Capítulo 16

El mundo está lleno de tragedias, sargento Kovac.

La voz de Savard retumbaba en su cabeza una y otra vez mientras se dirigía a casa de Mike Fallon, y mentalmente la hacía sonar ronca y sensual. Asimismo, procuraba visualizar el juego de luces y sombras de su rostro de un modo más espectacular, y la expresión de sus ojos, llena de misterio.

Esa parte era cierta. Amanda Savard era un rompecabezas, y a Kovac siempre le habían parecido tentadores en extremo los rompecabezas. De hecho, se le daban bastante bien, aunque intuía que aquel presentaría más dificultades que la mayoría y que las posibilidades de obtener alguna recompensa eran ínfimas. Savard no agradecería sus esfuerzos, de eso estaba convencido.

«Puede llamarme teniente Savard.»

– Amanda -dijo en voz alta y desafiante.

A Savard le haría menos gracia saber que pronunciaba su nombre cuando estaba a solas que oírselo decir en su presencia. No podía machacarlo si no lo oía, y el control era su máxima prioridad. Kovac se preguntaba por qué, qué acontecimientos la habrían convertido en la mujer que era.

– ¿Cuál es tu tragedia, Amanda?

No llevaba alianza ni tenía fotografías de media naranja alguna en el despacho. Tampoco parecía ser de las mujeres que se dedican a recorrer los bares en busca de un tipo capaz de propinar semejante paliza.

No se tragaba el cuento de la caída; la ubicación de las heridas resultaba demasiado sospechosa. Nadie caía de cara. La reacción natural al caer era extender las manos para no lastimarse como ella se había lastimado, y en sus manos no se apreciaba herida alguna.

La idea de que alguien pegara a una mujer lo ponía enfermo, y la idea de que aquella mujer en concreto lo consintiera lo desconcertaba por completo.

Desterró de su mente esas preguntas al llegar a casa de Mike Fallon. No había ningún coche aparcado junto al bordillo ni en la entrada Nadie acudió a abrir la puerta.

Kovac sacó el teléfono móvil y marcó el número de Mike, que llevaba garabateado en un papel. Nadie contestó. Imaginaba que Mike estaba dormido o inconsciente a causa de los tranquilizantes o el alcohol, y ambas posibilidades le parecían bien. Lo que en realidad quería era poder pasar algunos minutos solo en la casa.

Fue a echar un vistazo al garaje. El coche de Mike estaba allí. Rodeó la casa y cogió la llave escondida bajo el felpudo.

En la casa reinaba el más absoluto silencio. No se oía el sonido distante del televisor, la radio ni el agua de la ducha. Mike debía de estar fuera de combate. Que durmiera cinco o diez minutos más antes de tener que enfrentarse al entierro de su hijo.

Kovac se dirigió al mostrador de la cocina, atestado de frascos de medicamentos que permitían a Mike seguir funcionando, y los revisó uno a uno. Prisolec, Darvocet, Amblen.

Amblen, alias zolpidem, el barbitúrico encontrado en la sangre de Andy Fallon. Kovac se quedó mirando el frasco con el pecho encogido. Por fin abrió la tapa de seguridad y escudriñó el interior. Vacío. La receta era de treinta comprimidos con instrucciones de tomar uno al acostarse en caso de necesidad. La fecha de la receta era del 7 de noviembre.

Con toda probabilidad era una coincidencia que padre e hijo tomaran el mismo medicamento para perder el mundo de vista. Amblen era un somnífero bastante común. Sin embargo, no había encontrado ningún frasco del medicamento en casa de Andy Fallon, lo que se le antojaba extraño. Si lo había tomado la noche de su muerte, ¿dónde estaba el frasco? Ni en el botiquín, ni en la basura ni en la mesilla de noche. El frasco de Mike estaba vacío, pero podía haberse tomado él solo todos los comprimidos según las instrucciones. Por otro lado, si «en caso de necesidad» significaba una o dos veces por semana, entonces quedaban muchos comprimidos sin explicar.

Kovac barajó distintas posibilidades aún no comprobadas. Ninguna de ellas era agradable, pero a fin de cuentas, tal era la naturaleza de su trabajo y así funcionaba su mente a causa del trabajo. No podía permitirse el lujo de confiar, descartar ni filtrar posibilidades a través de una criba de negación, que era lo que hacía la mayoría de la gente. A decir verdad, esa situación no lo agobiaba ni lo deprimía, como sucedía a algunos de sus compañeros de profesión. La sencilla realidad del mundo era que la gente, incluso personas por lo demás decentes, cometían con regularidad actos desagradables contra otras personas, incluso contra sus propios hijos.

No obstante, no se le ocurría ninguna alternativa en la que Mike Fallon desempeñara un papel directo en la muerte de su hijo. Las limitaciones físicas del anciano lo hacían imposible. Suponía que Andy podía haber cogido las pastillas del frasco de su padre, pero eso tampoco lo convencía. O bien podía habérselas proporcionado un amigo. Recordó una vez más las sábanas y las toallas de la lavadora, así como los escasos platos limpios en el lavavajillas.

– ¡Eh, Mike! ¿Estás despierto? -llamó.

No obtuvo respuesta.

Dejó el frasco sobre el mostrador y salió de la atestada cocina. En la casa reinaba una quietud que no le gustaba, como si estuviera desierta. Tal vez Neil había ido a buscar a Mike, pero aún faltaban varias horas para el funeral. Quizá Mike tenía otros parientes que en aquellos instantes le ofrecían consuelo y café mientras pronunciaban las palabras apropiadas, pero Kovac no lo creía. Siempre había conocido a Mike Fallon en un contexto de soledad, aislado primero por su dureza y más tarde por su amargura. Costaba imaginar que alguien lo quisiera del modo en que los miembros de las familias unidas se quieren unos a otros. Claro que Kovac tampoco sabía mucho del tema, ya que su propia familia estaba esparcida a los cuatro vientos y nunca veía a sus parientes

Cruzó las habitaciones vacías de la casa de Mike Fallon y se preguntó si estaba presenciando su propio futuro.

– Mike, soy Kovac -llamó de nuevo, enfilando el corto pasillo que conducía a los dormitorios.

Lo primero que notó fue el olor. No era abrumador, pero sí inconfundible. El miedo se apoderó de su pecho como un yunque, y el corazón le latía como un puño llamando rabioso a una puerta.

Masculló un juramento entre dientes y desenfundó la Glock mientras abría con el pie la puerta del dormitorio de invitados. No había nadie, tan solo dos camas individuales vacías cubiertas con colchas de chenilla blanca y un retrato color sepia de Jesús colgado en un marco barato de la pared.

– ¿Mike?

Avanzó hacia la puerta del dormitorio de Fallon, sabiendo ya lo que había sucedido. Las imágenes de lo que encontraría al otro lado de la puerta surcaban su mente sin cesar, pero aun así se apartó de ella al hacer girar el pomo. Respiró hondo y abrió la puerta con el pie.

La habitación se hallaba sumida en el mismo desorden de la última vez. Las fotografías que Fallon había destrozado seguían apiladas en el lugar donde Kovac las había dejado. La cama estaba sin hacer, el tarro de mermelada con el culo de whisky continuaba sobre la mesilla de noche y el suelo aún estaba salpicado de ropa sucia.

Kovac se quedó mirando la habitación vacía, desconcertado, intentando desterrar de su mente las imágenes que se había forjado. El hedor era más penetrante allí. Sangre, excrementos, orina, el olor acre y metálico de la pólvora. La puerta del cuarto de baño se alzaba frente a él. Estaba cerrada.

Se hizo a un lado, llamó con los nudillos y pronunció de nuevo el nombre de Fallon, aunque en voz tan baja que apenas si lo oyó él. Por fin hizo girar el pomo y empujó la puerta.

La cortina de la ducha tenía aspecto de que alguien había parido sobre ella, con parches ensangrentados de pelo y tejido adheridos a ella.

Iron Mike Fallon estaba sentado en su silla de ruedas en ropa interior, la cabeza y los hombros echados hacia atrás, los brazos inertes a los lados. Las piernas escuálidas, velludas e inútiles estaban apartadas hacia la izquierda. Tenía la boca abierta, al igual que los ojos, como si en el último instante se hubiera dado cuenta de que la realidad de la muerte era bien distinta a lo que había imaginado.

– Oh, Mikey -suspiró Kovac.

Por la fuerza de la costumbre, entró en el baño con cuidado, interiorizando los detalles de forma automática mientras otra parte de su cerebro intentaba procesar la pérdida. Mike Fallon lo había adiestrado, había sido un ejemplo para él, se había convertido en una leyenda que imitar. Había sido como un padre para él en muchos sentidos, o tal vez algo mejor, teniendo en cuenta la complicada relación que sostenía con sus hijos. Ya había sido terrible presenciar su amargura, su furia, su patetismo, verlo muerto en ropa interior constituía la humillación definitiva.

La parte posterior de su cráneo se había volatilizado por el impacto. Un colgajo de cuero cabelludo se le había adherido a un grupo de ensangrentados cabellos grises en la coronilla. La masa encefálica y numerosos fragmentos de hueso salpicaban el suelo. A la derecha de Fallon yacía un viejo revólver reglamentario del 38, arrojado allí como si su cuerpo hubiera sufrido una fuerte sacudida en el momento de la muerte.

Iron Mike Fallon, otro policía que ponía fin a su vida con el arma que había llevado para proteger a la gente. Solo Dios sabía cuántos acababan igual cada año. Demasiados. Pasaban toda su carrera profesional como parte de una hermandad, pero morían solos, porque ninguno de ellos sabía cómo afrontar el estrés, y todos temían confesar sus debilidades. No importaba si ya habían devuelto la placa. Un policía era un policía hasta el día de su muerte.

Y ese día había llegado para Mike Fallon. El día del entierro de su hijo.«Los padres no deberían sobrevivir a los hijos, Kovac. Deberían morir antes de que sus hijos les rompan el corazón.»

Kovac llevó dos dedos al cuello del anciano. Pura formalidad, aunque conocía a personas que habían sobrevivido a semejantes heridas. O mejor dicho, conocía a algunos cuyos corazones habían seguido latiendo durante un tiempo porque el daño había tenido lugar en algún rincón menos importante de su cerebro. Claro que eso no era sobrevivir.

La piel de Fallon estaba fresca. El rigor mortis empezaba a hacer su aparición en el rostro y el cuello, aunque todavía no en el torso. Sobre la base de esa observación, Kovac calculó que habría muerto cinco o seis horas antes, es decir, a las dos o las tres de la madrugada. El instante más solitario de la noche. Las horas parecían eternas cuando uno yacía despierto en la cama, con la mirada fija en las realidades más lúgubres de su vida.

Kovac salió de la habitación y de la casa, y se detuvo en la escalinata de entrada con la mirada perdida. Encendió un cigarrillo y se lo fumó, sintiendo que sus dedos se ponían rígidos por el frío. Tenía los guantes en los bolsillos, pero no se molestó en ponérselos. A veces, el dolor sentaba bien. Dolor físico como afirmación de la vida, como reconocimiento de un sufrimiento más hondo.

Deseó tomarse un whisky y brindar por el viejo, pero tendría que esperar. Apagó el cigarrillo y sacó el teléfono móvil.

– Aquí Kovac, de Homicidios. Envíenme a los técnicos forenses; tengo un cadáver. Y manden a los mejores. Era uno de los nuestros.


Estaba sentado en la escalinata, con el trasero bien envuelto en la trenca, fumándose el segundo cigarrillo, cuando llegó Liska.

– Joder, Tinks, ¿qué pretendes, acojonar a todo el barrio? -exclamó cuando su compañera se apeó del Saturn con la ventanilla improvisada.

– ¿Crees que el jefe de la patrulla de vigilancia del barrio llamará a la policía? -quiso saber Liska mientras se acercaba.

– Lo más probable es que te dispare por la calle. Primero dispara y luego haz preguntas. América a las puertas del nuevo milenio.

– Si tengo un poco de suerte, le dará al depósito de gasolina y volará este maldito trasto -masculló Liska-. No me vendría mal un poco de buen rollo esta semana.

– Ni a mí -convino Kovac.

Señaló con la cabeza el coche mientras Liska subía los peldaños nevados, haciendo caso omiso de la rampa para la silla de ruedas, que estaba despejada.

– ¿Qué ha pasado?

– Otra víctima de la degeneración moral de este país. En la rampa del aparcamiento Haaf, ni más ni menos -explicó Liska sin darle más importancia.

– El mundo se va al garete por momentos.

– Ya, pero eso es lo que nos da de comer.

– ¿Te han robado algo?

– Que yo sepa no. No había nada de valor, excepto mi dirección en el correo comercial.

– Eso no me gusta -dijo Kovac con el ceño fruncido.

– Bueno, en fin… ¿No te decía tu madre que te saldrían almorranas de sentarte sobre hormigón frío?

– No -negó Kovac, incorporándose con dificultad-, me decía que me quedaría ciego si me la cascaba.

– Qué imagen tan desagradable.

– No tanto como la que verás dentro.

Kovac se inclinó para apagar el cigarrillo y arrojar la colilla por el costado de la escalinata, tras un arbusto de enebro. Ambos guardaron silencio durante un momento mientras una tensión incómoda se formaba a su alrededor.

– Lo siento mucho, Sam -murmuró Liska por fin-. Sé que significaba mucho para ti.

– Siempre son los más duros los que acaban metiéndose el arma en la boca -suspiró Kovac.

Liska le propinó un leve empujón.

– Si me haces eso, te resucito para poderte pegar un tiro yo misma.

Kovac intentó sonreír, pero no pudo, de modo que desvió la mirada hacia la casa contigua. El vecino de Fallon tenía siluetas de conglomerado de los Reyes Magos delante del ventanal, dirigiéndose a visitar al Niño Jesús. Un schnauzer estaba meando sobre la pata de uno de los camellos.

– No soy tan duro, Tinks -confesó.

Tenía la sensación de que toda su armadura se había oxidado y empezaba a desmoronarse capa por capa, dejándolo expuesto y vulnerable. ¿Qué podía ser peor que eso? ¿Ser demasiado duro para sentir, demasiado distante para conmoverse, o bien ser abierto para dejarse rozar por las vidas y las emociones de otras personas, para experimentar el dolor de ese roce? Menuda elección para un día como aquel. Es como intentar decidir si prefieres que te apuñalen o te maten de una paliza, pensó.

– Me alegro -repuso Liska.

Le rodeó la espalda con un brazo y apoyó la cabeza en su hombro un instante. El contacto resultaba reconfortante, como agua fresca sobre una quemadura.

Mejor ser abierto, decidió acerca de la pregunta original. Rodeó a su vez los hombros de su compañera.

– Gracias -musitó.

– De nada, de verdad -replicó Liska muy solemne al tiempo que se apartaba-. A fin de cuentas, tengo una reputación que mantener. Y hablando de reputaciones… Adivina a quién he visto esta mañana desayunando en el famoso establecimiento Chez Cheap Charlie's.

Kovac esperó.

– A Cal Springer y Bruce Ogden.

– Que me aspen.

– Una pareja curiosa, ¿no te parece?

– ¿Se alegraron de verte?

– Sí, tanto como se alegrarían de tener piojos. Intuyo que no se trataba de una reunión concertada, porque Cal estaba sudando como un monje en un burdel, y se abrió a la primera de cambio.

– La verdad es que está muy nervioso para haber quedado libre de toda sospecha.

– Y que lo digas. En cuanto a Ogden…

Escudriñó la calle como si buscara algo con que compararlo; en aquel instante pasó el camión de la basura.

– Ese tío es como un barril de nitroglicerina con un detonador defectuoso. Me encantaría echar un vistazo a su expediente.

– Savard me dijo que revisaría el expediente que Fallon había redactado sobre el caso Curtis para ver si había alguna anotación acerca de Ogden, si Ogden lo había amenazado y cosas por el estilo.

– Pero no tiene intención de mostrarte el expediente en cuestión.

– No.

– Estás perdiendo facultades, Sam.

Kovac lanzó una carcajada.

– ¿Qué facultades? Lo que espero es que se harte tanto de verme que acabe dándome lo que quiero solo para perderme de vista. Terapia de aversión.

– En fin, te aseguro que si no fuera una tía tan dura como soy, Ogden me habría dado un buen susto esta mañana -reconoció Liska-. Ahí estaba él, cerniéndose sobre mí como King Kong, y en lo único que podía pensar yo era en la paliza que le dieron a Curtis con el bate.

Kovac meditó unos instantes.

– ¿Insinúas que quizá Ogden era el que acosaba a Curtis y se vengó de él por quejarse a Asuntos Internos? Pero Ogden no se habría enterado de la investigación sobre Curtis de haber acosado a Curtis previamente. Eso solo pasa en las películas.

– Ya -suspiró Liska-. Si tú fueras Mel Gibson y yo Jodie Foster, podría pasar.

– Mel Gibson es muy bajito.

– Vale, pues si fueras… Bruce Willis.

– Es bajito y encima calvo.

– ¿Al Pacino?

– Parece como si le hubiera pasado una apisonadora por encima.

Liska bufó exasperada.

– ¿Harrison Ford?

– Ya está un poco vejete.

– Tú también -señaló Liska antes de volverse de nuevo hacia la calle-. ¿Dónde se han metido los técnicos forenses?

Dio unos saltitos para entrar en calor. No llevaba gorro, y el frío había teñido de rojo sus orejas.

– Cubriendo un caso de violencia doméstica terminal -repuso Kovac-. Fíjate, una tía dice que está harta de que su marido la viole cada vez que ella pierde el conocimiento por el alcohol… desde hace nueve años, así que lo apuñala en el pecho, la cara y la entrepierna con una botella de vodka rota.

– Uau, el homicidio absoluto [3].

– Muy bueno. Cuestión, que tardarán un rato.

– Bueno, pues entonces yo haré las fotos -propuso Liska, alargando la mano para que Kovac le diera las llaves de su coche y así poder ir a buscar la cámara.

Todo en regla. Cada muerte violenta debía procesarse como si fuera un homicidio.

Kovac entró con ella en la casa y empezó a tomar notas. La rutina proporcionaba cierto consuelo, siempre y cuando no recordara que la víctima había sido su mentor siglos atrás. Liska no soltó ninguno de los chistes macabros que utilizaba para quitar hierro a los espantosos escenarios. Durante un rato, el único sonido que se oyó fue el de la cámara mientras escupía fotografía espeluznante tras fotografía espeluznante. Al darse cuenta de que el sonido había cesado, Kovac alzó la vista del cuaderno.

Liska estaba en cuclillas delante de Fallon, mirándolo como si esperara la respuesta a una pregunta que le hubiera formulado telepáticamente.

– ¿Qué pasa? -inquirió Kovac.

Liska no respondió, sino que se incorporó y paseó la mirada entre las paredes del estrecho cuarto de baño antes de mirar por encima del hombro y volverse de nuevo hacia las paredes. De pronto frunció el ceño y apretó los labios.

– ¿Por qué entraría en marcha atrás?

– ¿Eh?

– Es una habitación muy estrecha y además tiene los obstáculos del retrete y el lavabo. ¿Por qué entraría dando marcha atrás? Sin duda era la forma más difícil. ¿Por qué molestarse?

Kovac consideró la pregunta mientras miraba al anciano.

– Si hubiera entrado de frente, la persona que abriera la puerta se habría topado primero con el lado destrozado de su cabeza. Tal vez quisiera conservar un poco de dignidad.

– En tal caso podría haber tenido la consideración de ponerse algo más de ropa, ¿no te parece? Estos calzoncillos no infunden demasiado respeto que digamos.

– Los suicidios no siempre tienen sentido. Una persona dispuesta a meterse una bala en la boca no está precisamente en su sano juicio. Y sabes tan bien como yo que mucha gente se suicida en el lavabo, como si ellos mismos tuvieran que limpiar la porquería después.

Liska no respondió. Estaba concentrada en el suelo, de un vinilo gastado que veinte años antes había sido blanco. Detrás de Fallon, el vinilo se había salpicado de sangre mezclada con fragmentos de hueso y trozos de masa encefálica que más bien parecían macarrones pasados. Delante de él, nada. La cortina de la ducha era un auténtico infierno, pero la puerta por la que habían entrado estaba limpia.

Cualquier persona que hubiera entrado o salido de la habitación habría tenido vía libre, sin sangre que pisar ni en la que dejar huella alguna.

– Si Mike hubiera sido un multimillonario con una esposa joven y guapa, diría que estás sobre una pista interesante, Tinks -dijo Kovac-, pero no era más que un viejo amargado e inválido que acababa de perder a su hijo predilecto. ¿Qué le quedaba? Estaba hecho polvo por lo de Andy, no podía perdonarse por no perdonar al chico. Así que entra aquí, aparca la silla y se pega un tiro. Y lo hace de la forma más limpia posible, para que ninguno de nosotros entre aquí y pise su cerebro.

Liska apuntó la Polaroid al 38 tirado en el suelo y tomó una última fotografía.

– Debe de ser su antiguo revólver reglamentario -conjeturó Kovac-. Cuando registremos la casa, veremos que lo guardaba en una caja de zapatos en el fondo del armario, pues eso es lo que hacen todos los antiguos policías -aseguró con una sonrisa irónica-. Ahí es donde guardo el mío, por si quieres venir a quitármelo. Somos animales de costumbres, y muy patéticos por cierto. -Se volvió hacia Fallon-. Algunos más que otros.

– Tú también pareces un poquito amargado, Kojak -comentó Liska, alargándole las fotos Polaroid.

Kovac se las guardó en el bolsillo interior del abrigo.

– ¿Cómo no voy a estar amargado viendo esto?

De otra parte de la casa les llegó el golpe de una puerta exterior al cerrarse. Aliviado, Kovac dio la espalda al cadáver y enfiló el pasillo.

– Ya era hora, maldita sea -refunfuñó.

Sin embargo, se detuvo en seco al mismo tiempo que Neil Fallon quedaba paralizado en el umbral abovedado que separaba el salón del comedor.

Parecía que lo hubieran atropellado. Tenía el cabello levantado a un lado, el pómulo derecho amoratado y el labio partido. Su traje marrón daba la impresión de que había dormido con él puesto, llevaba la corbata barata torcida y el botón superior de la camisa desabrochado. De todos modos, no podría habérselo cerrado, pues a todas luces se había comprado la camisa en tiempos de cuello más esbelto y desde entonces no había tenido ocasión de ponérsela.

Respiró hondo varias veces en un intento de serenarse.

– Joder, ¿no puede ni siquiera dejarme hacer esto? -se quejó mientras su expresión se trocaba de asombro en furia-. ¿Tan pocas ganas tiene de que lo lleve al funeral que prefiere llamar a uno de los suyos? Maldito hijo de puta…

– Ha muerto, Neil -anunció Kovac sin rodeos-. Parece que se ha suicidado. Lo siento.

Fallon lo miró con fijeza durante un minuto entero y por fin sacudió la cabeza.

– Es usted un auténtico Ángel de la Muerte, ¿eh?

– Solo soy el mensajero.

Fallon giró sobre sus talones como si pretendiera salir de la casa y largarse, pero en lugar de eso permaneció inmóvil, con los brazos en jarras, subiendo y bajando los voluminosos hombros.

Kovac aguardó, anhelando otro cigarrillo y ese whisky que tanto le apetecía. Recordaba la botella de Old Crow que Neil tenía en su cobertizo el día en que le había llevado la noticia de la muerte de su hermano; recordaba a ambos en el frío exterior, compartiendo el whisky con la mirada fija en la nieve que barría el lago helado. Tenía la sensación de que había transcurrido un año desde entonces.

– ¿Cuándo fue la última vez que habló con Mike? -preguntó para refugiarse en la rutina, como siempre.

– Anoche, por teléfono.

– ¿A qué hora?

Fallon lanzó una carcajada ronca y discordante.

– Es usted la hostia, Kovac -exclamó, echando a andar en un pequeño círculo en el extremo más alejado de la mesa del comedor-. Mi hermano y mi padre mueren en el espacio de una semana, y usted se dedica a acribillarme a preguntas. La hostia. He visto a mi padre unas cinco veces en los últimos diez años, y usted cree que lo he matado yo. ¿Por qué iba a molestarme?

– No le he preguntado eso, pero ya que saca el tema, necesito saber dónde estaba usted la pasada madrugada entre medianoche y las cuatro.

– Que le jodan.

– Lo procuraré.

– Estaba en la cama.

– ¿Tiene mujer o novia que puedan confirmarlo?

– Tengo mujer, pero estamos separados.

Fallon miró a su alrededor como si buscara una tercera parte neutral que presenciara lo que le estaba sucediendo, pero no había nadie. Siguió paseándose como un oso enjaulado y meneó la cabeza mientras el enfado y la frustración se acumulaban visiblemente en su interior.

Por fin avanzó un paso hacia Kovac y retrocedió de nuevo, agitando el dedo índice en el aire con el rostro distorsionado.

– ¡Odiaba a ese hijo de puta! ¡Lo odiaba, joder!

Las lágrimas brotaron entre sus párpados apretados y le rodaron por las mejillas.

– Pero era mi padre -gimió-, y ahora está muerto. ¡No tengo por qué aguantar esta mierda de usted!

Se detuvo y se inclinó hacia delante con las manos apoyadas sobre las rodillas como si le acabaran de asestar un puñetazo en el estómago.

– Joder, voy a vomitar -masculló entre dientes.

Kovac se dispuso a impedirle la entrada en el baño, pero Fallon cruzó la cocina y salió por la puerta trasera. Kovac quiso seguirle, pero se detuvo al ver que el jefe de los técnicos forenses entraba por la puerta principal. Mejor así. Cuando por fin pudo reunirse con él en la escalinata posterior, los fuegos artificiales gastrointestinales habían terminado. Fallon se apoyaba en la barandilla, contemplando el jardín trasero mientras bebía de una esbelta petaca. Tenía el rostro un poco ceniciento y los ojos inyectados en sangre. Hizo caso omiso de Kovac, pero señaló un roble desnudo que se alzaba en el rincón más alejado del jardín.

– Era el árbol del ahorcado -explicó con voz desapasionada-. Cuando Andy y yo éramos pequeños.

– ¿Cuando jugaban a indios y vaqueros?

– Y a piratas, Tarzán o lo que fuera. Debería haberse ahorcado aquí. Andy colgado en el jardín, y Iron Mike en la casa con un tiro en la cabeza. Yo podría haberme unido a la fiesta aparcando el coche en el garaje y dejando el motor encendido.

– ¿Cómo sonaba Mike anoche por teléfono?

– Como un cabrón, como siempre. «Quiero llegar al puto funeral a las diez en punto» -imitó de forma muy poco halagüeña, pero no por ello menos precisa-. «Espero que seas puntual.» Capullo de mierda -masculló, enjugándose la nariz con la mano enguantada.

– ¿A qué hora fue eso? Intento hacerme una idea acerca de la cronología de los acontecimientos -explicó Kovac-. Lo necesitamos para el informe.

Fallon se encogió de hombros sin dejar de mirar el árbol.

– No sé, a eso de las nueve o algo así.

– Imposible. Me encontré con él en casa de su hermano a las nueve.

– ¿Y qué hacía usted allí? -quiso saber Fallon, volviéndose hacia él.

– Echar un vistazo para atar un par de cabos sueltos.

– ¿Como qué? Andy se ahorcó. ¿Cómo puede tener dudas al respecto?

– Me gusta averiguar el porqué de las cosas -señaló Kovac-. Soy así de raro. Quiero saber en qué estaba trabajando, cómo iba su vida privada, cosas así… Para encajar las piezas y completar el rompecabezas, ¿entiende?

Si Fallon lo entendía, desde luego no le hacía ni pizca de gracia. Desvió la mirada y bebió otro trago de la petaca.

– Estoy acostumbrado a que la gente muera -prosiguió Kovac-. Los traficantes de drogas se matan por dinero. Los yonquis se matan por la droga. Los maridos y las mujeres se matan por odio. Toda locura tiene su método. Cuando una persona como su hermano, un hombre al que la vida sonríe, se mata, tengo que intentar encontrarle el sentido a su muerte.

– Pues buena suerte.

– ¿Qué le ha pasado en la cara?

Fallon intentó eludir el tema frotándose el cardenal como si quisiera borrarlo.

– Nada, que anoche tuve un pequeño encontronazo con un cliente en el aparcamiento.

– ¿Por qué razón?

– Hizo un comentario estúpido al que respondí diciendo algo respecto a sus preferencias sexuales y una oveja. Intentó darme un puñetazo y acertó.

– Eso es asalto -observó Kovac-. ¿Ha llamado a la policía?

Fallon soltó una risita nerviosa.

– Qué bueno. El tipo era policía.

– ¿Cómo? ¿Urbano?

– No llevaba uniforme.

– ¿Y cómo sabe que era policía?

– Por favor, como si no los reconociera a la legua.

– ¿Sabe cómo se llamaba? ¿Su número de placa?

– Claro, después de que me derribara, le pedí su número de placa. Mire, no quiero pasar por el trago de presentar una denuncia. No era más que un capullo que conocía a Andy. Hizo un comentario desagradable, y lo resolvimos fuera.

– ¿Qué aspecto tenía?

– El mismo que la mitad de los policías de este mundo -replicó Fallon con impaciencia.

Se guardó la petaca en el bolsillo del abrigo, sacó un paquete de cigarrillos e intentó encenderlo con mano temblorosa por el frío… o por el nerviosismo. Masculló un juramento entre dientes, consiguió encenderlo por fin y dio un par de chupadas.

– Ojalá me hubiera callado. No quiero saber nada más del asunto. Había tomado algunas copas de más, y soy un bocazas cuando bebo demasiado.

– ¿Era grandullón, menudo, blanco, negro, viejo, joven?

Fallon frunció el ceño y se removió inquieto, intentando escurrir el bulto y sin mirar a Kovac.

– Ni siquiera sé si lo reconocería si volviera a verlo. En cualquier caso, no tiene importancia.

– Podría tener muchísima importancia -contradijo Kovac-. Su hermano trabajaba en Asuntos Internos y se ganaba la vida granjeándose enemigos.

– Pero se suicidó -insistió Fallon-. Eso es lo que pasó, ¿no? Se ahorcó. Caso cerrado.

– Eso es lo que quiere todo el mundo, por lo visto.

– ¿Usted no?

– Quiero la verdad, sea cual sea.

Neil Fallon lanzó una carcajada, pero enseguida calló y siguió contemplando el jardín… o su pasado.

– Pues ha dado con la familia equivocada, Kovac. Los Fallon nunca se han inclinado por la verdad sobre ningún tema. Nos engañamos a nosotros mismos sobre nosotros mismos y nuestras vidas. Es lo que mejor se nos da.

– ¿A qué se refiere?

– A nada. Somos la familia americana por excelencia, al menos lo éramos hasta que dos terceras partes de nosotros decidieron suicidarse esta semana.

– ¿Podría alguien de su establecimiento identificar al tipo de anoche? -preguntó Kovac, de momento más preocupado por la idea de que Ogden se presentara en la tienda de Fallon que por el desmoronamiento de su familia.

– Estaba trabajando solo.

– ¿Algún cliente?

– Puede… Joder -masculló Fallon-. Ojalá le hubiera dicho que choqué contra una puerta.

– No sería el primero que lo intenta conmigo hoy -comentó Kovac-. En fin, ¿habló con Mike antes o después de la pelea?

Fallon exhaló el aire por la nariz en actitud impaciente.

– Después, me parece. ¿Qué más da?

– Mike iba bastante ciego cuando lo vi, no sé si de tranquilizantes o qué. Si habló con él después de eso, supongo que ya se le habría ido totalmente la olla.

– Ya. Cuando se trataba de machacarme, siempre estaba a la altura de las circunstancias -espetó Fallon con amargura-. Nunca se conformaba, nada era suficiente para compensar.

– ¿Compensar qué?

– El hecho de que yo no era él, Andy. Podría imaginarse que después de descubrir que Andy era marica… En fin, ahora está muerto, así que da igual. Se acabó. Por fin.

Miró de nuevo el roble, arrojó el cigarrillo a la nieve y miró el reloj.

– Tengo que ir al funeral. Tal vez consiga enterrar a uno antes de que el cadáver del otro se enfríe.

Miró a Kovac de soslayo antes de entrar en la casa.

– No es nada personal, Kovac, pero espero no volver a verlo nunca más.

Kovac guardó silencio, permaneció en la escalinata y contempló el árbol del ahorcado de los hermanos Fallon, imaginando a dos chicos con toda la vida por delante jugando a buenos y malos. Por aquel entonces, los lazos fraternos tejían la tela de sus vidas, dando forma a sus puntos fuertes, a sus debilidades, al resentimiento.

Si había algo de lo que las personas nunca se recuperaban, era la infancia. Si había un vínculo que no podía quebrarse, para bien o para mal, era el de la familia. Reflexionó sobre ello corno un oso que levanta rocas para ver qué alimento puede encontrar debajo. Pensó en los Fallon, en los celos, las decepciones y la rabia que se había interpuesto entre ellos. Pensó en el policía sin rostro con el que Neil Fallon se había peleado en el aparcamiento de su tienda.

¿Habría sido Ogden lo bastante imbécil para ir allí? ¿Por qué? O quizá «imbécil» no era la palabra adecuada. ¿Qué ganaba con ello? Tal vez esa era la pregunta clave.

Mientras sopesaba la cuestión, Kovac no podía dejar de pensar en que Neil Fallon ni siquiera había pedido ver a su padre, algo que los familiares de las víctimas casi siempre hacían. La mayoría de la gente se negaba a creer la mala noticia hasta que veía el cadáver con sus propios ojos. Neil Fallon no lo había pedido ni se había dirigido al baño al anunciar que iba a vomitar, sino que había salido derecho al jardín trasero.

Tal vez necesitaba aire fresco. Tal vez no había pedido ver a su padre muerto porque no era la clase de persona que necesitaba ver la imagen para creer la muerte, o quizá no tenía estómago para esas cosas.

O quizá les convenía comprobar si había residuos de pólvora en las manos de Neil Fallon.

En aquel momento, la puerta trasera se abrió, y Liska asomó la cabeza.

– Han llegado los buitres.

Kovac lanzó un gruñido. Había ganado un poco de tiempo pidiendo el equipo de técnicos forenses por el móvil, pero la central sin duda los había avisado por radio, y todos los periodistas del área metropolitana disponían de escáner. La noticia de un cadáver siempre atraía a los carroñeros. Según la prensa, el pueblo tenía derecho a conocer las tragedias de los desconocidos.

– ¿Quieres que me ocupe de ellos? -se ofreció Liska.

– No, haré una declaración -repuso, pensando en la vida de Mike Fallon, en el dolor, la pérdida, el amor perdido y las oportunidades desperdiciadas-. ¿Qué te parece esto? «La vida es una mierda y luego vas y te mueres.»

Liska enarcó una ceja.

– Menudo titular -se mofó con profundo sarcasmo.

Estaba a punto de entrar en la casa cuando Kovac la detuvo con una pregunta.

– Oye, Tinks, cuando viste a Ogden esta mañana, ¿tenía pinta de haberse peleado?

– No, ¿por qué?

– La próxima vez que lo veas, pregúntale qué coño hacía anoche en el bar de Neil Fallon, a ver cómo reacciona.

– ¿Estuvo en el bar de Fallon? -preguntó Liska, ceñuda.

– Puede. Fallon afirma que un poli estuvo allí haciendo comentarios desagradables y que se peleó con él.

– ¿Lo ha descrito?

– No, soltó la bomba y luego se escondió en su caparazón. Parece como si temiera algo, represalias, por ejemplo.

– ¿Por qué iba Ogden a ir hasta allí? ¿Con qué objetivo? Aun si… mejor dicho, sobre todo si tuvo algo que ver en la muerte de Andy Fallon o en el asesinato de Curtis, ir allí y buscar pelea con Neil Fallon… Ni siquiera Ogden es tan idiota.

– Eso es lo que pienso yo, y la siguiente pregunta lógica es: ¿Por qué se inventaría Neil una historia así?

¿Neil Fallon, cuyo padre está sentado en el baño con media cabeza hecha picadillo?

Neil Fallon, carcomido por viejos resentimientos. Neil Fallon, que había confesado tener muy mal genio. Neil Fallon, que envidiaba a su hermano y odiaba a su padre, aun después de sus muertes.

– Indaguemos un poco en su vida y milagros -propuso Kovac-. Que se encargue Elwood si no está ocupado. Yo hablaré con algunos clientes de Fallon, a ver si alguien más vio al poli fantasma.

– Vale.

Kovac miró por última vez el árbol del ahorcado.

– Asegúrate de que los técnicos protegen las manos de Mike -ordenó-. Puede que sí estemos ante un asesinato al fin y al cabo.

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