arte funerario. Siempre lo había encontrado fascinante y no importaba cuan irracional pareciera, sentía la opinión de Mara como una traición.

– Tienes que ir a atender al cliente que está mirando los floreros -le dijo a su empleada en un tono de voz que resultó más chillón de lo que pretendía. La confusión provocó que Mara frunciera el ceño mientras atravesaba la tienda. Gabrielle volvió a sentir el tic en el ojo y se lo apretó con el dedo. Su vida se hacía pedazos, y la razón estaba delante de ella embutida en unos ceñidos vaqueros y una camiseta igual de ceñida, pareciendo uno de esos obreros del anuncio de Coca-Cola Light.

– ¿Estás bien? -preguntó Kevin; su obvia preocupación la hizo sentirse peor.

– No, me duele un poco la cabeza y tengo el estómago revuelto.

Joe recorrió la corta distancia que los separaba y le colocó el pelo detrás de la oreja. La tocó como si tuviera todo el derecho del mundo, como si se preocupase por ella, pero por supuesto no lo hacía. Todo era una farsa para engañar a Kevin.

– ¿Qué tomaste en el almuerzo? -preguntó.

– El almuerzo no me hizo daño. -Miró con desolación los ojos castaños y contestó sinceramente-. Eso empezó esta mañana. -El pequeño aleteo en la boca del estómago había comenzado con el beso. El beso de un poli sin sentimientos al que disgustaba tanto como él a ella. Joe le dio unas palmaditas en la mejilla con la cálida palma de su mano como para darle ánimos.

– ¿Eso? Ah, calambres -dedujo Kevin como si de repente su extraño comportamiento tuviera perfecto sentido-. Creía que habías preparado un remedio de hierbas casero para esos cambios bruscos de humor.

Joe curvó los labios en una sonrisa divertida y bajó las manos para enganchar los pulgares en el cinturón de herramientas.

Era cierto. Había creado un aceite esencial para ayudar a su amiga Francis con el síndrome premenstrual, pero Gabrielle no lo necesitaba. No tenía síndrome premenstrual y, diablos, siempre era sumamente amable con todo el mundo.

– No tengo cambios bruscos de humor. -Se cruzó de brazos e intentó no parecer indignada-. Soy muy agradable todo el tiempo. ¡Preguntad a cualquiera!

Los dos hombres la miraron como si temieran decir una palabra más. Kevin, obviamente, la había traicionado. Se había pasado al bando enemigo, su enemigo.

– Tal vez deberías tomarte el resto del día libre -propuso Kevin, pero ella no podía hacerlo. Tenía que quedarse y salvarle de Joe, y de sí mismo-. Tuve una novia que se ponía una manta eléctrica y comía chocolate. Decía que era la única cosa que le ayudaba con los calambres y esos súbitos cambios de humor.

– ¡No tengo ni calambres, ni repentinos cambios de humor! -¿No se suponía que los hombres odiaban hablar de esas cosas? ¿No se suponía que les daba corte? Pero ninguno de los dos parecía sentir vergüenza. De hecho, Joe la miraba como si estuviera intentando no reírse.

– Tal vez deberías tomar Midol -añadió Joe con una sonrisa, aunque sabía perfectamente bien que lo que ella tenía no se curaba con Midol.

Kevin asintió con la cabeza. El dolor de cabeza de Gabrielle se le pasó a las sienes y ya no le importó rescatar a Kevin de Joe Shanahan ni que acabara en chirona. Le daba igual que terminara preso con una bola de hierro atada al pie, tenía la conciencia tranquila. Gabrielle se llevó las manos a las sienes como si así pudiera librarse del dolor.

– Nunca la he visto tan cabreada -dijo Kevin como si ella no estuviera allí delante de él.

Joe ladeó la cabeza y fingió estudiarla.

– Tuve una novia que me recordaba a una mantis religiosa una vez al mes. Si decías algo incorrecto, te arrancaba la cabeza de un mordisco. Sin embargo, el resto del tiempo era realmente dulce.

Gabrielle apretó los puños. Quería dar puñetazos a alguien. Alguien de ojos y pelo oscuro. La estaba obligando a tener malos pensamientos. La estaba obligando a crear mal karma.

– ¿Qué novia fue ésa? ¿La que te dejó a los dos meses?

– No me dejó. La dejé yo. -Joe se acercó a Gabrielle y le pasó un brazo alrededor de la cintura. La apretó contra él y le acarició la piel a través del delgado nailon de la blusa-. Dios mío, me encanta cuando te pones celosa -le susurró en voz baja y sensual justo encima del oído-. Se te pone una mirada muy sexy.

Su cálido aliento le hizo arder la piel y sólo tenía que girar la cabeza un poquito para que le acariciara la mejilla con los labios. El embriagador olor de su piel se le subió a la cabeza, y se preguntó cómo un hombre tan horrible podía oler tan bien.

– Aunque pareces normal -dijo-, realmente eres un demonio del infierno. -Y le clavó un codo con fuerza en las costillas. Joe soltó una bocanada de aire y ella aprovechó para escapar rápidamente de su abrazo.

– Supongo que esto quiere decir que no me comeré una rosca esta noche -graznó Joe mientras se agarraba el costado.

Kevin, el traidor, se rió como si el detective fuera un comediante.

– Me voy a casa -dijo Gabrielle, y salió de la habitación sin mirar atrás. Lo había intentado. Si Kevin se incriminaba en su ausencia, a ella, desde luego, no iba a remorderle la conciencia.

Kevin oyó el portazo al cerrarse la puerta de atrás, luego volvió a mirar al novio de Gabrielle.

– Está realmente cabreada contigo.

– Lo superará. Odia que mencione a mis otras novias. -Joe cambió el peso de pie y cruzó los brazos-. Me dijo que salisteis un par de veces.

Kevin buscó indicios de celos pero no vio ninguno. Había visto la posesiva manera en que Joe tocaba a Gabrielle y cómo se besaban esa mañana. Hacía tiempo que conocía a Gabrielle y ella solía salir con hombres altos pero delgados. Este tío era diferente. Tenía complexión musculosa y fuerza bruta. Debía de estar enamorada.

– Salimos algunas veces, pero nos llevamos mejor como amigos -le aseguró a Joe. En realidad, él había estado más interesado en ella que ella en él-. No tienes de qué preocuparte.

– No me preocupo. Sólo era curiosidad.

Kevin siempre había admirado a los hombres que tenían confianza en sí mismos, y Joe la tenía a espuertas. Si hubiera tenido buenos ingresos además de buena apariencia, lo más probable es que Kevin lo hubiera odiado a simple vista. Pero se veía tan perdedor que no se sentía en absoluto amenazado.

– Creo que serás bueno para Gabrielle -dijo.

– ¿Por qué?

Porque la quería distraída durante los días siguientes y Joe parecía ser capaz de mantenerla ocupada.

– Porque ninguno de vosotros espera demasiado de vuestra relación -contestó, y se fue a su oficina. Meneó la cabeza al entrar y se sentó en su escritorio. El novio de Gabrielle era un perdedor sin expectativas que tan sólo se conformaba con ser capaz de subsistir.

No como Kevin. Él no había nacido rico como Gabrielle, o guapo como Joe. El era el sexto de una familia mormona con once hijos que vivían en una pequeña granja como sardinas en lata. Era normal que pasara desapercibido. Salvo por la leve variación en el color del pelo y las diferencias obvias de género, todos los niños Carter eran iguales.

Excepto una vez al año, en los cumpleaños, no había habido una atención especial para cada uno. Habían sido como un todo. Un clan. A la mayoría de sus hermanos y hermanas les había encantado crecer en una familia numerosa. Habían sentido una unión, una cercanía especial con los otros hermanos. Pero Kevin no. Él se había sentido invisible. Y lo había odiado.

Toda su vida había trabajado duro. Antes de la escuela, después de la escuela y todos los veranos, y así durante muchos años. No le habían dado nada salvo ropas de segunda mano y un par de zapatos nuevos cada otoño. Aún trabajaba duro, pero ahora se divertía haciéndolo. Y si había cosas que quería y no tenía el dinero para obtenerlas de manera legal había otras maneras de conseguirlo. Siempre había otras alternativas.

El dinero otorgaba poder. Sin eso un hombre no era nada. Era invisible.

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