El pequeño distrito histórico de Hyde Park estaba situado al pie de las colinas de Boise. En los años setenta el distrito había padecido la dejadez causada por el éxodo a los suburbios y la popularidad de las casas prefabricadas. Pero en los últimos años los negocios se habían modernizado y se habían reformado las tiendas. Como resultado la ciudad había vuelto a renacer.
Con una longitud de tres manzanas, Hyde Park estaba en medio de los barrios residenciales más antiguos de la ciudad. Sus habitantes eran una variopinta mezcla de bohemios y gente influyente. Ricos, pobres, jóvenes o ancianos que llevaban tanto tiempo allí como las aceras agrietadas. Artistas que luchaban por abrirse camino y prósperos yuppies vivían unos al lado de otros. Pequeñas casas púrpura con cornisas color naranja junto a casas victorianas con caminos adoquinados.
Los negocios del barrio eran tan eclécticos como los residentes. La vieja zapatería estaba abierta desde que se podía recordar y en la misma manzana un chico podía cortarse el pelo por siete pavos. Lo mismo se podía tomar tacos que pizza, un café expreso que ropa interior comestible en la tienda de lencería Naughty or Nice. Podías cenar en el autoservicio 7-Eleven después de llenar el depósito de gasolina, y comprar desde un Slurpie a un National Enquirer. Podías perderte entre las callejuelas para hacer prácticamente de todo, desde curiosear en librerías de segunda mano hasta intentar hacerte con raquetas para la nieve o bicicletas. Hyde Park tenía de todo. Y Gabrielle Breedlove y Anomaly encajaban allí perfectamente.
El sol matutino se derramaba sobre el barrio iluminando directamente el escaparate de Anomaly y llenando la tienda de luz. El escaparate estaba repleto de una gran variedad de platos orientales de porcelana y lavamanos. Una vidriera dorada de unos treinta centímetros con grandes palomas dibujadas en la superficie llenaba de sombras irregulares la alfombra berberisca.
Gabrielle estaba en la parte oscura de la tienda, añadiendo algunas gotas de aceite a un delicado vaporizador de cobalto. Durante más de un año, había experimentado con diferentes aceites esenciales. Todo el proceso era un ciclo continuo de probar, equivocarse y volver a probar.
Estudiaba las propiedades químicas mezclando los aceites en pequeños frascos, utilizando las pipetas y los quemadores como si de un científico loco se tratase. Crear aromas maravillosos satisfacía su lado más artístico. Creía que ciertos aromas podían curar mente, cuerpo y espíritu, ya fuera por sus propiedades químicas o evocando imágenes cálidas y agradables que sosegaban el alma. Sin ir más lejos la semana anterior había logrado crear con éxito un preparado único. Lo había embotellado en bellos frascos rosas y como parte del marketing, había colmado la tienda de una suave fragancia a flores y cítricos embriagadores. Lo vendió todo el primer día. Esperaba que le fuera igual de bien en el Coeur Festival.
El preparado que se traía entre manos no era tan especial, pero era muy conocido por sus efectos relajantes. Enroscó el cuentagotas al frasco de pachuli y lo devolvió a la caja de madera que contenía los demás aceites. Cogió otro de los pequeños frascos que contenía salvia y, con mucho cuidado, añadió dos gotas. Se suponía que ambos aceites combinados ayudarían a reducir la tensión nerviosa, relajarían, y aliviarían el exceso de cansancio. Esa mañana, con un policía a punto de infiltrarse en la tienda, Gabrielle necesitaba las tres cosas a la vez.
La puerta trasera de Anomaly se abrió y cerró, y se sintió invadida por el pánico. Miró por encima del hombro hacia la parte trasera de la tienda.
– Buenos días, Kevin -saludó a su socio.
Le temblaron las manos mientras cambiaba de frasco. Eran las nueve y media de la mañana y ya tenía los nervios de punta, y además estaba que se caía de sueño. No había dormido en toda la noche intentando convencerse a sí misma de que podría mentir a Kevin. De que no era tan malo permitir que el detective Shanahan trabajara de encubierto en la tienda si con ello ayudaba a limpiar el nombre de Kevin. Pero tenía varios problemas graves: era una mentirosa deplorable y, para ser sinceros, no creía que pudiera fingir que le gustaba el detective pues era incapaz de imaginarse a sí misma como su novia.
Odiaba mentir. Odiaba crear mal karma. Pero realmente, ¿qué era una mentirijilla más cuando estaba a punto de crear una perturbación kármica de proporciones sísmicas?
– ¡Hola! -saludó Kevin desde el vestíbulo encendiendo las luces-. ¿Qué estás mezclando hoy?
– Pachuli y salvia.
– ¿Y no acabará oliendo la tienda como un concierto de esos hippies de Grateful Dead?
– Probablemente. Lo hice para mi madre. -Además de ayudar a relajarse, el perfume le recordaba cosas agradables, como el verano en que ella y su madre habían seguido a los Grateful Dead a lo largo del país. Gabrielle tenía diez años y le había encantado dormir en la furgoneta Volkswagen, comer tofú y teñir todo lo que caía en sus manos. Su madre lo había llamado el verano del despertar. Gabrielle no sabía exactamente que era lo que había despertado, pero había sido la primera vez que su madre había hablado de sus poderes psíquicos. Antes de eso eran metodistas.
– ¿Qué tal las vacaciones de tu madre y tu tía? ¿Has hablado con ellas?
Gabrielle cerró la tapa de la caja de madera y miró a Kevin, que estaba al otro lado de la habitación, en la puerta de la oficina que compartían.
– No, no hablo con ellas desde hace unos días.
– Cuando vuelvan, ¿se quedarán en su casa de la ciudad unos días o irán al norte con tu abuelo?
Suponía que el interés de Kevin por su madre y su tía tenía más que ver con el hecho de que le ponían nervioso que con la simple y genuina curiosidad. Claire y Yolanda Breedlove no sólo eran cuñadas, sino que también eran las mejores amigas del mundo y vivían juntas. Algunas veces se leían el pensamiento, lo que podía llegar a ser espeluznante si no estabas acostumbrado.
– No estoy segura. Creo que vendrán a Boise para recoger a Beezer, luego irán en coche al norte para ver qué tal anda mi abuelo.
– ¿Beezer?
– El gato de mi madre -contestó Gabrielle. La culpa le estaba creando un nudo en el estómago mientras miraba fijamente los familiares ojos azules de su amigo. El ya pasaba de los treinta años pero aparentaba alrededor de veintidós. Era unos centímetros más bajo que Gabrielle y tenía el pelo rubio claro. Era contable de profesión y anticuario de vocación. Manejaba la parte administrativa de Anomaly dejándole a Gabrielle total libertad para expresar su creatividad. No era un criminal y no creía en lo más mínimo que usara la tienda como tapadera para vender artículos robados. Abrió la boca para contarle la mentira que había memorizado en la comisaría de policía, pero las palabras se le quedaron atascadas en la garganta.
– Trabajaré esta mañana en la oficina -dijo él, desapareciendo por la puerta.
Gabrielle cogió un encendedor para prender una vela de té en el pequeño vaporizador. Una vez más se dijo a sí misma que realmente estaba ayudando a Kevin aunque él no lo supiera. No era como si se lo estuviera sirviendo en bandeja al detective Shanahan, ¿verdad?
¿A quién engañaba? No podía ni mentirse a sí misma, pero tampoco podía hacer nada. El detective llegaría a la tienda en menos de veinte minutos y ella tenía que hacerle creer a Kevin que lo había contratado como manitas durante unos días. Se metió el encendedor en el bolsillo de la falda de gasa y se dirigió a su escritorio, que estaba atestado con artículos de oficina. Recorrió con la mirada la cabeza rubia de Kevin inclinada sobre unos documentos, aspiró profundamente y dijo:
– He contratado a una persona para trasladar la estantería a la trastienda -dijo obligándose a mentir-. ¿Te acuerdas que hace tiempo hablamos de ello?
Kevin levantó la cabeza y frunció el ceño.
– Lo que recuerdo es que decidimos esperar hasta el año próximo.
No, él había decidido por los dos.
– Creo que no puede posponerse más, así que contraté a un manitas. Mara puede ayudarle -dijo, refiriéndose a la joven universitaria que trabajaba en la tienda media jornada por las tardes-. Joe estará aquí en unos minutos. -Posar su mirada culpable en Kevin fue una de las cosas más difíciles que había hecho en su vida.
El silencio se extendió entre ellos durante largos segundos mientras la miraba con el ceño fruncido.
– Este Joe no formará parte de tu familia, ¿no?
El solo pensamiento del detective Shanahan compartiendo sus genes la perturbó tanto como tener que fingir que era su novia.
– No -Gabrielle enderezó una pila de facturas-. Te alegrará saber que Joe no es de mi familia -Fingió interesarse en la hoja que tenía delante. Luego escupió la mayor mentira de todas-. Es mi novio.
El ceño fruncido desapareció y la miró totalmente estupefacto.
– Ni siquiera sabía que tuvieses novio. ¿Por qué no lo has mencionado antes?
– No quise decir nada hasta estar segura de mis sentimientos-dijo, soltando una mentira tras otra-. No quería que me diera mala suerte.
– Ah. Bien, ¿cuánto hace que lo conoces?
– No mucho. -Eso sí que era verdad, pensó.
– ¿Cómo lo conociste?
Pensó en las manos de Joe recorriéndole las caderas, los muslos, los senos y en su ingle presionando la de ella, y el calor subió por su cuello y le tiñó las mejillas.
– Corriendo por el parque -dijo, sabiendo que sonaba tan culpable como se sentía.
– Creo que este mes no nos lo podemos permitir. Tenemos que pagar ese envío de Baccarat. Sería mejor el mes que viene.
El mes que viene podría ser mejor para ellos, pero no para el Departamento de Policía de Boise.
– Tiene que ser esta semana. Lo pagaré yo. No te importa, ¿no?
Kevin se recostó en la silla y cruzó los brazos.
– O sea, que hay que hacerlo ya. ¿Por qué ahora? ¿Qué pasa?
– Nada. -Fue la única respuesta que se le ocurrió.
– ¿Qué me estás ocultando?
Gabrielle observó los perspicaces ojos azules de Kevin y, no por primera vez, pensó en contárselo todo. Después podrían trabajar los dos en secreto, hombro con hombro para limpiar el nombre de Kevin. Luego se acordó del acuerdo de confidencialidad que había firmado. Las consecuencias de romperlo eran muy serias, pero malditas fueran todas ellas. Al único a quien le debía lealtad era a Kevin, y merecía que fuera sincera con él. Era su socio, y más importante aún, su amigo.
– Estás colorada y pareces molesta.
– Un sofoco repentino.
– No eres lo suficientemente mayor para tener sofocos. Me estás ocultando algo. Tú no eres así. ¿Estás muy enamorada de tu manitas?
Gabrielle apenas contuvo un jadeo horrorizado.
– No.
– Debe de ser lujuria.
– ¡No!
Se oyó un golpe en la puerta trasera.
– Ahí está tu novio -dijo Kevin.
Puede que todo lo que pensaba se le reflejara en la cara, pero lo que Kevin estaba pensando en realidad era que estaba loca por el manitas que había contratado. Algunas veces su socio creía que lo sabía todo, aunque no tuviera la más remota idea de nada. Claro que lo que ella sabía de los hombres demostraba que eso, generalmente, les pasaba a todos. Dejó las facturas sobre el escritorio y salió de la habitación. Actuar como la novia de Joe resultaba perturbador. Atravesó el almacén de la parte trasera, que disponía de una pequeña cocina, y abrió la pesada puerta de madera.
Y allí estaba él, con unos Levi's gastados, una camiseta blanca y su inconfundible aura negra. Se había cortado el pelo y unas gafas oscuras tipo aviador le cubrían los ojos. Tenía una expresión indescifrable.
– Llegas justo a tiempo -dijo a su reflejo en las gafas.
Joe arqueó una ceja.
– Siempre lo hago. -La tomó del brazo con una mano y cerró la puerta tras ella con la otra-. ¿Llegó Carter?
Sólo un hilo de aire separaba la pechera de su blusa del torso de Joe y se vio envuelta en el perfume a sándalo y madera de cedro, y a algo tan intrigante que deseó poder darle nombre para embotellarlo.
– Sí -dijo, y se soltó de su mano. Se deslizó por detrás de él y bajó al callejón deteniéndose en el lado contrario al contenedor. Todavía podía sentir la presión de sus dedos en el brazo.
Él la siguió.
– ¿Qué le has dicho? -preguntó en voz baja.
– Lo que me dijisteis que le dijera. -Su voz era apenas un susurro cuando continuó-. Que contraté a mi novio para trasladar algunos estantes.
– ¿Y te creyó?
Hablar a su reflejo la enervaba y bajó la mirada de las gafas de sol a la curva del labio superior.
– Por supuesto. Sabe que nunca miento.
– Ajá. ¿Debería saber algo más antes de que me presentes a tu socio?
– Bueno, una cosa.
Joe apretó los labios ligeramente.
– ¿Qué?
Como en realidad no quería admitir que Kevin creía que ella estaba enamorada de él, simplemente tergiversó un poco la verdad.
– Cree que estás loco por mí.
– Bueno, ¿y por qué piensa eso?
– Porque se lo dije -respondió, y se preguntó cuándo mentir se había convertido en algo tan divertido-. Así que será mejor que seas de lo más agradable.
Sus labios se convirtieron en una línea dura. Para él no era nada divertido.
– Quizá deberías traerme rosas mañana.
– Sí, y quizá deberías esperar sentada.
Joe escribió una dirección y un número de la seguridad social falsos en un formulario W2 y miró alrededor estudiando cada pequeño detalle con interés aunque exteriormente aparentara todo lo contrario. No había trabajado de incógnito desde hacía un año, pero era como montar en bicicleta. No había olvidado cómo memorizar todo lo que le rodeaba.
Escuchó el ligero taconeo de las sandalias de Gabrielle que salía de la habitación, y el molesto chasquido de la pluma de Kevin Carter al apretar repetidamente con el pulgar el pulsador de su Montblanc. Cuando Joe entró, lo primero que observó fueron dos archivadores altos, dos estrechas ventanas cerca del techo en el lado de Gabrielle y un montón de chismes encima del escritorio. En el escritorio de Kevin había un ordenador, una papelera de alambre y un libro de nóminas. Todo, en la parte de la habitación de Kevin, parecía estratégicamente medido, cada cosa estaba en su lugar. Un fanático compulsivo del control.
Cuando acabó con el formulario, Joe se lo dio al hombre sentado al otro lado del escritorio.
– Por lo general no me dan de alta -le dijo a Kevin-. Normalmente me pagan en negro y el fisco ni se entera.
Kevin miraba la hoja.
– Aquí lo hacemos todo legalmente -contestó sin levantar la mirada.
Joe se recostó en la silla y cruzó los brazos. Que jodida mentira. No le había llevado ni dos segundos decidir que Kevin Carter era tan culpable como el pecado. Había detenido a tantos delincuentes que reconocía a los infractores de la ley de un solo vistazo.
Kevin vivía por encima de sus posibilidades incluso siendo alguien que llevaba a extremos la filosofía de los noventa de ganar por gastar. Conducía un Porsche y llevaba un traje de diseño con una camisa italiana. Dos fotografías de Nagel colgaban en la pared detrás de su escritorio y escribía con una pluma de doscientos dólares. Además de su participación en Anomaly, llevaba la contabilidad de otros negocios en la ciudad. Vivía al pie de las colinas, donde un hombre valía según la vista que tuviese de la ciudad desde la ventana de su sala de estar. El último año había representado un ingreso de cincuenta mil dólares para hacienda. No era suficiente para sostener ese estilo de vida.
Si había un hilo común que apuntaba a un comportamiento criminal, era ése. Tarde o temprano todos los ladrones se volvían tan presuntuosos que acababan apuntando muy alto y endeudándose hasta sobrepasar la moderación.
Kevin Carter era la viva imagen de los excesos de un criminal, estaba tan claro como si lo anunciara con una señal de neón sobre la cabeza. Como muchos otros antes que él, era lo bastante estúpido para ser ostentoso y lo suficientemente presuntuoso para creer que no lo atraparían. Pero esta vez estaba con el agua hasta al cuello y debía de estar sintiendo la presión. Vender candelabros antiguos y salseras no era lo mismo que vender un Monet.
Kevin dejó a un lado el impreso y miró a Joe.
– ¿Cuánto hace que conoces a Gabrielle?
Gabrielle Breedlove era otra historia. Ahora ya no importaba si era culpable o inocente tal y como proclamaba, aunque sí tenía interés en saber cuál era su punto débil. Era mucho más difícil de clasificar que Kevin y Joe no sabía qué pensar de ella, dejando aparte el hecho de que era más irritante que Skippy.
– Lo suficiente.
– Entonces probablemente sabrás que es demasiado confiada. Haría cualquier cosa para ayudar a las personas que le importan.
Joe se preguntó si ayudar a los que le importaban incluía deshacerse de mercancía robada.
– Sí, realmente es un encanto.
– Sí, lo es, y odiaría ver cómo alguien se aprovecha de ella. Soy muy bueno juzgando a la gente y eres la clase de tío que trabaja lo justo para ir tirando, y nada más.
Joe ladeó la cabeza y sonrió al pequeño hombre con delirios de grandeza. Lo último que quería era que Kevin desconfiara de él. En realidad le interesaba lo contrario. Necesitaba que confiara en él, camelarlo para que fueran amigos.
– ¿No me digas? ¿Puedes deducir eso de mí cinco minutos después de conocerme?
– Bueno, obviamente, un manitas no nada precisamente en la abundancia. Y si las cosas te fueran bien Gabrielle no habría inventado un trabajo para ti. -Kevin echó la silla hacia atrás y se levantó-. Ninguno de sus otros novios ha necesitado un trabajo. Ese profesor de filosofía con el que salía el año pasado podía ser un estúpido, pero al menos tenía dinero.
Joe observó cómo Kevin se acercaba a uno de los archivadores y abría un cajón. Guardó silencio y dejó que fuera él quien hablara todo el tiempo.
– Ahora mismo cree que está enamorada de ti -continuó mientras archivaba el formulario-. Y te aseguro que no está pensando en el dinero cuando puede conseguir un cuerpo como el tuyo.
Joe se levantó y cruzó los brazos sobre el pecho. Eso no era exactamente lo que había dicho la señora. La que decía que no mentía.
– Me sorprendí un poco cuando te vi entrar esta mañana. No eres la clase de tío con el que suele salir.
– ¿Sí?¿De qué clase son?
– Normalmente le van los tíos tipo New Age. Esos que se dedican a holgazanear fingiendo que meditan o discutiendo sinsentidos sobre la conciencia cósmica del hombre. -Deslizó el cajón para cerrarlo y apoyó el hombro contra el archivador-. No pareces la clase de tío al que le guste meditar.
Hubo un momentáneo silencio antes de que Kevin continuara.
– ¿De qué estabais hablando en el callejón?
Se preguntó si los había estado escuchando en la puerta trasera, pero suponía que de haber sido así no estarían teniendo aquella conversación. Dejó que una sonrisa curvara lentamente las comisuras de sus labios.
– ¿Quién dijo que estábamos hablando?
Kevin sonrió, una sonrisa de esas «yo-también-soy-del-club-de-los-chicos», y Joe dejó la oficina.
La primera cosa que notó cuando se dirigió al frente de la tienda fue el olor, olía como un fumadero y se preguntó si Gabrielle le daba a la marihuana. Explicaría bastantes cosas.
La mirada de Joe vagó por la estancia y observó el extraño surtido de cosas viejas y nuevas. En el mostrador de la esquina había plumas, abrecartas y cajas con artículos de escritorio. En el mostrador del centro, al lado de la caja registradora, había un despliegue de joyería antigua bajo una campana de cristal. Tomó nota mental de todo antes de que su atención fuera atraída por la escalera colocada delante del escaparate y la mujer subida en ella.
El brillo del sol iluminaba el perfil de Gabrielle, se filtraba a través de su pelo castaño rojizo y volvía transparente la blusa y la falda. Deslizó la mirada por la cara y barbilla, por los hombros delgados y la plenitud de sus senos. El día anterior, había estado muy cabreado y le dolía el muslo horrores, pero no estaba muerto. Había sido muy consciente del cuerpo suave que se apretaba contra el suyo. Y de sus senos, que había contemplado a hurtadillas algunos minutos más tarde cuando caminaban al coche con la fría lluvia empapándole la camiseta, enfriándole la piel y endureciendo sus pezones.
Sus ojos se movieron por la cintura y las elegantes caderas. No parecía que llevara puestas bajo la falda más que unas braguitas. Probablemente blancas o beis. Después de haberla seguido durante toda la semana anterior había desarrollado bastante aprecio por sus piernas largas y torneadas. No importaba lo que dijera su carnet de conducir. Ella media cerca del metro ochenta, y tenía piernas que lo probaban. El tipo de piernas que se enlazaban sin esfuerzo alrededor de la cintura de un hombre.
– ¿Necesitas que te eche una mano? -preguntó, mientras se dirigía hacia ella alzando la vista de las exuberantes curvas femeninas de su cuerpo a su cara.
– Sería genial -dijo, echándose el pelo hacia atrás y mirándolo por encima del hombro. Cogió un gran plato azul y blanco del escaparate-. Hay un cliente que vendrá esta mañana para recoger esto.
Joe tomó el plato de sus manos y se echó hacia atrás mientras ella bajaba de la escalera.
– ¿Creyó Kevin que eres un manitas? -preguntó en un susurro.
– Cree que soy mucho más que tu manitas. -Esperó hasta que estuvo delante de él-. Cree que estás loca por mi cuerpo. -Observó cómo se pasaba los dedos por el pelo, alborotando todos aquellos rizos suaves como si acabara de salir de la cama. El día anterior había hecho lo mismo en la comisaría. Odiaba admitirlo, pero era jodidamente sexy.
– ¿Me tomas el pelo?
Dio varios pasos hacia ella y le susurró al oído.
– Piensa que soy tu juguetito personal. -Su pelo sedoso olía a rosas.
– Espero que le dijeras la verdad.
– ¿Por qué habría de hacerlo? -Se enderezó, y sonrió ante su cara horrorizada.
– No sé lo que hice para merecer esto -dijo, tomando el plato y pasando por su lado-. Estoy segura de que nunca he hecho nada lo suficientemente odioso para merecer este karma tan malo.
La sonrisa de Joe murió y se le pusieron los pelos de punta. Lo había olvidado. La había visto subida en aquella escalera con la luz del sol derramándose en cada curva suave de su cuerpo y, durante algunos minutos, había olvidado que estaba chiflada.
Gabrielle Breedlove parecía normal, pero no lo era. Creía en karmas y auras, y juzgaba el carácter de las personas por el horóscopo. Probablemente también creía que podía comunicarse con Elvis. Estaba chiflada, y supuso que debía darle las gracias por recordarle que no estaba en la tienda para admirarle el trasero. Por su culpa, su carrera como detective estaba en un brete. No podía pifiarla otra vez. Apartó la mirada de su trasero y recorrió la tienda con la mirada.
– ¿Dónde están esas estanterías que quieres que mueva?
Gabrielle colocó el plato en el mostrador al lado de la caja registradora.
– Allí -dijo, apuntando hacia las estanterías de metal y cristal que estaban atornilladas a la pared del fondo-. Quiero que las traslades al almacén.
Cuando el día anterior había hablado de las estanterías, había pensado que se refería a vitrinas. Ahora al ver que había que montarlas y asegurarlas se dio cuenta de que el trabajo le llevaría varios días. Y si lo hacía bien podría alargarlo dos, o tal vez, tres días más en los que podría buscar cualquier cosa que delatara a Kevin Carter. Lo atraparía. No tenía dudas al respecto,
Joe se dirigió hacia la estantería contento de que el trabajo le fuera a llevar su tiempo. A diferencia de las series policíacas, los casos de la vida real no se solucionaban en una hora. Llevaba días, semanas y algunas veces incluso meses reunir las pruebas necesarias para un arresto. Había muchas cosas a tener en cuenta. Había que esperar a que alguien hiciera un movimiento en falso, se delatara o se descuidara.
Joe dejó que su mirada vagara por las coloridas tazas de porcelana y los marcos de plata. Varias cestas de mimbre estaban apoyadas sobre un viejo baúl al lado de los estantes. Cogió una de las bolsitas de tela que había en el interior de una de las cestas y se la llevó a la nariz. Estaba más interesado en lo que podía haber dentro del baúl que en eso. No era que en realidad esperara encontrar la pintura del señor Hillard tan fácilmente. Si bien era cierto que algunas veces había encontrado alijos de drogas y mercancía robada en los lugares más obvios, no creía que fuera tan afortunado en aquel caso.
– Es sólo una mezcla de flores secas.
Joe la miró por encima del hombro y devolvió la bolsita a la cesta.
– Ya me he dado cuenta, pero gracias de todas formas.
– Pensé que podrías confundirlos con alguna clase de alucinógeno.
Él observó aquellos ojos verdes y creyó detectar una chispa de humor en ellos, pero no estaba seguro. Quizá sólo era una muestra más de su demencia. Apartó la mirada de ella y recorrió la habitación. Carter todavía estaba en la oficina. Esperaba que siguiera ocupado en sus propios asuntos.
– Fui agente de estupefacientes durante ocho años. Sé notar la diferencia. ¿Y tú?
– No creo que pueda contestar a esa pregunta sin llegar a incriminarme. -Una sonrisa divertida curvó las comisuras de sus labios rojos. Definitivamente ella se lo estaba pasando en grande-. Pero te diré que si alguna vez probé drogas, y recuerda que no estoy confesando nada, fue hace mucho tiempo y por motivos religiosos.
Sabía que se iba a arrepentir, pero de todos modos preguntó:
– ¿Motivos religiosos?
– Para buscar la verdad y la iluminación espiritual -explicó-. Para romper los límites de la mente en busca de un conocimiento superior y la paz espiritual.
«Sí, se arrepentía.»
– Para explorar la conexión cósmica entre lo bueno y lo malo, la vida y la muerte…
– Para conocer otras civilizaciones. Para llegar adonde nadie ha ido antes – añadió él en tono condescendiente-. Tú y el capitán Kira de Star Trek parecéis tener bastante en común.
La sonrisa de Gabrielle fue sustituida por un ceño.
– ¿Qué hay en ese baúl? -preguntó.
– Luces de Navidad.
– ¿Cuándo fue la última vez que lo abriste?
– En Navidad.
Un movimiento detrás de Gabrielle desvió la atención de Joe al mostrador de la parte delantera y observó cómo Kevin caminaba hacia la caja registradora y la abría con un golpe seco.
– Tengo algunos recados que hacer esta mañana, Gabrielle dijo Kevin llenando la cartera de dinero-. Para las tres debería estar de vuelta.
Gabrielle se dio la vuelta y miró a su socio. La tensión se palpaba en el aire, pero nadie excepto ella pareció notarlo. Se le formó un nudo en la garganta aunque, por primera vez desde que la habían arrestado, su espíritu encontró un poco de alivio. Tenía un final a la vista para aquella locura. Cuanto antes se fuera Kevin, antes podría el detective registrarlo todo y ver que no había nada incriminador. Y entonces, por fin, saldría de la tienda y de su vida.
– Ah, de acuerdo. Tómate todo el tiempo que quieras. En realidad, no es necesario que vuelvas.
Kevin miró al hombre de pie detrás de ella.
– Volveré.
Tan pronto como Kevin se fue, Gabrielle lo miró por encima del hombro.
– Puedes actuar, detective -dijo, y dirigiéndose al mostrador empezó a envolver el plato azul en papel de seda. Por el rabillo del ojo, lo vio sacar una libreta negra del bolsillo trasero de los Levi's. La abrió mientras lentamente se paseaba por la tienda. Después de rellenar la primera página, pasó a la siguiente e hizo una pausa.
– ¿Cuando viene a trabajar Mara Paulino? -preguntó sin levantar la mirada.
– A la una y media.
Comprobó la marca en el fondo de una mantequillera Wedgwood, luego cerró la libreta y la guardó.
– Si Kevin regresa temprano, entretenlo aquí contigo -dijo caminando a la oficina y cerrando la puerta tras él.
– ¿Cómo? -preguntó ella a la tienda vacía. Si Kevin regresaba temprano, no tenía ni idea de cómo haría para abordarle y evitar que descubriera al detective registrando su escritorio. La verdad era que no tendría importancia que Kevin regresara pronto y cogiera a Joe con las manos en la masa. Kevin lo sabría de todas maneras. Tenía el escritorio tan ordenado que siempre sabía si alguien había tocado sus cosas.
Durante las dos horas siguientes Gabrielle se fue poniendo cada vez más nerviosa. Cada tictac del reloj suponía un paso más al borde del colapso. Trató de concentrarse en la rutina diaria y fracasó miserablemente. Era demasiado consciente del detective buscando pruebas tras la puerta cerrada de la oficina.
Varias veces se encaminó hacia allí con la intención de asomar la cabeza por la puerta y ver qué estaba haciendo exactamente, pero siempre perdía el valor en el último momento. Se sobresaltaba ante el más mínimo sonido y acabó por formársele un nudo en la garganta que le impidió comer la sopa de brócoli que había traído para almorzar. Al final, cuando Joe salió de la oficina a la una en punto, Gabrielle estaba tan tensa que sentía deseos de gritar. En vez de hacerlo, inspiró profundamente y, en silencio, entonó el tranquilizador mantra de siete sílabas que había compuesto dieciocho años atrás para hacer frente a la muerte de su padre.
– Bueno. -Joe interrumpió su intento de relajación-. Te veré mañana por la mañana.
No debía de haber encontrado nada incriminador. Pero Gabrielle no estaba sorprendida; no había nada que encontrar. Lo siguió a la trastienda.
– ¿Te vas?
Él la miró a los ojos y curvó los labios.
– ¿No me digas que vas a echarme de menos?
– Claro que no, ¿pero qué pasa con las estanterías? ¿Qué se supone que le voy a decir a Kevin?
– Dile que empezaré mañana. -Tomó las gafas de sol del bolsillo de la camiseta-. Tengo que poner un micro en el teléfono de la tienda. Mañana por la mañana vendré un poco más temprano. No me llevará más que unos minutos.
– ¿Vas a poner un micro en el teléfono? ¿No necesitas una orden judicial o algo por el estilo?
– No. Sólo necesito tu permiso, que me vas a dar ahora mismo.
– No, claro que no.
Sus cejas oscuras se juntaron y sus ojos se volvieron duros.
– ¿Por qué no, diablos? Creo que dijiste que no tenías nada que ver con el robo del Monet de Hillard.
– Y así es.
– Entonces no actúes como si tuvieras algo que ocultar.
– No lo hago. Pero esto es una horrible invasión de mi intimidad.
Él se balanceó sobre los talones y la miró con los ojos entornados.
– Sólo si eres culpable. Ahora dame permiso para probar que Kevin y tú sois inocentes.
– Tú no crees que seamos inocentes, ¿verdad?
– No -contestó sin titubear.
Le costó Dios y ayuda no decirle dónde podía meterse el micro. Estaba tan seguro de sí mismo y, sin embargo, tan equivocado. Es probable que no consiguiera absolutamente nada con las escuchas telefónicas, aunque sólo había una manera de probarlo.
– Estupendo dijo-. Haz lo que quieras. Pon una cámara de vídeo. Usa un polígrafo. Saca las esposas.
– Eso será suficiente por ahora. -Joe abrió la puerta trasera y se puso las gafas de sol-. Guardo las esposas para confidentes reacias que necesitan un poco de tortura. -Las líneas sensuales de sus labios se curvaron en una sonrisa provocativa que podría hacer que cualquier mujer casi le perdonara por esposarla y encarcelarla-. ¿Te interesa?
Gabrielle se miró los pies escapando del efecto hipnótico de su sonrisa, horrorizada de que él pudiera afectarla de aquella manera.
– No, gracias.
Joe le puso un dedo bajo la barbilla y la obligó a mirarlo. Su voz seductora hizo que un estremecimiento recorriera su piel.
– Puedo ser muy suave.
Ella clavó la mirada en sus gafas de sol sin lograr descifrar si estaba bromeando o hablaba en serio. Si trataba de seducirla o si todo era producto de su imaginación.
– Paso.
– Gallina. -Dejó caer la mano y dio un paso atrás-. Si cambias de idea, dímelo.
Después de que se marchara se quedó mirando la puerta cerrada. Sintió mariposas en el estómago e intentó convencerse de que era porque no había comido. Pero no llegó a creérselo del todo. Tras la marcha del detective, tenía que haberse sentido mejor, pero no era así. Él volvería al día siguiente con el micro, para oír a escondidas todas sus conversaciones.
Cuando finalmente cerró la tienda, Gabrielle se sentía como si tuviera aire en el cerebro y la cabeza le fuera a estallar. Aunque no podía saberlo con total seguridad, creía que estaba al borde de un colapso cerebral por culpa de la tensión nerviosa.
Llegar a casa en coche -algo que normalmente le llevaba diez minutos- no le llevó ni cinco. Su Toyota azul zigzagueó entre el tráfico y hasta que no lo metió en el garaje de la parte trasera de su casa, no se sintió tranquila.
La casa de ladrillo que había comprado hacía un año era pequeña y estaba llena de pequeños retazos de su vida. Ante una ventana salediza que daba a la calle, un enorme gato negro se estiraba encima de unos cojines de color melocotón demasiado gordo y perezoso como para exigirle un saludo en condiciones. Los rayos de sol que entraban por la ventana formaban charcos de luz sobre el suelo de madera y las alfombras de flores.
El sofá y las sillas estaban tapizados en tonos verdes y melocotón, y la habitación estaba repleta de plantas florecientes. Un retrato a acuarela de un gatito negro sentado en una silla colgaba sobre una chimenea de ladrillo.
En cuanto Gabrielle había puesto los ojos en esa casa se había enamorado de ella. La casa era vieja al igual que sus primeros dueños, pero poseía el tipo de ambiente que sólo podía conseguirse con el tiempo. El pequeño comedor tenía armarios empotrados y se comunicaba con una cocina con grandes alacenas desde el suelo al techo. Tenía dos dormitorios, uno de los cuales usaba como estudio.
Las tuberías rechinaban. El suelo de madera era frío y el agua goteaba en el lavabo del cuarto de baño. El inodoro vertía agua continuamente a menos que se cerrara la llave de paso, y las ventanas del dormitorio se habían encajado justo después de pintarse. Pero la casa le encantaba a pesar de sus defectos, o precisamente por ellos.
Mientras se quitaba la ropa Gabrielle se dirigió al estudio. Atravesó el comedor y la cocina sin prestar atención a los pequeños frascos y recipientes con ingredientes esenciales y otros aceites que había preparado. Cuando llegó a la puerta del estudio, lo único que llevaba puesto eran las bragas.
Del atril del centro de la estancia colgaba una camisa salpicada de pintura. Una vez que se la abotonó hasta la altura del pecho empezó a preparar las pinturas.
Sabía que sólo había una forma de expulsar la furia demoníaca que la envolvía ennegreciéndole el aura. Cuando fallaba la meditación y la aromaterapia, sólo había una forma para expresar la cólera y el desasosiego. Sólo una manera de expulsarla del alma.
No se molestó en preparar la tela ni en esbozar un perfil. No se molestó en trabajar la pintura al óleo ni trató de aclarar los colores oscuros. No tenía ni idea de lo que quería pintar. No se tomó tiempo para calcular cuidadosamente cada pincelada, ni le importó que se mezclaran todos los colores.
Sólo pintó.
Varias horas más tarde no se sorprendió al ver que el demonio de la pintura tenía un notable parecido con Joe Shanahan, ni que el corderito atado con esposas de plata tenía un sedoso pelo rojo en lugar de lana en la cabeza.
Dio un paso atrás y con ojo crítico observó la obra. Gabrielle sabía que no era un genio. Pintaba por amor al arte, pero, a pesar de eso, sabía que este trabajo no era de los mejores. Los óleos habían sido aplicados en exceso y el halo que rodeaba la cabeza del cordero parecía más un malvavisco. La calidad no era tan buena como en otros retratos o pinturas que tenía apilados contra las paredes blancas del estudio. Y lo mismo que en las demás pinturas había dejado para más adelante las manos y los pies. Sintió el corazón más ligero y una sonrisa le iluminó la cara.
– ¡Me encanta! -anunció a la habitación vacía; luego mojó el pincel en pintura negra y agregó un horripilante par de alas al demonio del cuadro.