A las nueve en punto del día siguiente llegó la primera docena de rosas. Eran preciosas, puras y blancas, y eran de Joe. Había garabateado su nombre en una tarjeta, por eso sabía que eran de él. Sólo su nombre. Gabrielle no sabía qué significaban, pero no estaba por la labor de leer entre líneas. Ya lo había hecho una vez. Había imaginado demasiadas cosas por la forma en que la había besado y por cómo le había hecho el amor, y había terminado pagándolo.
La segunda docena eran rojas. La tercera, rosas. Su fragancia llenaba la casa. Aun así, se negaba en redondo a imaginarse qué querían decir. Pero cuando se percató de que de nuevo esperaba su llamada como el día del arresto de Kevin, se puso una camiseta y unos pantalones cortos y salió a correr.
No iba a esperar. Necesitaba aclarar las ideas. Necesitaba decidir qué iba a hacer porque creía que no podría pasar otra noche como la anterior. Verlo le dolía demasiado. Había creído ser lo suficientemente fuerte para enfrentarse a la otra mitad de su alma, pero no lo era. No podía mirar a los ojos al hombre que amaba sabiendo que él no la correspondía. Especialmente ahora que se había enterado de que la mañana que había hecho el amor con ella, había visitado antes a su novia. Saber que existía la mujer del bar había sido una puñalada más en su corazón herido. A la propietaria de un bar le gustaría cocinar. Estaba segura de que no le importaría limpiar la casa y hacer de lavandera para Joe. Ese tipo de cosas que él había dicho que eran tan importantes aquel día en el almacén cuando la había empujado contra la pared y la había besado hasta que apenas pudo respirar.
Gabrielle pasó por delante de St. John's, a algunas manzanas de su casa. Las puertas estaban abiertas y la música de órgano salía a través de la entrada de madera de la vieja catedral. Gabrielle se preguntó si Joe era católico, protestante o ateo. Luego se acordó de que había dicho que había asistido a una escuela parroquial, por lo que quizá fuera católico. De todas maneras ya no tenía importancia.
Corrió después por delante de uno de los institutos de Boise y dio cuatro vueltas alrededor de la pista de la escuela antes de regresar otra vez en dirección a casa. De vuelta a una casa repleta de las flores que Joe había enviado. De regreso a la confusión que había sentido desde el día que lo conoció. En ese momento estaba más confusa que nunca. El aire fresco no había ayudado en absoluto a despejarle la cabeza, aunque sí sabía una cosa con seguridad. Si Joe llamaba, le diría que tenía que dejarla en paz. Nada de llamadas, ni flores. No quería verle.
Creía que las posibilidades de que se encontraran accidentalmente eran escasas. Era un detective que investigaba robos, y no preveía que le fueran a robar en el futuro. Pensaba abrir una tienda de aceites esenciales y no se imaginaba a Joe como cliente potencial. No había ninguna posibilidad de que se encontraran otra vez.
Pero él la estaba esperando en el porche sentado en las escaleras con los pies plantados un escalón más abajo que el cuerpo y los brazos apoyados en los muslos, balanceando las gafas de sol con la mano que coleaba entre sus rodillas. La vio acercarse y se levantó lentamente. No importaba lo que se dijera a sí misma, ese corazón tan traidor que tenía se empapó de su imagen. Luego, como si creyese que ella iba a decir algo que no quería oír, levantó una mano para detenerla. Pero en realidad Gabrielle no sabía qué decir, aún no había pensado nada coherente.
– Antes de que me eches -comenzó-, tengo algo que decirte.
Él se había puesto unos pantalones caquis y una camisa de algodón que había remangado hasta los codos. Estaba tan bueno que quiso extender la mano para tocarlo, pero por supuesto no lo hizo.
– Ya oí anoche lo que tenías que decir -dijo ella.
– No sé qué pasó anoche, pero definitivamente no dije todo lo que tenía que decirte. -Cambió el peso de un pie a otro-. ¿Vas a invitarme a entrar?
– No.
Él clavó los ojos en ella durante un momento.
– ¿Recibiste las rosas?
– Sí.
– Ah… Bien… Er… -Él abrió la boca, la cerró, luego volvió a intentarlo-. No sé por dónde empezar. Supongo que metiendo la pata de nuevo. -Hizo una pausa y luego añadió-: Siento haberte lastimado.
Ella no fue capaz de mirarlo y bajó la vista a los pies.
– ¿Por eso me mandaste las flores?
– Sí.
En cuanto escuchó su respuesta se dio cuenta de que no debería haber preguntado. También se percató de que una diminuta parte de su masoquista corazón tenía la esperanza de que él hubiera enviado las flores porque la amaba de la misma manera que ella lo amaba.
– Se acabó. No quiero saber nada más.
– No te creo.
– Cree lo que quieras. -Pasó por su lado para alcanzar la seguridad de su casa antes de echarse a llorar. Lo último que quería era que Joe la viera llorar.
Él extendió la mano y la cogió del brazo.
– Por favor, no te alejes de mí otra vez. Sé que te hice daño cuando me marché la noche que me dijiste que me amabas, pero Gabrielle, con ésta son ya dos veces las que te has alejado de mí.
Ella se detuvo. No porque la sujetara del brazo sino porque algo en su voz captó su atención y la obligó a detenerse. Algo que nunca antes había percibido. Algo en la manera en que él había dicho su nombre.
– ¿Cuándo me alejé de ti?
– Anoche, y cada paso que te distanciaba de mí me hizo sentir como un perro. Como ya te dije, sé que te hice daño, ¿pero no crees que podemos hacer una tregua? ¿No crees que aún estamos a tiempo? -Le deslizó la palma de la mano bajo el brazo y la cogió de la mano-. ¿No crees que va siendo hora de que me dejes resarcirte? -Sacó algo del bolsillo y le apretó un disco de metal contra la palma de la mano-. Soy la mitad de tu alma -dijo-. Y tú eres la mitad de la mía. Juntos estamos completos.
Gabrielle abrió la mano y miró al colgante blanco y negro que colgaba de una cadena de plata. Ying y yang. Joe lo había comprendido.
– Tenemos un futuro juntos -la besó en la coronilla-. Te amo.
Ella lo oyó, pero no pudo hablar por las emociones que se expandían como un globo en su pecho. Se quedó mirando el collar y lo que representaba. Si lo creía, si confiaba en él, tendría todo lo que su corazón deseaba.
– Y en el caso de que pienses decirme que salga de tu vida otra vez, hay otra cosa que deberías considerar. Simplemente piensa en todo el buen karma que puedes conseguirte cuando me reformes.
Lo miró a la cara con la vista empañada por las lágrimas.
– ¿Que quieres decir?
– Bien, puedes reformarme. Quiero decir que puedes intentarlo.
Ella sacudió la cabeza mientras una lágrima se deslizaba por su mejilla.
– Quiero decir, ¿me amas de verdad, Joe?
– Con toda mi alma -dijo sin titubear-. Quiero pasar el resto de mi vida haciéndote feliz. -Le limpió las mejillas mojadas con el dorso de la mano y preguntó-: ¿Me amas todavía, Gabrielle?
Sonaba tan inseguro y su mirada era tan ansiosa que ella no pudo evitar sonreír.
– Sí, todavía te amo. -Un alivio absoluto suavizó sus ojos y ella añadió-: Aunque no creo que lo merezcas.
– Sé que no te merezco.
– ¿Quieres entrar de todas maneras?
Un largo suspiro escapó de su pecho.
– Sí.
La siguió a la casa y esperó hasta que ella cerró la puerta antes de abrazarla. La agarró por los hombros y la apretó contra su pecho.
– Te he echado de menos -dijo llenándole la cara y el cuello de besos.
Luego se echó hacia atrás, buscó su mirada, y sus labios descendieron sobre los de ella. Hundió la lengua con rapidez dentro de su boca y ella le rodeó el cuello con los brazos. Inmediatamente, movió las manos por todos lados. Caricias ávidas en su espalda, en su trasero, ahuecando sus senos. Le rozó los pezones con los pulgares, que se endurecieron automáticamente. Gabrielle se sintió completamente consumida. Perdida en sus brazos. En su abrazo. En él. Amándole como él la amaba a ella.
Ella se retiró para recobrar el aliento.
– Estoy sudorosa. Tengo que darme una ducha.
– No me importa.
– A mí sí.
Él respiró hondo y dejó caer los brazos.
– De acuerdo, no vine para obligarte a hacer algo que no quisieras. Sé que te hice daño y que seguramente no tienes ganas de hacer el amor conmigo ahora mismo. Puedo esperar. -Soltó una bocanada de aire y se pasó los dedos por el pelo-. Bueno, te esperaré. Simplemente… -hizo una pausa y miró alrededor-, leeré una revista o algo por el estilo.
Ella intentó no reírse.
– Puedes hacer eso. O puedes acompañarme.
La mirada de Joe voló a la suya y Gabrielle lo cogió de la mano. Lo condujo al cuarto de baño y de alguna manera en el trayecto ella perdió la camiseta y él la camisa. Él se detuvo para recorrerle el cuello con la boca abierta. Ella soltó su sujetador deportivo y ofreció sus senos a sus manos ansiosas. Una profunda aura roja los rodeó a ambos. Con pasión y con algo que no había estado allí antes: el amor de Joe, que se derramó a través de ella como una ola cálida, erizándole el vello de los brazos.
– Eres la persona más bella que conozco -dijo contra su garganta-. Quiero pasarme el resto de mi vida mirándote, quiero vivir contigo y hacerte feliz.
Gabrielle lo besó profundamente, su lengua tocó y persiguió la suya. Él pasó las palmas de las manos por los excitados pezones, luego le apretó ligeramente los senos. El deseo la inundó y metió la mano por la cinturilla de los pantalones para agarrar la erección increíblemente dura. Era como piedra recubierta de piel sedosa. Lo acarició, subiendo rápidamente el pulgar sobre la ancha cabeza de su pene caliente. Palpándole, descubriendo de nuevo su forma y su textura hasta que él dio un paso atrás y le sacó la mano de sus pantalones.
Sus párpados estaban tan cerrados que ella apenas podía ver sus pupilas brillantes.
– ¿Estás segura de que quieres ducharte? -preguntó un Joe Shanahan sumamente excitado.
Ella asintió con la cabeza y él prácticamente la arrancó de los zapatos. La llevó al cuarto de baño y mientras ella abría y probaba el agua, él se desnudó. Luego la desnudó también a ella y entraron en la cabina de la ducha. El agua caliente cayó sobre sus cabezas y él cogió una pastilla de jabón de lilas. Se enjabonó las manos y luego las frotó por todo su cuerpo. Le dedicó un montón de atención a los senos y a las excitadas puntas de los pezones. Frotó su barriga y entre los muslos. Luego besó todos esos lugares durante mucho rato, acariciándola con la lengua y la boca. Acariciándole los senos. Acariciando su ombligo. Se arrodilló ante ella, se colocó uno de los pies de Gabrielle sobre el hombro y la asió por el trasero con una de sus grandes manos. Acarició su vello púbico con un dedo, luego le inclinó la pelvis hacia su boca y la besó allí. Ella apoyó la cabeza contra la pared mientras la tensión que la atenazaba aumentaba cada vez más. Después él se levantó y ella le rodeó la cintura con las piernas. La erección era suave y caliente y se apretaba contra su trasero. Ella tembló.
– Esta es mi parte favorita -dijo él, alzándola para bajarla sobre su grueso pene, enterrándose profundamente en su interior-. Tocarte donde estás ardiente y húmeda. Donde se siente tan bien. Donde sabes tan bien.
– La mejor parte.
– Sí. -Él se retiró, luego movió las caderas y penetró lentamente en ella.
– Te amo, Joe. -Él se movió cada vez más rápido, y su respiración se volvió entrecortada mientras la embestía con fuerza. No pasó mucho tiempo antes de que los dos se precipitaran a un clímax vertiginoso que casi hizo caer a Joe de rodillas. El corazón le latía con fuerza y pasaron varios minutos antes de recobrar el aliento. Ella no se dio cuenta de que el agua se había enfriado hasta que él la cerró.
– Cielo santo -juró él, retirándose y ayudándola a levantarse-. Eso fue como correr, hacer malabarismos y correrse, todo al mismo tiempo.
– Estuvo muy bien -susurró ella y lo besó en el cuello.
– No me quejaba. -Él sonrió ampliamente y le palmeó el trasero-. ¿Tienes algo de comer? ¿Quizá tocino y huevos? Me muero de hambre.
Ella le ofreció tostadas de maíz. Se sentaron en la mesa del comedor, llevando puestas sólo unas toallas y unas enormes sonrisas. Gabrielle miró al hombre que amaba y se preguntó qué había hecho para tener la suerte de conseguir todo lo que había deseado. No lo sabía, pero creía que ya era hora de que su karma empezara a recompensarla por los meses pasados.
Esa noche en la cama, envuelta entre los brazos de Joe, un sentimiento de completo equilibrio y felicidad absoluta llenó su cuerpo, mente y espíritu. Pensó que quizás había encontrado un pequeño nirvana en la tierra, pero aún tenía una pregunta que hacer.
– ¿Joe?
Él deslizó la mano de las costillas a la cadera de Gabrielle.
– Humm…
– ¿Cuándo supiste que me amabas?
– Probablemente el mes pasado, pero no lo supe con seguridad hasta que te vi en la fiesta de los Hillard anoche.
– ¿Por qué tardaste tanto tiempo?
Él guardó silencio un momento, luego dijo:
– Después de que me dispararan, estuve pensando un montón de tiempo y decidí que era hora de formar una familia. Tenía una imagen en la cabeza de cómo debía ser mi esposa. Tenía que gustarle cocinar y asegurarse de que llevo los calcetines emparejados.
– Pero yo no soy así.
– Lo sé. Tú eres a quien quería antes de saber qué quería en realidad.
– Creo que lo entiendo. Siempre pensé que me enamoraría de un hombre que haría meditaciones conmigo.
– Ése definitivamente no soy yo.
– Lo sé. Tú eres a quien quería antes de saber qué quería en realidad. -Se echó hacia atrás y lo miró-. ¿Aún crees que estoy chiflada?
– Lo que creo -dijo apretándola entre sus brazos-, es que estoy locamente enamorado de ti.