Capítulo 11

Gabrielle se metió en la boca un espárrago y miró su reloj de pulsera plateado. Las nueve y media. Parecía bastante más tarde.

– Si no tienes cuidado, Nancy te va a robar el novio.

Gabrielle miró por encima del hombro a Kevin, luego devolvió la mirada al policía encubierto al que obviamente se le había olvidado que tenía una novia y que supuestamente debía estar buscando el Monet del señor Hillard.

A menos que Nancy ocultara la pintura debajo de la ropa, Joe no iba a encontrarla hablando con ella. Estaba de pie, al otro lado de la estancia, con un brazo apoyado sobre la barra y un vaso medio lleno en la mano. Su cabeza se inclinaba hacia Nancy como si no pudiera soportar perderse ninguna de las fascinantes palabras que salían de los labios rojos de la mujer.

– No me preocupa. -Gabrielle cogió un aperitivo de baguette con queso Brie.

– Pues debería. A Nancy le gusta robar esposos y novios.

– ¿Cómo os fue hoy en la tienda? -preguntó, cambiando de tema adrede y captando la atención de Kevin.

– Vendimos algunas piezas importantes y aquella gran cesta de mimbre para picnic. En total unos cuatrocientos dólares. Supongo que no está mal para ser junio. -Se encogió de hombros-. ¿Y a ti cómo te fue con los aceites?

– Vendí casi todo. A las dos sólo me quedaban unos frascos de filtro solar. Así que recogí y pasé el resto del día en casa pintando y echando una siesta.

Le dio un mordisquito al aperitivo de baguette, y su mirada atravesó de nuevo la habitación. Ahora se sonreían el uno al otro y se preguntó si Joe se estaría citando con Nancy para luego. Hacían buena pareja. Nancy no sólo era menuda sino que también tenía una imagen pálida y frágil como si necesitara un hombre que la protegiera. Un tío cachas que pudiera echársela al hombro y salvarla de cualquier peligro. Un hombre como Joe.

– ¿Estás segura de que no te preocupan Joe y Nancy?

– En absoluto. -Para probárselo, les dio la espalda decidida a olvidarse del detective Shanahan. Habría tenido éxito si su risa ronca y profunda no le hubiera llegado por encima del ruido de la estancia recordándole su posición exacta junto a la barra, al lado de la pequeña rubia del diminuto vestido-. ¿A que no adivinas a quién vi hoy? -preguntó a Kevin, tratando de distraerse-. A ese chico con el que salía el año pasado, Ian Raney. Da tratamientos Reiki en el Healing Center. Tiene una caseta en el festival y cura auras.

– Era un poco raro. -Kevin se rió entre dientes.

– Ahora es gay. -Frunció el ceño-. O tal vez ya lo era antes y yo no me di cuenta.

– ¿En serio? ¿Cómo sabes que ahora es gay?

– Me presentó a su amigo Brad. -Se metió el resto del aperitivo en la boca y luego tomó un sorbo de vino blanco-. Y no había ninguna duda acerca de la orientación sexual de Brad.

– ¿Algo de pluma?

– Mucha, y siento decir esto, pero ¿cómo pude salir con un gay y no darme cuenta? ¿No se nota?

– Bueno, ¿trató de meterse en la cama contigo?

– No.

Kevin le rodeó los hombros con el brazo para darle un apretón reconfortante.

– Ahí lo tienes.

Ella miró sus familiares ojos azules y sintió que se relajaba un poco. Había tenido este tipo de conversaciones con Kevin en el pasado, sentados los dos en la oficina en días con poco trabajo, con los pies encima de la mesa, ignorando los mil y un detalles de dirigir un pequeño negocio mientras hablaban de cualquier cosa.

– No todos los hombres son como tú.

– Sí lo son. Pero la mayoría de ellos no van a ser sinceros si creen que tienen la menor posibilidad de anotarse un tanto. Yo lo soy porque sé que no tengo nada que hacer contigo.

Se rió y tomó otro sorbo de vino. Kevin podía ser tan superficial como el resto de sus amigos, pero no era así con ella. No sabía cómo podía manejar dos personalidades diferentes, aunque lo hacía. Con ella era sincero, accesible y muy divertido; casi podía conseguir que se olvidara del hombre del otro extremo de la estancia o de por qué estaba allí.

– ¿Así que sólo me dices la verdad porque sabes que nunca vamos a mantener relaciones sexuales?

– Más o menos sí.

– Si pensaras que hay alguna posibilidad, ¿mentirías?

– Como un cosaco.

– ¿Y crees que todos los hombres son como tú?

– Absolutamente. Si no me crees, pregunta a tu novio. -Dejó caer la mano de su hombro.

– ¿Preguntarme qué?

Gabrielle se volvió y se encontró bajo la atenta mirada de Joe. Se le puso un nudo en el estómago e intentó convencerse de que era por el Brie. No quería ni imaginarse que fuera por otra razón que la sabrosa comida.

– Nada.

– Gabrielle no cree que los tíos mentimos a las mujeres para meternos en su cama.

– Dije que no creía que lo hicieran todos los tíos -aclaró ella.

Joe miró a Kevin, luego devolvió la mirada a Gabrielle y deslizó la mano al hueco de su espalda.

– Esta es una de esas preguntas trampa, ¿no? Diga lo que diga estoy jodido.

Un cálido estremecimiento le recorrió la espalda y se apartó de su mano. No quería pensar en cómo la afectaban la mirada o el tacto de cierto hombre en particular.

– La verdad es que ya estás jodido de cualquier manera. Quizá deberías prestarle más atención a Gabrielle y menos a Nancy -dijo Kevin, notando la reacción de Gabrielle e interpretando, erróneamente, que eran celos. Por supuesto que no lo eran.

– Gabrielle sabe que no tiene por qué preocuparse de otras mujeres -dijo tomando su copa y colocándola sobre la mesa-. Siento una verdadera fascinación por esa marca que tiene en el interior del muslo. -Llevó la mano a su boca y le dio un beso en los nudillos-. Se podría decir que me tiene obsesionado.

Él clavó los ojos en ella por encima de la mano. Sus dedos temblaron y Gabrielle trató de recordar si tenía una marca en algún sitio, pero no pudo.

– ¿Te apetece algo? -preguntó contra sus nudillos.

– ¿Qué? -«¿Se estaba refiriendo realmente a comida?»-. No tengo hambre.

– ¿Nos vamos a casa entonces?

Ella asintió con la cabeza lentamente.

– ¿Ya os vais? -preguntó Kevin.

– Hoy hace un mes que nos conocimos -aclaró Joe bajando la mano y abrazándola con fuerza-. Soy un poco sentimental para estas cosas. Vamos a despedirnos y a recuperar tu bolso.

– Yo lo traeré -ofreció Kevin.

– No te molestes, ya lo cogemos nosotros -insistió Joe.

Despedirse de los amigos de Kevin les llevó aproximadamente tres minutos la mayoría de los cuales se dedicaron a convencer a Nancy de que realmente tenían que marcharse ya. Joe entrelazó los dedos con los de ella y atravesaron la habitación cogidos de la mano. Si hubieran sido pareja de verdad, ella podría haber apoyado la cabeza sobre su hombro y él habría vuelto ligeramente la cara para depositarle un beso suave en la mejilla o susurrar algo tierno en su oído. Pero no había nada suave ni tierno en Joe, y no eran pareja. Era una mentira y se preguntó por qué no se daba cuenta nadie.

La cálida sensación de su contacto provocó en ella un deseo físico aún más ardiente, pero esta vez tenía la mente y el espíritu bajo control. Por si acaso, apartó la mano y puso distancia entre ellos. La verdad, no entendía cómo Kevin podía estar tan ciego.

Kevin miró la espalda de Gabrielle mientras se alejaba con su novio. Observó cómo soltaba la mano de Joe y supo que estaba molesta por algo. Pero fuera lo que fuese, Kevin estaba seguro de que su novio se lo haría olvidar. Los tíos como Joe siempre se salían con la suya. Podían ser perdedores y aun así siempre conseguían lo que querían. No como Kevin. Si él quería algo, tenía que tomarlo.

Echó un vistazo alrededor, a sus jóvenes y ricos invitados que comían su comida, bebían su bebida y disfrutaban de su bella casa. Había llenado su hogar de pinturas maravillosas y antigüedades delicadas. Tenía una de las mejores vistas de la ciudad, pero nada de eso había sido barato. Se lo había trabajado, aunque sólo mirar a alguien como Joe hacía que volviera a tener hambre y que en su cabeza volviera a resonar el viejo soniquete de que nada era suficiente, nunca era suficiente. Suficiente dinero o ropa, suficientes casas espectaculares o coches veloces. Suficientes mujeres bellas para no sentirse en desventaja ante cualquier otro tío del planeta. Para no sentirse invisible. Su hambre interior era insaciable y algunas veces temía que nada fuera suficiente.


– Espérame aquí -ordenó Joe en cuanto estuvieron fuera de la vista de Kevin y sus amigos-. Si viene alguien, habla alto y no dejes que entre en la habitación.

– ¿Qué vas a hacer? -preguntó Gabrielle mientras lo observaba colarse en el interior de una de las habitaciones. El cerró la puerta sigilosamente sin contestar, dejándola sola en el pasillo.

Ella permaneció inmóvil, esperando que él se apresurase, tratando de oír por encima del latido de su corazón. Se sintió como una espía, aunque no demasiado buena. Le temblaban las manos y tenía los pelos de punta. No valía para chica Bond. En alguna parte de la casa una puerta se cerró de golpe, y Gabrielle dio un salto como si hubiera metido los dedos en un enchufe. Se pasó los dedos por el pelo e inspiró profundamente para tranquilizarse. No hubo manera. No era la chica de los nervios de acero. Le echó un vistazo al reloj y esperó durante los que fueron los cinco minutos más largos de su vida.

Cuando Joe apareció otra vez, mostraba un profundo ceño. Como no parecía feliz, ni pedía refuerzos ni sacaba las esposas, Gabrielle supuso que no había encontrado nada. Se relajó un poco. Ya podían irse.

Joe le dio bruscamente el bolso, luego atravesó el pasillo y se metió en otra habitación. Apenas se había cerrado la puerta cuando oyó su ya familiar exclamación.

– ¡Cielo Santo!

Gabrielle se quedó helada. Había encontrado algo. Entró con sigilo dentro de la habitación y cerró la puerta tras ella medio esperando ver el Monet del señor Hillard colgado en la pared. Lo que vio fue de lo más chocante. Espejos. Por todas partes. En las paredes, dentro del vestidor y en el techo. Había una cama redonda en el centro de la habitación cubierta con una colcha de piel de oveja blanquinegra que tenía un gran símbolo oriental en el medio. No había cómodas ni mesillas de noche que impidieran la vista de los espejos. Al lado de la puerta en arco que llevaba al cuarto de baño había una pequeña mesita con un juego de ajedrez de marfil encima. Incluso a media habitación de distancia, Gabrielle percibió que el juego era antiguo, oriental y, como era propio de ese estilo, las figuras desnudas estaban anatómicamente desproporcionadas. Gabrielle se sintió como si hubiera entrado en una habitación de la Mansión Playboy. La guarida de Hugh Hefner.

– Mira este lugar. Hace que te preguntes cuánta acción hay aquí dentro -dijo Joe en un susurro.

Gabrielle lo miró y luego volvió la vista hacia arriba.

– Y cuánto limpia cristales Windex gasta.

Su mirada encontró la suya a través de los espejos del techo.

– Bueno, eso fue lo segundo que pensé.

Ella se colgó el bolso en el hombro y lo vio atravesar silenciosamente la habitación, la gruesa moqueta blanca amortiguaba el sonido de sus mocasines. Dondequiera que mirara, lo veía a él. Estaba atrapada por su mirada oscura y las sensuales líneas de su boca. El perfil de su nariz recta, y la línea cuadrada y terca de su mandíbula. Los rizos de su nuca y sus anchos hombros perfectamente delineados por el polo. Su mirada se deslizó a lo largo de su espalda hasta la cinturilla de los pantalones, luego él desapareció dentro del vestidor y se encontró sola con su propia imagen. Miró ceñudamente su reflejo y se irguió un poco más.

Quizá Kevin era un poco pervertido, pensó recogiéndose los rizos detrás de la oreja. Pero no era asunto suyo. Cubrir el dormitorio con espejos no iba contra la ley. Bajó la mano por el vestido sin mangas, inclinó la cabeza hacia un lado y se miró con ojo crítico. No se parecía a Nancy. No era menuda, ni rubia, ni coqueta, y de nuevo se preguntó que veía Joe en ella cuando la miraba.

Vio cada uno de sus pequeños defectos multiplicado por mil alrededor de la habitación y no quería ni imaginarse cómo sería observarse haciendo el amor. Completamente desnuda. Obviamente Kevin no tenía el mismo problema y eso ya era más de lo que ella quería saber de él.

Fue hacia el cuarto de baño pasando junto al juego de ajedrez con esas filas de peones tan bien dotados y completamente erectos. No se detuvo a mirar el resto de las piezas; no necesitaba saber cómo eran.

En el cuarto de baño había más espejos, una cabina de ducha y un enorme jacuzzi rodeado de mármol. Una puerta corredera llevaba hacia una pequeña terraza donde había otro jacuzzi. Salvo por los espejos, podía imaginarse dándose un largo y relajante baño añadiendo quizás un poco de ylang-ylang, definitivamente algo de romero y un toque de lavanda.

Gabrielle se sentó en el borde del jacuzzi y volvió a mirar el reloj. Si Joe no se apresuraba, no sabía cómo explicarían porqué les había llevado tanto tiempo recuperar el bolso. Cogió el dobladillo de la falda y la levantó por encima de los muslos, luego la deslizó un poco más hacia arriba para ver si realmente tenía una marca de nacimiento. Se inclinó un poco hacia delante y vio una mancha perfectamente redonda, de unos dos centímetros, justo debajo del borde elástico de la braguita. No era demasiado visible y se preguntó cómo era posible que Joe supiera que estaba allí.

– ¿Qué haces?

Sobresaltada, levantó la vista hacia Joe y bajó bruscamente la falda. Él bajó las cejas hasta que formaron una sola línea.

– Me miro la marca. ¿Cómo sabías que la tenía?

Él se rió suavemente y se acuclilló delante del lavabo.

– Sé todo sobre ti -contestó y comenzó a registrar el armario del baño.

Abrió la boca para decirle que dudaba que las marcas de nacimiento fueran parte de un expediente policial, pero la puerta del dormitorio se abrió y reconoció la voz de Kevin.

– ¿Qué quieres? -preguntaba.

Gabrielle se quedó sin aliento y su mirada encontró la de Joe en el espejo de encima del lavabo. Él se levantó lentamente y se llevó un dedo a los labios.

La voz femenina que contestó a Kevin no pertenecía a su novia.

– Quiero enseñarte algo -contestó la voz de Nancy.

– ¿Qué es? -Hubo una larga pausa antes de que Kevin hablase otra vez-. Muy bonito -dijo.

– China me habló de esta habitación. Y de los espejos.

– ¿Quieres verlos?

– Sí.

Joe cogió la mano de Gabrielle y la llevó con él hacia la puerta corredera.

– ¿Estás segura? China podría enterarse.

– No me importa.

Hubo un sonido como de ropa que caía sobre la alfombra y Kevin dijo:

– Entonces ven aquí y saluda al Señor Feliz.

Sin hacer ningún ruido, Gabrielle y Joe salieron a la terraza y cerraron la puerta tras ellos. Una brisa fresca le agitó el pelo y la falda del vestido. Los últimos rayos anaranjados del sol poniente atravesaban el cielo y las luces de la ciudad parpadeaban desde el valle debajo de ellos. En cualquier otro momento, Gabrielle se hubiera parado para disfrutar de la vista, pero esa noche apenas se fijó. Su corazón latía con fuerza, además ahora sí que tenía mucha más información sobre Kevin de la que deseaba tener. Como que engañaba a su novia con su mejor amiga o que llamaba a su pene Señor Feliz.

– ¿Crees que Kevin nos oyó? -preguntó en un susurro.

Joe caminó hasta la barandilla y miró por encima.

– No. Parecía bastante ocupado. -Se enderezó y fue hacia la esquina izquierda de la terraza-. Podemos saltar desde aquí.

– ¿Saltar? -Gabrielle se movió al lado de Joe y miró hacia abajo. La parte trasera de la casa de Kevin y toda la terraza estaban en voladizo sobre la ladera de la montaña sostenidas por varios pilares. El suelo debajo de ellos estaba escalonado en una sucesión de terrazas de aproximadamente un metro, reforzadas con pequeños muretes de contención de hormigón armado para impedir la erosión-. Cuando firmé el acuerdo, no incluía saltar desde la terraza de Kevin y partirme el cuello.

– No te partirás el cuello. Son sólo tres metros, como mucho tres metros y medio. Todo lo que tenemos que hacer es pasar por encima de la barandilla, descolgarnos por el borde y dejarnos caer. Así será una caída de poco más de un metro.

Su hombro rozó el de ella al asomarse un poco más. Lo hacía parecer muy fácil.

– A menos que quieras saltar a la siguiente terraza, entonces añadirás metro y medio más. -Ella miró su perfil, bañado por las primeras sombras de la noche.

– Tiene que haber otra opción.

– Claro. Siempre podemos entrar e interrumpir a Kevin. Imagino que las cosas se habrán puesto realmente calientes en este momento. -La miró por encima del hombro.

– Quizá podríamos esperar un poco y luego salir por la casa.

– ¿Y qué le vas a decir a Kevin cuando nos pregunte por qué nos llevó tanto tiempo recuperar tu bolso? Pensará que estuvimos haciendo el amor en el cuarto de baño todo este tiempo.

– Puede que no piense eso -dijo ella, pero no lo creía.

– Sí, lo hará, y tendría que hacerte un buen chupetón en el cuello y mojarte el pelo sólo para asegurarme de que piense justo eso. -Se apoyó sobre la barandilla-. Depende de ti. Pero si saltamos es mejor que lo hagamos antes de que oscurezca más. No quiero quedarme sin luz. -Se irguió, la miró y sonrió ampliamente, como si estuviera pasándolo en grande-. ¿Preparada? -preguntó como si no le hubiera dado a elegir entre un chupetón o saltar hacia la muerte.

– ¡No!

– ¿Estás asustada?

– ¡Sí! Cualquier persona con dos dedos de frente estaría aterrorizada.

Él sacudió la cabeza, y pasó una pierna y luego la otra sobre la barandilla.

– No me digas que tienes vértigo. -Estaba de pie sobre el borde exterior de la terraza de cara a ella agarrado a la barandilla metálica.

– No. Tengo miedo de saltar derechita a la muerte.

– Lo más probable es que no mueras. -Joe miró al suelo y después otra vez a ella-. Aunque puede que te rompas una pierna.

– Eso no me hace sentir mejor.

Su sonrisa se hizo más amplia.

– Era una broma.

Ella se inclinó un poco más hacia delante y miró hacia abajo.

– No es un buen momento para bromear.

– Tienes razón. -Le colocó una mano bajo la barbilla para que lo mirara a los ojos-. No dejaré que te pase nada, Gabrielle. No dejaré que te hagas daño.

Ambos sabían que no podía prometer tal cosa, pero mientras miraba sus intensos ojos castaños, casi creyó que él tenía el poder de mantenerla a salvo.

– Confía en mí.

«¿Confiar en él?» No se le ocurría ni una sola razón por la que debería confiar en él, pero allí apoyada en la barandilla por encima de la ciudad, mirando la altura desde la terraza del jacuzzi descubrió que confiaba en él.

– Está bien.

– Esa es mi chica -dijo él sonriendo ampliamente. Deslizó las manos hacia la parte inferior de la barandilla descolgándose lentamente hasta que todo lo que pudo ver de él fueron sus grandes manos. Luego desaparecieron también, a continuación oyó un ruido pesado.

Gabrielle miró hacia abajo, a la parte superior de su cabeza y él alzó la vista hacia ella.

– Tu turno -dijo él, levantando la voz lo justo para que lo oyera.

Inspiró profundamente. Podía hacerlo. Podía pasar por la barandilla que estaba a tres metros del suelo y dejarse caer confiando que aterrizaría en la terraza correcta. Sin problemas. Se pasó la correa del bolso por encima de la cabeza y el hombro, y lo desplazó hacia la región lumbar. Intentó no pensar que aquel salto podía ser mortal.

– Puedo hacerlo -susurró ella y levantó una pierna sobre la barandilla-. Estoy tranquila. -Mantuvo a raya el pánico mientras pasaba la otra pierna sobre la barandilla. Un golpe de aire hinchó la falda mientras se balanceaba en el borde de la terraza con los talones en el aire. La barra metálica estaba fría bajo sus manos.

– Eso es -la animó Joe desde abajo.

Sabía que era mejor no mirar por encima del hombro, pero no pudo evitarlo. Miró las luces de la ciudad debajo y se quedó helada.

– Venga, Gabrielle. Vamos, cariño.

– ¿Joe?

– Estoy justo debajo.

Ella cerró los ojos.

– Estoy asustada. No creo que pueda hacerlo.

– Claro que puedes. Eres la misma mujer que me pateó el culo en el parque. Puedes hacer cualquier cosa.

Ella abrió los ojos y miró abajo, hacia Joe, pero estaba oscuro; él quedaba oculto por las sombras de la casa y sólo alcanzó a ver su perfil gris.

– Agáchate un poco y agárrate a la barra de la parte inferior.

Lentamente hizo lo que él le decía, hasta que estuvo agachada en el borde con el trasero colgando sobre la ciudad. Nunca en su vida había estado tan asustada.

– Puedo hacerlo -susurró-. Estoy tranquila.

– Date prisa, antes de que te suden las manos.

Señor, no había pensado en manos sudorosas hasta ese momento.

– No puedo verte. ¿Me ves tú?

Su risa suave llegó hasta ella que seguía encorvada y aferrada a la barandilla.

– Tengo una vista excelente de esas bragas blancas que llevas.

En aquel momento, que Joe Shanahan le mirara debajo de la falda, era el menor de sus problemas. Deslizó un pie fuera de la terraza.

– Venga, cariño -la animó desde abajo.

– ¿Y si me caigo?

– Te agarraré. Te lo prometo, sólo tienes que dejarte caer antes de que oscurezca tanto que deje de verte las bragas.

Lentamente, deslizó el otro pie fuera de la terraza y quedó completamente descolgada sobre el vacío oscuro.

– Joe -gritó ella mientras su pie daba contra algo sólido.

– ¡Joder!

– ¿Qué era eso?

– Mi cabeza.

– Ah, lo siento. -Sus manos fuertes le agarraron los tobillos, luego se deslizaron por detrás de las pantorrillas hasta las rodillas.

– Te tengo.

– ¿Estás seguro?

– Suéltate.

– ¿Estás seguro?

– Sí, suéltate.

Ella inspiró profundamente y contó hasta tres, luego soltó la barra. Y cayó, deslizándose dentro del círculo de sus poderosos brazos. La apretó contra él y el pichi se le enrolló en torno a la cintura mientras seguía bajando por su pecho. Joe deslizó las manos por sus piernas, sujetando los muslos desnudos. Gabrielle miró hacia abajo, a su cara oscura a sólo un centímetro de la de ella.

– Lo hice.

– Lo sé.

– Tengo la falda enrollada en la cintura -dijo.

Sus dientes se vieron muy blancos cuando sonrió.

– También lo sé.

Con lentitud, la fue soltando hasta que sus pies tocaron el suelo. Las palmas de las manos de Joe se detuvieron en su trasero.

– No sólo eres guapa, además tienes un par de cojones [2]. Me gusta eso en una mujer.

Gabrielle podía decir sinceramente que nunca ningún hombre había escogido aquellas palabras para halagarla. Normalmente eran fieles a la adulación común y hacían comentarios sobre sus ojos o sus piernas.

– Estabas muerta de miedo, pero saltaste de todos modos. -Sus cálidas manos le quemaron la piel a través de la ropa interior-. ¿Recuerdas que anoche me dijiste que no te besara más?

– Lo recuerdo.

– ¿Querías decir en los labios?

– Por supuesto.

Él bajó la boca y le besó un lado de la garganta.

– Eso deja un montón de lugares muy interesantes -dijo, mientras le apretaba el trasero con las manos.

Gabrielle abrió la boca, pero volvió a cerrarla. ¿Qué podía decir a eso?

– ¿Quieres que los encuentre ahora o más tarde?

– Esto… Probablemente sea mejor más tarde. -Tiró del dobladillo de la falda, pero Joe tenía atrapada la tela contra su espalda.

Su voz era baja y ronca cuando preguntó:

– ¿Estás segura?

En absoluto. Estaba sobre la escalonada ladera de la montaña, con el culo al aire y sin estar completamente segura de no querer estar exactamente allí. Envuelta en la oscuridad, aprisionada contra el sólido pecho de Joe.

– Sí.

Él bajo la bastilla del vestido y lo alisó sobre la curva de su trasero.

– Avísame cuando lo estés, ¿vale?

– Lo haré. -Se alejó de la tentación de su voz y del calor de su abrazo-. ¿Cómo está tu cabeza?

– Viviré.

Giró y comenzó a subir los niveles de las terrazas de contención. Ella miró alrededor, él le cogió la mano y la hizo subir detrás de él. Subieron tres terrazas más y todo resultó muy fácil.


La noche se había tornado realmente fría cuando llegaron al viejo Chevy y Gabrielle estaba deseando llegar a casa para darse un largo baño caliente. Pero quince minutos más tarde se encontraba sentada en el sofá beis de Joe, los brillantes ojos amarillos y negros de su loro la mantenían inmóvil en el asiento. Joe paseaba por la sala de estar de un extremo a otro con el soporte del teléfono colgando de una mano y el receptor en la otra. Hablaba lo suficientemente bajo para que no lo oyera, luego entró en el comedor con el largo cordón deslizándose detrás de él.

Hazte esta pregunta. ¿No crees que deberías sentirte afortunado? Contesta, hijo de perra.

Gabrielle se sobresaltó y devolvió toda su atención a Sam.

– ¿Perdón?

El loro agitó sus alas dos veces, luego voló al brazo del sofá. Se balanceó sobre los pies, inclinó la cabeza y la estudió.

Ah… Polly, ¿quieres una galletita? Anda, alégrame el día.

Supuso que tenía sentido que el loro de Joe imitara a Harry el Sucio. Se quedó quieta mientras el ave andaba por el respaldo del sofá; tenía un aro metálico alrededor de una pata escamosa.

– Lorito bonito -dijo ella suavemente y miró en dirección a Joe. Aún estaba en el comedor dándole la espalda mientras apoyaba todo su peso sobre un pie. Sostenía el teléfono entre el hombro y la oreja mientras se masajeaba el otro hombro con la mano libre. Durante un segundo se preguntó si se habría lastimado ayudándola a bajar de la terraza, pero entonces Sam dejó escapar un silbido agudo y se olvidó de Joe. El loro se balanceó de un lado a otro y luego se subió a su hombro.

Compórtate.

– Joe -gritó ella, mirando fijamente el pico negro de Sam.

Sam apoyó la cabeza contra su sien e hinchando el pecho repitió:

Lorito bonito.

Gabrielle nunca había tenido aves alrededor y, ni muchísimo menos, sobre su hombro. No sabía qué hacer o decir. No sabía nada sobre el comportamiento de los pájaros, pero tenía claro que no quería que se enfadara. Había visto el clásico de Alfred Hitchcock muchas veces y la imagen de Suzanne Pleshette con los ojos picoteados cruzó como un relámpago por su mente.

– Lorito bonito -dijo, y miró desesperada al otro lado de la habitación-, Socorro.

Joe finalmente la miró sobre el hombro con su ya habitual semblante ceñudo mientras seguía hablando por teléfono. Después de algunas frases más, colgó y volvió a la sala de estar.

Sam, ¿qué crees que estás haciendo? -preguntó colocando el teléfono en la mesita de café-. Bájate.

El loro restregó suavemente la cabeza contra Gabrielle, pero no se bajó de su hombro.

– Vamos, Sam. -Joe se palmeó su propio hombro-. Ven aquí. -Sam no se movió, en vez de eso bajó la cabeza y tocó con el pico la mejilla de Gabrielle.

Lorito bonito.

– Caramba. -Joe se puso las manos en las caderas y ladeó la cabeza-. Le gustas.

Ella no estaba muy convencida.

– ¿En serio? ¿Cómo lo sabes?

Se colocó frente a ella.

– Te acaba de besar -dijo, luego se inclinó hacia delante y colocó la mano debajo de los pies de Sam-. Últimamente ha estado de un humor de perros. -Chasqueó los dedos y con la mano rozó su pecho a través de la tela de la blusa-. Creo que piensa que ha encontrado novia.

– ¿Yo?

– Ajá. -Su mirada bajó a su boca, luego regresó al loro-. Da un pasito, Sam. Sé un buen pájaro. -Finalmente, Sam obedeció y brincó sobre la mano de Joe.

Compórtate.

– ¿Yo? No soy yo quien ando restregando la cabeza contra una chica guapa para besarla. Sé cómo comportarme. Bueno, esta noche al menos. -Sonrió a Gabrielle y luego llevó al loro a la enorme jaula situada delante de un gran ventanal.

Gabrielle se levantó y lo observó acariciar suavemente las plumas de Sam antes de meterlo en la jaula. El gran poli malo no era tan malo después de todo.

– ¿Cree de verdad que soy su novia?

– Probablemente. Ha estado picando papel de periódico y colocando sus juguetes en él. -Sam saltó sobre una percha y Joe cerró la puerta alambrada-. Pero nunca lo he visto comportarse como hizo contigo. Normalmente tiene celos de las mujeres que traigo a casa y trata de echarlas.

– Entonces supongo que tuve suerte -dijo ella, preguntándose cuántas mujeres habría llevado a casa y por qué eso debería importarle.

– Bueno, quiere dormir contigo. -Se giró y la miró-. No puedo decir que le culpe.

Como cumplido no era genial, pero por alguna extraña razón las palabras le llegaron al corazón y se le aceleró el pulso.

– Eres el rey de los piropos, Shanahan.

Él sonrió como si lo supiera de sobra y le indicó la puerta.

– ¿Quieres que pare en algún sitio de camino a tu casa? ¿Quieres comprar la cena?

Ella se levantó y lo siguió.

– ¿Tienes hambre?

– No, pero pensaba que tú sí.

– No, comí antes de la fiesta de Kevin.

– Ah. -La miró por encima del hombro-. De acuerdo.

Durante el recorrido a casa de Gabrielle, sus pensamientos volvieron una y otra vez al tipo de mujer que Joe llevaría a su casa. Se preguntó cómo serían y si se parecerían a Nancy. Suponía que sí.

Joe parecía tan distraído como Gabrielle y ninguno de los dos intentó conversar hasta que estuvieron a tres manzanas de casa de Gabrielle.

– Kevin dio una fiesta interesante. -Estaba segura de que ese tema daría mucho de sí.

Él no la secundó. Simplemente soltó una especie de gruñido y dijo:

– Kevin es un estúpido.

Gabrielle se dio por vencida y recorrieron el resto del camino en silencio. El tampoco dijo nada mientras la acompañaba por la acera ni cuando tomó las llaves de su mano. La luz rosada del porche acarició su perfil y los rizos suaves por encima de su oreja mientras se inclinaba hacia delante y abría la puerta. Se enderezó y movió su hombro como si todavía le molestara.

– ¿Te lastimaste ayudándome esta noche? -preguntó.

– Sufrí un tirón en un músculo el otro día moviendo los estantes de la tienda, pero sobreviviré.

Él se puso derecho y ella lo miró, su cara ya tenía otra vez la sombra de la barba y la tensión le arrugaba la frente.

– Puedo darte un masaje -sugirió ella rápidamente antes de pensarlo mejor y cambiar de opinión.

– ¿Sabes hacerlo?

– Por supuesto. -Una imagen de Joe con nada más que una toalla cruzó por su mente y le calentó la boca del estómago-. Soy casi profesional.

– ¿De la misma forma en que eres casi vegetariana?

– ¿Estás burlándote de mí otra vez? -Ella había tomado clases de masaje y, aunque no tenía el título, se consideraba toda una profesional.

Su risa resonó en el silencio de la noche y se vio envuelta en la profundidad del sonido masculino.

– Por supuesto -admitió sin pizca de vergüenza.

Al menos era honesto.

– Te apuesto lo que quieras a que hago que te sientas mejor en menos de veinte minutos.

– ¿Qué quieres apostar?

– Cinco pavos.

– ¿Cinco pavos? Que sean diez y trato hecho.

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