Capítulo 25

Observación: una autopsia no constituye un buen modo de empezar el día.

Aquella idea rondaba la cabeza de Kovac mientras se sentaba ante su mesa con una taza de pésimo café en la mano. No había rastro de Liska, y en el despacho reinaba la calma por el momento. Kovac había conseguido entrar inadvertido y se alegraba de ello. Necesitaba unos minutos para reflexionar, para reagrupar sus fuerzas. Sacó las fotografías tomadas en el cuarto de baño de Mike Fallon y las distribuyó sobre el papeleo que había descuidado en los últimos días.

Una inquietud creciente se aferraba a los flecos de su conciencia, una sensación vaga, apenas una sombra. Podría haber tildado el caso de suicidio para así zanjar el asunto a la espera de recibir el informe del forense. Sin embargo, aquella sensación y el hecho de que Neil Fallon pareciera tener más capas podridas que una cebolla estropeada se lo impedían.

Kovac paseó la mirada por las fotografías procurando no fijarse en ningún detalle específico, con la esperanza de descubrir algo que hubiera pasado por alto hasta entonces. Pero al mismo tiempo, esperaba no descubrir nada. La idea de que Mike Fallon hubiera decidido poner fin a su vida se le antojaba mil veces más soportable que la alternativa.

Desde ese punto de vista, casi era capaz de contemplar las fotografías como obras de arte abstracto en lugar de imágenes de un hombre al que conocía desde hacía veinte años.

En cualquier caso, resultaba más fácil mirar las fotografías que asistir a la autopsia y ver cómo hacían pedacitos a un conocido.

Maggie Stone, forense del condado de Hennepin, había realizado la autopsia personalmente. Pese a sus excentricidades, tales como llevar armas escondidas y cambiarse el color del cabello cada seis meses, era la mejor, y cuando afirmaba una cosa, la cosa iba a misa. Kovac la conocía desde hacía varios años, y mantenían la clase de relación que le permitía pedirle favores, tales como asistir a la autopsia de un viejo amigo al alba. Stone ni se había inmutado ante la petición. Para una persona que se pasaba la vida abriendo cadáveres para extraerles los órganos y los secretos, nada resultaba sorprendente.

Así pues, Kovac había ido a la sala de autopsias, procurando no interponerse en el camino de Stone y su ayudante, Lars, que trabajaban alrededor de la mesa de acero inoxidable. Menuda forma de empezar la mañana.

Liska entró en el cubículo con expresión sombría y la tez pálida pese al intenso frío del exterior. Sin decir palabra, guardó el bolso en el cajón y se quitó el abrigo.

– ¿Cómo está tu informador?

– Parece que sobrevivirá… más o menos. Vengo del hospital.

– ¿Está consciente?

– No, pero no ha adoptado la postura fetal, de modo que tienen esperanzas de que no haya sufrido daños cerebrales graves. Los huesos rotos se curan y, la verdad, ¿a quién le importa una colostomía más o menos? -espetó con sarcasmo-. Y quedar como el hombre elefante tampoco está tan mal, ¿no? Siempre es mejor que acabar criando malvas.

– No fue culpa tuya, Tinks -le aseguró Kovac.

– Lo sé -repuso Liska sin mirarlo a los ojos-. Intento superarlo, de verdad, pero es que volver a verlo… -Respiró hondo y lo soltó-: Si hubiera llegado a tiempo…

– Que te sientas culpable no cambia las cosas, pequeña. Él tomó sus propias decisiones, y tú hiciste lo que estaba en tu mano.

Liska asintió.

– Sí, pero es tan desesperante… En fin, lo superaré.

– Lo sé, y tú sabes que puedes contar conmigo para lo que sea.

Liska lo miró con agradecimiento, afecto y lágrimas en los ojos.

– Gracias.

– Para eso están los compañeros, para apoyarse.

– No me hagas llorar, Kovac -bromeó Liska-, o tendré que hacerte pupa.

– Cuidado, que puede que me guste -advirtió Kovac-. Soy un tipo solitario… En fin, ¿qué hay del caso? ¿Sigues en él? -preguntó al cabo de unos instantes.

– Tengo que hablar con Leonard -suspiró Liska con una mueca-. Ibsen era mi informador, estuve en el escenario del crimen y fui la que recibió la llamada de advertencia.

– Hay que ser idiota para llamarte. Si hubiera sido un ataque casual, nunca habrías recibido esa llamada.

– Desde luego, hay que ser muy idiota -convino Liska-. Ahora tengo algo que llevar a Asuntos Internos y utilizar para acceder al caso Curtis. ¿Por qué advertirme que deje pasar un caso cerrado a menos que haya una razón de peso para reabrirlo?

– ¿No has conseguido descubrir desde dónde te llamaron?

– Desde un teléfono público en paradero desconocido, así que Garganta Profunda tiene un par de neuronas como mínimo. Tampoco albergo esperanzas de localizar a algún testigo de la llamada.

– ¿Y la coartada de Ogden y Rubel es sólida?

Liska lanzó un resoplido desdeñoso.

– ¿Qué coartada? Estaban jugando al billar en el sótano de casa de Rubel. Y adivina quién los acompañaba… Cal Springer, ni más ni menos.

– Qué bien.

– Springer sería capaz de jurar que los tres estaban en la luna si los otros dos se lo ordenaran. Es tan gallina… Deben de tener fotos de él tirándose a una cabra o algo así -espetó-. En cualquier caso, Castleton lleva el caso Ibsen, y tanto él como su supervisor de turno me acogerán con los brazos abiertos si Leonard me permite participar en la investigación.

– Leonard se te comerá viva por meterte con Asuntos Internos.

– ¿Qué quieres que haga si Ibsen solo aceptó hablar conmigo? -replicó Liska con un encogimiento de hombros-. Según tengo entendido, el resto del departamento pasaba de él como de la mierda. Nadie quería saber nada de sus teorías sobre sida y conspiraciones.

– ¿Quién tiene el sida?

– Eric Curtis era seropositivo. Eso lo complica todo un poquito más, ¿no te parece? ¿Qué homófobo propinaría una paliza mortal a un seropositivo y correría el riesgo de entrar en contacto con sangre contaminada?

Kovac frunció el ceño mientras recordaba la visita que había hecho al hombre acusado de matar a Curtis.

– Por lo visto, Verma también es seropositivo.

– Pero si lo hizo Verma, ¿quién me llamó? Verma está en la cárcel.

Se miraron unos instantes.

– Ogden me sigue pareciendo la mejor opción -señaló Kovac, girando de un lado a otro con la silla.

– A mí también, y por ahí pienso encarar la investigación.

– Ten cuidado.

Liska asintió.

– ¿Cómo ha ido la autopsia? -preguntó.

– De momento no ha surgido nada espectacular. No tenía nada bajo las uñas. Presentaba unos cardenales en el dorso de las manos, pero ninguna herida de defensa clara. No había cortes recientes, y sabemos que hace poco sufrió una caída, de modo que eso podría explicar cualquier marca. Además, Stone no sabe a ciencia cierta si las marcas son morados u otra cosa, porque el cadáver presentaba mucha lividez en las manos a causa de la postura en que estaba.

– ¿Y residuos de pólvora?

– En ambas manos. Pero eso no significa que alguien no lo obligara a meterse el arma en la boca, aunque no podemos demostrarlo.

– O sea, que estamos en un callejón sin salida -suspiró Liska-. Stone dictaminará suicidio.

– No hará nada hasta recibir los informes del laboratorio, y me ha asegurado que van con mucho retraso, por no hablar de que muy a menudo extravían los expedientes, ya me entiendes.

– Tengo la impresión de que a la doctora Stone le gustaría extraviarte a ti, ya me entiendes -lo pinchó Liska con una sonrisa traviesa.

Kovac sintió que le ardían las mejillas. La imagen que le acudió a la mente fue la de Amanda Savard, no la de Maggie Stone. La expresión de sus ojos cuando le alzó la barbilla, aquella vulnerabilidad. Se obligó a fruncir el ceño.

– No tengo intención de acostarme con una mujer que se gana la vida diseccionando cuerpos. En fin, a lo que íbamos, que Stone nos permitirá ganar tiempo, pero ahora mismo nos vendría bien un milagro. También le he pedido que repase la autopsia de Andy Fallon, por si Upshaw la fastidió.

– ¿Necesitáis un milagro? -preguntó Elwood, entrando en el cubículo.

Llevaba un grueso jersey de mohair sobre camisa y corbata que le confería aspecto de mamut lanudo.

– Vendería mi alma por uno -aseguró Kovac.

– Eso sería contradictorio, ya que los milagros se asocian a poderes benignos -señaló Elwood-. El alma se le vende al diablo.

– Pues podrás darle recuerdos de mi parte como no hables ahora mismo.

– Una vecina vio la camioneta de Neil Fallon aparcada delante de casa de Mike el miércoles por la noche, a la una y nueve minutos, para ser exactos. He revisado los informes de las preguntas que los agentes hicieron a los vecinos ayer. Fueron a casa de esta, pero no estaba, sino que abrió la puerta la mujer de la limpieza. Así que hoy la he llamado, y bingo.

Kovac se levantó de un salto.

– Esto ya me gusta más.

– ¿Vio llegar la camioneta pero no oyó el disparo? -inquirió Liska, escéptica.

– Es una insomne que llevaba audífono -explicó Elwood-, una anciana de ochenta y tres años, pero más lista que el hambre.

– ¿Qué tal anda de la vista?

– Genial con ayuda de los prismáticos Bausch and Lomb que siempre tiene sobre la mesita de café.

– ¿Había luz?

– Tiene focos instalados en las esquinas de su casa. Es la encargada de la patrulla de vigilancia del barrio. No reconoció la camioneta, pero anotó la matrícula.

– ¿Le gustaría ocupar mi puesto cuando Leonard me despida?

– ¿Lo vio marcharse? -preguntó Kovac a su vez.

– A la una y treinta y dos.

– Antes de la hora estimada de la muerte, pero me sirve.

Kovac guardó las fotografías de Mike Fallon en un cajón e intentó enderezarse la corbata mirándose en la pantalla del ordenador apagado.

– Trae a Neil Fallon para que podamos interrogarlo -ordenó a Elwood-. Yo voy a dar la noticia a Leonard.


– ¿De qué coño va esto? -gritó Neil Fallon.

Dos agentes uniformados lo habían sacado de su tienda para llevarlo a comisaría. Su mono mugriento parecía ser el mismo que llevaba el día que Kovac fue a darle la noticia de la muerte de su hermano. Tenía las manos manchadas de tierra y grasa.

– ¡Por el amor de Dios, mi hermano y mi padre han muerto, y ustedes se dedican a arrastrarme hasta aquí como si fuera un puto criminal! -espetó mientras se paseaba frenético por la reducida sala de interrogatorios, la misma en que Jamal Jackson había golpeado en la cabeza a Kovac-. Sin explicaciones, sin disculpas…

– Usted es un puto criminal -lo atajó Kovac sin inmutarse-. Sabemos lo de la condena por asalto, Neil. ¿Acaso creía que no lo comprobaríamos? Y ahora, ¿qué le parece si usted me da unas cuantas explicaciones y se disculpa?

Kovac se cruzó de brazos y apoyó la espalda contra el espejo de la sala mientras observaba la reacción de Fallon. Liska estaba de pie frente a él, apoyada contra la pared opuesta, y Elwood montaba guardia en la puerta. Ninguno de ellos se sentó en las sillas que rodeaban la tranquilizadora mesa redonda. La luz roja de grabación relucía en la cámara de vídeo.

Fallon le lanzó una mirada furibunda.

– Eso pasó hace mucho tiempo, y además fue una chorrada, un accidente.

– ¿Dejó a un tipo en coma en una pelea de bar por accidente? -replicó Liska-. ¿Eso cómo se come?

– Hubo una pelea; el tipo se cayó y se golpeó la cabeza.

Kovac se volvió hacia Elwood.

– ¿No es eso lo que Caín dijo de Abel?

– Creo que sí.

– ¿Qué tal si se disculpa por haberme mentido ayer, Neil? -propuso Kovac-. ¿Por qué no me explica qué hacía en casa de su padre a la una de la madrugada del día en que murió?

Fallon se detuvo en seco e intentó contener la furia que amenazaba con adueñarse de él. Bajo esa furia se entreveía una capa de desconcierto, suspicacia y temor.

– ¿De qué está hablando? No… no sé a qué se refiere.

– Corte el rollo -le advirtió Liska-. Una vecina de su padre vio su camioneta a la una de la madrugada.

– Ayer me dijo que la última vez que habló con él fue esa noche y por teléfono -le recordó Kovac.

Fallon paseó la mirada por la estancia como si pudiera encontrar la respuesta en algún rincón.

– ¿Por qué me mintió, Neil? ¿Le daba vergüenza no haber convencido a su viejo de que le diera el dinero necesario para comprarle la mitad del negocio a su ex? ¿De eso habló durante la llamada de veintitrés minutos que hizo a su padre desde su bar a las once y siete minutos de la noche?

Fallon jadeó como un asmático al borde de un ataque y se frotó el cuello con la mano gruesa y mugrienta.

Kovac desplazó el peso de su cuerpo con aire indolente.

– Se le está poniendo cara de culo, Neil, ¿no te parece, Tinks?

– Ha llegado la hora de los espasmos de esfínter, Neil -se mofó Liska.

– ¿Acaso creía que no llamaría a la compañía telefónica para pedir el registro de sus llamadas? -preguntó Kovac-. Debe de pensar que soy imbécil, Neil.

– ¿Por qué iba a pedirlo? -replicó Fallon con nerviosismo-. No soy sospechoso de nada. Por el amor de Dios, mi padre se suicidó…

– Estoy hasta las narices de que me lo recuerde. Soy yo quien lo encontró con la cabeza reventada, así que no hace falta que me lo recuerde. No es una estrategia eficaz, Neil. Cuando alguien sufre una muerte violenta, como Mike, se abre una investigación -explicó-. ¿Y sabe a quién investigamos primero? Pues a los parientes, porque nadie tiene mejor móvil para cargarse a alguien que un pariente. Usted mismo me dijo que odiaba a Mike, y a eso se añade que necesita dinero para pagar a su futura ex y que Mike se negaba a dárselo. Eso se llama móvil.

El miedo de Fallon empezó a aflorar a la superficie, y sus movimientos se tornaron espasmódicos. Gotas de sudor perlaban su labio superior mientras retrocedió hasta el rincón donde estaba la librería, de la que habían retirado todos los estantes.

– Pero era mi padre. Nunca le haría algo así. Era mi padre…

– Y se pasó treinta y tantos años diciéndole que no valía usted tanto como su hermano maricón. Eso es lo que llamamos una herida infectada.

– Era un cabrón -admitió Fallon-. Eso no lo niego, pero no lo maté. En cuanto a la zorra de Cheryl, no es asunto suyo de dónde saco el dinero. Le pagaré lo que le debo.

– O perderá el negocio por el que se ha roto los cuernos -añadió Liska-. No existe peor furia que la de una mujer amargada y vengativa. Lo sé muy bien porque soy una de ellas.

– He hablado con su ex -intervino Kovac-. Parece estar a punto de perder la paciencia y lista para machacarlo vivo. ¿Le pidió el dinero a su hermano?

Fallon sacudió la cabeza como si lo hubieran abofeteado, incrédulo ante el giro negativo que había dado su vida. Miró alternativamente a ambos detectives.

– ¿Va a decirme que también maté a mi hermano?

– No estamos diciendo que matara a nadie, Neil, solo le hacemos preguntas sobre el caso… además de explicarle qué aspecto tiene el asunto desde el punto de vista de la policía.

– Pues ya puede meterse su punto de vista por donde le quepa, Kovac. Andy no es su caso. Se acabó, es un asunto muerto y enterrado. Cenizas a las cenizas, polvo al polvo.

– ¿Y puedo preguntarle por qué razón me lo restriega por las narices?

– Solo digo que se acabó.

– Pero da la casualidad de que tenemos que examinar cierto patrón de conducta, Neil. Que un miembro de una familia se suicide es una cosa, pero ¿dos en una semana? Eso ya es otra historia. Usted los odiaba a los dos y además está pasando por apuros tanto emocionales como económicos. Son lo que denominamos factores de estrés desencadenantes, capaces de empujar a una persona al abismo. Usted tiene un historial de conducta violenta…

– No he matado a nadie.

– ¿Qué hacía en casa de Mike a esas horas de la noche?

– Fui a ver cómo estaba -repuso Fallon, apartando la vista y tocándose con aire ausente el cardenal de la mejilla-. Había hablado con él por teléfono y no me había quedado tranquilo.

– ¿Por su estado de ánimo o por lo que le había dicho? -quiso saber Kovac-. Sabemos que usted había bebido, porque me lo dijo. Me contó que estaba lo bastante borracho para enzarzarse en una pelea con un cliente, un tipo que le pareció policía. ¿Le dijo su padre algo que lo cabreó?

– No es eso.

– ¿En qué sentido? ¿Pretende decirme que su familia era un prodigio de armonía?

– No, pero…

– Me dijo que Mike no paraba de meterse con usted. ¿Qué le dijo? ¿De qué hablaron?

– Ya se lo conté ayer… de a qué hora quería ir a la funeraria.

– Sí, eso fue lo que me contó ayer. ¿Por qué no me dijo entonces que no se había quedado tranquilo tras hablar con él? No mencionó que estuviera preocupado. De hecho, si la memoria no me falla, lo llamó viejo cabrón. ¿Por qué no me dijo que había ido a su casa a ver cómo estaba?

Fallon giró sobre sí mismo muy despacio, masajeándose la frente con la mano izquierda mientras apoyaba la derecha en la cadera.

– Se suicidó después de que me fuera -murmuró-. Eso significa que no supe satisfacer sus necesidades, ¿verdad? Su único hijo vivo…

– ¿Qué necesitaba? ¿Qué le dijo?

Kovac esperó mientras Neil Fallon reanudaba su paseo por la sala con los hombros encogidos como si intentara paliar un dolor de estómago. Tenía el rostro enrojecido y respiraba con dificultad. En un momento dado metió la mano en el bolsillo del mono y sacó un paquete de Marlboro.

– Lo siento, señor Fallon -se disculpó Elwood-, pero aquí no se puede fumar.

Fallon le lanzó una mirada fulminante y sacó un cigarrillo del paquete.

– Pues écheme.

Kovac se acercó a él lentamente.

– No creo que la conversación girara en torno a lo que necesitaba Mike, Neil -observó con suavidad, cambiando de táctica-. Creo que giró en torno a lo que necesitaba usted. Creo que estaba borracho y cabreado cuando lo llamó, que discutieron por el dinero que necesita. Y después de esa conversación, se fue enfureciendo usted cada vez más mientras pensaba en la pasta, en que su viejo no quería proporcionársela y en que se pasaba la vida cantando las alabanzas de Andy y pisoteándolo a usted. Y se cabreó de tal forma que subió a la camioneta y fue a darle su merecido.

– El viejo iba borracho y medio ciego por las pastillas -masculló Fallon-. Fue como hablar con la pared. Le importaba un huevo lo que le dijera, como siempre.

– ¿Y se negó a darle el dinero?

Fallon denegó con la cabeza y se echó a reír.

– Ni siquiera escuchó mi petición. Solo quería hablar de Andy, de cuánto lo quería, de que Andy lo había defraudado, de que Andy la había cagado removiendo las aguas.

Kovac se volvió hacia Liska, que se había erguido de repente.

– ¿Empleó esas palabras? ¿Remover las aguas? ¿Por qué diría una cosa así?

– No lo sé -espetó Fallon-. Supongo que porque Andy había decidido salir del armario. Si hubiera mantenido en secreto que era maricón, el viejo no habría tenido que afrontarlo. «Después de tantos años», repitió varias veces. Como si Andy hubiera cometido una injusticia al contárselo. Como si se lo hubiera tenido que contar cuando tenía diez años o esperar a que el viejo la palmara. Joder…

– Eso debió de cabrearlo mucho -comentó Kovac-. Había soportado usted muchas cosas y además acababa de pelearse con aquel cliente. Usted estaba ahí mismo, en su casa, y Andy había muerto, pero él venga a hablar de Andy esto y Andy lo otro.

– Eso es lo que le dije. «Andy ha muerto. ¿No podemos enterrarlo y seguir adelante?»

Dio una chupada al cigarrillo y exhaló el humo con fuerza. Su rostro se había teñido de rojo oscuro, y tenía los ojos entornados para recordar mejor… o para contener las lágrimas. Se quedó mirando el espejo sin verlo.

– Y entonces se lo grité a la cara: «¡Andy era un puto maricón, y me alegro de que haya muerto!».

Escupió las palabras dando rienda suelta a las emociones acumuladas. Acto seguido se cubrió los ojos con la mano izquierda mientras el cigarrillo ardía entre sus dedos.

– ¿Y qué hizo él?

Fallon emitía unos sollozos rotos y torturados.

– ¿Qué hizo Mike cuando le dijo usted eso, Neil?

– Me… me pegó.

– ¿Y usted qué hizo?

– Dios mío…

– ¿Qué hizo, Neil? -insistió Kovac, acercándose más a él.

– Pues también… también le pegué. ¡Dios mío! -Sin dejar de sollozar, se dobló sobre sí mismo y sepultó el rostro entre las manos-. Y ahora ha muerto. ¡Los dos han muerto! ¡Dios mío!

Kovac le quitó el cigarrillo y le dio una chupada, ansioso por fumarse uno entero. Con un suspiro lo dejó sobre la mesa, provocando una quemadura negra en la superficie de aglomerado.

– ¿Lo mató, Neil? -inquirió en voz baja-. ¿Mató a Mike?

Fallon meneó la cabeza sin apartarse las manos del rostro.

– No.

– Podemos comprobar si tiene residuos de pólvora en las manos -le advirtió Liska.

– Efectuaremos lo que se denomina un análisis de activación de neutrones -explicó Kovac-. No importa cuántas veces se haya lavado las manos, porque las partículas microscópicas quedan insertadas en la piel a partir del disparo y tardan semanas en desaparecer.

Era un farol, una carta destinada a asustarlo. Aquella prueba solo podía determinar si una persona había estado en contacto con bario y amoníaco, componentes de la pólvora y de miles de otras combinaciones tanto naturales como sintéticas. En términos prácticos, incluso un resultado positivo poseería escaso valor forense y aun menos validez ante un tribunal, porque habría transcurrido demasiado tiempo entre el incidente y la prueba. Los abogados defensores se ganaban la vida argumentando que el tiempo equivalía a la contaminación de las pruebas, y los expertos forenses remunerados por comparecer se lo pasarían bomba cuestionando los resultados. Sin embargo, lo más probable era que Neil Fallon no supiera todas esas cosas.

En aquel momento llamaron a la puerta, y Elwood se apartó de ella. Al poco, el teniente Leonard asomó la cabeza con expresión avinagrada.

– ¿Puedo hablar con usted un momento, sargento?

– Estoy ocupado, teniente -repuso Kovac, impaciente.

Leonard se lo quedó mirando en elocuente silencio. Kovac miró a Neil Fallon y contuvo un suspiro. Si Fallon iba a confesar, sería entonces, mientras se hallara débil emocionalmente, antes de tener oportunidad de erigir un muro de protección a su alrededor.

Kovac se sentía como un lanzador expulsado del partido cuando estaba machacando al adversario. Se volvió hacia Liska.

– Bueno, parece que queda en tus manos -masculló entre dientes.

– Sargento… -instó Leonard.

Kovac salió y siguió a Leonard hasta la habitación contigua, desde donde el teniente había observado el interrogatorio por el espejo. La estancia estaba a oscuras, una sala con una ventana por pantalla de cine. Ace Wyatt estaba ante ella con los brazos cruzados, mirando a Neil Fallon a través del vidrio sucio. Permaneció unos instantes más en aquella postura antes de volverse hacia Kovac con expresión de profunda preocupación, la misma que exhibía en las vallas publicitarias distribuidas por toda la ciudad para anunciar su programa televisivo.

– ¿Por qué haces esto, Sam? -inquirió-. ¿Acaso no ha sufrido ya bastante esta familia?

– Depende. Si resulta que este mató a los otros dos, la respuesta es no.

– ¿Ha pasado algo en la autopsia que no sepa?

– ¿Por qué ibas a saber lo que ha pasado en la autopsia? -replicó Kovac en tono desafiante-. Maggie Stone no tiene por costumbre difundir esa clase de información.

Wyatt hizo caso omiso del comentario, pues estaba por encima de la curiosidad propia del policía de a pie.

– Lo tratas como si supieras a ciencia cierta que Mike fue asesinado.

– Tenemos buenas razones para ello -repuso Kovac antes de sacar las Polaroid del bolsillo interior de la americana y alinearlas sobre la repisa de la ventana-. En primer lugar, se mató sentado en el retrete. Mucha gente lo hace, pero debió de ser un coñazo para él llegar hasta allí con la silla y marcha atrás, para más inri. Fue Liska quien reparó en ese detalle. En un principio creí que no quería dejarlo todo hecho un asco para cuando lo encontráramos, pero ¿cuánto hacía que a Mike no le importaba un comino el prójimo? El arma procedía del armario de su dormitorio. ¿Por qué no se pegó el tiro ahí mismo? No creo que le importara la porquería; al fin y al cabo, su casa era una pocilga. Además, tenemos los antecedentes de Neil Fallon, su historial de problemas con el viejo, el hecho de que nos mintiera respecto a su visita a la casa…

– Pero la hora de su visita y la de la muerte no concuerdan -señaló Leonard.

– Otros factores podrían haber desplazado la hora estimada de la muerte -replicó Kovac-. Stone será la primera en reconocerlo.

– Pero ¿la autopsia no reveló nada que indicara de forma concluyente que fue un asesinato? -quiso saber Wyatt.

Kovac irguió un hombro y paseó la mirada entre las fotografías y la sala de interrogatorios. Neil Fallon estaba sentado con los codos apoyados sobre la mesa y la cabeza entre las manos. Liska estaba de pie, inclinada sobre él.

– Si esa noche sucedió algo, será mejor que nos lo cuente ahora, Neil -murmuraba en voz baja, como una amiga-. Desahóguese. Quítese ese peso de encima.

Fallon sacudió la cabeza.

– Yo no lo maté.

Su voz sonaba metálica y lejana, como si saliera del televisor instalado sobre el soporte cerca de la ventana. La cámara de vídeo de la sala apuntaba a los presentes desde un ángulo que los hacía parecer pequeños y distorsionados.

– Le pegué -confesó Fallon-, eso sí. Le pegué en la cara. Pegué a mi propio padre, que estaba en una puta silla de ruedas. Y ahora ha muerto.

– Haremos la prueba de activación de neutrones -dijo Kovac a Leonard y Wyatt-. A ver si con eso lo asustamos y nos cuenta algo más.

– ¿Y si no? -preguntó Leonard.

– Entonces me disculparé por las molestias y probaremos otra cosa.

– ¿Por qué no esperar hasta que tengamos los resultados de Stone? -terció Wyatt con el ceño fruncido-. No tiene sentido atormentar a ese hombre innecesariamente. Mike era uno de los nuestros…

– Y merece que no nos limitemos a seguir el procedimiento rutinario -lo atajó Kovac, a punto de perder la paciencia-. ¿Acaso quieres que pase del tema, Ace? ¿Quieres ir a ver a Maggie Stone para convencerla de que dictamine que también esto fue un accidente? ¿Mantenerlo todo en secreto para que la leyenda de Iron Mike siga intacta? Joder, ¿y si este desgraciado se lo cargó?

– Kovac -espetó Leonard.

Kovac se volvió hacia él con mirada furiosa.

– ¿Qué? Estamos en la brigada de Homicidios. Investigamos muertes violentas. Mike Fallon sufrió una muerte violenta, ¿y nosotros vamos a hacer la vista gorda porque creemos que se suicidó, porque los de las fotos podríamos ser nosotros dentro de cinco años? El suicidio tiene mucho más sentido para nosotros porque sabemos qué puede provocar el trabajo en un hombre, sabemos que puede dejarlo sin nada.

– Y puede que por eso quieras creer que fue otra cosa, Sam -señaló Wyatt-. Porque si Mike Fallon no se suicidó, puede que tú tampoco lo hagas.

– No. Yo no quería reconocerlo; fue Liska quien me lo hizo ver. De ser por mí, quizá lo habría dejado correr, pero Liska hizo lo correcto al seguir indagando, al plantearse el caso como cualquier otro. Están pasando demasiadas cosas para que nos limitemos a decir que es una lástima.

– Solo pretendía mostrar un poco de respeto al único miembro superviviente de la familia -puntualizó Wyatt-. Al menos hasta que la forense nos dé algo más concreto.

– Estupendo, y puede que si tuvieras vela en este entierro, te haría caso. Pero a menos que fuera un sueño, yo estuve en tu fiesta de jubilación, Ace, y lo que pienses de mi investigación es mierda y compañía.

Wyatt se puso pálido.

– Eso ha estado fuera de lugar, Kovac -recriminó Leonard, acercándose a él.

– ¿De qué lugar? ¿Del lugar donde se lamen culos? -masculló Kovac entre dientes al tiempo que se alejaba de ellos.

Gaines, el sicario de Wyatt, estaba en un rincón de la habitación, mirándolo con una sonrisilla como el chivato de la clase. Kovac le lanzó una mirada asqueada y se concentró de nuevo en la ventana.

– Si me he pasado, lo siento -se disculpó sin sinceridad alguna-. He tenido una semana espantosa.

– No -suspiró Wyatt-. Tienes razón, Sam. No tengo vela en este entierro; el caso es tuyo. Si quieres castigar a Neil Fallon y provocar una demanda contra el departamento porque en realidad necesitas ir al psicólogo, no me corresponde a mí hacer nada al respecto. Eso sí es una lástima. Ojalá las cosas fueran distintas.

– Ya, bueno, ojalá hubiera paz en el mundo y los Vikings ganen la Super Bowl mientras viva -se burló Kovac-. Ya sabes, Ace, esto de los asesinatos es una putada.

– Si es que esto es un asesinato.

– Exacto. Y si lo es, te aseguro que encerraré al cabrón que lo hizo; me da igual de quién se trate.

Dicho aquello, Kovac se volvió de nuevo hacia la ventana y siguió observando.

– ¿Es usted diestro o zurdo, señor Fallon? -inquirió Elwood.

– Zurdo.

Elwood dispuso varios frascos y bastoncillos de algodón sobre la mesa. Fallon clavó la mirada en los utensilios y se irguió en la silla.

– Pasaremos un bastoncillo empapado en una solución de ácido nítrico al cinco por ciento por el dorso de su dedo índice -explicó Liska-. No duele.

Con ademán brusco, Kovac bajó la cabeza hacia las fotografías del escenario de la muerte de Mike Fallon.

– Dios mío -murmuró mientras iba recogiendo una tras otra para examinarlas con el pulso acelerado.

– ¿Qué? -inquirió Wyatt.

Era lo que sabía que debía encontrar pero que hasta entonces no había visto. Estudió la última foto.

– Levante la mano izquierda, señor Fallon -pidió Elwood, preparando un bastoncillo.

Neil Fallon extendió la mano temblorosa.

Kovac sostuvo la fotografía contra el vidrio. Una doble imagen de padre e hijo. Mike Fallon, un cascarón muerto, ensangrentado, medio decapitado. El arma que había acabado con su vida yacía en el suelo a la derecha de la silla tras deslizarse supuestamente de su mano.

– Señor Fallon…

El tono de Elwood indujo a Kovac a alzar la cabeza.

– Señor Fallon, extienda la mano, por favor.

– No.

Neil Fallon retiró la silla de la mesa y se levantó.

– No pienso hacerlo. No tengo por qué.

– No pasa nada, Neil -intentó tranquilizarlo Liska-, si no lo mató.

Neil retrocedió y derribó la silla.

– No he matado a nadie. Si creen que fui yo, presenten cargos contra mí o váyanse a tomar por el saco. Me largo.

Elwood se volvió hacia el espejo.

Kovac se quedó mirando la fotografía mientras Neil Fallon salía de la sala de estampida.

– Mike Fallon era zurdo -declaró, mirando a Wyatt-. Mike Fallon fue asesinado.

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