El cambio de turno había pasado, y Leonard ya se había ido cuando llegaron a la oficina, lo cual les evitó tener que dar parte del escaso éxito obtenido con Chamiqua Jones. Liska contempló y de inmediato descartó la idea de hacer unas llamadas desde su mesa. No podía desterrar de su mente la sensación de que todo el mundo a su alrededor la observaba e intentaba escuchar lo que decía, solo porque las preguntas que debía hacer se referían a otros policías.
Siempre se había considerado una mujer dura, capaz de manejar cualquier misión que le asignaran, pero habría preferido cualquier otro caso a aquel, con la excepción del asesinato de un niño. No había nada peor que llevar un caso de esas características. Mientras recogía sus cosas y salía del despacho, se preguntó qué haría si el camino del ascenso la llevaba a través de Asuntos Internos. Elegir otro camino.
Pasó mucho frío andando al aparcamiento Haaff, pues el viento le aguijoneaba las mejillas y las orejas. El trayecto en coche tampoco sería mucho mejor, porque no había podido pedir hora en el taller. Lástima que la ventana rota redujera las posibilidades de que le robaran el trasto, ya que en tal caso, la compañía de seguros le prestaría uno.
Vigilaba el aparcamiento el mismo empleado gordo de la última vez. El hombre la reconoció y agachó la cabeza, temeroso de atraer su atención. Liska puso los ojos en blanco y deslizó la mano en el bolsillo para sentir el tacto tranquilizador de la porra. Había contemplado la posibilidad de aparcar en otro lugar, pero por fin se había obligado a regresar al escenario del crimen. Era como volver a subir a caballo, pero manteniéndose alerta por si veía al agresor. Si tenía suerte, conseguiría superar el miedo y echarle el guante al mismo tiempo, aunque parecía improbable que el hombre misterioso aún merodeara por ahí, a menos que la hubiera elegido concretamente a ella.
No habían robado ni tocado nada, a excepción del correo comercial…
El departamento había dado instrucciones para que varios agentes patrullaran el aparcamiento por turnos. Con ese despliegue policial se pretendía ahuyentar a los indigentes, que con toda probabilidad se habían trasladado a la acera de enfrente para mear en los rincones del aparcamiento municipal de Gateway e intentar abrir las puertas de todos los coches en busca de alguna moneda.
El Saturn estaba estacionado de culo a medio camino de una fila casi desierta. La ventanilla de plástico seguía intacta, y nadie había roto ninguna de las otras. Liska lo rodeó mientras miraba a su alrededor. Aquella planta del aparcamiento estaba sumida en el silencio y casi vacía. Subió al coche, cerró las puertas, puso en marcha el motor y la calefacción, y sacó el móvil del bolso. Marcó el número del enlace de agentes gays y lesbianas mientras miraba la luz de advertencia encendida en el salpicadero.
Maldito coche. Tendría que plantearse cambiarlo. Tal vez en enero, siempre y cuando su economía sobreviviera a la Navidad. Podía tirar la casa por la ventana y comprarse un 4 x 4. Le iría bien el espacio para transportar a sus hijos, sus amigos y todos los trastos de hockey. Si lograba convencer a Speed para que le pagara lo que le debía…
– ¿Diga?
– ¿Es usted David Dungen?
– Sí.
– David, soy la sargento Liska, de Homicidios. Si tiene un momento, me gustaría hacerle un par de preguntas.
– ¿Sobre qué? -preguntó el hombre tras una pausa cautelosa.
– Eric Curtis.
– ¿Sobre el asesinato? Pero si el caso está cerrado.
– Lo sé, pero estoy investigando un asesinato relacionado.
– ¿Ha hablado con Asuntos Internos?
– Ya sabe cómo son. No quieren abrir el saco y además no les gusta compartir información.
– Tienen sus motivos -los defendió Dungen-. Se trata de asuntos muy delicados, y no puedo dar información a cualquier persona que me la pida.
– No soy cualquier persona, soy detective de Homicidios. No quiero hacerle esas preguntas por curiosidad morbosa.
– ¿Tiene algo que ver con otro caso?
– Seré sincera con usted, David.
Convenía usar el nombre de pila para granjearse amigos y convencerlos de que podían confiarte cualquier cosa.
– De momento voy dando palos de ciego, pero si consigo algo que presentarle a mi teniente…
– Deme su número de placa -pidió Dungen tras una larga pausa.
– Se lo daré, pero no quiero que esto genere papeleo, ¿entiende?
– ¿Por qué? -llegó la pregunta después de otro prolongado silencio.
– Porque a algunas personas no les gusta marear la perdiz, ya me entiende. Estoy investigando algunas cosas acerca de Curtis porque alguien me lo pidió como favor personal. No sé si averiguaré algo, y no puedo presentarme ante el jefe con un montón de conjeturas y presentimientos. Necesito algo más real.
Esta vez, Dungen guardó silencio durante tanto rato que Liska temió que la conexión se hubiera interrumpido.
– ¿Su número de placa? -preguntó por fin.
Liska respiró hondo y exhaló un discreto suspiro de alivio. El olor a gas del tubo de escape era cada vez más penetrante. Indicó a Dungen su número de placa y de teléfono, rezando por que no llamara a Leonard para verificar su historia.
– De acuerdo -accedió por fin Dungen-. ¿Qué quiere saber?
– Sé que Curtis se había quejado a Asuntos Internos de que alguien lo acosaba en el trabajo. ¿Sabe algo de ese asunto?
– Sé que había recibido algunas cartas desagradables escritas al estilo de demandas de rescate, con letras de imprenta recortadas. «Todos los maricones deben morir. Por eso Dios inventó el sida.» Cosas por el estilo. El típico vitriolo homófobo con ortografía y gramática pésimas.
– Tenían que ser de un policía -espetó Liska con sequedad.
– Desde luego, no cabe la menor duda de que eran de un policía. Encontró dos de ellas en su taquilla, y una la encontraron en su coche después de su turno. El cartero se cargó la ventanilla derecha de su coche para entregarla.
Liska miró su ventanilla de plástico azul con un estremecimiento.
– ¿Sabía Curtis quién era el responsable?
– Decía que no. Había cortado una relación varios meses antes, pero juraba que no había sido su ex.
– ¿Y el ex trabajaba en el departamento?
– Sí, pero no había salido del armario. Esa fue una de las razones por las que se había acabado la relación; Curtis quería que asumiera su sexualidad.
– Curtis había salido del armario.
– Sí, pero sin estridencias. No era un homosexual militante, solo estaba cansado de vivir una mentira. Quería que el mundo fuera un lugar donde las personas pudieran ser ellas mismas sin necesidad de temer por sus vidas. Qué ironía que lo matara otro homosexual.
– ¿Sabe quién era su ex?
– No. Sé que Curtis había cambiado de compañero de patrulla un par de veces, pero eso no significa nada necesariamente. No sospechaba de ninguno de ellos. En cualquier caso, no era asunto mío; no soy investigador. Mi misión consistía en tramitar su queja y actuar de enlace con Asuntos Internos y su supervisor.
– ¿Recuerda los nombres de sus compañeros de patrulla?
– En aquella época iba con un tipo que se llamaba Ben Engle. En cuanto a los otros, no me acuerdo a bote pronto. Pero no tenía queja de Engle; por lo visto, se llevaban bien.
– Cuando lo encontraron asesinado, ¿creyó usted que el asesino era el tipo que le había enviado las cartas?
– Bueno, sí, claro, es lo que me temí de entrada. Fue terrible. Quiero decir que nosotros… es decir, los agentes homosexuales… todos hemos sufrido acosos y prejuicios en mayor o menor medida. Hay mucho gárrulo suelto en este trabajo, los típicos cachas, para empezar. Pero el asesinato lo trasladaría todo a un nivel mucho más extremo. Daba miedo pensarlo, pero por suerte, no fue así.
– ¿Cree que Renaldo Verma mató a Curtis?
– Sí, ¿usted no?
– Algunas personas no están convencidas de ello.
– Ah… -musitó Dungen como si se le acabara de encender la bombillita-. Ha hablado con Ken Ibsen.
Aquel nombre no le sonaba de nada, pero supuso que así se llamaba Fosforito. Dungen tomó su silencio por una respuesta afirmativa.
– Es el mayor teórico de la conspiración desde Oliver Stone -prosiguió.
– ¿Cree que está chiflado?
– Lo que creo es que es un ser melodramático. Me parece que no le dan suficientes oportunidades de lucirse en el club donde trabaja. Se ha pasado media vida poniendo demandas por discriminación y acoso sexual. Conocía a Eric Curtis, o al menos eso aseguraba, lo que le dio la excusa perfecta para señalar con el dedo al departamento. Y ahora ha acudido a usted porque Asuntos Internos se ha hartado de escuchar sus teorías -añadió Dungen.
– En realidad, acudió a mí porque el detective de Asuntos Internos que llevaba su caso fue encontrado muerto.
– Sí, Andy Fallon. Una verdadera lástima.
– ¿Conocía usted a Fallon?
– Hablé con él de la investigación, pero no lo conocía personalmente.
– Era homosexual.
– Esto no es un club, sargento. No jugamos todos en el mismo equipo -puntualizó Dungen-. Supongo que el señor Ibsen ha encontrado el modo de incorporar la muerte de Fallon a su teoría más reciente. Todo forma parte de una gran conspiración destinada a encubrir la amenaza del sida en el departamento de policía.
– ¿Curtis tenía el sida?
– Era seropositivo. ¿No lo sabía?
– Soy nueva en el juego y me quedan bastantes cosas por averiguar -explicó Liska mientras una parte de su cerebro ya reconfiguraba el terreno de juego y procesaba aquel bombazo-. ¿Era seropositivo, pero aun así seguía trabajando en la calle?
– No se lo había dicho a su supervisor. Primero acudió a mí, porque temía perder el trabajo. Le aseguré que eso no pasaría, que el departamento no puede discriminar a un agente por su estado de salud, según estipula la Ley de Estadounidenses Discapacitados. A Curtis lo habrían quitado de la calle y le habrían asignado otra tarea. Por supuesto, representa riesgos graves, uno de ellos las potenciales demandas contra el departamento, tener a un policía seropositivo patrullando las calles e interviniendo en accidentes y otros percances en los que puede resultar herido y contagiar a alguien.
– En la época en que lo acosaban, ¿quién más sabía que Curtis era seropositivo? ¿Lo sabían otros agentes?
– Que yo sepa, no se lo había contado a nadie. Le dije que tenía la obligación de comunicárselo a todas las personas con las que había mantenido relaciones íntimas, pero no sé si lo hizo -refirió Dungen-. Es evidente que el asesino no lo sabía. ¿Quién sería lo bastante imbécil para atacar a un seropositivo con un bate de béisbol?
Liska visualizó mentalmente el escenario del crimen. Sangre por todas partes, salpicando las paredes, el techo, las pantallas de las lámparas y demás lugares mientras el asesino golpeaba a Eric Curtis una y otra vez con el bate.
¿Quién se expondría a sabiendas del riesgo de entrar en contacto con sangre contaminada?
Alguien que desconociera las vías de transmisión de la enfermedad o bien alguien a quien no le importara. Alguien lo bastante arrogante para creer en su inmortalidad. O bien alguien ya infectado.
– ¿Cuándo fue la última vez que Fallon habló con usted del caso?
Se masajeó la sien derecha con el pulgar, pues empezaba a dolerle la cabeza. Subió la ventanilla, convencida de que entraba más dióxido de carbono que oxígeno.
– ¿Hace poco?
– No. El caso estaba cerrado porque el asesino consiguió un trato. ¿De qué va todo esto, sargento? -inquirió Dungen, suspicaz-. Creía que Andy Fallon se había suicidado.
– Cierto, pero intento averiguar el motivo -se justificó Liska-. Gracias por atenderme, David.
Uno de los grandes trucos de las entrevistas consistía en saber cuándo dejarlo. Liska colgó el teléfono y se preguntó si la llamada le causaría problemas con Leonard, una idea que le producía náuseas. O tal vez las náuseas se debían a los gases, se dijo solo medio en broma. Estaba un poco mareada.
Apagó el motor, se apeó del coche y aspiró una profunda bocanada de aire frío mientras se apoyaba contra el Saturn.
– Sargento Liska.
La voz la atravesó como un puñal. Giró sobre sus talones y vio a Rubel a unos siete metros de distancia. No había oído el ascensor ni oído ruido de pisadas subiendo la escalera. Daba la sensación de que el agente había surgido de la nada.
– He intentado localizarla en la oficina -prosiguió-, pero ya se había ido.
– Hace rato que ha terminado su turno, ¿no?
Rubel siguió avanzando, cerniéndose cada vez más enorme sobre ella. Aun sin gafas de espejo, sus ojos carecían de expresión.
– Mucho papeleo -explicó.
– ¿Y cómo me ha encontrado aquí?
Rubel señaló un Ford Explorer negro aparcado bastante cerca del Saturn.
– Pura casualidad.
Y una mierda, pensó Liska. De todas las plazas de parking de todos los aparcamientos del centro de Minneapolis…
– El mundo es un pañuelo -observó.
Se apoyó de nuevo contra el coche para paliar el temblor de sus piernas y deslizó las manos en los bolsillos del abrigo para sentir el contacto tranquilizador de la porra.
– ¿De qué quería hablar conmigo? -preguntó Rubel.
Se detuvo a poca distancia de ella, demasiado cerca para su gusto, lo cual sin duda sabía.
– Como si su amigo B. O. no lo hubiera puesto en antecedentes Por favor…
Rubel guardó silencio.
– Usted sabía que Asuntos Internos estaba investigando a Ogden por cagarla con las pruebas del caso Curtis.
– Eso ya es historia.
– Pero pese a ello fueron los dos a casa del investigador en respuesta al aviso. ¿De quién fue tan brillante idea?
– Oímos el aviso por radio y estábamos en las inmediaciones.
– Es usted un imán para todas las casualidades del mundo.
– No podíamos saber que el cadáver era Fallon.
– Lo supieron en cuanto llegaron allí. Debería haber sacado a Ogden de la casa a toda pastilla, puesto que parece tan acostumbrado a salvarle el pellejo. ¿Por qué no lo hizo nada más llegar a casa de Fallon?
Rubel se la quedó mirando durante un momento que se le antojó eterno. A Liska le palpitaba la cabeza, y las náuseas le revolvían el estómago.
– Si sospecha que actuamos de forma impropia, ¿por qué no se lo cuenta a Asuntos Internos? -la retó el agente por fin.
– ¿Quiere que lo haga?
– No lo hará, porque el caso está cerrado. Fallon se suicidó.
– Eso no significa que todo haya terminado. No significa que no pueda hablar con su supervisor…
– Adelante.
– ¿Cuánto tiempo lleva como compañero de Ogden? -inquinó Liska.
– Tres meses.
– ¿Y quién era su compañero antes de usted?
– Larry Porter, pero dejó el departamento y entró en la policía de Plymouth. Puede preguntárselo a nuestro supervisor… si es que quiere hablar con él.
En su voz se detectaba una nota arrogante, como si supiera que Liska no acudiría a su supervisor por temor a que la noticia llegara a oídos de Leonard.
– ¿Sabe, Rubel? Intento comportarme con la mayor corrección -aseguró Liska, exasperada-. No quiero mala sangre con los agentes; los necesitamos. Pero lo que no necesitamos es que jodan el escenario de una muerte. Un caso puede quedar reducido a cenizas en el escenario. ¿Y si Andy Fallon hubiera sido asesinado? ¿Acaso cree que los abogados no nos hubieran hecho quedar como gilipollas al enterarse de que precisamente Ogden estuvo allí?
– Queda claro -la atajó Rubel-. No volverá a suceder.
Echó a andar hacia su coche.
– Su compañero es un polvorín, Rubel -advirtió Liska-. Si tiene la clase de problemas que creo que tiene, le convendría mantenerse al margen.
Rubel la miró por encima del hombro.
– Sé cuanto necesito saber, sargento -aseguró antes de señalar el coche de Liska-. Será mejor que haga reparar esa ventanilla. Tendría que ponerle una multa por llevarla así.
Liska lo siguió con la mirada mientras subía al 4x4. Se le puso la carne de gallina y se le erizaron los pelos de la nuca. El Explorer se puso en marcha con un rugido, y una nube de humo brotó del tubo de escape. Rubel dio marcha atrás y se alejó, dejándola de nuevo a solas.
No sabía quién le daba más miedo, Ogden con su mal genio o Rubel con su serenidad sobrecogedora. Menuda pareja.
Respirando hondo por primera vez desde que Rubel la sobresaltara, Liska se apartó del Saturn y se obligó a caminar con la esperanza de disipar la extraña debilidad que se había apoderado de los músculos de sus brazos y piernas. Contempló la ventanilla rota y se preguntó si sería paranoia suya la interpretación que hacía del comentario de Rubel. Pero Rubel no tenía necesidad alguna de romperle la ventanilla del coche para obtener su dirección. Los policías disponían de muchos modos de obtener semejante información.
Pero tal vez le habían roto la ventanilla por otra razón. Por rabia, para asustarla, como tapadera para que cualquier futuro delito cometido contra ella se achacara al viejo borracho que había intentado meterse en su coche. Ninguna de las opciones era halagüeña.
Mientras miraba la ventanilla, reparó en algo que pendía de la parte trasera del Saturn. En el primer instante pensó que se trataba de un pedazo de nieve sucia. Otro motivo para odiar el invierno, la nieve mugrienta que se acumulaba detrás de los neumáticos y se congelaba por completo si no la limpiabas a tiempo.
Pero cuando rodeó el coche para retirarla, se dio cuenta de que no era nieve. Lo que había visto no pendía del neumático, sino del tubo de escape.
Las náuseas se apoderaron de ella cuando se agachó, y el dolor de cabeza se intensificó un tanto. Presa del mareo, tuvo que apoyar una mano sobre el maletero para no perder el equilibrio.
Alguien había embutido un trapo blanco muy sucio en el tubo de escape.
Sudores fríos recorrieron cada centímetro de su piel.
Alguien había intentado asesinarla.
En aquel instante sonó el teléfono móvil que llevaba en el bolsillo. Temblorosa, Liska se incorporó y se apoyó una vez más contra el coche antes de sacar el trasto y contestar.
– Liska, Homicidios.
– Sargento Liska, tenemos que vernos.
La voz le resultaba familiar, y ahora ya conocía el nombre de su dueño: Ken Ibsen.
– ¿Dónde y cuándo?