Capítulo 14

Despertó de un sueño inquieto y poblado de pesadillas, y lo vio. Estaba de pie junto a su cama, una silueta recortada contra la luz mortecina que se filtraba por los resquicios de la puerta del baño, enorme, sin rostro, con hombros como laderas de montañas.

El pánico se apoderó de ella, estallando en su pecho y su cuello, impidiéndole respirar, desgarrándole el estómago como metralla. Los músculos de sus brazos y piernas se movieron espasmódicos.

¡Corre!

El hombre levantó ambas manos y soltó algo cuando se disponía a incorporarse. Lo vio acercarse como a cámara lenta, el cuerpo grueso y retorcido de una serpiente cuyos colores veía con toda claridad; vientre color crema, lomo marrón y negro.

Agitando los brazos, se abalanzó hacia delante. Por una fracción de segundo, el desconcierto le zarandeó el cerebro. El mundo quedó sumido en las tinieblas. No veía. No sentía. El suelo parecía haberse volatilizado bajo sus pies pese a que corría con todas sus fuerzas.

Algo la golpeó junto al ojo derecho y en la mejilla con un impulso que le recordó un martillo. Su cuello se dobló hacia atrás, y creyó haber proferido un grito. De repente, todo movimiento cesó, y comprendió que se había golpeado contra el suelo.

Dios mío, me he roto el cuello.

Sigue en la habitación.

No puedo moverme.

La conciencia se le escurría como un animal mojado. Se aferró a ella con toda su fuerza de voluntad, obligando a su cerebro a continuar funcionando.

Si pudiera mover las piernas… Sí.

Si pudiera mover los brazos… Sí.

Acercó los brazos al cuerpo y muy despacio intentó incorporarse. Sentía la cabeza pesada como un bolo, el cuello frágil como un palillo roto. Se puso de rodillas con el rostro entre las manos mientras el dolor se adueñaba de ella, palpitante. Las imágenes se sucedían parpadeando en su mente. Luz cegadora, negrura total. Luz cegadora, negrura total.

No ha sido real.

No ha sucedido.

Sin embargo, no había sido un sueño, sino más bien una alucinación. Estaba despierta, pero no consciente. Terrores nocturnos, los denominaban los expertos. Ella era una gran conocedora por experiencia propia de años y años.

A continuación llegó la consabida oleada de desesperación. Quería llorar, pero no podía. El sempiterno entumecimiento protector empezaba a hacer mella. No lo deseaba, tan solo se resignaba a su presencia, y por fin se levantó muy despacio.

Sosteniéndose la cabeza con una mano, encendió la lámpara de la cómoda. En la habitación no había nadie. La luz arrancaba un suave brillo al papel estucado color crema. La cama estaba vacía, la cabecera curvada y tapizada, desprovista de la habitual pila de almohadas, pues las había arrojado al suelo, además de volcar el vaso de agua que tenía sobre la mesilla de noche. Una mancha mojada oscurecía la alfombra color marfil. El despertador yacía en el suelo cerca del vaso vacío. Las cuatro y treinta y nueve minutos de la madrugada.

Avanzando despacio por el dolor, caminó hasta la cama y apartó las sábanas. No había ninguna serpiente. La parte lógica de su cerebro sabía que nunca había habido ninguna serpiente, pero aun así escudriñó el suelo. Casi esperaba ver la forma esbelta y oscura desaparecer bajo la puerta del vestidor.

Intentó calmar su respiración, un ejercicio para ella tan conocido como respirar. Le palpitaba la cabeza, y el dolor le atenazaba el cuello como un cuchillo. Tenía el estómago revuelto, y advirtió que la mano con que se sujetaba la cabeza estaba pegajosa. Había llegado el momento de evaluar los daños.

Amanda Savard se miró al espejo del baño, apenas consciente del entorno reflejado alrededor de su imagen. Suave, elegante, femenino… un decorado que se había creado para forjarse una sensación de seguridad y comodidad. Las mismas palabras que solían emplearse para describir la imagen que presentaba al mundo, aunque en ese momento tenía aspecto de haber combatido cinco asaltos en un cuadrilátero. Las inmediaciones de su ojo derecho aparecían tumefactas por el golpe, con una zona enrojecida donde la piel se le había quemado al deslizarse sobre la alfombra. El color se recortaba nítido contra la palidez de su piel. Con mucha delicadeza presionó las heridas con dos dedos en busca de fracturas, y el dolor le hizo rechinar los dientes.

¿Cómo explicaría aquello? ¿Cómo lo ocultaría? ¿Quién la creería?

Sacó un paño del armario, lo mojó con agua fría y se lo llevó a las partes más dañadas, apretando los dientes para no gritar. Luego se tomó tres analgésicos y volvió al dormitorio. Con gran dificultad se quitó el camisón empapado en sudor para ponerse una camiseta holgada y unos leotardos.

La casa estaba en silencio. Todo normal según el panel del sistema de seguridad instalado junto a la puerta del dormitorio. Había realizado el ritual nocturno de cerrar todas las puertas y ventanas antes de acostarse, pero la sensación de peligro persistía. Sabía por experiencia que la única opción consistía en recorrer la casa entera para verificar que no había ningún intruso.

Sacó el arma del cajón de la mesilla de noche y salió al pasillo, caminando como una anciana de noventa años. Fue encendiendo las luces de cada habitación para echar un vistazo y comprobó todas las ventanas y puertas. Mantuvo todas las luces encendidas. La luz era buena, pues ahuyentaba a los fantasmas agazapados en las sombras. Los fantasmas la acechaban desde hacía tanto tiempo que era un milagro que aún tuvieran el poder de asustarla. Eran casi de la familia, y los odiaba con la misma intensidad.

En su despacho empezó a sonar la música de Kenny Loggins cuando pulsó el botón de encendido del equipo de música. Una canción suave y amable sobre las vacaciones y los recuerdos del hogar. Las emociones que evocaba en ella eran de vacío, soledad y tristeza, pero aun así dejó puesta la canción.

Le gustaba aquella pequeña estancia en la parte posterior de la casa. Era un espacio acogedor y seguro con vistas al jardín, que era muy íntimo y estaba salpicado de comederos de pájaros. Vivía en Plymouth, un suburbio residencial que serpenteaba entre marismas, bosques y el lago Medicine. No era infrecuente ver ciervos acercarse a los comederos, si bien esa noche ninguno de ellos se atrevía a rebasar la luz de seguridad. En su oficina tenía colgadas tres fotografías de ciervos que había tomado por la ventana. En una de ellas se veía una imagen fantasma, su propio reflejo superpuesto sobre el animal que la miraba con fijeza.

Bajó la persiana, demasiado nerviosa para exponerse al mundo exterior. Necesitaba sentirse encerrada y segura. Su dormitorio se convertía en su santuario cuando sentía la necesidad de alejarse del trabajo, mientras que el despacho se convertía en su santuario cuando sentía la necesidad de huir de las sombras de su vida. Pero aquella noche no podía huir de nada. La mesa estaba en orden, los estantes y compartimientos alineados sobre ella, bien organizados. Las facturas y demás papeles archivados como Dios manda, los clips de oficina en un plato magnético, los bolígrafos en su lapicero de madera de cerezo. No se veían fotografías, y tan solo unos pocos recuerdos, incluyendo una placa que guardaba en el rincón más alejado de un estante para no olvidar por qué se había hecho policía. Casi nunca la miraba, pero en ese momento la cogió y la contempló durante largo rato mientras el estómago le ardía de acidez.

Sobre la mesa casi desierta yacía un ejemplar del Minneapolis StarTribune abierto por la página que casi todo el mundo pasaba por alto de camino a la sección de deportes. El artículo que le interesaba ocupaba apenas un par de centímetros en la parte inferior, muerte declarada accidental. Ni siquiera incluía una fotografía.

Qué lástima, se dijo. Era tan guapo… Pero para la práctica totalidad del área metropolitana, nunca sería más que unas cuantas líneas de texto que uno miraba de pasada y olvidaba al instante. Agua pasada.

– No te olvidaré, Andy -musitó.

¿Cómo voy a olvidarte si yo te maté?

Apretó el puño en torno a la placa hasta que su contorno le lastimó los dedos.


La oscuridad aún envolvía Minneapolis cuando Amanda Savard llegó al ayuntamiento. Casi todas las luces de las oficinas que daban a la calle permanecían encendidas durante la noche, pero casi nadie aparecía a aquellas horas, lo cual era perfecto para ir a su despacho sin ser vista. Cuanto más tiempo pudiera evitar que la vieran, mejor para ella. No obstante, no podría eludir el funeral, que se celebraría aquella tarde, aunque al menos tendría un pretexto válido para llevar gafas de sol.

Aun ahora, pese a que existían pocas probabilidades de que se topara con alguien, llevaba gafas de sol con montura lo bastante grande para disimular los daños. Llevaba la cabeza envuelta en un gran chal de terciopelo negro que le rodeaba el cuello y le caía espectacular sobre los hombros. Sin embargo, no pretendía estar espectacular, sino ocultarse.

Los tacones de sus botas resonaban en el viejo suelo del pasillo desierto. La distancia que la separaba de la sala 126 se le antojaba inmensa. Las manos enguantadas le sudaban copiosamente, y aferró las llaves con excesiva fuerza. La adrenalina provocada por el sueño aún no se había disipado, y sus vestigios la habían dejado tensa y exhausta a un tiempo. La acometían repentinos ataques de mareo, sentía las piernas de gelatina y la cabeza le palpitaba. No podía volver la cabeza hacia la derecha y tenía náuseas.

Introdujo la llave en la cerradura y de repente se detuvo con los nervios a flor de piel. Sin embargo, el pasillo seguía vacío, al menos la parte que alcanzaba a ver. Atravesó la antesala de Asuntos Internos sin molestarse en encender la luz y fue derecha a su despacho, donde había dejado encendida la lámpara de la mesa.

A salvo por una o dos horas. Colgó la bufanda y el abrigo del perchero de pared y rodeó su mesa. Se quitó las gafas para comprobar una vez más las heridas con ayuda del espejito de mano, como si existiera alguna posibilidad de que se hubiera obrado un milagro desde que saliera de casa.

Las abrasiones habían adquirido un tono aún más rabioso y relucían a causa del gel antibiótico que se había aplicado. No había podido disimular nada con maquillaje ni vendarse las heridas. La zona del ojo aparecía hinchada y amoratada.

– Menuda paliza.

Savard dio un respingo al oír la voz. Quiso darle la espalda, pero comprendió que era demasiado tarde. La acometió una oleada de vergüenza y humillación, seguida de una punzada de resentimiento. Cogió las gafas de sol y volvió a ponérselas.

Kovac estaba de pie en el umbral como una figura sacada de una novela de Raymond Chandler. Abrigo largo con el cuello vuelto hacia arriba, manos embutidas en los bolsillos y un viejo sombrero calado hasta los ojos.

– Imagino que las palizas en la cara son gajes del oficio en Asuntos Internos.

– Si quiere verme, sargento, concierte una cita -espetó Savard en el tono más gélido que pudo.

– Ya la he visto.

Algo en el modo en que pronunció aquellas palabras la hizo sentirse vulnerable, como si Kovac hubiera visto algo más que las pruebas físicas de lo que le había sucedido, algo más profundo e importante.

– ¿Ha ido al médico? -prosiguió, acercándose a ella.

Se quitó el sombrero, lo dejó sobre la mesa y se mesó el cabello corto mientras examinaba con ojos entornados las heridas de su rostro.

– Tiene mal aspecto.

– Estoy bien -aseguró Savard, contenta por tener entre ellos la mesa a guisa de amortiguador.

Se desplazó hasta el extremo más alejado de ella con la excusa de guardar el espejo y dejar el bolso en un cajón. El mareo volvió a apoderarse de ella, por lo que apoyó una mano sobre la mesa para no perder el equilibrio.

– Seguro que el otro ha quedado peor, ¿eh?

– No hay ningún otro. Me he caído.

– ¿Desde dónde, un edificio de tres pisos?

– No es asunto suyo.

– Sí lo es si esto se lo ha hecho alguien.

Lo pagaban por proteger y servir, como decía el lema. No era nada personal, y no le convenía desear que lo fuera.

– Ya le he dicho que me he caído.

Kovac no la creía, eso era evidente. Era policía, y muy bueno, por lo que había averiguado. Llevaba años escuchando todos los matices posibles de la mentira, y si bien Savard no mentía, tampoco le estaba contando toda la verdad.

Observó que la mirada de Kovac se desviaba hacia su mano izquierda en busca de un anillo, preguntándose si tenía un marido que la maltrataba. No obstante, el único anillo que llevaba se encontraba en la mano derecha, una esmeralda que se transmitía entre las mujeres de su familia materna desde hacía cien años.

– Le aseguro que no soy de las que permitirían algo así, sargento -intentó tranquilizar a Kovac.

El sargento contempló la posibilidad de añadir algo más e incluso respiró hondo para hablar, pero se contuvo.

– No ha venido para interesarse por mi bienestar.

– Anoche me topé con Cal Springer -explicó Kovac-. La enorgullecerá saber que aún le pone muy nervioso la investigación de Asuntos Internos.

– No me interesa en lo más mínimo Cal Springer. Ya le dije que el caso Curtis está cerrado. La investigación estuvo plagada de errores, pero ninguna de las alegaciones de impropiedad cuajó, al menos lo suficiente para ir a juicio.

– La incompetencia es el punto fuerte de Cal, pero es demasiado gallina para hacer algo turbio. Sin embargo, ¿qué me dice de Ogden? Tengo entendido que fue él quien puso el reloj de Curtis en casa de Verma.

– ¿Tiene pruebas?

– No, pero ¿las tenía Andy Fallon? Ogden estaba en el lugar de los hechos cuando mi compañera y yo llegamos a casa de Fallon el martes.

– No, Fallon tampoco tenía pruebas, y cerramos el caso -insistió Savard mientras pugnaba por hacer caso omiso de otra oleada de náuseas y del dolor que le golpeaba la cabeza como un martillo-. Estaba a punto de iniciar la investigación de otro caso.

No por voluntad propia, sino en cumplimiento de una orden. De ella misma.

– ¿Lo sabía Ogden?

– Sí. ¿Qué hacía en casa de Andy?

– Turismo.

– Qué crueldad.

– Y qué estupidez, aunque no me parece el tipo más listo del mundo precisamente.

– ¿Lo ha interrogado al respecto?

– No tengo derecho a interrogar a nadie, teniente -le recordó Kovac-. El caso está cerrado. Fue un trágico accidente, ¿se acuerda?

– No creo que llegue a olvidarlo nunca.

– Supuse que Ogden y su compañero habían acudido en respuesta al aviso. No tenía motivo para pensar que pudieran tener otra razón. Una pregunta tonta… ¿Había mal rollo entre él y Fallon? ¿Lo había amenazado Ogden?

– Que yo sepa no. No existía más hostilidad de lo normal, diría yo.

– Está acostumbrada a que la gente la odie.

– Igual que usted, sargento.

– Pero no los míos.

Savard pasó por alto el comentario.

– El resentimiento forma parte del trabajo. A la gente que hace cosas malas no les gusta arrostrar las consecuencias de sus actos. Los polis malos son peores que los delincuentes en ese sentido, porque creen poder escudarse tras la placa, y cuando resulta que no pueden…

– Puedo verificar el expediente -atajó Savard con un suspiro cauteloso.

Tenía calor y estaba sudando. Necesitaba sentarse, pero no quería mostrar debilidad alguna en presencia de Kovac, ni tampoco quería que pensara que consultaría el caso por ordenador mientras él esperaba.

– No espero encontrar nada -prosiguió-. En cualquier caso, tanto usted como yo sabemos de corazón que, pese al dictamen del forense, lo más probable es que Andy se suicidara.

– Nunca permito que el corazón se interponga en mi trabajo, teniente; prefiero hacer caso de mi instinto.

– Ya me entiende. Lo que quiero decir es que no lo asesinaron.

– Lo único que sé es que está muerto -insistió Kovac, obstinado-, y que no debería estarlo.

– El mundo está lleno de tragedias, sargento Kovac -sentenció Savard, respirando con cierta agitación-, y esta es nuestra ración de la semana. Tal vez tendría más sentido para nosotros si fuera un crimen, pero no lo es, lo cual significa que debemos zanjar el asunto y seguir adelante.

– ¿Es eso lo que hace usted? -preguntó Kovac mientras se acercaba al extremo de la mesa que ocupaba ella-. ¿Intentar zanjar, el asunto y seguir adelante?

Savard tenía la sensación de que ya no hablaba de Andy Fallon. Parecía estar examinando las heridas de su rostro, o lo que podía ver alrededor de las gafas. Trató de retroceder un paso, pero el suelo parecía haber desaparecido bajo sus pies. En torno a ella se hizo la oscuridad, y el vértigo la acometió en oleadas sucesivas.

Kovac la asió de los brazos, y Savard apoyó las manos en su pecho para mantener el equilibrio

– Tiene que ir al médico -insistió él.

– No, estoy bien. Solo necesito sentarme un momento.

Intentó zafarse de él, pero Kovac no la soltó, sino que le hizo dar la vuelta, y cuando las piernas se negaron a sostenerla, cayó sentada en la silla. Kovac le quitó las gafas y la miró a los ojos.

– ¿Cuántos Kovacs ve?

– Uno, y es más que suficiente

– Siga mi dedo con la mirada -ordenó, moviéndolo de un lado a otro ante su rostro.

En sus ojos se advertía una expresión intensa. Eran ojos de color castaño humo con un matiz azul en las profundidades. Más interesantes de cerca que de lejos, pensó Savard, distraída.

– Madre mía -musitó Kovac mientras observaba las inmediaciones de su ojo derecho.

Apoyó una de sus grandes manos en la mejilla derecha de Savard y presionó delicadamente los huesos.

– Apuesto diez pavos a que le queda cicatriz.

– No será la primera -repuso ella en voz baja.

Los dedos de Kovac se detuvieron. La miró a los ojos, pero ella desvió la mirada.

– Tiene que ir al médico -persistió por tercera vez mientras se apoyaba contra la mesa-. Puede que tenga una conmoción; se lo digo por experiencia -aseguró, señalando la grapa con que le habían suturado el corte sobre el ojo izquierdo, rodeado de una zona entre amoratada y amarillenta.

– ¿Sufrió usted una conmoción? -preguntó Savard-. Eso explicaría muchas cosas.

– No, tengo la cabeza demasiado dura. Puede que usted y yo tengamos algo en común a fin de cuentas -comentó como si hubiera meditado sobre el asunto.

– Imagino que tiene usted mucho trabajo, sargento -dijo Savard

Acercó la silla a la mesa con la esperanza de que el movimiento no le provocara otro mareo ni la hiciera vomitar. Kovac permaneció inmóvil. A Savard no le hacía ni pizca de gracia su proximidad, pues podía levantar la mano y tocarle el cabello, tocarle el rostro como había hecho hacía un instante.

Tampoco le gustaba verlo tras su mesa. Aquel era su espacio, Kovac había derribado sus defensas, y Savard imaginaba que lo sabía.

– No quiere hablar de Andy Fallon, teniente -constató el detective en un murmullo-. ¿Por qué?

Savard cerró los ojos exasperada y volvió a abrirlos al cabo de un instante.

– Porque ha muerto y me siento responsable.

– Cree que debería haberlo previsto. A veces no se puede, ¿sabe? A veces uno espera una cosa, pero la vida le da un puñetazo desde otra dirección -dijo, imitando un lento gancho de izquierda que terminó a escasos centímetros de su perjudicado ojo izquierdo.

– Seguro que tiene algún asesinato real que investigar -espetó Savard sin apartar la mirada de él-. Le sugiero que ponga manos a la obra.

Kovac la observó mientras descolgaba el teléfono para escuchar los mensajes. El detective no parecía muy contento, pero por otro lado, nunca lo había visto contento. Tal vez nunca lo estaba.

Otra cosa que tenemos en común, sargento, pensó.

Kovac rodeó la mesa a regañadientes y cogió su sombrero.

– No siempre es sabio ser valiente, Amanda -sentenció.

– Puede llamarme teniente Savard.

– Lo sé -replicó él con un atisbo de sonrisa-, pero quería oír cómo suena… Cuando fue a ver a Andy Fallon el domingo por la noche, ¿tomó una copa de vino?

– No bebo. Tomamos café.

– Ajá. ¿Sabía que Andy cambió las sábanas e hizo la colada antes de suicidarse? Curioso, ¿no le parece?

Savard permaneció en silencio.

– Nos vemos en el funeral -prosiguió Kovac antes de salir. Savard lo siguió con la mirada mientras el contestador repetía mensajes sin que ella los oyera.

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