Capítulo 10

Joe observó cómo su madre y sus hermanas desaparecían rápidamente entre la gente y frunció el ceño. Habían desistido demasiado rápido. Normalmente cuando él se enfadaba tiraban a matar. No sabía por qué no habían sacado a relucir más historias de cuando eran pequeños, pero sospechaba que tenía que ver con la mujer que tenía al lado. Su familia creía, obviamente, que Gabrielle era su novia de verdad sin importar lo que dijera; la situación en la que los habían pillado un rato antes hacía que, ante sus ojos, todo pareciera real. Lo que no dejaba de asombrarle; creía que simplemente con echar un vistazo a Gabrielle sería suficiente para convencer a su familia de que no era su tipo de mujer.

La recorrió con la mirada: la bella cara, el pelo alborotado y el estómago desnudo y suave, que lo hacía querer caer de rodillas y apretar su boca abierta contra el vientre plano. Vestía un conjunto provocador que delineaba su precioso cuerpo, un conjunto que sus manos no tendrían ningún problema en hacer trizas. Se preguntó si se lo había puesto simplemente con intención de volverlo loco.

– Tienes una familia agradable.

– No son agradables. -Él sacudió la cabeza-. Mis hermanas te hicieron creer que lo son por si te conviertes en su cuñada.

– ¿Yo?

– No te sientas halagada. Son felices con tal de que tenga cerca una mujer. ¿Por qué crees que dijeron todas esas cosas de que soy cariñoso con los niños y las mascotas?

– ¡Ah! -Gabrielle abrió sus grandes ojos verdes con sorpresa-. ¿Hablaban de ti? Menos por la parte humorística, no sabía a quién se referían.

Él cogió la bolsa de papel que había traído del bar.

– Sé buena o le diré a Doug que quieres que te limpie el colon.

La risa suave que surgió de sus labios lo cogió por sorpresa. Nunca le había oído antes una risa genuina y el sonido femenino fue tan dulce y placentero que provocó que sus propios labios se curvaran en una sonrisa inesperada.

– Te veré mañana por la mañana.

– Aquí estaré.

Joe giró y se abrió camino entre el gentío del festival hasta el lugar donde había aparcado el coche. Si no tenía cuidado, ella acabaría por gustarle más de lo que debería. La vería como mucho más que un medio para conseguir un fin y no podía permitir que ella se convirtiese en algo más que su colaboradora. No podía permitirse el lujo de verla como una mujer deseable, alguien a quien querría tener desnuda para recorrerla con la lengua a placer. De ninguna manera podía permitirse estropear aquel caso más de lo que ya estaba.

Su mirada recorrió la multitud, buscando inconscientemente a los drogadictos: adictos al crack, fumadores de marihuana de ojos hinchados o cocainómanos nerviosos buscando su próxima dosis. Todos pensaban que tenían el control, que controlaban el vicio cuando estaba claro que era al revés. Llevaba casi un año sin trabajar en narcóticos, pero había momentos -especialmente cuando estaba en medio de la gente- que aún miraba el mundo a través de los ojos de un agente de narcóticos. Era para lo que había sido entrenado, y se preguntó durante cuánto tiempo pesaría sobre él el adiestramiento que había recibido. Sabía de policías de homicidios que llevaban diez años retirados y aún miraban a las personas como si fueran víctimas o asesinos en potencia.

El Chevy Caprice color beis estaba aparcado en una calle lateral al lado de la biblioteca pública de Boise. Se sentó tras el volante del coche patrulla camuflado y esperó antes de incorporarse al tráfico. Pensó en la sonrisa de Gabrielle, en el sabor de su boca, en la textura de su piel bajo las palmas de sus manos y en el suave muslo que había vislumbrado por la abertura del vestido. El peso del deseo tiró de su ingle e intentó no pensar más en ella. Incluso aunque no fuera tan rara, era un problema. El tipo de problema que le haría patear las calles en un coche patrulla. El tipo de problema que no necesitaba cuando apenas había sobrevivido a la última investigación de asuntos internos. No quería pasar por aquello otra vez. No valía la pena. De ninguna manera.

Hacía menos de un año, pero sabía que nunca olvidaría la investigación judicial del Departamento de Justicia, las entrevistas y por qué se había visto forzado a contestar a sus preguntas. Nunca olvidaría cómo tuvo que perseguir a Robby Martin hasta un callejón oscuro, la explosión de fuego anaranjado de la pistola de Robby y sus propios disparos en respuesta. Durante el resto de su vida recordaría lo que era yacer en aquel callejón sintiendo el tacto frío de la Colt 45 en la mano; recordaría el silencioso aire de la noche roto por las sirenas, y el destello de las luces blancas, rojas y azules asomando entre los árboles y las casas. La cálida sangre que salía por el orificio del muslo y el cuerpo inmóvil de Robby Martin a cinco metros. Sus Nike blancas resaltaban en la oscuridad. Nunca olvidaría los alocados pensamientos que se atropellaron en su mente cuando había gritado al chico que ya no podía oírle.

No fue hasta mucho más tarde, en la cama del hospital -con la pierna inmovilizada por una abrazadera de metal que parecía el juguete de un niño-, mientras su madre y sus hermanas lloraban sobre su cuello y su padre lo observaba desde los pies de la cama, que empezó a darle vueltas a todo lo sucedido, repasando mentalmente todos sus movimientos.

Tal vez no debería haber perseguido a Robby hasta aquel callejón. Tal vez debería haber dejado que escapara. Sabía dónde vivía el chico, quizá debería haber esperado refuerzos e ir directamente hacia su casa.

Quizá, pero su trabajo era perseguir a los malos. La comunidad quería las drogas fuera de las calles, ¿no?

Bueno, en teoría.

Si el nombre de Robby hubiera sido Roberto Rodríguez, a nadie, salvo a la familia del chico, le hubiera importado. Ni siquiera habría sido noticia, pero Robby tenía todo el aspecto de un joven prometedor. Un chico típico de Estados Unidos. Un chico caucasiano típico de Estados Unidos con dientes perfectos y una sonrisa angelical. La mañana después del tiroteo, el Idaho Statesman había publicado una foto de Robby Martin en primera plana. Su pelo tan claro como el de un surfista y sus grandes ojos azules miraron a los lectores sobre su café matutino.

Y los lectores vieron esa cara y comenzaron a preguntarse si había sido necesario que el agente infiltrado disparara a matar. No importaba que Robby hubiera huido de la policía, ni que hubiera disparado primero o que tuviera un largo historial por abuso de drogas. En una ciudad en auge -una ciudad que tendía a achacar todos sus problemas al flujo de extranjeros y gente de otros estados-, un camello de diecinueve años de cosecha propia nacido en un hospital del centro, no coincidía en absoluto con la imagen que los ciudadanos tenían de sí mismos y de su ciudad.

Por lo tanto, cuestionaron al cuerpo de policía. Se preguntaron si al Departamento de Policía no le haría falta una inspección de asuntos internos y si tenían entre ellos a un policía renegado al que le gustaba matar a sus jóvenes.

El jefe de policía había aparecido en las noticias locales recordando el historial delictivo de Robby. Toxicología había encontrado rastros significativos de metadona y marihuana en su sangre. El Departamento de Justicia y asuntos internos habían limpiado el nombre de Joe y habían determinado que el uso del arma había sido necesario. Sin embargo, la gente seguía dándole vueltas al asunto cada vez que la foto de Robby aparecía en los periódicos o salía en la televisión.

Joe se había visto obligado a ir al psicólogo de la policía, pero le había dicho poca cosa. ¿Qué podía decir en realidad? Él había matado a un chico que ni siquiera era hombre. Había acabado con su vida. Tenía justificación; se había visto forzado a hacerlo. Sabía a ciencia cierta que habría sido él quien hubiese muerto si Robby hubiera apuntado mejor. No tenía otra opción.

Eso es lo que se había dicho a sí mismo. Eso es lo que había tenido que creer.

Después de pasarse dos meses encerrado en casa sin poder hacer nada y cuatro meses más de fisioterapia intensa, Joe había sido dado de alta, listo para volver al trabajo. Pero no a narcóticos, sino a la brigada antirrobos. Así era como lo habían llamado, un traslado. Él, en cambio, lo llamaba degradación, como si lo hubieran castigado por cumplir con su trabajo.

Aparcó el Caprice a media manzana de Anomaly. Cogió una lata de pintura y una bolsa llena de pinceles y rodillos. A pesar de su traslado nunca consideró un error lo sucedido con Robby en aquel callejón. Era triste y desafortunado, algo sobre lo que no quería pensar -sobre lo que se negaba a hablar-, pero no un error.

No como Gabrielle Breedlove. Eso sí había sido un jodido error. La había subestimado a base de bien. ¿Quién hubiera imaginado que se sacaría de entre las manos un plan tan desastroso como para atraerle al parque con una vieja Derringer y un bote de laca?

Joe entró en la tienda por la puerta de atrás y dejó la pintura y la bolsa con los materiales sobre el mostrador al lado del fregadero. Mara Paglino estaba en el otro extremo del mostrador desempaquetando la mercancía de la tienda que había recibido el día anterior. No parecían ser antigüedades.

– ¿Qué es eso?

– Gabrielle pidió algunas piezas de cristal Baccarat. -Sus ojos castaños lo miraron intensamente. Se había rizado su grueso cabello negro y pintado los labios de color rojo brillante.

Desde el momento en que la había visto había sido consciente de que podía encapricharse con él. Lo seguía a todas partes y se ofrecía para llevarle cualquier cosa. Aunque era halagador, la mayor parte del tiempo se sentía incómodo. Era sólo un año o dos mayor que Tiffany, su sobrina, y Joe no estaba interesado en las chicas de esa edad. A él le gustaban las mujeres. Mujeres totalmente desarrolladas a las que no tenía que enseñar qué hacer con las manos y la boca. Mujeres que sabían cómo mover su cuerpo para crear la fricción adecuada.

– ¿Quieres ayudarme? -preguntó ella.

Él sacó un pincel de la bolsa.

– Creía -dijo- que irías al parque a ayudar a Gabrielle.

– Iba a ir, pero Kevin me dijo que tenía que desempaquetar todo este cristal y quitarlo de en medio por si hoy querías empezar con la encimera de la cocina.

Sus habilidades en carpintería no se extendían hasta el punto de reemplazar encimeras.

– No empezaré hasta la semana que viene. -En realidad esperaba no tener que preocuparse de eso la semana siguiente-. ¿Kevin está en la oficina?

– No ha vuelto aún de almorzar.

– ¿Quién está atendiendo la tienda?

– Nadie, pero oiré la campana cuando entre un cliente.

Joe agarró un pincel y la pintura, y se fue al pequeño almacén. Ésta era la parte del trabajo encubierto que le ponía nervioso, esperar a que el sospechoso hiciera el siguiente movimiento. Sin embargo, suponía que trabajar dentro de la tienda era mejor que estar sentado fuera en un coche camuflado y engordando a base de perritos calientes. Era algo mejor, pero no mucho.

Cubrió el suelo con una tela vieja y apoyó contra la pared las guías para los estantes que había hecho el día anterior. Mara lo siguió como un perrito faldero y charló sin parar sobre los tipos inmaduros de la universidad con los que había salido. Se fue cuando sonó la campana, pero reapareció poco después para recordarle que estaba disponible para un hombre mayor.

Cuando Kevin regresó, Joe acababa de terminar de pintar los dos estantes y se disponía a pintar las paredes del almacén. Kevin recriminó a Mara con la mirada y la envió a ayudar a Gabrielle, dejándolos solos.

– Creo que anda detrás de ti -le dijo Kevin mientras Mara le dedicaba una última mirada sobre el hombro y salía por la puerta.

– Bueno, puede ser. -Joe se llevó una mano al hombro contrario para frotárselo y luego estiró el brazo sobre la cabeza. Odiaba admitirlo pero le dolían los músculos. Se mantenía en forma, así que no era por la falta de ejercicio. Sólo había otra explicación. Se estaba haciendo viejo.

– ¿Gabrielle te paga lo suficiente como para trabajar con músculos doloridos? -Kevin vestía un traje de diseño. En una mano llevaba la bolsa de una tienda de ropa de fiesta y en la otra una bolsa con ropa interior femenina de la tienda que había calle abajo.

– Me paga suficiente. -Dejó caer los brazos-. El dinero no lo es todo.

– Entonces nunca has sido pobre. Yo sí, amigo, y eso le marca. Te influye durante el resto de tu vida.

– ¿Lo crees así?

– La gente te juzga por la marca de la camisa y el lustre de los zapatos. El dinero sí lo es todo. Sin él creen que eres basura. Y las mujeres, olvídate. No tienes nada que hacer con ellas. Y punto.

Joe se sentó encima del baúl y cruzó los brazos.

– Depende de a qué clase de mujeres estés tratando de impresionar.

– Sólo a las de clase alta. Las mujeres que conocen la diferencia entre un Toyota y un Mercedes.

– Ah. -Joe recostó la cabeza contra la pared y miró al hombre ante él-. Esas mujeres cuestan dinero de verdad y en efectivo. ¿Tienes esa clase de dinero?

– Sí, y si no lo tengo, sé cómo conseguirlo. Sé cómo conseguir las cosas que quiero.

«Bingo.»

– ¿Cómo lo haces?

Kevin sólo sonrió y negó con la cabeza.

– No lo creerías aunque te lo contara.

– Prueba -insistió Joe.

– Me temo que no puedo.

– ¿Inviertes en bolsa?

– Invierto en mí, Kevin Carter, y eso es todo lo que pienso decirte.

Joe sabía cuándo dejar de presionar.

– ¿Qué llevas en la bolsa? -preguntó señalando la mano de Kevin.

– Celebro la fiesta de cumpleaños de mi novia, China.

– ¿En serio? ¿Es China su nombre real o su apellido?

– Ni lo uno ni lo otro -se rió Kevin entre dientes-. Pero prefiere ese nombre al suyo, Sandy. Le mencioné la fiesta a Gabe esta mañana cuando pasé por la caseta. Me dijo que teníais otros planes.

Joe creía que le había dejado bien claro a Gabrielle que tenía que dejar de entorpecer la investigación. Obviamente, iba a tener que hablar con ella otra vez.

– Creo que podremos pasarnos un rato por la fiesta.

– ¿Estás seguro? Parecía dispuesta a pasar la tarde en casa.

Normalmente, Joe no era el tipo de tío que se sentaba a hablar de mujeres con otro hombre. Pero esto era diferente, era su trabajo y sabía cómo hacerlo. Se inclinó hacia delante ligeramente como si compartiera un secreto.

– Bueno, aquí entre nosotros, Gabrielle es una ninfómana.

– ¿En serio? Siempre creí que era algo puritana.

– Sólo lo parece. -Se reclinó y sonrió abiertamente como si él y Kevin pertenecieran a la misma hermandad-. Pero creo que puedo mantenerla a distancia unas cuantas horas. ¿A qué hora es la fiesta?

– A las ocho -le replicó Kevin encaminándose a la oficina.

Joe se quedó allí pintando durante las dos horas siguientes. Por la tarde, después de cerrar Anomaly, fue hasta la comisaría de policía y repasó el informe diario del robo Hillard. No había demasiada información nueva desde esa mañana. Kevin se había encontrado con una mujer sin identificar para almorzar en un restaurante del centro de la ciudad. Había comprado cosas para la fiesta en el Circle K y en el Big Gulp. Cosas excitantes.

Joe informó de la conversación con Kevin y le hizo saber a Luchetti que había sido invitado a la fiesta que daba en su casa. Luego cogió un montón de papeleo de oficina y se fue a casa con Sam.

Para cenar, hizo costillas a la parrilla y se comió la ensalada de pasta que su hermana Debby le había dejado en la nevera mientras él estaba trabajando. Sam estaba posado sobre la mesa al lado de su plato y se negaba a comerse las semillas y las zanahorias baby.

Sam quiere a Joe

– No puedes comer mis costillas.

Sam quiere a Joe… Braack.

– No.

Sam parpadeó con sus ojos negros y amarillos y levantó el pico imitando el timbre del teléfono.

– Ni te molestes. -Joe atravesó con el tenedor algunos macarrones y se sintió ridículo hablando con su loro de dos años-. El veterinario dice que tienes que comer menos y hacer más ejercicio o enfermarás del hígado.

El ave voló a su hombro, luego descansó la cabeza cubierta de plumas contra la oreja de Joe.

Lorito bonito.

– Estás gordo. -Se mantuvo firme durante la cena y no le dio de comer, pero cuando el loro imitó una de las frases favoritas de Joe de la película de Clint Eastwood, se ablandó y le dio trocitos de la tarta de queso de Ann Cameron. Era tan buena como había afirmado, así que suponía que le debía un café. Trató de recordar a Ann de niña y le vino la imagen de una chica con gafas sentada sobre uno de aquellos sofás de terciopelo verde esmeralda de la casa de sus padres, mirándolo fijamente mientras esperaba a su hermana Sherry. Por entonces debía de tener diez años, seis menos que él. La misma edad de Gabrielle.

Pensar en Gabrielle le produjo un agudo dolor de cabeza. Se pellizcó el puente de la nariz e hizo un gran esfuerzo mental para resolver qué hacer con ella. No tenía ni idea.

Mientras el sol recorría el valle en su camino hacia el crepúsculo, Joe puso a Sam en el aviario e introdujo la cinta de Harry el Sucio en el vídeo. Junto al show de Jerry Springer, «Too Hot For Televisión», era la película que más le gustaba a Sam. En el pasado, había tratado de animarlo a ver algún vídeo de Disney o «Barrio Sésamo», o cualquiera de las cintas educativas que había comprado. Pero Sam era adicto a Jerry y, como la mayoría de los padres con sus chicos, Joe no podía negarle nada.

Condujo hacia la pequeña casa de ladrillo a través de la ciudad y aparcó el Bronco junto al bordillo. Una luz rosada resplandecía en el porche encima de la puerta principal. Algunas noches antes, la bombilla había sido verde. Joe se preguntó si el cambio de iluminación tendría algún significado, pero supuso que era mejor no preguntar.

Un par de ardillas corrieron velozmente por el césped y la acera, y subieron raudas por la corteza de un roble antiguo. A media altura, hicieron un alto para mirarlo, con las puntas de sus colas ocultas entre las ramas. Su parloteo inquieto llenó sus oídos, como si lo acusaran de pretender robar su escondite. Le gustaban las ardillas menos aún que los gatos.

Joe golpeó la puerta de Gabrielle tres veces antes de que se abriera. Estaba parada delante de él con una gran camisa blanca que se abotonaba por delante. Sus ojos verdes se agrandaron y la cara se le puso del color de la grana.

– ¡Joe! ¿Qué haces aquí?

Antes de responder a la pregunta, dejó que su mirada la recorriera, desde los rizos cobrizos que caían de la coleta de su cabeza a la cinta con abalorios de cáñamo que llevaba atada alrededor del tobillo. Llevaba la camisa remangada por los codos y le llegaba dos centímetros por encima de las rodillas desnudas. Por lo que podía ver, no llevaba puesto nada más a excepción de las pequeñas manchas de pintura que salpicaban la piel y la camisa.

– Necesito hablar contigo -dijo él, volviendo a mirar sus mejillas cada vez más coloradas.

– ¿Ahora? -Ella miró hacia otro lado como si la hubiera atrapado haciendo algo ilegal.

– Sí, ¿qué andas haciendo?

– ¡Nada! -Parecía tan culpable como el pecado.

– La otra noche te dije que no interfirieras en la investigación, pero por si acaso no me entendiste, te lo diré de nuevo. Deja de proteger a Kevin.

– No lo hago. -La luz del interior de la casa quedó atrapada en su pelo e iluminó la camisa blanca desde atrás, perfilándole los senos y las delgadas caderas.

– Rechazaste una invitación para ir a la fiesta que da mañana por la noche. Yo la acepte.

– No quiero ir. Kevin y yo somos amigos y socios, pero no hacemos vida social. Siempre he pensado que era más conveniente que no nos viéramos fuera del trabajo.

– Es una pena. -Joe esperó a que lo invitara a pasar, pero no lo hizo. En lugar de eso se cruzó de brazos llamando la atención sobre la mancha negra de su pecho izquierdo.

– Los amigos de Kevin son superficiales. No lo pasaremos bien.

– No vamos para pasarlo bien.

– ¿Vas a buscar el Monet?

– Sí.

– De acuerdo, pero nada de besos.

Él se balanceó sobre los talones y la miró con los ojos entornados. La petición era perfectamente razonable pero lo irritaba más de lo que se atrevía a admitir.

– Te dije que no te lo tomaras como algo personal.

– Y no lo hago, pero no me gusta.

– ¿No te gusta qué? ¿Besarme o tomártelo como algo personal?

– Besarte.

– Tauro, intenso y ardiente.

– Estás equivocado.

Él sacudió la cabeza y dijo con una sonrisa:

– Creo que no.

Ella suspiró.

– ¿Es eso todo lo que querías, detective?

– Te recogeré a las ocho. -Se volvió para marcharse, pero se paró y la miró por encima del hombro-. Y, Gabrielle…

– ¿Sí?

– Ponte algo sexy.


Gabrielle cerró la puerta y se recosió contra ella. Se sintió aturdida y excitada como si hubiera conjurado a Joe de alguna manera. Inspiró profundamente y se llevó una mano a su corazón desbocado. La aparición de Joe en el porche justo en ese momento debía de ser por alguna clase de suceso fortuito.

Desde que él se había ido de la caseta aquella tarde, Gabrielle había sentido un abrumador deseo de pintarle otra vez. Esta vez de pie dentro del aura roja. Desnudo. Después de regresar a casa tras un exitoso día en el Coeur Festival, había entrado inmediatamente en el estudio para preparar una tela. Esbozó y pintó su cara y los duros músculos de su cuerpo inspirándose en el David de Miguel Ángel. Acababa de empezar a pintar las partes privadas de Joe cuando llamó. Había abierto la puerta y allí estaba él. Durante unos angustiosos segundos había temido que de alguna manera supiera lo que estaba haciendo. Se había sentido culpable, exactamente igual que si la hubiera pillado mirándolo desnudo.

No creía en el destino. Creía en la libertad de elección, pero no podía ignorar que aquella coincidencia le había puesto los pelos de punta.

Gabrielle se apartó de la puerta y se encaminó al estudio. Estaba convencida de lo que le había dicho a Joe, nada de besos. Pero aunque encontraba que mentir le resultaba mucho más fácil que hacía una semana, no se podía mentir a sí misma. Por razones que no podía explicar, estar cerca de Joe con el aliento rozándole la mejilla y sus labios acariciando los suyos no era tan desagradable. No, no era desagradable en absoluto.

Gabrielle creía que el amor se debía expresar honesta y abiertamente, pero no en un parque abarrotado y mucho menos con el detective Joe Shanahan. A él no le importaba ella y le había dejado completamente claro que consideraba que besarla era parte de su trabajo. Había pensado en su reacción al beso de Joe y había llegado a la conclusión lógica de que su contacto había alterado sus biorritmos y puesto todo del revés. Como un ataque de hipo o una interferencia en la energía vital que conectaba cuerpo, mente y alma.

Si Kevin los descubría discutiendo otra vez, o si a Joe lo veía alguien que le conociera, iba a tener que improvisar. Pero nada de estrecharse contra él, llenándose los sentidos con el perfume de su piel. No más besos impersonales que le llegaban a lo más hondo y la dejaban sin aliento. Y de ninguna manera pensaba ponerse algo sexy para él.

Cuando a la tarde siguiente sonó el timbre de la puerta, Gabrielle creía que estaba absolutamente preparada para Joe. Ninguna sorpresa más. Tenía todo bajo control y si él hubiera llevado vaqueros y una camiseta, habría conservado la calma. Pero fue echarle una mirada y su equilibrio interior se esfumó a algún lugar del cosmos.

Se había afeitado la sombra de barba que le oscurecía las mejillas a última hora de la tarde y los pómulos bronceados estaban suaves. Su polo era de seda negra y se ajustaba perfectamente al ancho pecho y al estómago plano. Un cinturón ceñía los pantalones grises de vestir. En lugar de viejas zapatillas de deporte o botas de trabajo, llevaba mocasines de ante. Olía maravillosamente bien y lucía aún mejor.

A diferencia de Joe, Gabrielle no se había tomado la molestia de arreglarse. Se había vestido para estar cómoda con una sencilla blusa blanca y un vestido pichi a cuadros azules y blancos que le llegaba justo por la rodilla. Llevaba muy poco maquillaje y no había tratado de hacer nada diferente con el pelo, simplemente lo había dejado suelto y rizado para que le cayera sobre la espalda como siempre. Su única concesión a la moda eran los pendientes de plata de las orejas y el anillo del dedo corazón de la mano derecha. No llevaba medias y calzaba unas zapatillas de lona. Creía que no se la podría considerar sexy bajo ningún concepto.

Él arqueó una ceja haciéndole saber que eso era lo que opinaba.

– ¿Dónde has dejado a Toto?-preguntó Joe, refiriéndose al perrito de Dorothy la protagonista de El Mago de Oz.

Tampoco estaba tan mal vestida.

– Oye, no soy yo quien se ponía los tacones rojos de mamá para saltar muros.

Él la fulminó con la mirada.

– Tenía cinco años.

– Eso es lo que dicen todos. -Salió al porche y cerró la puerta con llave-. Además, estoy segura de que es una fiesta informal. -Dejó caer las llaves en su gran bolso de ganchillo y se enfrentó a él. Joe no retrocedió ni un centímetro y su brazo desnudo le acarició el pecho.

– Lo dudo. -Joe la tomó del codo como si fuera una cita real y la condujo al horrible coche beis que tan bien recordaba. La última vez que había viajado en él iba esposada en el asiento trasero-. Conozco a Kevin y dudo que haga nada informal, aunque tal vez se deje llevar en el sexo.

El calor de la palma de su mano se extendió por su brazo hasta las puntas de los dedos. Se obligó a caminar serena a su lado, como si su contacto no la hiciera desear poner pies en polvorosa. Como si en realidad estuviera tan calmada y relajada como Joe. Trató de ignorar las sensaciones que le hacían sudar las palmas de las manos y ni se molestó en comentar la opinión que Joe tenía de Kevin, porque además, lo que había dicho se acercaba bastante a la verdad. Pero lo que hacía Kevin no era ni mejor ni peor que lo que hacían otros hombres.

– Ayer me dio la impresión de que tenías un Bronco.

– Así es, pero Kevin piensa que soy un perdedor nato. Y quiero que lo siga pensando -dijo, y se inclinó hacia delante para abrir la puerta del pasajero. Le rozó otra vez el pecho con el brazo y ella aspiró profundamente por la nariz, preguntándose si su colonia era una combinación de cedro y neroli o tenía algo más.

– ¿Por qué haces eso?

– ¿El qué?

– Husmear con la nariz como si oliera mal. -Le soltó el codo y ella sintió que por fin podía relajarse.

– Son imaginaciones tuyas -le dijo, y se metió en el coche.

A diferencia de Joe el interior del coche olía tan horriblemente mal como el día que la había arrestado. Como a aceite de motor, pero al menos los asientos estaban limpios.

El recorrido a casa de Kevin le llevó menos de diez minutos y Joe usó todo ese tiempo para recordarle el contrato de colaboración que había firmado.

– Si Kevin es inocente -dijo él-, no necesita tu ayuda. Y si es culpable, no puedes protegerlo.

El aire fresco acarició sus brazos y piernas desnudos. Deseó haberse quedado en casa. Deseó haber podido elegir.

Gabrielle había ido a casa de Kevin en varias ocasiones, pero nunca se había fijado demasiado en ella. La moderna estructura de dos plantas estaba situada en la ladera de una montaña y tenía una espectacular vista de la ciudad. El interior estaba decorado con mármol, madera y acero, y parecía tan acogedor como un museo de arte moderno.

Gabrielle y Joe se acercaron juntos por la acera, hombro con hombro, sin apenas tocarse.

– ¿Qué pasa si uno de los amigos de Kevin te reconoce? ¿Qué harás entonces?

– Ya improvisaré algo.

Eso era exactamente lo que temía.

– ¿Como qué?

Joe tocó el timbre de la puerta y esperaron allí uno al lado del otro, con la mirada en la puerta.

– ¿Te asusta estar a solas conmigo?

«Un poco.»

– No.

– Pareces preocupada.

– No estoy preocupada.

– Parece como si tal vez no te fiaras de ti misma.

– ¿Sobre qué?

– Sobre tener las manos quietas.

Antes de que pudiera responder, se abrió la puerta y comenzó la charada. Joe le rodeó los hombros con el brazo, el calor de su mano le calentaba la piel a través de la delgada tela de la blusa.

– Me preguntaba si al final apareceríais. -Kevin dio un paso atrás y entraron. Como siempre, parecía como si acabara de posar para el GQ.

– Te dije que podría sacarla de casa durante unas horas.

Kevin recorrió con la mirada el peto del vestido de Gabrielle y arrugó el ceño.

– Gabe, ésta es una imagen nueva de ti. Interesante.

– No estoy tan mal -se defendió.

– No si vives en Kansas. -Kevin cerró la puerta y le siguieron hacia la sala de estar.

– No me parezco a Dorothy. -Gabrielle recorrió con la mirada el pichi azul a cuadros para cerciorarse-. ¿De veras me parezco a ella?

Joe la apretó contra su costado.

– No te preocupes, te protegeré de los monos voladores.

Ella lo miró a los ojos, a sus iris color chocolate y las tupidas pestañas; no eran los monos voladores lo que más la preocupaban.

– ¿Por qué no le das el bolso a Kevin para que lo guarde en alguna parte?

– Lo dejaré en el dormitorio de invitados -propuso Kevin.

– Prefiero tenerlo conmigo.

Joe se lo quitó y se lo dio a Kevin.

– Te provocará una tendinitis.

– ¿El bolso?

– Nunca se sabe -replicó Joe mientras Kevin se marchaba con el bolso.

La sala de estar, la cocina y el comedor compartían el mismo espacio amplio y la espectacular vista de la ciudad. Un pequeño grupo de invitados hablaba en la barra mientras la voz profunda de Mariah Carey llenaba la casa con todas las octavas que lograba sacar a sus cuerdas vocales. Gabrielle no tenía nada personal contra Mariah, pero creía que a la diva le vendría bien una lección de humildad. Paseó la mirada por la estancia, desde la piel de cebra del respaldo del sofá a los artefactos africanos desperdigados por la habitación. Kevin también necesitaba una lección.

Cuando su socio regresó, les presentó a sus amigos, un grupo de empresarios que estaban, por lo que Gabrielle pudo apreciar, mucho más preocupados por el estado de sus cuentas corrientes que por el estado de sus conciencias. Joe mantuvo el brazo sobre Gabrielle mientras saludaban a un matrimonio que poseía una cadena de cafeterías de moda. Otros vendían vitaminas, ordenadores o propiedades inmobiliarias y, aparentemente, lo hacían muy bien. Kevin les presentó a su novia, China, aunque Gabrielle habría jurado que se llamaba Sandy la última vez que la vio. Igual que su nombre actual, la mujer era pequeña, rubia y perfecta, y Gabrielle sintió un deseo abrumador de encoger los hombros.

Junto a China se encontraba una amiga suya igual de perfecta y pequeña, Nancy, que ni siquiera fingía estar interesada en nada de lo que Gabrielle pudiera decir. Centraba su atención en el hombre que permanecía pegado a ella. Al mirarlo de reojo, observó que en su boca se formaba una sonrisa apreciativa. Su mirada paseó por los pechos de Nancy y cambió el peso de un pie a otro. La cálida mano se deslizó del hombro de Gabrielle a su espalda, luego se metió las manos en los bolsillos de los pantalones y dejó de tocarla.

Debería haberse alegrado. De hecho lo hizo. Sólo se sentía un poco dejada de lado y algo más. Algo muy parecido a los celos que le hacía sentirse incómoda, pero no podían ser celos porque (a) Joe no era realmente su novio; (b) él no le importaba nada; y (c) no se sentía atraída por hombres tan poco espirituales.

Kevin dijo algo que Joe debió de encontrar sumamente gracioso porque echó hacia atrás la cabeza y rió, mostrando aquellos dientes tan blancos y la garganta tersa y bronceada. Aparecieron unas arruguitas en los contornos de sus ojos y el suave sonido de su risa penetró en Gabrielle para asentarse en su pecho.

Alguien más dijo algo y todos se rieron. Excepto Gabrielle. No creía que hubiera nada de qué reírse. No, no había absolutamente nada gracioso en la pequeña punzada que sintió bajo el esternón, ni en el ardiente fuego líquido que atravesó sus venas despertando un deseo que encontró imposible de ignorar.

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