Capítulo 10

Renaldo Verma era una especie de rata grasienta de constitución pequeña y nervuda, y la expresión quemada de un adicto al crack, cosa que había sido durante muchos años. Costaba imaginarlo reduciendo a alguien, sobre todo a un agente de policía, pero se había declarado culpable de asesinato en segundo grado por propinar una paliza mortal a un hombre con un bate de béisbol. En sus antecedentes había desde solicitud de servicios sexuales hasta cargos por tráfico de drogas, desde robo hasta atraco, y el asalto y el asesinato eran las dos incorporaciones más recientes a su repertorio, aunque había demostrado que se le daban muy bien. Había adquirido un patrón de atraco y asalto con rasgos compartidos que iban más allá del simple modus operandi. A los psicólogos les gustaba denominar ese fenómeno «firma», es decir, actos cometidos durante el crimen que resultaban innecesarios para su perpetración, pero satisfacían cierto impulso interno. Podría haberse convertido en un asesino en serie de no haber caído tan pronto en manos de la justicia.

Verma entró en la sala de interrogatorios con andares de chulo, como si tuviera algo de que pavonearse. Se sentó frente a Kovac y de inmediato alargó la mano hacia el paquete de Salem que este había dejado sobre la mesa. Sus manos eran largas y huesudas, como garras de roedor, y presentaban unas manchas que, con toda probabilidad, se debían al sida.

– No debería hablar con usted sin mi abogado -dijo antes de exhalar el humo.

Su nariz también era larga y delgada, con un par de bultos a lo largo del puente. Sobre el labio superior lucía un bigotito finísimo que más bien parecía una sombra de suciedad. Hablaba de forma afectada, algo afeminada, y poseía un lenguaje corporal muy complejo. Al hablar, la parte superior de su cuerpo se balanceaba, se doblaba y se retorcía, como si escuchara en su cabeza música de baile.

– Pues llama a tu abogado -replicó Kovac mientras se levantaba-. Pero te advierto que no tengo tiempo para estas chorradas. Cuando llegue tu hombre, yo me habré largado y tú tendrás que pagar la factura.

– Los contribuyentes tendrán que pagar la factura -corrigió Verma con una sonrisa maliciosa, juntando los hombros al hundir el pecho-. ¿A mí qué me importa?

– Ya veo que todo te importa una mierda -observó Kovac-. Solo me contarás lo que crees que quiero oír porque quieres algo a cambio. Pero ya es demasiado tarde para eso. Te casaste con el fiscal del distrito, y la boda es en la penitenciaría de St. Cloud.

– No, señor -replicó Verma con indolencia, agitando un dedo ante las narices de Kovac-. Es en Oak Park Heights. No pienso ir a ese antro de hormigón en el norte. Ese sitio es medieval. Voy a ir a Heights, forma parte del trato. Tengo amigos en Heights.

Kovac sacó un papel doblado del bolsillo interior de la americana, lo consultó como si fuera algo mucho más importante que la factura de la tintorería y se lo volvió a guardar.

– Ya, bueno, si tú lo dices… -murmuró como quien no quiere la cosa.

Verma entornó los ojos con aire suspicaz.

– ¿Qué quiere decir? Hicimos un trato.

Kovac se encogió de hombros con indiferencia.

– Lo que tú digas Quiero hablar del asesinato de Eric Curtis.

– Yo no lo hice.

– ¿Sabes cuántos capullos dicen lo mismo? -replicó Kovac-. Pues todos. ¿Hace falta que te lo recuerde en esta hermosa sala del Ritz-Carlton en la que estamos sentados?

– Me declaré culpable del asesinato de Franz, y eso que no pretendía matarlo.

– Claro, claro. ¿Cómo ibas a saber que la cabeza humana no aguanta tantos golpes?

– Quiero decir que no fui allí con la intención de matarlo -aclaró Verma con ademán huraño.

– Ahhh. Problema suyo si estaba en casa cuando fuiste a desvalijársela. Qué imbécil el tío. Deberían ponerte una medalla por eliminar semejante basura de la faz de la tierra.

– Mire, Kovac, no tengo por qué aguantar que me dé por el culo -se enojó Verma, levantándose.

– Claro, estoy seguro de que en la galería tienes a uno bien grandullón que se ocupa de eso. ¿Crees que también él irá a St. Cloud? ¿O tendrás que volver a aprender a ligar?

Verma lo señaló con el cigarrillo, y la ceniza llovió sobre la mesa.

– No voy a ir a St. Cloud. Hable con mi abogado.

– ¿Tu abogado, el agobiado esclavo del condado de Hennepin al que pagan tan poco? Vale, lo localizaré, a ver si se acuerda de tu nombre. -Se levantó y apoyó una mano en el huesudo hombro de Verma-. Siéntese, señor Verma.

El trasero de Verma chocó contra la silla con un golpe sordo. Aplastó el cigarrillo sobre la mesa y encendió otro.

– No maté a ningún poli.

– Ajá. O sea, que el fiscal del distrito te acusó del asesinato por la cara, solo porque quería que algún pobre desgraciado de su oficina tuviera que tramitar más papeleo -Kovac se dejó caer en la silla con una mueca-. Venga ya. Te acusó porque encajabas en el perfil, porque el modus operandi era idéntico al que empleaste con tus otras víctimas.

– ¿Y? ¿Nunca ha oído hablar de los imitadores?

– No me pareces precisamente un modelo a seguir.

– ¿Ah, no? ¿Y cómo cree que conseguí el trato? -espetó Verma con arrogancia-. No tenían ninguna prueba contra mí en ese asesinato. Ninguna huella, ningún testigo, nada.

– ¿No? Pues qué cosas. Si no te cargaste a Curtis, ¿cómo es que tenías su reloj en tu piso?

– Fui el primer sorprendido -insistió Verma-. Desde luego, yo no lo puse allí. Un Timex, por el amor de Dios. ¿Quién iba a robar semejante basura?

– La hora exacta en su muñeca -se burló Kovac-. Conocías a Eric Curtis -prosiguió-. Te detuvo dos veces por solicitar servicios sexuales.

Verma se encogió de hombros, frunció los labios y bajó las pestañas con ademán coqueto.

– Bueno, no pasa nada. La segunda vez le ofrecí hacérselo gratis, porque era muy mono. Me dijo que tal vez en otra ocasión. Ojalá hubiera habido otra ocasión.

– Así que pasaste por su casa para ver si esa vez colaba. Una cosa llevó a la otra y…

– No -atajó Verma con firmeza.

Miró a Kovac de hito en hito mientras daba una larga chupada al cigarrillo. El humo brotó de sus labios en una potente columna que chocó contra el pecho del detective.

– Mire, Kojak, esos otros polis intentaron joderme por el asesinato de Curtis y no lo consiguieron. El fiscal del distrito también lo intentó y tampoco lo consiguió.

Se inclinó hacia delante con una expresión seductora que puso a Kovak los pelos de punta.

– Sé que se muere usted de ganas de joderme -murmuró-, pero no tiene nada que hacer.

– Antes me jodería un enchufe.

Verma se echó hacia atrás y lanzó una carcajada enloquecida.

– No sabe lo que se pierde.

– Estoy seguro de que no me pierdo nada.

Verma esbozó una sonrisa torva, sacó la lengua y la agitó obscenamente ante Kovac.

– ¿No le apetece que se la chupe, Kojak? ¿Que le meta la lengua en el culo?

– ¡Joder!

Kovac retiró la silla de un empujón, sacó una bufanda marrón del bolsillo del abrigo que había colgado del respaldo, se dirigió al rincón donde estaba instalada la cámara de vídeo y la cubrió con la prenda.

Verma se irguió en su asiento y se llevó una mano al cuello.

– ¿Por qué ha hecho eso?

– ¡Ay, ay, ay! -exclamó Kovac con los ojos muy abiertos mientras volvía a la mesa-. Me parece que la cámara no funciona.

Verma intentó levantarse, pero Kovac lo agarró por la nuca para inmovilizarlo y se inclinó sobre su hombro.

– Lo único que yo quiero meterte a ti en el culo es la puntera de mi zapato -murmuró-. Corta el rollo, Verma. ¿Te crees que no tengo gente en St. Cloud que me debe favores?

– No voy a ir a…

La presión se intensificó, silenciando sus palabras. Verma encogió los hombros.

– El hijo de mi hermana es guardia en St. Cloud -mintió Kovac-. Es un grandullón estúpido recién salido de la granja. No es demasiado listo, pero sí muy fiel. Lástima que tenga tan mala leche.

– ¡Vale, vale!

Kovac lo soltó y volvió a sentarse.

– Al menos lo he intentado -suspiró Verma, alargando la mano hacia el paquete de tabaco.

Kovac lo puso fuera de su alcance, sacó un cigarrillo y lo encendió mientras se decía que lo hacía por cuestiones estratégicas, no porque se hubiera dejado vencer por la tentación.

– Es usted atractivo en un estilo un poco brutote -intentó camelárselo Verma.

– Verma…

– ¿Qué? -exclamó el hombre con exasperación exagerada-. ¿Qué quiere de mí, Kojak? ¿Quiere que confiese lo de Curtis? Pues que le den. El trato está cerrado, y yo no me lo cargué. El fiscal del distrito no insistió porque no tiene nada contra mí. Pero se escudan en mi reputación. Dirán que me tienen pillado de los cojones por lo de Franz y que así ahorrarán a los contribuyentes el dinero de otro juicio. A mí me parece bien. No me vendrá mal que los chicos de Heights crean que me cargué a un poli. Pero no me cargué a Curtis. Si quiere saber quién se lo cargó, pregúnteselo al sargento Springer, de Homicidios. Él lo sabe.

Kovac guardó silencio unos instantes, como si no hubiera estado prestando atención. Permaneció sentado con la mirada perdida, fumando, preguntándose qué grado de perversión le permitía gozar de la sensación del alquitrán y la nicotina asentándose en sus pulmones.

– ¿Ah, sí? -masculló por fin, mirando de nuevo a Verma-. Pues si lo sabe, ¿por qué no le ha echado el guante a ese capullo?

– Porque el capullo en cuestión es otro poli.

– Según tú.

– Según ese chico tan guapo de Asuntos Internos.

– No sé de quién me hablas -aseguró Kovac, los nervios en tensión.

– Mucho músculo, guapo como un modelo de Versace -recitó Verma con mirada soñadora-. Nam, ñam.

– Ya… Así que esa comadreja de Asuntos Internos vino a hablar contigo para decirte así por las buenas que, en su opinión, a Curtis se lo cargó otro poli.

Verma adelantó el labio inferior y bajó la cabeza. Kovac sintió deseos de abofetearlo.

– Ya me parecía -dijo-. ¿Qué te preguntó?

– No sé, varias cosas -remoloneó Verma-. Cosas sobre el asesinato, sobre después del asesinato, la investigación… si es que se le puede llamar así.

– ¿Y qué le contaste?

– ¿Por qué no se lo pregunta a él?

– Porque te lo pregunto a ti. Deberías alegrarte, Renaldo. Te he puesto por encima de Asuntos Internos, aunque, claro está… también las ladillas están por encima de Asuntos Internos.

– Le conté que yo no había matado a Curtis y que no me importaba cuántos polis pretendieran hacerme decir lo contrario. Él, Springer, el de uniforme…

– ¿De quién hablas?

– Del que me hizo esto -explicó Verma, señalando el bulto superior de los dos que lucía sobre el puente de la nariz-. Dijo que me había resistido a la autoridad.

– Me disculpo en nombre del departamento -espetó Kovac sin remordimiento alguno-. ¿Sabes cómo se llamaba?

– Era un tipo enorme -recordó Verma-. Yo lo llamaba Semental, lo que no le hizo ninguna gracia, y su compañero lo llamaba B. O., lo que no parecía molestarle -se quejó, agitando una mano con gesto asqueado-. No sé a qué correspondían las siglas. Conseguí leer el nombre de su placa justo antes de que me hiciera perder el conocimiento. Ogden.

– Ogden -repitió Kovac.

La escena acudió a su mente con tal rapidez que fue un golpe casi físico. Steve Pierce forcejeando en el suelo de la cocina de Andy Fallon con una bestia humana. La bestia humana incorporándose a duras penas con la nariz ensangrentada.

Ogden.


– Verma consiguió el trato porque tu gente la cagó -afirmó Chris Logan sin rodeos mientras rebuscaba entre los papeles que cubrían su mesa-. Habla con Cal Springer sobre las pruebas; pregúntale si tiene la más ligera idea de las normas que rigen las órdenes de registro.

– ¿Había algo raro en las pruebas? -preguntó Kovac.

Estaba de pie en la pequeña oficina de Logan, preparado para salir corriendo con el fiscal, que tenía juicio al cabo de cinco minutos.

Logan masculló un juramento entre dientes sin apartar la mirada de los papeles de su mesa y con los brazos en jarras. Era un hombre alto, de constitución atlética, treinta y pocos años y bastante arrogancia. Un tipo duro con título y mal genio.

No obstante, era un buen fiscal, la mano derecha de Ted Sabin, que casi nunca se molestaba en llevar personalmente un caso.

– Todo era raro -repuso por fin.

Empezó a revolver la papelera situada junto a su mesa, sacando papeles arrugados, arrojando a un lado envoltorios de caramelos, bolsas mutiladas de media docena de restaurantes con comida para llevar que llenaban el laberinto de galerías cubiertas hasta el ayuntamiento. Por fin sacó una bola de papel amarillo, la alisó y escudriñó la letra. Al cabo de unos instantes lanzó un suspiro de alivio y volvió los ojos al techo. Guardó el papel en el maletín y se dirigió a la puerta.

Kovac lo siguió sin quedarse atrás.

– Tengo juicio -advirtió Logan mientras se abría paso entre la gente que atestaba el pasillo en el que se alineaban las oficinas de la fiscalía.

– Yo también ando justo de tiempo -aseguró Kovac.

Se preguntó si Savard habría cumplido su amenaza de llamar al teniente. Era demasiado enigmática para poder afirmarlo o negarlo con certeza. Quién sabía cuánto podía tardar Leonard en convocarlo a su despacho para sostener la Gran Conversación.

Entraron en un ascensor vacío y Kovac mostró la placa a las personas que pretendían sumarse a ellos.

– Asunto policial, señores, lo siento -dijo mientras pulsaba el botón de cierre con la mano libre.

Logan había adoptado una expresión ceñuda que, por otra parte, no era nueva en él.

– Todas las pruebas eran circunstanciales -explicó-. Asociación previa, móvil, el modus operandi de Verma… Pero no había testigos que situaran a Verma en o cerca del escenario del crimen, ni tampoco pruebas forenses. Nada de huellas, fibras ni fluidos corporales. Verma se había masturbado en los otros dos escenarios, pero no en el del asesinato de Curtis; no sabemos por qué. Puede que algo lo empujara a marcharse por piernas, o a lo mejor no se le levantó. ¿Quién sabe? Pudo ser cualquier cosa.

– Bueno, ¿y qué hay del reloj? -inquirió Kovac cuando el ascensor se detuvo y las puertas se abrieron, dejando al descubierto un hervidero de actividad humana.

El pasillo que daba a las salas de vistas estaba siempre abarrotado de macarras, chorizos, desgraciados, gentes asustadas, confusas… Todos ellos habían sido citados allí para alimentar el sistema judicial del condado de Hennepin.

– Un agente imbécil aseguró haberlo encontrado sobre la cómoda de Verma, pero el asunto apestaba -espetó Logan, dirigiéndose hacia una de las puertas-. Fue lo mismo que lo de O. J. Simpson y el puto guante ensangrentado. No estábamos dispuestos a admitirlo como prueba, y en vista de las últimas demandas presentadas contra tu departamento, Sabin ni lo intentó siquiera.

– A pesar de que la víctima era policía -señaló Kovac, asqueado.

Logan se encogió de hombros y caminó hacia la mesa de letrados más cercana a la mejor salida de aire de la sala.

– No podíamos ganar el caso. La ciudad no quería otro pleito, así que, ¿qué sentido tenía insistir? Conseguimos que Verma confesara lo de Franz y así nos aseguramos de que acababa entre rejas.

– Por asesinato en segundo grado.

– Además de asalto con intenciones homicidas y robo. No es una sentencia cualquiera, te lo aseguro. Además, mató a Franz con el bate de béisbol de Franz. Arma casual. ¿Cómo podíamos alegar premeditación?

– ¿Alguien se planteó alguna vez que Verma podía no haberse cargado a Curtis? ¿Que quizá lo estaban intentando joder?

– Circuló el rumor de que Curtis había sufrido el acoso de algunos agentes por el hecho de ser homosexual, pero la cosa no apuntaba al asesinato, y todas las pruebas circunstanciales apuntaban a Verma.

Kovac suspiró y miró en derredor. El alguacil bromeaba con el secretario. La abogada defensora, una mujer achaparrada de desaliñado moño gris y enormes gafas de montura transparente, dejó su supermaletín sobre la mesa y se acercó a Logan con una sonrisa torva en el rostro.

– Última oportunidad para hacer un trato, Chris.

– Ni hablar, Phyllis -replicó Chris mientras sacaba de su maletín un expediente más voluminoso que la Biblia -. Guerra sin cuartel contra los obsesos por la pornografía infantil.

– Es una pena que los asesinos no te merezcan la misma opinión -comentó Kovac antes de alejarse.


– ¿Por qué fuiste a ver a Verma? -preguntó Liska, robando una patata frita de la cesta de plástico roja en que habían servido la comida de Kovac; llegaba tarde, de modo que Kovac había pedido sin ella-. Maldito embustero de mierda -añadió.

– ¿Lo conoces?

– No -repuso mientras paseaba una segunda patata frita por el ketchup amontonado en el plato de Kovac-, pero todos son unos malditos embusteros de mierda. Es mi generalización del día.

– ¿Quieres comer algo? -sugirió Kovac, llamando por señas a la camarera.

– No, me comeré lo tuyo.

– Y una mierda. Ya me debes unas noventa y dos mil patatas fritas. Nunca pides para ti.

– Es que engordan demasiado.

– ¿Ah, sí? ¿Y engordan menos si las pido yo?

– Exacto -asintió Liska con una sonrisa radiante-. Además, si dejas de fumar engordarás, así que encima te hago un favor. ¿Por qué fuiste a ver a Verma?

Kovac se apartó de la hamburguesa, pues de repente había perdido el apetito. Había elegido Patrick's por inercia, y a decir verdad se arrepentía. Como siempre, el establecimiento estaba abarrotado de policías. Kovac ocupaba un reservado al fondo de la sala y tenía la espalda apoyada contra la esquina. Lo cierto era que se sentía un poco acorralado. No le gustaba lo que le había dicho Verma ni lo que había insinuado Logan. No le hacía gracia saber que si decidía escarbar un poco más en la vida de Andy Fallon, descubriría que casi todos los demás jugadores serían policías, y con toda probabilidad, no todos ellos buenos.

– Porque si Asuntos Internos estaba metido en el asunto Curtis, no sé por qué; Savard no quiso decírmelo -repuso en tono confidencial-. Puede que investigaran el asesinato en sí, como afirma el tipo que te llamó. O puede que investigaran la investigación. Quería averiguar algo más antes de acudir a Springer en busca de respuestas.

– Cal Springer no ve más allá de sus narices -declaró Liska antes de pedir una Coca-Cola a una camarera muy poco entusiasta-. Pero nunca he oído a nadie decir que sea corrupto.

– Es un imbécil -sentenció Kovac-. Un capullo pomposo que pasa más tiempo organizando los actos del sindicato que trabajando en sus casos. Aun así, el asunto Curtis parecía muy sencillo. Ni siquiera Springer debería haberla cagado, pero Verma afirma que él no se lo cargó.

Liska abrió los ojos y la boca de par en par.

– ¡Dios mío, un inocente en la cárcel!

– Sí, pobrecita Blancanieves -espetó Kovac con sarcasmo-. Pero en fin, afirma que un poli puso el reloj de Eric Curtis en su casa. Ogden.

– ¿Ogden, el de ayer? -exclamó Liska con el ceño fruncido.

– El mismo. Una acusación así sería un duro golpe para Asuntos Internos. Logan me dijo que el asunto apestaba de tal forma que Sabin no quería ni tocarlo. Y eso que Ted Sabin no es de los que se arredran, sobre todo teniendo en cuenta que Curtis era policía.

– Curtis era policía y homosexual -le recordó Liska-. Víctima de un delincuente que atacaba abiertamente a hombres homosexuales. ¿Crees que al alcalde y sus secuaces les conviene que los medios de comunicación se ceben en eso?

Kovac reconoció con un ademán que Liska tenía razón.

– Verma también afirma que fue un policía quien se cargó a Curtis.

– ¿Y cómo es que nunca habíamos oído hablar del tema? -se sorprendió Liska, alterada por la posibilidad de que la hubieran excluido del meollo.

– Buena pregunta. Los de Asuntos Internos solo llevaban cosa de un mes metidos en el asunto, mientras que Verma lleva al menos dos meses entre rejas. Puede que nadie supiera que Asuntos Internos estaba investigando. Desde luego, Springer no se habría dedicado a pregonarlo a los cuatro vientos si lo hubiera sabido. Tendría el culo tan apretado que no habría podido ni articular palabra -comentó con una risita ahogada-. ¡Ja! ¿Te imaginas a Asuntos Internos detrás de Cal Springer? Qué gracia.

Liska no coreó sus risas, pero Kovac no se dio cuenta de ello.

– Puede que nadie lo supiera hasta que Andy Fallon habló -aventuró.

– ¿Podrías quedar con tu hombre misterioso y averiguar más detalles?

Liska hizo una mueca.

– Tengo que esperar a que me llame, porque no quiso darme su número. Parecía muy nervioso.

– Seguro que en Asuntos Internos tienen su nombre y su número, a juzgar por lo que oíste ayer.

– Pero no nos los darán; ni siquiera podemos pedírselo. El caso está oficialmente cerrado.

– Estará cerrado cuando yo lo diga -replicó Kovac.

Reparó sin entusiasmo en que se había puesto chulo. Era su caso, y no quería que nadie le dijera cómo llevarlo, cuándo dejarlo ni ninguna otra cosa. Investigaba hasta que quedaba satisfecho, y para eso quedaba un largo trecho.

– Esta vez no será tan sencillo -advirtió Liska-. ¿Sabes quién se encargó de que el cadáver de Andy Fallon se saltara la larga cola del depósito?

– Esto no me va a gustar, ¿verdad? -masculló Kovac, ceñudo.

– Ni pizca.

Kovac lanzó un suspiro y apartó de sí el plato.

– Joder… Bueno, ¿quién?

Liska cortó la parte mordisqueada del bocadillo, lo cogió y dio un enorme bocado, manchándose las comisuras de los labios de ketchup. Se limpió la boca con una servilleta y miró a Kovac de hito en hito.

– Ace Wyatt.

– Qué capullo -gruñó Kovac.

– Para hacerle un favor a Mike.

– Ya, y alardear un poco de poder. Desde luego, a nosotros no nos ha hecho ningún favor.

Bebió un trago de cerveza y miró a su alrededor, recordando la noche de la fiesta celebrada en honor de Ace Wyatt. Ambiente demasiado festivo, mucha gente, calor, humo… Vio a Mike Fallon en el suelo, la expresión tensa en el rostro de Ace Wyatt.

Pensó en la carga que debía representar que un hombre te debiera la vida y que ese hombre nunca te permitiera olvidarlo. Era una obligación que jamás cesaba. Ace Wyatt seguía salvando a Mike Fallon, cobrándose favores por su bien. Con toda probabilidad, por influencia de Ace Wyatt se había tachado la muerte de Andy de accidente en lugar de suicidio, para así ahorrar a Mike la carga que ello suponía y poder cobrar el seguro de vida.

– ¿Tienes los informes? -preguntó a Liska-. ¿Los ha acabado Stone?

– Stone no practicó la autopsia; lo hizo Upshaw.

– ¿Upshaw? ¿Y quién coño es Upshaw?

– Un tipo nuevo. Bastante mono, por cierto, si te van los tíos que se pasan la vida trajinando cadáveres, lo cual no es mi caso -comentó Liska antes de dar cuenta del resto de la hamburguesa.

– Aparte del físico, ¿te has fijado en alguna otra cosa? ¿En si tiene cerebro, por ejemplo?

– Yo diría que por lo menos medio, porque no babeaba. En cuanto a si sabe lo que se hace… Es demasiado pronto para saberlo.

– Genial.

– El informe preliminar afirma que Fallon murió por asfixia. El cadáver no presenta ninguna otra herida significativa ni indicios de lucha.

– ¿Había tenido relaciones sexuales?

– Upshaw dice que no encontró semen en ningún lugar inapropiado, de modo que si fue un juego que se desmadró, estaban practicando sexo seguro y reservándose el plato fuerte para el final. O tal vez el asunto no tenía nada que ver con el sexo.

– ¿Ha llegado el informe de toxicología?

– Los papeles no, pero llamé y hablé con Barkin. Dice que Fallon tenía un nivel de alcohol en sangre bajo, de cero coma cuatro, y también restos de un barbitúrico llamado zolpidem, un somnífero que también se conoce por el nombre comercial de Ambien. Eso coincidiría más con la teoría del suicidio que con el juego sexual, si bien las cantidades de ambas sustancias no eran ni mucho menos letales, ni siquiera combinadas. De hecho, mucha gente se droga para tener relaciones sexuales. Si hubieran encontrado Rohypnol o algo parecido, sería otra cosa, porque nadie planea violarse a sí mismo, exceptuando quizá a algún que otro masoquista solitario.

Kovac frunció el ceño al intentar rememorar un recuerdo que no acababa de acudir con claridad.

– ¿Alguien comprobó qué contenía el botiquín de Andy Fallon?

– No había motivos para hacerlo en su momento.

– Pues quiero saberlo.

– No te darán la orden de registro.

– ¿Para qué necesito una orden? ¿Quién se opondrá?

Liska se encogió de hombros y bebió un poco de Coca-Cola con paja mientras paseaba la mirada por el local. De repente se irguió con el rostro impasible, si bien en sus ojos se pintaba una expresión dura y atenta.

– ¿Qué pasa? -preguntó Kovac.

– Ahí viene Cal Springer con cara de muy, pero que muy pocos amigos.

Springer se abrió paso entre la gente como una figura de madera, los músculos rígidos por la furia, el rostro enrojecido por la rabia, el frío o ambas cosas. Poseía un rostro alargado y plano, de nariz larga y ganchuda, coronado por una masa de indómitos rizos entrecanos. Al ver a Kovac apretó el paso y chocó contra la camarera pasota. Una jarra de cerveza que llevaba se volcó, la mujer soltó un juramento y Springer estropeó su entrada triunfal disculpándose torpemente ante ella!

– Vaya, Cal -exclamó Kovac cuando el detective llegó junto a él-. Me habían dicho que las mujeres se caían de culo al verte, pero no creía que lo dijeran en sentido literal.

Springer lo señaló con el dedo.

– ¿Qué hacías con Renaldo Verma?

– Bailar el tango y fumar un cigarrillo.

– Su abogado se me ha echado a la yugular esta tarde. Nadie le informó de la visita, ni a mí tampoco, por cierto.

– ¿Y por qué se había de informar a nadie? Verma accedió a verme. Podría haber llamado a su abogado si hubiera querido. Además, ¿desde cuándo tengo que pedirte permiso para limpiarme el culo?

– Es mi caso.

– Y está cerrado. Ya no tienes nada que ver con él, así que, ¿qué más te da?

Springer miró a su alrededor como si estuviera a punto de revelar un secreto de Estado.

– No está cerrado.

– Ah, ¿lo dices por lo de Asuntos Internos? -preguntó Kovac en voz alta.

Springer se puso verde.

– No tienen nada contra ti, ¿verdad, Cal? -terció Liska-. Quiero decir que no fuiste tú quien puso el reloj en casa de Verma, ¿verdad, Cal?

– Yo no he hecho nada.

– O sea, lo habitual en tus investigaciones -observó Kovac-. Si eso es un delito, ya puedes ir despidiéndote.

Springer le lanzó una mirada enfurecida.

– Llevé la investigación en toda regla. Verma no tiene por qué emprenderla conmigo, ni tampoco Asuntos Internos.

– Entonces, ¿por qué pierdes el tiempo intentando darme por el saco? -quiso saber Kovac.

Springer respiró hondo y contuvo el aliento unos instantes, como si intentara dominarse por todos los medios.

– No te metas en esto, Kovac. Se acabó; el caso y todo lo que implica está cerrado.

– Bueno, Cal, a ver si te aclaras. ¿Quedamos en que está cerrado o en que no? -se impacientó Kovac, observándolo con detenimiento.

Comprobó que también Liska lo miraba con atención, si bien en su expresión se adivinaba cierta tensión, como si la trastornara presenciar la lucha de Cal Springer contra sus nervios.

– La teniente de Asuntos Internos me dijo que no hay ningún cabo suelto en el asesinato de Curtis -prosiguió Kovac-. Al menos en estos momentos, porque su investigador ha muerto.

– Lo sé -murmuró Springer, apartando la mirada mientras su rostro perdía de nuevo el rubor-. Me he enterado. Suicidio. Qué pena.

– Eso dicen.

Springer se volvió otra vez hacia él.

– ¿A qué te refieres?

Kovac se encogió de hombros.

– Nada, una forma de hablar como otra cualquiera.

Springer pensó en ello un instante mientras sopesaba sus opciones. Por fin hundió los hombros y exhaló un enorme suspiro.

– Mira -dijo-, no puedo permitirme que Asuntos Internos me pise los talones; voy a presentarme a delegado sindical.

– Que Asuntos Internos te haga la vida imposible debería ayudarte, no perjudicarte.

– Solo si los tipos como tú se molestaran en votar. Tengo planes más grandes que tú, Kovac, y me importa lo que diga mi expediente. Por favor, no me jodas.

Kovac lo siguió con la mirada mientras se alejaba y chocaba con la misma camarera de antes, a todas luces pensando en todo menos en Patrick's.

– Una investigación en toda regla -se mofó Kovac-. ¿Qué regla, si puede saberse? ¿La de las investigaciones de asesinato para tontos?

Liska no respondió. Aún seguía con la mirada a Springer, aunque parecía concentrada en algo mucho más lejano. A años luz de distancia quizá, se dijo Kovac. Alargó el brazo y le dio una palmada en el hombro.

– Oye, ha estado bien -comentó-. Ha estado pero que muy bien.

– Déjalo en paz, Sam -pidió Liska, volviéndose hacia él-. Springer no es mal tío; no merece lo que Asuntos Internos puede hacerle sin motivo alguno.

– Si sabe algo, quiero averiguarlo.

– Yo me encargaré de ello.

Kovac la observó con detenimiento, pero Liska desvió la mirada. De repente parecía tener catorce años y estar en posesión de un terrible secreto, como que el capitán del equipo de fútbol bebía cerveza y fumaba. Alargó una mano indecisa hacia la última patata frita y deslizó la punta por el ketchup medio coagulado.

– ¿Te pasa algo? -inquirió Kovac en voz baja.

Liska torció los labios en una especie de sonrisa de listilla.

– Son las hormonas -dijo-. ¿Quieres hacer algo al respecto?

– Si tus hormonas se han alterado a causa de Cal Springer, te doy una ducha helada.

– Por favor, que acabo de comer -espetó su compañera con asco-. Ha sido un día muy largo después de una noche aún más larga, así que debería irme a casa.

– Creía que no querías tener nada que ver con Asuntos Internos.

– Y no quiero -replicó Liska mientras recogía sus cosas-. ¿Por qué iba eso a impedirme averiguar lo que sabe Cal Springer? Tampoco él quiere saber nada de Asuntos Internos.

– Como quieras.

Liska tenía derecho a algún que otro misterio, suponía Kovac, aunque no le hacía ninguna gracia.

Se levantó, arrojó algunos billetes sobre la mesa y descolgó el abrigo del perchero.

– Voy a ver qué guardaba Andy Fallon en el botiquín.

– Sam Kovac, detective las veinticuatro horas del día.

– No tengo nada mejor que hacer.

– Ya… ¿No anhelas algo más de vez en cuando? -quiso saber Liska, saliendo del reservado.

– No -negó él, haciendo caso omiso de la imagen de Amanda Savard que acudió de inmediato a su mente; era una idea tan ridícula que ni siquiera alcanzaba la categoría de fantasía-. Si nunca deseas nada, tampoco sufres decepciones cuando no lo consigues.

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