Capítulo 16

Gabrielle se arrodilló al lado del viejo sillón de cuero de su abuelo y frotó aceite de jengibre caliente en sus manos doloridas. Los nudillos de Franklin Breedlove estaban inflamados y sus dedos, nudosos por la artritis. Los suaves masajes diarios parecían aliviarlo.

– ¿Qué tal, abuelito? -le preguntó mirando su cara arrugada, los pálidos ojos verdes y las cejas blancas.

Lentamente, él flexionó los dedos hasta donde podía.

– Mejor -dijo, y palmeó a Gabrielle en la cabeza como si ella fuera su viejo sabueso de patas torcidas, Molly-. Eres una buena chica. -Deslizó la mano por el hombro de Gabrielle y cerró sus ojos cansados. Hacía eso cada vez más a menudo. La noche anterior se había quedado dormido con el tenedor ante los labios en mitad de la cena. Tenía setenta y ocho años y su narcolepsia estaba tan avanzada que sólo vestía pijamas. Cada mañana se ponía uno limpio antes de bajar a su estudio. La única concesión que hacía durante el día eran sus zapatos de rejilla.

Desde que Gabrielle podía recordar, su abuelo trabajaba en el estudio hasta el mediodía y, después de comer, hasta la noche. Nunca había sabido con certeza en qué trabajaba. Cuando era niña creía que era un inversor arriesgado. Pero desde que estaba en casa había interceptado llamadas de hombres que querían invertir quinientos o dos mil en favoritos como Eddie el Tiburón o Greasy Dan Muldoon. Sospechaba que eran apuestas.

Sentándose sobre los talones, Gabrielle apretó ligeramente la mano huesuda. La mayor parte de su vida él había sido lo más parecido que había tenido a un padre. Siempre había sido brusco e irritable, y no sentía afecto por otras personas, niños o mascotas. Pero si formabas parte de su familia, movía cielo y tierra para hacerte feliz. Gabrielle se levantó y salió de la habitación que siempre había olido a libros, cuero y tabaco de pipa; olores familiares y reconfortantes que la ayudaban a olvidar aquella noche, un mes atrás, cuando su madre y su tía Yolanda la habían recogido en el porche de su casa para llevarla en un viaje de cuatro horas al norte, a casa de su abuelo. Parecía haber pasado una eternidad desde aquella noche, pero la recordaba como si fuera ayer. Recordaba el color de la camiseta de Joe y la expresión vacía de su cara. Recordaba el perfume a rosas del patio trasero y las ráfagas de aire fresco que le acariciaban las mejillas mojadas mientras iba sentada en el Toyota de su madre. Recordaba el suave pelo de Beezer bajo los dedos, el tranquilizador ronroneo cuando la acariciaba en las orejas y la voz de su madre diciéndole que el corazón acabaría por sanarle y su vida mejoraría con el tiempo.

Se dirigió por el largo pasillo hacia la sala que había convertido en su estudio. Cajas de cartón y madera con aceites esenciales y aromaterapias estaban apiladas contra las paredes bloqueando el sol de esa mañana de septiembre. Se había mantenido ocupada desde el día que llegó con poco más que una maleta y sus aceites. Se había entregado por completo al trabajo para mantener la mente ocupada y así olvidar durante un rato que tenía el corazón destrozado.

Desde que estaba con su abuelo, había viajado a Boise sólo una vez para poner Anomaly en venta. Había visitado a Francis y se había asegurado de que le segaran el césped. Había programado el sistema de riego para que se encendiera todos los días a las cuatro y así no preocuparse de que su jardín se secara, pero había necesitado contratar una empresa para que cortara el césped. El tiempo que había estado en la ciudad había recogido el correo, limpiado, y comprobado los mensajes del contestador automático.

Ni una palabra de la única persona de quien quería oírla. En una de las llamadas creyó haber escuchado el graznido de un loro, pero entonces sonó el timbre de un teléfono al fondo y lo había descartado como una broma o un vendedor.

No había vuelto a saber de Joe desde la noche que, de pie en su porche, le había dicho que confundía sexo con amor. La noche que ella le había dicho que lo amaba y él había retrocedido como si tuviera la lepra. El dolor que sentía en el corazón era continuo, desde que se levantaba por la mañana hasta que se iba a la cama por la noche. Ni siquiera dormida podía apartarlo de su mente. Joe llenaba sus sueños como siempre, pero ahora cuando se despertaba se sentía vacía y solitaria, ya no deseaba pintarlo. No había vuelto a coger un pincel desde el día que él había entrado en su casa buscando el Monet del señor Hillard.

Gabrielle entró en la sala y se dirigió a la mesa de trabajo donde se apilaban todos los frascos de aceites. Las persianas de la habitación impedían que se filtraran los rayos dañinos del sol, pero Gabrielle no necesitaba ver para separar un frasco de sándalo del resto. Desenroscó el tapón y lo llevó a su nariz. Inmediatamente la imagen de Joe llenó su mente. La imagen de su cara, de sus ojos cálidos y hambrientos mirándola con los párpados entrecerrados, de sus labios húmedos besándole la boca.

Igual que el día anterior y el anterior a ése, el dolor volvió a atravesarla antes de que devolviese el tapón al frasco y lo pusiese sobre la mesa. No, no lo había olvidado. Todavía no. Todavía dolía, pero tal vez al día siguiente sería mejor. Tal vez al día siguiente no sentiría nada y estaría lista para volver a su casa en Boise y plantarle cara a la vida una vez más.

– Te he traído el correo -dijo su madre entrando en la sala como si no pasara nada. Traía una cesta con flores recién cortadas colgando de un codo y un gran sobre en la mano. Llevaba puesto un vestido mexicano con un llamativo bordado acompañado de un chal para protegerse del frío matutino y un collar de muñequitas quitapenas para alejar la mala suerte. En algún momento durante su viaje a México había comenzado a comportarse como una nativa del lugar y nunca más había cambiado. Su larga trenza castaño rojiza salpicada con vetas grises colgaba por su espalda hasta sus caderas-. Recibí una gran señal esta mañana. Va a ocurrir algo bueno -predijo Claire-. Yolanda encontró un monarca de los lirios y ya sabes lo que eso significa.

No, Gabrielle no sabía que ver una mariposa en el huerto significara algo, aparte de que el pobre bicho estaba hambriento y buscaba comida, claro está. Desde que su madre le había predestinado un amante moreno y apasionado, sus predicciones psíquicas eran un asunto espinoso. Gabrielle no preguntó sobre la mariposa.

Claire se lo explicó de todas maneras mientras le tendía el sobre a Gabrielle.

– Hoy recibirás buenas noticias. Los monarcas siempre traen buenas noticias.

Ella reconoció la letra de Francis cuando cogió el sobre de la mano de su madre y lo abrió. Dentro estaban las facturas mensuales de la casa de Boise y propaganda diversa. Dos cartas atrajeron su atención inmediatamente. La primera era un sobre firmado por los señores Hillard. La segunda era de la prisión estatal de Idaho. No necesitó ver la dirección para saber quién había enviado la carta. Reconoció la escritura. Kevin.

Durante unos segundos la alegría la invadió, como si estuviera recibiendo noticias ele un viejo amigo. Después, aquel súbito arranque de júbilo fue reemplazado por cólera y cierta tristeza.

No había hablado con Kevin desde antes de su arresto, pero había sabido a través del abogado que tres días después del arresto Kevin había llegado a un acuerdo con la oficina del fiscal. Había cantado como el canario del refrán proporcionando información y nombres a cambio de una reducción de condena. Había delatado a cada uno de los coleccionistas y traficantes con los que había hecho negocios y a los ladrones del robo Hillard. Según Ronald Lowman, Kevin había contratado a dos hermanos que en ese momento estaban en libertad bajo fianza y a la espera de sentencia por algunos robos en barrios residenciales y de los que finalmente habían sido declarados culpables.

Gracias a su cooperación, Kevin sólo había sido condenado a cinco años de prisión pero estaría fuera en dos.

Le dio a su madre el sobre de los Hillard.

– Léelo tú si te interesa -dijo, luego tomó la otra carta y atravesó el pasillo hacia la sala de estar. Se sentó en un viejo sillón y le temblaron las manos cuando abrió el grueso sobre. Había una carta de cuatro páginas escrita en papel legal. La luz que atravesaba las ventanas iluminó la letra sesgada.


Estimada Gabe

Espero que leas esta carta y me des la oportunidad de explicar mis acciones. Primero déjame decirte que lamento sumamente el dolor que con toda seguridad te he causado. Nunca fue mi intención, y jamás imaginé que mis otros negocios repercutirían negativamente en ti.


Gabrielle hizo una pausa. «¿Negocios?» ¿Así llamaba a vender antigüedades y pinturas robadas? Sacudió la cabeza y devolvió la atención a la carta. Hablaba de su amistad, de todo lo que quería contarle y los buenos tiempos que habían compartido. Comenzaba casi a sentir lástima por él cuando la carta tomó otro cariz.


Sé que un gran número de personas ve mis acciones como crímenes y quizás estén en lo cierto. Comprar y vender propiedad robada va contra la ley, pero mi único crimen VERDADERO es haber querido demasiado. Quise las cosas buenas de la vida y por ello tengo que cumplir una condena más dura que la de la mayoría de los condenados. Los maltratadores y pederastas reciben condenas más leves que la mía. ¿No son mis crímenes una tontería en comparación? ¿A quién hice daño? ¿A los ricos que están asegurados?


Gabrielle bajó la carta a su regazo. «¿A quién hizo daño?» ¿Hablaba en serio? Con la mirada hojeó rápidamente el resto de la carta llena de más racionalizaciones y excusas. Insultaba a Joe con palabras realmente fuertes. Esperaba que hubiera sido lo suficientemente lista para darse cuenta de que Joe sólo la había usado para acercarse a él y confiaba en que a esas alturas hubiera tenido la sensatez de haberse deshecho de él. Gabrielle estaba sorprendida de que no se hubiera enterado del papel que ella había jugado, y hacia el final de la carta le llegaba a preguntar si le escribiría, como si aún siguieran siendo buenos amigos. Descartó la idea y con la carta en la mano entró en la sala de nuevo.

– ¿Qué había en el sobre? -preguntó Claire, levantándose de la mesa donde, recientemente, Gabrielle había estado mezclando pétalos de rosa y lavanda en un mortero.

– Una carta de Kevin. Quiere que sepa que lo siente y que no es tan culpable como parece. Que sólo robó a gente rica. -Hizo una pausa para dejar caer la carta a la basura-. Supongo que éstas eran las buenas noticias que te dijo la mariposa que recibiría hoy.

Su madre la miró de aquella manera suya tan calmada y compuesta, sin juzgarla. Y Gabrielle se sintió como si hubiera pateado a un amante de la paz.

Suponía que lo había hecho, pero últimamente parecía que no podía ni ayudarse a sí misma. Era abrir la boca, y toda la cólera que tenía dentro salía como un chorro a presión.

Sin ir más lejos, la semana pasada su tía Yolanda había estado deshaciéndose en alabanzas sobre su tema favorito: Frank Sinatra, y Gabrielle le había espetado:

– Sinatra era un mamón y las únicas que no piensan así son las mujeres que se pintan las cejas.

Gabrielle había pedido perdón inmediatamente a su tía y Yolanda pareció haberlo aceptado y olvidado, pero una hora más tarde se apropió sin querer de un pavo en el supermercado.

Gabrielle no era ella misma, no tenía realmente clara su identidad. Le dolía admitirlo, pero su confianza y su corazón habían sido destrozados por dos hombres diferentes el mismo día haciéndole perder la fe en sí misma y en todo lo que la rodeaba.

– El día aún no ha terminado -dijo Claire y señaló los posos del mortero sobre la mesa-. Los Hillard dan una fiesta, y según la invitación quieren que vayan todos los que colaboraron en la recuperación de su pintura.

– No puedo ir. -El solo pensamiento de ver a Joe hacía que tuviera mariposas en el estómago como si se hubiera tragado el místico monarca del huerto de su madre.

– No puedes esconderte aquí para siempre.

– No me escondo.

– Huyes de la vida.

Por supuesto que huía de la vida. Su vida era un agujero negro que se extendía delante de ella totalmente vacío. Había meditado y probado a imaginarse la vida sin Joe, pero no lo había conseguido. Siempre había sido espontánea ante la vida. Si algo no marchaba bien, cambiaba de rumbo y tomaba una nueva dirección. Pero por primera vez, todos los sitios adonde se dirigía eran iguales.

– Tienes que cerrar este ciclo. -Gabrielle cogió una ramita de menta y la giró entre los dedos-. Tal vez, deberías escribirle una carta a Kevin. Luego deberías pensar en ir a la fiesta de los Hillard. Necesitas enfrentarte a los hombres que te han lastimado y que te han puesto tan furiosa.

– No estoy furiosa.

Claire simplemente se la quedó mirando.

– De acuerdo, estoy un poco furiosa.

Descartó la idea de escribirle a Kevin enseguida, aunque quizá su madre tuviera razón. Tal vez debería enfrentarse a todo eso para poder seguir adelante. Pero no a Joe. No estaba preparada para ver a Joe, para mirar sus familiares ojos castaños y ver que no sentía nada por ella.

Durante el tiempo que había permanecido con su abuelo, su madre, su tía Yolanda y ella habían hablado de Kevin, pero la mayor parte del tiempo ella había hablado de sus sentimientos por Joe. No había mencionado que Joe era su yang, ni siquiera lo había insinuado. Pero de todas maneras, su madre lo había sabido.

Su madre creía que las almas gemelas y el destino estaban irremediablemente entrelazados. Gabrielle esperaba que no tuviera razón. Claire había hecho frente a la pérdida de su marido cambiando totalmente de vida. Gabrielle no quería cambiar su vida. Quería recuperarla tanto como fuera posible.

Pero tal vez su madre tenía razón en una cosa. Tal vez fuera hora de volver a casa. Tiempo de concluir una etapa. Tiempo de recoger los pedazos y vivir su vida otra vez.


Joe metió la cinta de vídeo y la puso en marcha. El zumbido y el chasquido del aparato llenaron la silenciosa sala de interrogatorios mientras apoyaba el trasero contra la mesa y cruzaba los brazos sobre el pecho. La película parpadeó y saltó, y luego la cara de Gabrielle llenó la pantalla del televisor.

– Por supuesto, yo misma soy artista -dijo ella, y oír su voz después de un mes fue como sentir el brillo del sol en la cara después de un invierno largo y frío; entró a raudales por cada poro de su piel calentando todo su ser.

– Entonces entenderá que el señor Hillard esté ansioso por recuperarlo -sonó su voz fuera de cámara.

– Me imagino que sí. -Los grandes ojos verdes de Gabrielle se llenaron de confusión y miedo. No recordaba haberla visto tan asustada y no entendía cómo no se había dado cuenta. Ahora lo sabía porque la conocía y sabía que era inocente.

– ¿Ha visto o se ha encontrado alguna vez con este hombre? -preguntó él-. Su nombre es Sal Katzinger.

Ella inclinó la cabeza y miró las fotos antes de volver a pasárselas.

– No. No creo habérmelo encontrado nunca.

– ¿Ha oído mencionar alguna vez ese nombre a su socio, Kevin Carter? -preguntó el capitán Luchetti.

– ¿Kevin? ¿Qué tiene que ver Kevin con ese hombre?

El capitán explicó la conexión entre Katzinger y Kevin, y sus sospechas de cómo estaba involucrado en el robo del Monet de los Hillard. Joe observó la mirada de Gabrielle que iba de Luchetti a él mismo con cada emoción presente en su bella cara. Miró cómo se metía el pelo detrás de la oreja y puso los ojos en blanco al ver cómo defendía ferozmente a un hombre que no merecía su amistad.

– Ciertamente me enteraría si vendiese antigüedades robadas. Trabajamos juntos casi todos los días. Si él estuviera ocultando un secreto de ese calibre, lo sabría.

– ¿Cómo? -preguntó el capitán.

Joe reconoció la mirada que le echó a Luchetti. Era la mirada que ella reservaba para los poco entendidos.

– Sólo lo sabría.

– ¿Alguna otra razón?

– Sí, es Acuario.

– Cielo santo -se oyó Joe gemir a sí mismo.

Notó su propia exasperación y escuchó la explicación de Gabrielle acerca de que Lincoln también era Acuario, y esta vez se rió. Aquel día lo había vuelto completamente loco. Y había seguido haciéndolo los días siguientes. Se rió entre dientes mientras ella contaba lo de la barrita de caramelo que había robado pero que por supuesto no había disfrutado ni un poquito. Luego la observó cubrirse la cara con las manos y la risa se le congeló en la cara. Cuando ella levantó la mirada de nuevo, las lágrimas anegaban sus ojos verdes y mojaban sus pestañas. Se las enjugó y miró fijamente a la cámara. Su mirada era acusadora y dolida, y Joe se sintió como si le hubieran golpeado en el estómago con una porra.

– Mierda -dijo a la habitación vacía y presionó el botón de expulsión del vídeo.

No debería haber mirado la cinta. Lo había estado evitando durante un mes y era lo mejor que podía haber hecho. Ver cómo ella afrontaba los hechos y oír su voz había provocado que todo saliese de nuevo a la superficie. Todo el caos, la confusión y el deseo.

Cogió la cinta y se fue a casa. Necesitaba darse una ducha rápida, luego iría a casa de sus padres para la fiesta del sesenta y cuatro cumpleaños de su padre. De camino recogería a Ann.

Últimamente había pasado algún tiempo con ella. La mayor parte en el bar. Iba a desayunar y algunas veces, cuando no podía salir, ella le llevaba el almuerzo. Y hablaban. Bueno, Ann hablaba.

Habían salido dos veces y la última vez, al llevarla a casa, la había besado. Pero algo parecía no estar bien y terminó el beso casi antes de que empezara.

El problema no era Ann. Era él. Ella era todo lo que siempre había buscado en una mujer. Todo lo que había pensado que quería. Era bonita, lista, una excelente cocinera y sabía que sería la madre ideal. Pero era aburrida hasta lo indecible. Y eso en realidad tampoco era culpa de ella. No era culpa de ella que cuando él la miraba deseara que dijera algo tan raro como para que se le erizara el pelo de la nuca. Algo que lo haría reaccionar y ver las cosas bajo una nueva luz. Gabrielle tenía la culpa. Había arruinado lo que creía que quería. Ella lo había puesto todo del revés, y su vida y su futuro ya no estaban tan claros para él como antes. Tenía la impresión de que se estaba moviendo en círculos, de que iba en la dirección equivocada, pero quizá si se detenía, si se quedaba quieto, todo volvería a encajar y su vida retomaría su curso habitual.


Esa tarde seguía dándole vueltas al asunto. Debería estar divirtiéndose de lo lindo con su familia, pero era incapaz de hacerlo. Por eso, era el único que permanecía en la cocina mirando el patio trasero y pensando en el vídeo de Gabrielle.

Aún podía oír su voz horrorizada cuando le habían pedido que se sometiera al detector de mentiras. Si cerraba los ojos, podía ver su bella cara y su pelo alborotado. Si se dejaba llevar, podía sentir el tacto de sus manos y el sabor de su boca. Y cuando imaginaba su cuerpo apretado contra el suyo, podía recordar el perfume de su piel. Casi era mejor que no estuviera en la ciudad.

Sabía dónde estaba, por supuesto. Lo había sabido dos días después de que se hubiera marchado. Había tratado de contactar con ella una vez, pero no contestó y él no había dejado mensaje. Lo más probable era que lo odiase y no la culpaba. No después de lo que había pasado esa noche en el porche cuando le había dicho que lo amaba y él le había respondido que estaba confundida. Tal vez lo había manejado todo mal, pero como era habitual en Gabrielle, su declaración lo había sorprendido tanto como si lo hubiera mandado al infierno. No esperaba algo así. Había sido el broche final para una de las peores noches de su vida. Si pudiera dar marcha atrás y hacer las cosas de manera diferente lo haría. No sabía exactamente lo que le diría, pero de todas maneras ahora no tenía importancia. Estaba bastante seguro de que en ese momento él no era una de sus personas favoritas.

Su madre entró por la puerta trasera y la mosquitera se cerró de golpe tras ella.

– Es la hora del pastel.

– Bien.

Cambió el peso de pie y observó a Ann hablando con sus hermanas. Seguramente le estaban contando la vez que había prendido fuego a sus Barbies. Sus sobrinos corrían por el gran patio, disparándose con pistolas de agua y gritando a todo pulmón. Ann encajaba perfectamente en su familia, como él ya había imaginado.

– ¿Qué pasó con la chica del parque? -preguntó su madre.

Él no necesitaba preguntar qué chica.

– Era simplemente una amiga.

– Humm. -Sacó una caja de velas y las puso en la tarta de chocolate-. Por supuesto, pero no parecía una amiga. -Joe no respondió y su madre continuó tal como él sabía que haría-. No miras a Ann de la misma manera que te vi mirarla a ella.

– ¿De qué manera?

– Como si pudieras mirarla durante el resto de tu vida.


En ciertos aspectos la prisión estatal de Idaho le recordaba a Gabrielle a una escuela de secundaria. Tal vez fuera el linóleo o las sillas de plástico. O tal vez fuera el limpio olor a pino y a cuerpos sudorosos. Pero a diferencia de una escuela de secundaria la gran sala donde estaba sentada estaba llena de mujeres y bebés, y una sensación sofocante le oprimía el pecho.

Cruzó las manos sobre el regazo y esperó como el resto de las mujeres. La semana anterior había tratado de escribir a Kevin varias veces, pero cada vez le había resultado imposible continuar tras las primeras líneas. Tenía que verle. Quería ver su cara cuando le preguntara todas esas cosas que necesitaba saber.

Se abrió una puerta a su izquierda y los presos, con idénticos pantalones azules, entraron en la sala. Kevin era el tercero por la cola y en el momento que la vio se detuvo antes de continuar hacia la zona de visita. Gabrielle se levantó y lo observó caminar hacia ella con sus familiares ojos azules y el rubor cubriéndole el cuello y las mejillas.

– Me sorprendió que quisieras verme -dijo-. No he tenido muchas visitas.

Gabrielle tomó asiento, y él se sentó al otro lado de la mesa.

– ¿Tu familia no te ha visitado?

Él contempló el techo y se encogió de hombros.

– Algunas de mis hermanas, pero de todas formas no me alegra demasiado verlas.

Pensó en China y su amiga Nancy.

– ¿Ninguna de tus novias?

– No estarás hablando en serio, ¿no? -Él le devolvió la mirada con el ceño fruncido-. No quiero que nadie me vea aquí. Estuve a punto de no verte a ti, pero supongo que tienes algunas preguntas y quieres respuestas.

– En realidad, sólo tengo una pregunta. -Respiró hondo-. ¿Me escogiste a propósito como socia para utilizarme de tapadera?

Él se recostó en la silla.

– ¿Qué? ¿Has hablado con tu amigo Joe? -Tanto la pregunta como la cólera que había detrás la asombraron-. El día que me arrestaron me dijo que yo te había utilizado. En realidad tuvo las pelotas de actuar como si él no lo hubiera hecho también. Para colmo, al día siguiente vino a mi celda y me acusó de haberme aprovechado de ti. ¿No te parece irónico cuando fue él quien te utilizó para pillarme?

Por un momento consideró decirle la verdad sobre Joe y qué papel había jugado ella en su arresto, pero al final no lo hizo. Supuso que era porque no tenía fuerzas suficientes para discutir y, de todas formas, tampoco tenía importancia ahora. Ni siquiera sentía que le debiera nada.

– No has contestado a mi pregunta-le recordó-. ¿Me escogiste a propósito como socia para usarme como tapadera?

Kevin ladeó la cabeza y la estudió un momento.

– Sí. Al principio sí, pero resultaste ser más lista de lo que pensaba y también más observadora. Además, al final no hacía tantos negocios fuera de la tienda como había planeado.

Ella no sabía lo que había esperado sentir. Cólera, dolor, traición, tal vez un poco de cada cosa, pero lo único que sintió fue alivio. Podía seguir adelante con su vida. Un poco mayor, un poco más sabia, y bastante menos confiada. Todo gracias al hombre que se sentaba frente a ella.

– De hecho, estaba pensando en hacer todo legalmente hasta que los polis metieron las narices en mi vida.

– ¿Quieres decir después de obtener el dinero de la venta del Monet de los Hillard?

Él se inclinó hacia delante y negó con la cabeza.

– No llores por esas personas. Son ricos y tienen seguro.

– ¿Y eso hace que esté bien?

Él se encogió de hombros sin mostrar ni una pizca de remordimiento.

– No deberían tener una pintura tan cara en una casa con un sistema de seguridad tan penoso.

Una risa tonta se le escapó de los labios. Kevin no se sentía responsable de sus acciones. Incluso en una sociedad que culpaba del cáncer de pulmón a las compañías de tabaco y de las muertes por disparos a los fabricantes de armas, acusar a los Hillard del robo de su propia pintura era ser extremadamente sociópata. Pero la parte realmente espeluznante era que ella no se hubiera dado cuenta antes.

– Necesitas un psicólogo-dijo levantándose.

– ¿Sólo porque no me sienta culpable de que a un montón de ricos les roben sus obras de arte y antigüedades?

Ella podría intentar explicárselo, pero sabía que sus palabras caerían en saco roto y en realidad ya no le importaba.

– De todas formas, a ti no te fue tan mal. El gobierno embargó todo mis bienes, pero tú aún conservas la tienda para que hagas con ella lo que quieras. Como te dije, no es para tanto.

Gabrielle cogió las llaves del bolsillo de su falda.

– Por favor, no me escribas, ni intentes ponerte en contacto conmigo de ninguna manera.

Cuando cruzó las puertas de la prisión, se sintió invadida por una sensación de libertad que nada tenía que ver con la prisión que había dejado atrás. Había concluido una parte de su pasado. Ahora estaba lista para mirar al futuro. Preparada para dar un nuevo giro a su vida y ver hacia dónde la conducía.

Siempre lamentaría la pérdida de Anomaly. Había amado la tienda y había trabajado muy duro para que funcionara, pero una nueva idea le rondaba por la cabeza y ya planeaba cómo ponerla en marcha. Por primera vez en mucho tiempo, estaba entusiasmada y llena de energía. Ya era hora de que su karma diera un giro positivo. Había sido realmente castigada por lo que fuera que hubiera hecho.

Pensar en su nueva vida le llevaba a pensar en Joe Shanahan. No trataba de engañarse a sí misma. Nunca se libraría completamente de sus sentimientos por él, pero cada día era un poco más fácil. Podía mirar las pinturas de Joe en el estudio sin sentir cómo el corazón se le desgarraba en el pecho. Seguía sintiendo un vacío, pero el dolor había disminuido. Podía pasarse horas sin pensar en él. Creía que cuando acabara el año estaría casi preparada para buscar a otra alma gemela.

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