Capítulo 12

Joe le echó una mirada a la pequeña toalla que ella le había dado y la puso sobre el sofá. Le gustaba la libertad que proporcionaban los boxers. Le gustaba que los calzoncillos dejaran sitio a sus niños, pero no iba a quitárselos para ponerse una toalla y correr el riesgo de que sus bienes más preciados se izaran bajo ella formando un tipi.

Cambió el peso de pie y apoyó las manos en las caderas. Diablos, ni siquiera debería estar en la sala de estar de Gabrielle. Debería estar en su casa durmiendo. Tenía una reunión a las ocho de la mañana para informar sobre las antigüedades robadas que había visto en la habitación de invitados de Kevin. Necesitaba estar descansado y tener la cabeza despejada cuando hiciera el informe para obtener la orden de registro. La redacción debía ser clara, sucinta y tan difícil de meterle mano como a una virgen en el asiento trasero de un coche. En caso de que no fuera así corría el riesgo de que cualquier prueba que aportara fuera descartada más tarde en el juicio. Además, tenía que hacer más cosas esa noche. Por ejemplo, la colada, y llamar a Ann Cameron para decirle que no podrían verse por la mañana. Había pasado por el bar esa mañana antes de ir a trabajar para desayunar con ella. Era una chica realmente agradable y tenía que anular la cita.

Sin embargo, en vez de hacer cualquiera de esas cosas, estaba en casa de Gabrielle observando cómo ella vertía aceite en un pequeño cuenco y encendía las velas que había colocado en la repisa de la chimenea y en las mesas de alrededor, casi como si estuviera preparando un sacrificio. En lugar de marcharse, ladeó la cabeza y observó el feo vestido sin forma, lo que le llevó a recordar el suave interior de sus muslos. Puso freno a sus pensamientos y se forzó a regresar de la tierra de la fantasía.

Ella apagó las luces. Accionó el interruptor al lado de la chimenea y una llama anaranjada salió de los respiraderos del gas iluminando los leños falsos. Observó cómo se recogía el enmarañado pelo con una cinta y discutió consigo mismo si debía contarle o no que el ajedrez de marfil del dormitorio de Kevin, con aquellos escandalosos peones tan bien dotados, había sido robado de una casa de River Run el mes anterior.

Desde que la observó bajar de la terraza, había pensado en decirle la verdad. Había pensado sobre ello en el coche camino de su casa, mientras hablaba con Walker por teléfono y después de colgar. Lo había pensado mientras estaba parado en el porche de la casa de Gabrielle con las llaves en la mano mirando sus cándidos ojos verdes. Y seguía pensando en ello al aceptar que le diera un masaje que sabía, con absoluta certeza, que era una mala idea.

El capitán no quería que informara a Gabrielle de nada, pero Joe creía que merecía saber la verdad sobre Kevin y sobre las estanterías cargadas hasta los topes con muchas de las antigüedades que figuraban en el archivo policial.

Hasta hacía una hora, Joe habría estado completamente de acuerdo con Walker. Pero eso había sido antes de que ella hubiera hecho guardia mientras él registraba el cuarto de invitados. Antes de que la hubiera mirado a los ojos y le hubiera pedido que confiara en él. Antes de que hubiera saltado sobre la barandilla de la terraza porque confiaba en él. Hasta hacía una hora no había estado seguro de su inocencia, ni le importaba. No era cosa suya. Hasta ahora.

– Iré por la mesa de masajes para que te pongas cómodo.

– Prefiero sentarme en una silla. Una de las sillas del comedor estará bien. -Una silla dura e incómoda que no dejara que se relajara lo suficiente como para olvidar que era su colaboradora y no una mujer a la que quería conocer en profundidad.

– ¿Estás seguro?

– Sí.

Cuando la había visto subir a la barandilla, claramente aterrada, algo había cambiado dentro de él; había cambiado su opinión de ella, lo que sentía en lo más profundo del corazón. Al verla acuclillada sobre su cabeza mostrándole las braguitas blancas, el corazón se le había subido a la garganta. Cuando la vio colgar por encima de él, había sabido que lo pasaría realmente mal si se caía y había sabido, como que había infierno, que no la dejaría caer. Y en ese momento se había convertido en mucho más que su colaboradora, se había convertido en alguien a quien quería mantener seguro. Alguien a quien proteger.

También había sentido otra cosa. Al abrazarla y besarla en el cuello, estando ya fuera de peligro, había sentido una aguda opresión en el pecho. Tal vez fuera lo que quedaba del miedo, o la tensión latente. Sí, tal vez, pero fuera lo que fuese, no pensaba analizarlo. En lugar de eso prefería centrar su atención en Gabrielle que en ese momento arrastraba la silla de madera del comedor para colocarla delante de la chimenea.

Si bien creía que debía saber lo de Kevin, no podía decírselo porque todo lo que ella pensaba se le leía en la cara. Todo lo que sentía se reflejaba en sus ojos. No podía mentir sin esperar que un rayo la acribillara. Por eso no debía contarle nada y, por eso, no debía quedarse.

Él retrocedió un paso y debatió consigo mismo si era inteligente dejar que Gabrielle posara las manos en él. El debate no duró demasiado. Ella ladeó la cabeza y lo miró.

– Quítate el polo, Joe -dijo, y su voz fluyó a través de él como si fuera el aceite que se calentaba en un pequeño quemador. Supuso que no tenía por qué irse. Tenía treinta y cinco años, y sabía controlarse.

Era un masaje. No sexo. Después de que le dispararan había recibido masajes de forma regular como parte del tratamiento. Por supuesto, su masajista tenía cincuenta años y no se parecía en nada a Gabrielle Breedlove.

Bueno, podía quedarse. Siempre y cuando recordara que Gabrielle era su colaboradora y que enrollarse con ella echaría a perder su trabajo. Y eso no iba a ocurrir. De ninguna manera.

– ¿No te quitas la ropa?

– Me dejaré los pantalones.

Ella negó con la cabeza.

– Preferiría que no lo hicieras. El aceite te los estropeará.

– Correré el riesgo.

– Ni siquiera te miraré. -El tono de su voz y el frunce de sus labios eran pruebas más que suficientes de que pensaba que se estaba comportando de una manera totalmente absurda. Luego ella levantó la mano derecha como para hacer un juramento-. Lo prometo.

– Esa toalla es muy pequeña.

– Oh. -Ella salió y volvió un momento después con una gran toalla de playa. Se la lanzó al brazo del sofá al lado de él-. ¿Te sirve ésta?

– Estupendo.

Gabrielle, fascinada, prestó atención a las manos de Joe cuando se sacó el polo de los pantalones de vestir. Como si fuera un striptease de una lentitud exasperante, él tiró lo suficiente de la prenda para ofrecer un vislumbre de la planicie de su estómago y de la línea vertical de vello oscuro antes de que la tela le cubriera la cintura de nuevo. Ella soltó el aliento que no sabía que estaba conteniendo y subió la mirada a su cara, a esos ojos castaños que parecían observarla. Él levantó una mano para coger un pliegue del polo entre los hombros. Luego lo pasó sobre la cabeza y lo lanzó al sofá al lado de la toalla de baño que había rehusado ponerse antes. Sus manos empezaron a desabrochar la hebilla del cinturón y rápidamente ella apartó la mirada.

Centró la atención en el aceite de almendras que había vertido en un pequeño cuenco amarillo y dejó que siguiera calentándose en el quemador. Tenía la boca increíblemente seca y mojada a la vez. Aunque había bajado la mirada para que no la pillara comiéndoselo con los ojos, había tenido una buena visión del vello rizado que cubría los bien definidos músculos del pecho, bajaba por el esternón y la planicie del estómago, y desaparecía bajo la cinturilla de los pantalones. Sus tetillas eran más oscuras de lo que había pintado y el vello del pecho más suave.

Agregó tres gotas de benjuí y eucalipto al aceite de almendras, luego colocó el cuenco y el quemador en una mesita al lado de la chimenea. Joe giró la silla para ponerla frente al fuego y se sentó a horcajadas. Apoyó los brazos sobre el respaldo y le regaló la imagen de su espalda. Su piel se extendía sobre los duros músculos y la línea de la columna, desde sus hombros hasta la zona lumbar, donde tenía pegado un parche de nicotina que quedaba medio escondido por la gruesa toalla blanca que rodeaba flojamente sus caderas.

– ¿No crees que estoy sentado demasiado cerca del fuego? -preguntó.

– Si tu piel no está caliente, tus poros estarán cerrados para los beneficios curativos del benjuí y el eucalipto. -Se puso al lado de él y ahuecó una mano sobre su frente mientras le colocaba la otra en la nuca-. Deja caer un poco la cabeza -dijo, y suavemente le apretó los músculos rígidos del cuello-. Conduce toda esta tensión a la cabeza. Ahora inspira profundamente y contén la respiración hasta que te diga -lo instruyó, mientras le frotaba con el pulgar las vértebras cervicales y el suave pelo de la nuca. Contó hasta cinco y retiró el pulgar-. Suelta el aire y, con él, la tensión que sientes en la cabeza. Libérala.

– ¿Gabrielle?

– Sí, Joe.

– No tengo nada en la cabeza.

El aroma relajante de lavanda y geranio llenaba la sala de estar cuando se puso detrás de él. Deslizó las manos a sus sienes y las masajeó para expulsar la tensión que él pensaba que no tenía.

– Joe, estás tan tenso que podrías romperte. -Lentamente le metió los dedos en el pelo a ambos lados de la cabeza; el sedoso pelo se curvó alrededor de sus nudillos cuando los entrelazó encima del cráneo. Presionó con las palmas y aflojó-. ¿Cómo te sientes cuando te hago esto?

Él gimió de gusto.

– Eso pensé. -Estuvo un poco más de lo habitual masajeándole la cabeza y el cuello, pero el pelo se sentía tan suave entre sus dedos que no quería dejar de tocarlo. Un cálido estremecimiento subió por sus brazos tensando sus senos; se obligó a sí misma a apartarse, a renunciar al placer de acariciarle el pelo.

Tomó el pequeño cuenco y derramó una pequeña cantidad de aceite de masaje en las palmas de las manos.

– Inspira profundamente y luego contén la respiración. -Colocó las manos sobre los hombros y comenzó a moverlas apretando los músculos. Los trapecios y deltoides estaban tensos y llenos de nudos. Deslizó las manos hasta el borde de los hombros y las bajó por los brazos hasta los codos-. Siente la tensión en la cabeza y libérala mientras sueltas el aire -le instruyó, aunque notaba que él no usaba la respiración para relajarse. Luego le masajeó los bíceps-. Acumula toda tu energía negativa, expúlsala y reemplázala por prana o energía universal.

– Gabrielle, me estás asustando.

– Chsss. -No creía que existiera nada que lo asustara, y menos ella. Sumergió los dedos en el aceite, luego deslizó las palmas de abajo arriba por su espalda, preparando y calentando sus músculos para un masaje más profundo. Moldeó con las manos los contornos de su piel, sintiendo y aprendiendo su forma-. ¿Es aquí donde te duele? -preguntó moviendo las manos al hombro derecho.

– Un poco más abajo.

Ella masajeó, apretó y frotó una gota de aceite de pimienta negra sobre los músculos doloridos. El calor del fuego calentaba la piel de Joe mientras la luz de las llamas dibujaba sombras en ella y hacía brillar su pelo oscuro. Un cosquilleo placentero se asentó en el estómago de Gabrielle; su mente y espíritu lucharon entre sí para que abandonara lo impersonal del contacto. Podía no ser una masajista profesional, pero conocía bien la diferencia entre un masaje curativo y un masaje sensual.

– ¿Gabrielle?

– Sí.

– Lamento lo que sucedió la semana pasada en el parque.

– ¿Cuando te abordé?

– No, eso no lo lamento. Lo disfruté demasiado.

– ¿Entonces qué es lo que lamentas?

– Que estuvieras asustada.

– ¿Y eso es lo único que sientes?

– Bueno, sí.

Suavemente, ella hundió las puntas de los dedos en su piel. Tuvo la impresión de que no se disculpaba a menudo, y agradeció que hiciera el esfuerzo.

– Debo admitir que nunca me habían confundido con un acosador.

– Seguro que sí, sólo que nadie te lo ha dicho antes. -Sonrió y continuó masajeándole el hombro y los brazos-. Algunas veces tu aura resulta muy amenazadora. Deberías controlarlo.

– Me aseguraré de hacerlo.

Ella deslizó las manos otra vez hacia arriba y presionó los pulgares en la base de la nuca.

– Siento haberte lastimado en la pierna.

Uno de sus pulgares le rozó la mandíbula cuando él la miró por encima del hombro. Los oscuros ojos de Joe la contemplaron, la luz del fuego envolvía su rostro con un halo dorado.

– ¿Cuándo?

– El día del parque cuando te derribé. Luego fuiste cojeando hasta el coche.

– Ésa es una vieja lesión. No fue culpa tuya.

– Ah.

– Suenas decepcionada.

– No. -Abrió los dedos en abanico, moviendo las manos por los costados del tórax-. No es decepción exactamente. Pero fuiste tan horrible que me gustaba pensar que te había hecho sufrir un poquito.

Él sonrió antes de volverse hacia el fuego.

– Bueno, aún ahora, cada vez que entro en comisaría tengo que oír un montón de mierda sobre ti y el bote de laca. Lo más seguro es que siga sufriendo por tu culpa durante años.

– Cuando deis por cerrado el caso, todo el mundo se olvidará de mí. -Bajó las manos por los duros músculos hasta las costillas que limitaban el abdomen plano-. Es probable que hasta tú me olvides.

– Eso no ocurrirá nunca -dijo él con voz ronca-. Nunca te olvidaré, Gabrielle Breedlove.

Sus palabras la complacieron más de lo que quería admitir. Se le hinchó el pecho con orgullo, encendiéndose como el resplandor de una vela. Deslizó la mano suavemente por los costados de Joe hasta la cintura, arriba hacia las axilas y luego otra vez hacia abajo.

– Ahora concéntrate en los hombros. Inspira profundamente y contén la respiración. -Ella sintió cómo encogía el estómago y cómo se le endurecían los músculos-. ¿No retienes la respiración?

– No.

– Tienes que controlar la respiración si quieres relajarte completamente.

– Imposible.

– ¿Por qué?

– Créeme, lo sé.

– ¿Te ayudaría una copa de vino?

– No bebo vino. -Él hizo una pausa antes de hablar otra vez-. Sólo hay una cosa que ayudaría.

– ¿Qué?

– Una ducha fría.

– Eso no suena muy relajante.

Él se echó a reír, pero no sonó divertido.

– Bueno, hay otra cosa que funcionaría, es algo sobre lo que he estado pensado aquí sentado.

– ¿Qué? -preguntó aunque sospechaba lo que era.

Sus palabras sonaron graves y roncas cuando dijo:

– Olvídalo. Nos implica a los dos desnudos y eso no puede ocurrir.

Por supuesto que sabía que no podía ocurrir. Eran opuestos por completo. Él alteraba su equilibrio. Quería un hombre espiritual, y él lo era tanto como un cavernícola. Creía que estaba chiflada y quizá no andará mal encaminado. Menos de una semana antes había creído que era un acosador; ahora estaba sentado en su sala de estar mientras lo cubría de aceite como si fuera un bailarín Chippendale. Tal vez sí que estaba un poco loca porque le preguntó:

– ¿Por qué?

– Eres mi colaboradora.

Tal como ella lo veía ésa no era una buena razón. El acuerdo de colaboración que había firmado solo era un trozo de papel. Un trozo de papel no podía imponerse al deseo. Sin embargo, el hecho de que fueran dos personas completamente diferentes con creencias dispares debería ser una buena razón para que evitaran cometer el tremendo error de meterse juntos en la cama.

No obstante, mientras miraba el resplandor de la luz del fuego titilar sobre la tersa espalda, sus diferencias no parecieron importar mucho. El movimiento de sus manos se volvió fluido, relajante y sensual. Joe alteraba tanto su equilibrio que se olvidó completamente de tocarlo de manera impersonal. Mojó los dedos en el aceite caliente y su roce fue tan ligero como una pluma cuando le acarició la espalda.

– Conduce tu energía al plexo solar y al abdomen. Toma aire profundamente, luego suéltalo.

Ella cerró los ojos y dejó que sus manos se deslizaran por los contornos flexibles de la parte inferior de su espalda. Luego suavemente recorrió con las puntas de los dedos la columna hacia arriba. Él tembló, y sus músculos se tensaron bajo la piel suave y caliente, cuando extendió los pulgares por su espalda flexible. De repente, ella sentía un abrumador deseo de gemir o suspirar, y de inclinarse hacia delante para hincar los dientes en su piel.

– Conduce tu energía a la ingle.

– Demasiado tarde. -Él se levantó y se giró hacia ella-. Ya está toda ahí.

Ella miró hacia arriba, a sus ojos entornados y a la curva de los labios. Una gota de sudor se deslizó por su mejilla, continuó por la mandíbula y siguió bajando por un lado del cuello hasta fundirse en el hueco de su garganta bronceada. Ella levantó las manos y las colocó en su abdomen plano. Sus pulgares acariciaron la línea de vello oscuro que rodeaba su ombligo.

Bajó la mirada a la cintura y al inconfundible abultamiento de su erección. Curvó los dedos contra su barriga y sintió que se le secaba la boca. Se lamió los labios y dejó vagar la mirada por la cicatriz de su muslo, visible a través de la abertura de la toalla.

– Siéntate, Joe-le pidió, y lo empujó hasta que su trasero tocó el asiento. La toalla se subió por el muslo derecho revelando el borde inferior de unos boxers negros-. ¿Es aquí donde te dispararon? -preguntó, arrodillándose entre sus piernas.

– Sí.

Ella sumergió los pulgares en el aceite, luego los deslizó alrededor de la cicatriz.

– ¿Duele todavía?

– No. Al menos no como solía hacerlo -dijo con voz ronca.

Pensar que hubiera padecido tal violencia le rompió el corazón y lo miró a la cara.

– ¿Quién te hizo esto?

Mirándola con los ojos entrecerrados esperó un rato antes de contestarle, tanto que ella pensó que no lo haría.

– Un informador que se llamaba Robby Martin. Probablemente lo verías en los periódicos hace cosa de un año.

El nombre le sonó familiar y sólo le llevó un momento recordarlo. Una imagen de un joven rubio cruzó por su mente. La historia había sido noticia durante mucho tiempo. El nombre del detective que había hecho el disparo mortal nunca había sido mencionado o lo había olvidado, no así el del chico que había recibido el disparo, Robby.

– ¿Fuiste tú?

De nuevo él se demoró en contestar.

– Sí.

Lentamente, ella deslizó los pulgares hacia arriba y abajo por la gruesa cicatriz y aplicó un poco de presión. Lo recordaba muy bien porque, al igual que todo el mundo, había hablado de ello con sus amigos, preguntándose si algunos polis de Boise tenían el gatillo demasiado ligero con los jóvenes sólo por fumarse unos porros.

– Lo siento.

– ¿Por qué? ¿Por qué deberías sentirlo?

– Siento que tuvieras que hacer algo así.

– Cumplía con mi deber -dijo con cierta dureza.

– Lo sé. -Suavemente ella hundió las puntas de los dedos en los músculos del muslo-. Lo siento porque tuviste que pasarlo muy mal.

– ¿No crees que soy de los que tienen el dedo rápido?

Ella negó con la cabeza.

– No creo que seas imprudente ni que terminases con la vida de alguien a menos que no tuvieses otra elección.

– Tal vez tengo la sangre tan fría como decían los periódicos. ¿Cómo puedes saberlo?

Ella contestó con lo que sabía que era verdad en su corazón.

– Porque conozco tu alma, Joe Shanahan.

Joe miró esos claros ojos verdes y casi creyó que ella podía ver en su alma, que lo conocía mejor de lo que él se conocía.

Ella se lamió los labios y él observó cómo deslizaba la punta de la lengua por la comisura de los labios. Luego ella hizo algo que le detuvo el corazón, provocando que un torrente de pura lujuria se estrellara contra su ingle: inclinó la cabeza y le besó el muslo.

– Sé que eres un buen hombre.

Se quedó sin respiración y se preguntó si ella todavía pensaría que era un buen hombre si le pedía que subiera un poco más la boca para besar su otro músculo. El miraba hacia abajo, a la coronilla, mientras tenía una fantasía realmente buena que incluía la cara de Gabrielle en su regazo, pero ella miró hacia arriba y lo arruinó todo. Lo contempló como si realmente pudiera ver su alma. Como si viera un hombre mejor de lo que él creía ser.

Joe se puso de pie y le dio la espalda.

– No me conoces, joder -dijo, moviéndose a la chimenea y apoyando la mano en la repisa-. Tal vez me guste derribar las puertas a patadas y usar mi cuerpo como un saco de golpes.

– Ah, eso no lo dudo. -Se levantó, se puso a su lado y añadió-: Eres un tipo muy visceral. Pero tampoco dudo que no tuvieras otra opción.

La miró por encima del hombro, luego desvió la vista a las velas encendidas encima de la repisa.

– Tenía otra opción, no tenía por qué perseguir a un vendedor de drogas por un callejón oscuro. Pero soy policía y eso es lo que hago. Persigo a los malos y, una vez que me involucro en algo, llego hasta al final. Y créeme, perseguía a Robby. -Quería conmocionarla. Dejarla sin habla. Borrar esa mirada de sus ojos-. Estaba realmente cabreado con él. Era mi colaborador y me había traicionado, quería ponerle las manos encima. -La recorrió con la vista otra vez, pero ella no parecía conmocionada. Se suponía que era pacifista. Se suponía que odiaba los hombres como él. Se suponía que no debía mirarle como si sintiera lástima por él, por el amor de Dios-. Vi cómo Robby me disparaba -continuó-, y le vacié el cargador en el pecho antes de darme cuenta siquiera que había sacado mi arma. No necesité verle para saber que le había dado. Una vez que oyes algo así, lo sabes. Y nunca lo olvidas. Más tarde, me enteré que había muerto antes de tocar el suelo. Y no sé cómo se supone que debería sentirme ante eso. Algunas veces me parece que soy una mierda y otras, simplemente, me alegra haber disparado mejor que Robby. Es un infierno saber que has quitado la vida a un hombre robando todas las posibilidades que tenía. -Se apartó de la repisa de la chimenea-. Tal vez perdí el control.

– Dudo que hayas perdido el control alguna vez.

Ella estaba equivocada. De alguna manera, lo había obligado a contarle más sobre el tiroteo que a ninguna otra persona. Lo único que había tenido que hacer era mirarlo con aquellos ojos grandes, como si realmente creyera en él, para ponerse a balbucear como un idiota. Bueno, había hecho algo más que hablar. Durante la media hora anterior, había estado sentado sobre esa incómoda silla preguntándose cómo encajarían sus senos en las palmas de sus manos. Con una rugiente erección que le instaba a agarrar una de esas manos suaves que había deslizado por todo su cuerpo y bajarse de golpe los calzoncillos para que pudiera acariciar algo más interesante que su codo.

Él la tomó entre sus brazos y le cubrió la boca con la suya. Reconoció el sabor de sus labios dulces y carnosos como si fueran amantes. Como si la hubiera conocido desde siempre. Inclinó la cabeza hacia un lado y su boca se abrió para él, sus cálidos y húmedos labios le dieron la bienvenida. La sintió estremecerse cuando le tocó la lengua con la suya. Gabrielle le rodeó el cuello con los brazos pegándose a él. El peto de su vestido le rozó el pecho desnudo, sus caderas se arquearon contra él presionando la durísima erección. Joe la asió por la cintura y, en lugar de alejarla, encajó su pelvis en la de ella. El placer fue exquisito y doloroso. Agonía y éxtasis. En ese momento quería de ella algo más que un beso.

Las manos se movieron al cierre de los tirantes del pichi, abriéndolos con facilidad. El peto cayó sobre su cintura y desabrochó con la misma rapidez los botones de la blusa blanca. La abrió y, por fin, llenó sus manos con los turgentes senos cubiertos por el sujetador. Los labios de Gabrielle temblaron y se quedó sin aliento cuando sus pulgares le rozaron una y otra vez los pezones duros y erectos. Joe se echó hacia atrás y le escrutó la cara. Gabrielle abrió los ojos y susurró su nombre, el sonido lo llenó igual que el deseo que retorcía el nudo doloroso de su estómago. El hambre hacía brillar los ojos de Gabrielle, y saber que lo deseaba de la misma manera que él la deseaba a ella hizo que la sangre le hirviera en las venas. Ella era hermosa por dentro y por fuera. Era pura pasión, deseo y fuego bajo sus manos y, ciertamente, él no podía resistirse a jugar con fuego durante un rato más.

Joe tragó aire y exhaló lentamente mientras su mirada viajaba del pelo castaño rojizo, que le enmarcaba la cara con los rizos rebeldes, a los labios húmedos e hinchados por el beso, y siguió bajando por la garganta hasta sus manos colmadas con los senos turgentes.

– Ahora es tu turno -dijo él, y volvió a mirarla a los ojos.

Ella le sostuvo la mirada mientras él le quitaba la blusa de los hombros. La tela blanca se deslizó por sus brazos y cayó al suelo. Gabrielle permaneció de pie ante él, con el peto del pichi caído sobre las caderas y el sujetador cubriendo sus senos. En el centro de cada copa los pezones, duros y rosados, pujaban contra la tela blanca. Él giró ligeramente la cintura y sumergió los dedos en el aceite caliente. Luego tocó la base de su garganta y, con suma lentitud, deslizó las puntas de sus dedos hacia abajo, entre sus pechos firmes. Su piel, increíblemente suave, rozó el dorso de sus manos mientras soltaba el cierre delantero del sujetador. Se abrió de golpe y sus senos escaparon de las copas tan bellos y perfectos que se le secó la boca. Joe subió las manos a sus hombros y deslizó los tirantes del sujetador por sus brazos hasta que cayó al suelo junto a la blusa. Luego cogió el pequeño cuenco y lo levantó entre ellos. Lentamente lo inclinó hasta que el poco aceite que quedaba se derramó sobre la piel blanca, deslizándose rápidamente sobre los senos, bajando por el estómago hasta el ombligo. Sin apartar la mirada de ella vació el cuenco y lo puso en la silla de madera. Una gota relució en el pezón y la tocó con un dedo.

Él abrió la boca para decirle que tenía unos pechos grandes y bonitos, pero todo lo que salió fue una ristra de juramentos mientras esparcía el aceite por la punta del pezón y alrededor de la areola arrugada.

Gabrielle se removió y le rodeó la nuca con una mano. Apretó los labios húmedos contra los de él y le succionó suavemente la lengua. Joe esparció todo el aceite por sus tersos senos y su vientre suave. La deseaba. Nunca había deseado nada como ceder a la lujuria dolorosa que latía en su ingle. Movió las manos a los lados de la garganta y volvió a mirarla, los senos brillando a la luz del fuego, los picos brillantes y húmedos como si la hubiera besado allí. Nunca había deseado nada como dejar caer los boxers alrededor de los tobillos para tomar a Gabrielle de una embestida contra la pared, o sobre el sofá, o en el suelo; donde fuera. Deseaba arrodillarse entre sus muslos suaves -envuelto en la dulce fragancia de las velas- para enterrarse profundamente en ella y quedarse allí. Buscó un pezón con la boca mientras se deslizaba por su cuerpo caliente y resbaladizo. Ella lo deseaba tanto como él. Entonces, ¿por qué diablos no les daba a ambos lo que deseaban?

Pero no podía hacer el amor con ella. Aunque no fuera su colaboradora, él no era uno de esos tíos que llevaban condones en la cartera y casi se echó a reír por el alivio.

– No llevo condones.

– Hace ocho años que tomo la píldora -dijo ella, y cogiendo una mano de Joe la llevó a su pecho húmedo por el aceite-. Y confío en ti.

Diablos. Deseó que ella no hubiera hecho aquella confesión dándole luz verde. El dolor de su ingle pulsó y, antes de que su cerebro bajase completamente hasta sus calzoncillos, se obligó a recordar quién era ella y qué era para él. Enterró la cara en su pelo y dejó caer la mano. La deseaba como nunca había deseado a ninguna mujer en su vida y tenía que hacer algo rápido.

– Gabrielle, cariño, ¿puedes comunicarte con Elvis? -preguntó, conteniendo la respiración mientras se agarraba a aquel clavo ardiendo.

– ¿Hummm? -Su voz era ronca como si acabara de despertar-. ¿Qué?

– ¿Puedes comunicarte con Elvis Presley?

– No -susurró ella, y se apoyó en él. Los senos rozaron su pecho y las puntas duras tocaron sus propios pezones planos.

– Jesús -respiró con dificultad-. ¿Ni siquiera puedes intentarlo?

– ¿Ahora mismo?

– Sí,

Ella volvió a mirarle con los ojos entornados.

– No soy psíquica.

– Entonces, ¿no puedes comunicarte con los muertos?

– No.

– Joder.

Ella le deslizó la mano por el hombro y se aclaró la voz.

– Pero tengo una prima que se comunica con las ballenas.

Una sonrisa asomó a los labios de Joe. Una prima que se comunicaba con ballenas era una leve distracción, pero se agarraría a cualquier cosa que apartara su atención de los firmes pechos de Gabrielle.

– ¿De veras?

– Bueno, ella cree que lo hace.

– ¿Qué le dicen las ballenas? -Joe puso las manos en su espalda y le colocó los tirantes del peto sobre los hombros.

– ¿Qué?

– Bueno, ¿sobre qué hablan? -Subió el peto del pichi y cubrió la tentación lo mejor que pudo.

– No sé, ¿sobre krill y calamares?

A pesar de que su ingle todavía palpitaba, Joe fue hacia el sofá, dejó caer la toalla y embutió bruscamente las piernas en los pantalones.

– ¿Te vas?

La miró por encima del hombro. Tenía el ceño fruncido por la confusión, también tenía fruncidos los pezones que asomaban por los lados del peto.

– Tengo que madrugar mañana -dijo cogiendo el polo. Metió los brazos por las mangas y se lo pasó por la cabeza.

Aunque Gabrielle veía cómo Joe estiraba la prenda sobre el pecho no podía creer que se marchara. No cuando ella todavía podía sentir el sabor de él en su boca.

– Acabé de pintar el almacén de la tienda -dijo como si ella no estuviera allí medio desnuda. Como si su cuerpo no ardiera por sus caricias-. Si la investigación sigue avanzando lentamente, la semana que viene tendremos que pensar en otra cosa que hacer en la tienda. Kevin dijo algo sobre una encimera, pero no tengo tanta experiencia como para ponerme con eso.

Gabrielle se movió detrás de la silla del comedor delante del fuego y se envolvió con los brazos. Le temblaban las rodillas, no podía creerse que estuvieran hablando de su experiencia como carpintero. Por primera vez desde que la había desnudado hasta la cintura, se sintió expuesta y levantó las manos a los senos.

– De acuerdo -dijo.

Joe cogió sus llaves y se dirigió a la puerta.

– Entonces, probablemente no nos veamos hasta el lunes. ¿Tienes mi número?

– Sí. -Trataría de no llamarle ni verle hasta el día siguiente. Tal vez fuera lo mejor. Hacía unas horas no estaba segura de que Joe le gustara y ahora el pensamiento de no verle la hacía sentir un vacío en su interior. Lo vio salir de su casa como alma que lleva el diablo y tan pronto como la puerta se cerró tras él, Gabrielle se dejó caer en la silla.

Las velas de la repisa de la chimenea titilaron, pero el perfume que desprendían no consiguió calmarla. El espíritu de Gabrielle tiraba de ella de un lado a otro, pero todos sus deseos se enfocaban en la misma dirección: Joe. No tenía absolutamente ningún sentido. No había equilibrio en su vida cuando él estaba cerca. Ni paz interior. Aunque había tenido sólo una pequeña dosis, sentir el calor de su piel desnuda había bastado para desequilibrarla por completo. Él había confiado en ella y ella se sentía como si por primera vez hubieran conectado en el plano más espiritual.

Se conocían desde hacía poco tiempo, pero ella le había permitido verterle aceite sobre los pechos y tocarla como si fueran amantes. Había hecho latir su corazón y que se sintiera viva en cuerpo, mente y alma; se había perdido totalmente en él. Había respondido a sus caricias como a las de ningún otro hombre hasta el momento a pesar de que verdaderamente no lo conocía. Su corazón latía como si lo reconociese y sólo podía haber una explicación. Y temía lo que significaba.

Ying y yang.

Oscuridad y luz. Positivo y negativo. Dos opuestos que se complementaban para hacer un todo perfecto.

Gabrielle temía haberse enamorado del detective Joe Shanahan.

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