Los silenciosos limpiaparabrisas barrieron las gotas de lluvia del parabrisas cuando la última limusina serpenteaba por la carretera mojada que llevaba a la mansión Hillard. Las ruedas derrapaban cada metro que el vehículo avanzaba por el asfalto, y el nudo del estómago de Gabrielle se retorcía cada vez más. Sabía por experiencia que respirar profundamente no iba a ayudar. Hasta entonces, nunca le había preocupado estar en el mismo lugar que Joe Shanahan. Había pasado un mes, dos semanas y tres días desde que le había dicho que lo amaba y él se había marchado. Era el momento de enfrentarse a él otra vez.
Estaba preparada.
Gabrielle cruzó las manos sobre el regazo y centró la atención en la mansión totalmente iluminada. La limusina se detuvo bajo una gran carpa que habían instalado delante de la puerta principal y el portero se dispuso a ayudar a Gabrielle.
Llegaba tarde.
Probablemente era la última en llegar. Lo había planeado de ese modo. Lo había planeado todo, desde el recogido del pelo al vestido negro ajustado. De frente el vestido parecía conservador, algo que Audrey Hepburn se habría puesto, pero por detrás dejaba la espalda al descubierto hasta la cintura. Algo muy sexy.
Muy a propósito.
El interior de la mansión Hillard parecía un hotel. Las puertas que daban a las distintas habitaciones habían sido abiertas para crear un gran espacio diáfano donde se distribuía la gente. La madera del suelo, las cornisas, las puertas en arco, los frisos y las columnas eran espectaculares y abrumadores al mismo tiempo, pero no eran nada comparados con la vista del valle que tenía el Rey de las Patatas. No cabía duda, Norris Hillard poseía la mejor vista de la ciudad.
Una pequeña orquesta llenaba la gran sala con jazz suave, y un grupo de gente bailaba al ritmo de la música relajante. Desde donde estaba, Gabrielle podía ver la barra y el bufet contra la pared del fondo. No vio a Joe. Respiró hondo y exhaló muy lentamente para relajarse.
Sabía que él estaba allí, en algún lado. Con el resto de los detectives, sargentos y tenientes, todos ellos trajeados. Esposas y novias colgaban de sus brazos, charlando y riendo como si esa noche se celebrara una fiesta cualquiera. Como si ella no tuviera el estómago en un puño y no estuviera tan nerviosa que tenía que obligarse a permanecer perfectamente quieta.
Entonces sintió su mirada una fracción de segundo antes de que sus ojos se encontraran con los suyos, con el hombre que había conseguido que lo amara y luego le había roto el corazón. Permanecía junto a un pequeño grupo de personas y sus ojos oscuros se clavaron en ella con tal intensidad que impactaron en su corazón roto. Se había preparado para esa reacción traicionera y para el rubor ardiente que atravesó su piel. Había sabido qué ocurriría, y se obligó a permanecer allí y absorber cada detalle de su rostro. Las luces de las lámparas de araña que colgaban por encima de su cabeza iluminaban los rizos que le rozaban las orejas. Su mirada se movió por la nariz recta y esa boca que había soñado que la besaba por todas partes. Sintió cada latido de su corazón y contuvo el aliento. No hubo sorpresas. Había esperado que aquello ocurriese.
La gente se apartó y la mirada de Gabrielle recorrió su traje gris oscuro y su camisa blanca. La anchura de sus hombros y la corbata gris claro. Ahora ya lo había visto. Y no se había muerto. Estaría bien. Podía cerrar ese capítulo de su vida. Podía mirar al futuro. Pero a diferencia de la última vez que había visto a Kevin no se sintió libre de Joe.
En lugar de liberarse, la cólera fluyó desde su interior. La última vez que lo había visto había deseado ardientemente que él correspondiera a su amor. Había estado segura de que él sentiría algo por ella. Pero no había sido así y el dolor y la cólera se habían apoderado de su corazón y su alma. Demasiado para el amor verdadero.
Se recreó en su cara un momento más, luego se volvió y se encaminó hacia la barra. Nunca volvería a amar a un hombre más de lo que él la amara. Ni aspiraría a otro amor verdadero.
Ella le había dado la espalda. Había dado media vuelta y se había alejado, y él se sintió como si alguien le hubiera pateado en el pecho. Su mirada siguió la estela del pelo cobrizo mientras Gabrielle se abría camino entre la gente, y con cada paso que ella daba la opresión que Joe sentía en el pecho aumentaba un poco más. Pese a todo, nunca se había sentido más vivo. Pequeños estremecimientos de placer atravesaron su cuerpo y erizaron el vello de sus brazos. La gente que abarrotaba la mansión Hillard se movía y cambiaba de posición, sus voces eran un mero zumbido en sus oídos. Todo lo demás carecía de importancia. Todo excepto ella.
No había ocurrido como el K.O. que siempre había esperado. No lo había partido un rayo para que supiera que quería pasar toda la vida con ella. Nada tan doloroso. Amarla era más como una brisa fresca, como el cálido sol sobre su rostro. Era la única verdad. Era Gabrielle en sí misma. Y lo único que había tenido que hacer para descubrirlo fue joderlo todo apartándola de su vida.
– El hijo de puta se escondía bajo la cama con su novia -se rió uno de los patrulleros que había respondido a la llamada de Hillard la noche que su pintura fue robada. Los demás policías y sus esposas rieron también, pero Joe no. Sus pensamientos estaban al otro lado de la habitación.
Gabrielle estaba mejor de lo que recordaba. Lo que parecía imposible, porque él la recordaba como una especie de diosa del sol. Se había preguntado si acudiría esa noche y hasta el momento en que había entrado no se había percatado de que había estado conteniendo el aliento, esperándola.
Se excusó y se abrió paso entre la gente, saludando con la cabeza a los hombres con quienes trabajaba y a sus esposas, pero siguiendo con los ojos a la pelirroja del vestido con la espalda descubierta. Seguirle la pista no era difícil. Todo lo que tenía que hacer era guiarse por las cabezas que se giraban. Recordó la noche que le había dicho que llevara algo sexy a la fiesta de Kevin. Se lo había dicho medio en broma para irritarla un poco y ella en cambio se había puesto aquel horrible pichi azul. Pero esta noche, definitivamente, llevaba algo sexy. Tan sexy que se sentía impulsado a ponerle su chaqueta sobre los hombros y ocultarla a los ojos de los demás.
Tuvo que detenerse varias veces al cruzarse con amigos y colegas que lo paraban para charlar. Cuando alcanzó a Gabrielle al final de la barra, el otro detective soltero, Dale Parker, se le había adelantado y había entablado conversación con ella. Normalmente, Joe no tenía nada en contra del novato, pero la atención que Dale prestaba al vestido de Gabrielle lo irritaba de una manera de padre y muy señor mío.
– Hola, Shannie -dijo Dale, mientras le ofrecía a Gabrielle un vaso de vino tinto. Ella sonrió agradecida al joven y por primera vez en la vida de Joe los celos arremetieron contra él dejándolo noqueado.
– Parker. -Joe observó cómo la espalda de Gabrielle se ponía rígida antes de que lo mirase por encima del hombro-. Hola, Gabrielle.
– Hola, Joe.
Había pasado toda una vida desde que él había oído su voz y mirado sus ojos verdes. No la imagen de la cinta, sino a ella. Oírla y verla en persona aumentó la opresión del pecho de Joe todavía más, dejándolo sin aliento. Al tenerla tan cerca, se dio cuenta de cuánto la había añorado. Pero al encontrar su mirada fría e indiferente se percató de otra cosa: quizás era demasiado tarde.
Hubo veces en la vida de Joe en las que sintió que el miedo le haría estallar la cabeza. Era algo que había sentido a menudo cuando perseguía a delincuentes sin saber cómo acabaría todo. Lo había sentido entonces y lo sentía ahora. En el pasado, siempre había estado seguro de sí mismo, seguro de que ganaría. Pero no estaba tan seguro esta vez. En esta ocasión la apuesta era demasiado alta. Esta era una persecución a ciegas que no estaba seguro de que acabara como él quería, pero no tenía alternativa. La amaba.
– ¿Cómo estás?
– Genial. ¿Y tú?
«No tan genial.»
– Bien.
Lo empujaron desde atrás y se acercó un poco más a ella.
– ¿Qué has estado haciendo últimamente?
– Pienso abrir una nueva tienda.
Estaba lo suficientemente cerca para olería. Olía a lilas.
– ¿Qué vas a vender?
– Aceites esenciales y aromaterapias. Las cosas fueron tan bien en el Coeur Festival que creo que funcionará.
Ella olía a ese jabón que le había frotado por todo el cuerpo aquel día en la ducha tras haber hecho el amor.
– ¿La vas a abrir en Hyde Park?
– No. Las expectativas para negocios alternativos son mejores en Old Boise. Ya he encontrado un local. El alquiler es más alto que en Hyde Park, pero una vez que venda Anomaly, podré permitirme el lujo. No tendré empleados y tengo tanto material que me sale por las orejas, por lo que mis costes iníciales serán razonablemente bajos. Cuando consiga alquilar el local…
Estar quieto sin tocarla requirió cada gramo de autodisciplina que poseía. Posó la mirada en los labios de Gabrielle y observó cómo hablaba cuando lo que en realidad quería era cubrirle la boca con la suya. La observó hablar cuando lo único que deseaba era llevarla a su casa y tenerla sólo para él. Su madre estaba en lo cierto. Podría pasarse el resto de su vida mirándola. En todas partes, desde la coronilla hasta la punta de los pies. Quería acariciarle la marca, hacerle el amor y mirarla mientras dormía.
Quería preguntarle si aún le amaba.
– ¿… no es cierto, Shannie?
No tenía ni la más remota idea de lo que Dale le estaba preguntando. Ni le importaba.
– ¿Puedo hablar contigo un minuto, Gabrielle?
– En realidad -respondió Dale por ella- acababa de pedirle que bailara conmigo cuando tú llegaste y me había dicho que sí.
Joe no tenía experiencia para manejar los celos que ardían como lava líquida en su estómago. La miró a la cara y le dijo:
– Pues ya puedes decirle que no.
En el momento en que las palabras salieron de su boca supo que había cometido un error. Gabrielle entrecerró los ojos y abrió la boca para negarse.
– ¿Dónde está tu novia? -preguntó Dale antes de que ella tuviera oportunidad de mandarlo al infierno.
Ella cerró la boca y guardó silencio.
«Jesús. ¿Qué había hecho para merecer esto?»
– No tengo novia-dijo él apretando los dientes.
– ¿Entonces quién es la mujer de ese bar de la Octava?
– Sólo es una amiga.
– ¿Sólo una amiga y te trae el almuerzo?
Joe se preguntó si el detective novato tendría un especial interés en que la nariz pasara a formarle parte de la oreja izquierda.
– Así es.
Dale miró a Gabrielle.
– ¿Preparada?
– Sí. -Y sin mirar ni una sola vez en su dirección, ella dejó la copa en la barra y guiada por Dale, que había posado la mano en el hueco de su espalda desnuda, se dirigió a la pista de baile.
Joe pidió una cerveza en la barra, luego miró a través de una de las puertas en arco hacia la oscura pista de baile de otra de las habitaciones. No necesitaba buscar a Gabrielle, con su altura era fácil de encontrar.
Era un infierno ver a la mujer que amaba en los brazos de otro hombre. Observar el destello de su blanca sonrisa cuando se reía de algún chiste estúpido y sentirse incapaz de hacer nada sin parecer un jodido asno celoso. Se tomó un largo trago de cerveza sin apartar la mirada de Gabrielle. Podría no haberse dado cuenta de cuánto la amaba hasta que la vio entrar en la habitación esa noche, pero eso no quería decir que no lo sintiera con cada fibra de su ser. Que no lo sintiera en cada latido doloroso de su corazón.
Winston Densley y su pareja avanzaron hasta la barra al lado de Joe y los dos hablaron y discutieron sobre las características más interesantes del cuarto de baño de los Hillard, como el inodoro de oro con el asiento caliente. Joe se sorprendió a sí mismo al tener la paciencia de esperar unos cinco minutos antes de colocar la cerveza en la barra y avanzar hacia la abarrotada pista de baile. Una música al estilo Kenny G., que Joe normalmente evitaba como una enfermedad cardiaca, terminó justo cuando posó la mano en el hombro del detective Parker.
– Mi turno.
– Más tarde.
– Ahora.
– Eso depende de Gabrielle.
A través del espacio oscuro que los separaba, su mirada quedó atrapada en la de Joe y dijo:
– Está bien, Dale. Escucharé lo que tenga que decir y luego me dejará en paz el resto de la noche.
– ¿Estás segura?
– Sí.
Dale miró a Joe y sacudió la cabeza.
– Eres un cabrón, Shanahan.
– Sí, pues demándame.
La música comenzó de nuevo y Joe la cogió de la mano y le rodeó la cintura con el otro brazo. Ella se mantuvo tiesa como una vara dentro de su abrazo, pero tenerla así otra vez era como regresar a casa después de una larga ausencia.
– ¿Qué quieres? -preguntó ella en su oído.
A ti, pensó él, pero creyó que a ella no le gustaría oír esa respuesta en aquel momento. Necesitaban aclarar las cosas entre ellos antes de decirle lo que sentía por ella.
– Dejé de ver a Ann hace una semana.
– ¿Qué pasó, te dejó?
Estaba muy dolida. La resarciría. La apretó contra el pecho. Sus senos le rozaron las solapas de la chaqueta y él deslizó la palma de la mano por la espalda desnuda. Un dolor familiar se asentó en la boca de su estómago y se extendió a su ingle.
– No, Ann nunca fue mi novia.
– Vaya, ¿fingías también con ella?
Estaba enojada. Se lo merecía.
– No. Ella nunca fue mi colaboradora como tú. La conozco desde que éramos niños. -Movió la mano por su piel suave y enterró la nariz en su pelo. Cerró los ojos y aspiró el perfume. Su olor le recordó el día que la había visto flotando en la pequeña piscina-. Salía con su hermana.
– ¿Y su hermana era una novia real o ficticia?
Joe suspiró y abrió los ojos.
– Estás cabreada conmigo y te da igual lo que diga.
– No estoy cabreada.
– Lo estás.
Ella se echó hacia atrás y lo miró, él estaba en lo cierto. Sus ojos ardían, ya no eran fríos e indiferentes. Lo cual, pensó, podía ser bueno o malo según se mirase.
– Dime por qué estás tan cabreada -la provocó, esperando oír cuánto le habían dolido las palabras que le dijo aquella noche en el porche. Después de que lo escupiera todo, podría arreglar las cosas.
– ¡Me trajiste una magdalena del bar de tu novia la mañana que hicimos el amor!
Eso no era lo que él había esperado oír. De hecho, nada era como había esperado.
– ¿Qué?
Ella miró a algún punto por encima del hombro izquierdo de Joe, como si mirarlo la lastimara demasiado.
– Me trajiste…
– Ya te he oído -la interrumpió y rápidamente echó un vistazo alrededor para ver si las otras parejas la habían oído también.
Ella no lo había dicho precisamente en voz baja. No sabía que tenía que ver haber comprado una magdalena con la mañana que habían hecho el amor. También le había llevado un bocadillo de pavo del bar de Ann. Menuda cosa. Pero no mencionó el bocadillo porque reconocía que era una de esas conversaciones que nunca entendería y que jamás ganaría. En vez de eso se llevó la mano de Gabrielle a los labios y le besó los nudillos.
– Vuelve a casa conmigo. Podemos hablar allí. Te he echado de menos.
– Puedo sentir cuánto me añoras por cómo te presionas contra mi muslo -dijo ella, pero seguía sin mirarlo.
Si ella pensaba que el obvio deseo que sentía iba a hacer que se avergonzara, iba a tener que esperar sentada.
– No me avergüenza desearte. Y sí, he añorado tocarte y abrazarte, y quiero hacerlo otra vez. Pero eso no es todo lo que he sentido desde que dejaste la ciudad. -Le tomó la cara entre las manos, obligándola a mirarlo de nuevo-. He echado de menos la manera que miras alrededor cuando crees que tu karma va a atraparte. He añorado observarte caminar y la forma en que te metes el pelo detrás de las orejas. He añorado el sonido de tu voz y tus intentos de ser una vegetariana de verdad. He echado de menos que creas que eres pacifista mientras me golpeas el brazo. Te he echado de menos, Gabrielle.
Ella parpadeó dos veces y él creyó que iba a ablandarse.
– Cuando estuve fuera, ¿sabías dónde estaba?
– Sí.
Ella se apartó de su abrazo.
– Entonces no me añorabas tanto, ¿no?
Él no tenía una respuesta sencilla para eso.
– Mantente fuera de mi vida -dijo ella, luego salió de la pista de baile.
Él no la siguió. Verla alejarse de él lo sumía en el infierno más absoluto, pero hacía ocho años que era detective y había aprendido cuándo detenerse en una persecución y esperar a que las cosas se enfriaran.
Pero no esperaría demasiado. Ya había desperdiciado bastante tiempo negándose a sí mismo la mujer que quería y necesitaba en su vida. Cenar cada noche a las seis y tener los calcetines emparejados no iba a hacerle feliz, pero Gabrielle sí le haría feliz. Ahora comprendía lo que le había dicho esa noche en el porche. Ella era su alma gemela. Él era su alma gemela. Él la amaba y ella lo amaba. Algo así no desaparecía, y menos en un mes.
Joe no era un hombre paciente, pero lo que le faltaba de paciencia lo suplía con tenacidad. Mientras esperaba, la cortejaría. Bueno, no tenía demasiada experiencia en ese campo, pero a las mujeres les encantaban ese tipo de cosas. Estaba seguro de que sabría cómo hacerlo.
Estaba seguro de que podría cortejar a Gabrielle Breedlove hasta en el infierno.