Steele's era la clase de gimnasio que requería grandes cantidades de sudor y gruñidos. No había clases de aerobic ni yoga, solo pesas, tíos cachas y heavy metal a todo volumen. El ambiente recordaba a un taller, y el hedor a hombres sobrados de testosterona resultaba casi insoportable.
Liska mostró la placa a la recepcionista con pinta de motera y expresión aburrida y entró en la sala de pesas principal. Se detuvo un instante en el umbral, paseando la mirada por los presentes, asombrada en secreto por los cuerpos que veía, cuerpos humanos normales convertidos en aquello a través de un comportamiento obsesivo y, en algunos casos, gracias a las maravillas de la química moderna. Uno de cada tres tipos en aquel gimnasio tenía pinta de Increíble Hulk.
Rubel estaba de pie en un rincón, observando a alguien que levantaba pesas en un banco. Llevaba una camiseta con las mangas cortadas para dar cabida a unos bíceps del grosor de postes telefónicos. Tenía los músculos tan bien definidos que podrían haberlo utilizado como modelo vivo para una clase de anatomía.
Liska se abrió paso entre el laberinto de hombres y máquinas, y supo exactamente cuándo Rubel reparó en su presencia, aunque no la miró, pues percibió un cambio de energía en el aire. Se acercó al banco de pesas y se encontró cara a cara con el feo Bruce Ogden, que pugnaba por levantar una barra cargada de discos del tamaño de ruedas de camión. Tenía el rostro enrojecido y emitía los gruñidos de rigor. Liska miró a Rubel.
– ¿Arma el mismo escándalo en la cama?
– No tengo ni idea.
– Se lo preguntaría a su novia, pero que yo sepa, nunca ha tenido -comentó Liska antes de inclinarse sobre Ogden para mirarlo con expresión de disculpa-. Lo siento, las putas no cuentan.
Ogden profirió un rugido y levantó la barra.
– ¿Qué quiere, sargento? -preguntó Rubel-. Estamos ocupados.
– Eso ya lo sé -espetó Liska muy seria, revelando parte del odio que le inspiraban aquellos dos hombres-. Están y han estado muy ocupados, y he venido para decírselo a la cara; nada de llamadas anónimas desde una cabina ni fotografías enviadas por correo. Tengo más pelotas que ustedes dos juntos.
Ogden colgó la barra del soporte y se incorporó con el rostro empapado en sudor.
– Eso tenemos entendido -espetó.
– Ah, así que ahora resulta que soy lesbiana, ¿eh? -bufó Liska-. Es usted la hostia, Ogden. Puede que si dejara de hacerse el macho heterosexual cachas y utilizara un poco el cerebro para variar, no estuviera metido en este lío, pero ya es demasiado tarde para cambiar. Cruzó la frontera en el momento en que decidieron involucrar a mis hijos; ya no hay vuelta atrás. Y puesto que no es legal arrancarles los corazones aquí mismo y enseñárselos mientras mueren, me limitaré a meterlos en la cárcel.
– No sé de qué habla -masculló Rubel sin inmutarse.
Liska lo miró a los ojos y guardó silencio un instante para ponerlo nervioso.
– Tengo a Cal Springer -reveló por fin-. Es mío, lo he puesto de mi parte. Y ahora empieza la diversión -murmuró con malicia-. El primero que vaya a ver al fiscal conseguirá un buen trato. Cal y yo nos reuniremos con alguien de la oficina de Sabin mañana a mediodía.
Ogden frunció los labios.
– Es usted una bocazas, Liska. No tiene nada; de lo contrario ya habría sacado las esposas.
– Es que no hay nada -añadió Rubel, aún impasible-. No hay caso.
Liska le dedicó una sonrisa.
– Piensa lo que quieras, cariño. Y ya que te pones, ¿por qué no piensas también un poco en lo que les pasa en la cárcel a los chicos guapos como tú? Tengo entendido que la cosa se pone fea, aunque por otro lado… puede que te guste. -Levantó la mano y le dio una palmada en la mejilla-. Lástima que Eric no esté vivo para hablarnos de ello.
¡Toma ya, directo a la yugular!
Rubel no cambió de expresión, pero sintió el golpe como si de un balazo se tratara. Liska percibió la onda expansiva del impacto, y Rubel sabía que ella lo sabía. Saboreó el momento. Tal vez mil momentos como aquel acabaran compensando lo que había sentido al ver las fotografías de Kyle y R. J.
O tal vez no.
Se volvió para marcharse y de repente vaciló. No fue más que una fracción de segundo, y lo más probable era que Ogden y Rubel no repararan en su titubeo. Pero en aquella fracción de segundo sus miradas se encontraron. De pie a unos tres metros de distancia, tomándose un descanso entre serie y serie de ejercicios de piernas, estaba Speed.
– ¿Estáis seguros de que el mecanismo de activación de voz funciona? -gimoteó Springer-. ¿Y si no se pone en marcha?
Barry Castleton estaba de rodillas ante él, fijando la minigrabadora al blandengue abdomen de Springer con cinta adhesiva. Como detective encargado del caso Ibsen, Castleton merecía cierta deferencia cuando Springer claudicó. Liska quería el asunto para sí, más por razones personales que para anotarse un tanto en el expediente, pero no podía excluirlo sin sentirse culpable. Castleton, un hombre negro de cuarenta y tantos años y cierta tendencia a vestirse como un profesor inglés; era un buen policía y un buen hombre. Si tenía que compartir el caso con alguien, no le importaba que fuera él.
– No te preocupes -aseguró Barry a Springer-. Nunca falla.
– Todo puede fallar con el gilipollas adecuado -bufó Kovac.
Springer, Castleton, Tippen, de la oficina del sheriff, estaban fuera de su jurisdicción y querían cubrirse las espaldas con los del condado; Liska y Kovac ocupaban la cocina de Springer. La señora Springer había ido a pasar unos días con una hermana suya. Liska se preguntó si volvería una vez pasara todo. Probablemente, aunque por otro lado, quedaba por ver si Cal eludiría la cárcel y estaría en casa cuando su mujer regresara.
La primera parte de Springer en el drama había consistido en hacer la vista gorda cuando Ogden puso pruebas en casa de Renaldo Verma. Por ese motivo, Ogden lo tenía cogido de las pelotas. Una cosa era que un agente hiciera una estupidez, pero el detective encargado de un caso de asesinato era un objetivo mucho más importante y tenía mucho más que perder. Cal Springer, ya medio ahogado por los efectos de su elevado tren de vida, no podía permitirse el lujo de perder.
– No me encuentro bien -se quejó.
– Eso ya lo olemos, Cal -replicó Castleton al tiempo que se levantaba.
Liska dejó de pasearse por la estancia como un oso enjaulado y le propinó un puntapié.
– ¡Ay! -gimió Springer mientras se inclinaba para tocarse la espinilla.
– Un hombre puede morir por tu culpa, y tú te quejas de que te encuentras mal -espetó Liska, asqueada-. Mis hijos fueron objeto de amenazas porque no fuiste lo bastante hombre para decir no a Bruce Ogden.
– Podría haber perdido mi empleo -se justificó Springer.
– Pues ahora irás a la cárcel. Buena elección, Cal.
– No lo entiendes.
Liska se lo quedó mirando con incredulidad.
– No, no lo entiendo ni lo entenderé nunca. Permitiste que Ogden falsificara pruebas para poder cerrar un caso y así anotarte un tanto.
– ¿Qué más le daba a Verma? -argumentó Springer-. Era un asesino y sabíamos que lo había hecho. Además… además… la víctima era uno de los nuestros. ¡No podíamos permitir que saliera impune!
– ¿Cómo te atreves a fingir que te importa la justicia? -gritó Liska-. No fue esa tu motivación, te estás limitando a racionalizar tu culpa. Hiciste la vista gorda con lo de Verma para potenciar tu carrera.
– Como si tú nunca hubieras hecho nada para potenciar tu carrera -siseó Springer.
– Nunca he manipulado una investigación, eso desde luego. ¿Se te ocurrió alguna vez que quizá Verma no matara a Curtis, un policía homosexual seropositivo que había cambiado de compañero tres veces en cinco años y había presentado quejas formales por acoso?
– ¿Cuando pillé a Verma por el asesinato de Franz? No.
– Corta el rollo, Springer -terció Castleton-. Fue Bobby Kerwin quien le echó el guante a Verma por lo de Franz. Tú ni siquiera participaste en eso.
Springer apretó la mandíbula.
– Era una forma de hablar. Verma había cometido un asesinato idéntico y no sé cuántos atracos. ¿Por qué no cargarle el muerto?
– Entre otras cosas, porque no tenías pruebas físicas -le recordó Tippen.
Springer lo miró con expresión ceñuda.
– ¿Por qué iba a sospechar de otro policía, por el amor de Dios? Hablamos con todos los antiguos compañeros de Curtis y no encontramos nada raro.
– Pues no os esforzasteis lo suficiente -replicó Liska-. El último compañero de Curtis, Engle, me contó, y eso que no me conoce de nada, que creía que había algo entre Curtis y Rubel. ¿No te lo contó cuando investigabas el asesinato de Curtis?
– No tenía sentido -señaló Springer-. Joder, échale un vistazo a Rubel; no es marica. Además, ¿por qué iba a matar a Curtis? Hacía mucho que no eran compañeros.
– Pues por el sida, capullo. Si Curtis contagió a Rubel una enfermedad incurable, a mí me parece móvil suficiente.
Springer respiró hondo.
– ¿Y no te pareció extraño que un par de meses después del asesinato de Curtis, Derek Rubel, uno de los ex compañeros de Curtis, de repente se hiciera compañero del tipo que había manipulado las pruebas del caso? -prosiguió Liska.
Springer daba la impresión de estar a punto de tener una rabieta, pero Liska lo asustaba demasiado.
– A los polis los cambian de compañero cada dos por tres -masculló, lívido y tembloroso-. Además, por entonces el caso ya estaba cerrado.
– Ah, ya, el caso estaba cerrado, así que, ¿qué más daba cargarle el muerto a un tipo que no lo había hecho? A fin de cuentas, había cometido un crimen igual de espantoso, y además, Ogden te tenía bien pillado, ¿verdad? Podía entregarte a Asuntos Internos en cualquier momento. Claro que eso le habría costado el puesto, pero a ti te habría costado mucho más. De modo que cuando Ogden y Rubel necesitaron una coartada para el jueves por la noche, Ogden no tuvo más que llamarte por teléfono.
– Ogden me habría destruido.
– Los polis malos se destruyen solos -musitó Liska.
Recordó que Savard le había dicho lo mismo cuando fue a Asuntos Internos tras el descubrimiento del cadáver de Andy Fallon. Tenía la sensación de que había pasado un año entero desde aquel día.
– ¿Tampoco te importaba lo que le habían hecho a Ken Ibsen? -quiso saber.
Springer apartó el rostro, avergonzado. No le había importado lo suficiente para poner en peligro su carrera, y alguien había estado a punto de pagar con su vida por ello.
– Me gustaría poder arrastrarte junto a la cama de Ken Ibsen para que estuvieras allí cuando los médicos lo examinaran Me gustaría poder coger sus recuerdos de lo que esos dos animales le hicieron en aquel callejón y grabártelos para siempre en la memoria para que tuvieras que revivir el ataque cada día de tu mísera vida.
– ¡Lo siento! -gritó Springer.
– Ya.
Kovac se interpuso entre ambos y asió a Liska del brazo.
– Vamos, Tinks. Están a punto de llegar; vayamos a escondernos para la fiesta sorpresa
La condujo hasta la despensa, un cubículo lleno de estantes con comida en lata y vajillas. Liska se apoyó contra una de las estanterías, Kovac contra la otra.
– Los tienes, Tinks -musitó Kovac.
– Casi, pero no del todo. Los quiero bien pillados y machacados.
– Entonces, puede que te convenga no pasarte tanto con el tipo que te los va a entregar.
– Se merece eso y mucho más.
– Se merece exactamente lo que le has dicho, revivir el ataque cada día de su vida, pero tendremos que conformarnos con arruinar su carrera y meterlo en la cárcel.
– Amenazaron a mis hijos, Sam -le recordó Liska, temblando de nuevo al rememorar las fotografías-. ¿Sabes? Me he pasado la semana entera preguntándome qué homófobo mataría a un homosexual de una paliza exponiéndose a semejante cantidad de sangre. No tenía sentido. Todos los tíos que conozco están cagados con el tema del sida. Creen que lo pueden pillar sentándose en un retrete, estrechando la mano o incluso respirando. Tenía que ser alguien que desconociera el riesgo o bien alguien ya infectado. Y entonces vi a Rubel en el hospital…
– Rubel no odiaba a Curtis porque fuera homosexual -constató Kovac-. Lo mató porque Curtis le había contagiado la enfermedad, por venganza.
– Y Ogden falsificó las pruebas contra Verma para proteger a Rubel porque son amantes.
– Son los malos, Tinks, y los has pillado -declaró Kovac, dándole una palmada en el hombro-. Estoy orgulloso de ti, pequeña…
– Gracias -repuso Liska antes de desviar la mirada y morderse el labio inferior-. ¿Crees que Springer puede hacerles confesar lo de Andy Fallon?
– Si fueron ellos, puede.
En aquel momento, Tippen asomó la cabeza a la despensa.
– Acaban de llegar los invitados. Todo el mundo a sus puestos.
Liska desenfundó el arma y la verificó, al igual que Kovac. Ambos adoptaron una expresión resuelta y profesional. Permanecerían donde estaban mientras Springer intentaba que Ogden y Rubel se incriminaran. Una vez hubieran escuchado lo suficiente, tenderían la trampa a ambos en la cocina. Entretanto acudirían varios coches patrulla de la oficina del sheriff.
Sonó el timbre. Se oyeron varias voces, aunque Liska no alcanzó a distinguir las palabras. Visualizó a Springer saludando a los dos hombres, invitándolos a entrar, asegurándoles que estaba de su parte. Sin embargo, el tono de la conversación cambió de repente, y Springer profirió un grito quebrado por un disparo.
– ¡Mierda! -masculló Kovac mientras salía de la despensa como una exhalación.
Liska le pisaba los talones.
– ¡No se muevan, policía! -gritó Castleton.
Otros tres disparos.
Kovac corrió al salón y se agazapó. Liska salió al garaje por la puerta lateral y de allí al sendero de entrada.
– ¡Rubel! -chilló antes de vaciar el cargador y esconderse tras la puerta.
Le respondieron dos disparos muy seguidos, uno de los cuales astilló el marco de la puerta tras la que se ocultaba. Otros tres disparos y el grito de un hombre.
El motor del 4x4 cobró vida con un rugido y salió en marcha atrás del sendero. Al abandonar el cobijo de la puerta, Liska vio a Rubel con el brazo asomado a la ventana, disparando.
Entre luces y aullidos de sirenas, dos coches patrulla se acercaban a toda velocidad al final de la calle sin salida. Rubel no aminoró la marcha y se abrió paso entre ambos vehículos. Uno de ellos chocó contra la parte trasera derecha de su camioneta con un fuerte golpe. Rubel siguió adelante mientras uno de los coches del sheriff daba media vuelta para perseguirlo.
Bruce Ogden yacía sollozante en el sendero de entrada, rodando sobre sí mismo como una foca varada mientras intentaba en vano tocarse la espalda.
Liska corrió hacia él sin dejar de apuntarlo con el arma y apartó su revólver de un puntapié. Kovac llegó desde la acera, mascullando juramentos.
– ¡Springer ha muerto!
– ¡Socorro! ¡Socorro! -gimió Ogden.
Una mancha oscura se extendía bajo su cuerpo sobre el hormigón helado. Liska se lo quedó mirando mientras pensaba en Ibsen. En aquel momento llegó un coche patrulla del departamento de policía de Eden Prairie, del que se apearon a toda prisa dos agentes.
– No lo toquen sin guantes -advirtió Liska al tiempo que se apartaba de Ogden-. Es peligroso para la salud.
– ¿De quién ha sido la brillante idea? -quiso saber Leonard, mirando a Kovac de hito en hito.
– Teníamos que actuar con rapidez, teniente -explicó Liska-. Queríamos grabar pruebas incriminatorias contra Ogden y Rubel antes de que llegaran sus abogados.
Se encontraban en el salón de Cal Springer, con la chimenea fría y el árbol de Navidad apagado. En aquellos instantes estaban metiendo a Cal Springer en una bolsa para llevarlo al depósito. Le habían disparado a quemarropa en el pecho.
– Desde luego, no esperábamos que pasara esto-añadió Kovac.
– Vi que Rubel y Ogden intentaban sacarlo de la casa, probablemente para llevárselo a alguna parte y hacerlo desaparecer -terció Castleton-. Springer lo sabía e intentó resistirse, y Rubel le disparó sin darme tiempo a intervenir.
– Por el amor de Dios -espetó Leonard, mirando asqueado la bolsa colocada sobre la camilla que dos empleados de la oficina del forense sacaban en aquel momento de la casa-. La prensa se va a cebar con esto.
Ah, y por cierto, mi más sentido pésame, señora Springer, pensó Liska.
– Todos los policías del área metropolitana y de los condados circundantes tienen orden de busca y captura contra Rubel -señaló Castleton.
– Seguro que abandona el 4x4 y roba un coche -aseguró Kovac-. Ya no tiene nada que perder. Si le echamos el guante, lo acusarán de dos asesinatos y asalto con agravantes. No volverá a ver la luz del día.
El jefe de policía de Eden Prairie entró en el recibidor.
– Teniente Leonard, la prensa espera.
Leonard masculló un juramento entre dientes y se alejó.
Liska fue a la cocina y sacó el móvil para comprobar cómo estaban los chicos. En aquel momento, Speed llegó por el lavadero, se detuvo en el umbral y la miró con fijeza.
– ¿Estás bien? -preguntó.
– No.
Liska bajó la cabeza y marcó el número de Milo Foreman. Speed esperó y escuchó mientras Liska explicaba la situación a Milo y le preguntaba si los chicos podían quedarse con él hasta el domingo. Por fin cerró el teléfono y se lo guardó en el bolsillo del abrigo.
– Te preguntaría qué haces aquí -suspiró-, pero…
– Me enteré por la radio.
– ¿Ah, sí? ¿No has seguido a Ogden y Rubel desde ese gimnasio del que no eres socio?
Speed se frotó la barba incipiente y desvió la mirada.
– ¿Qué hacías allí, Speed?
– Un trabajo para la brigada de Narcóticos de Minneapolis -explicó con un enorme suspiro-. Sabían que tenían un problema de anabolizantes en el departamento y necesitaban una cara nueva para investigarlo.
– ¿Cuánto tiempo? -preguntó Liska mientras el enojo, el dolor y la frustración se adueñaban de ella.
– Dos meses -confesó Speed tras un titubeo.
Liska se echó a reír y sacudió la cabeza. ¿Por qué me duele tanto?, se preguntó. No debería haberse sorprendido. De hecho, quizá no estaba sorprendida, pero tenía que reconocer que había albergado cierta esperanza, una chispa diminuta de… Después de tantos años, esa chispa seguía allí. No comprendía por qué no se había extinguido sola.
– Así que tu repentino interés por mí y los chicos…
– Es sincero, Nikki.
– Por favor.
Speed se acercó a ella.
– Sabía que ibas detrás de Ogden y Rubel; estaban en el gimnasio la tarde de lo de Fallon.
– ¿Y con qué finalidad me espiaste? -inquirió Liska-. Y todo sin decirme una puta palabra…
– Ya sabes que no puedo hablar de mis casos, Nikki.
– Ah, pero sí sonsacarme información sobre los míos -replicó ella, recordando cada pregunta que Speed le había hecho a lo largo de aquella semana-. Eres tan cabrón…
Speed se acercó más, obligándola a retroceder, adoptando una expresión triste, preocupada y dolida por el bajo concepto que Liska tenía de él. Ella se apartó para eludir cualquier contacto físico con él.
– Nikki, estaba velando por ti, por los chicos…
– ¿Ah, sí? ¿Y cómo, si puede saberse? -lo atajó Liska-. ¿No diciéndome nada? ¿No contándome que estabas allí?
– No me pediste precisamente que estuviera.
– ¡No te atrevas a echarme la culpa!
Speed extendió los brazos y retrocedió un paso.
– Pensé que podía cuidar de vosotros sin poner en peligro mi investigación ni la tuya.
– Y así no quedar como un capullo si la mía se iba al garete -replicó Liska-. ¿O acaso planeabas aparecer en el último momento, como Supermán, y arreglarlo todo en un santiamén? Eso te haría quedar como un rey, ¿verdad? Pillas a los malos, te quedas con la chica…
Speed estaba perdiendo la paciencia, como siempre que el encanto y la falsa sinceridad le fallaban.
– Si es eso lo que piensas de mí, Nikki…
Liska respiró hondo y pugnó por contener las emociones.
– Lo que pienso es que debes irte. Tengo trabajo.
Speed ahogó otro suspiro, reagrupó sus fuerzas e intentó atacar de nuevo con el rollo de amigo preocupado.
– Mira, sé que este no es el lugar ni el momento apropiado, pero quería asegurarme de que estabas bien. Puede que luego me pase por tu casa…
– No.
– Mañana por la tarde puedo llevarme a los chicos un rato si quieres.
– Lo que quiero -masculló Liska con la vista clavada en el lavadero, porque mirarlo dolía demasiado- es no verte durante un tiempo, Speed.
Su ex comprendió por fin que no iba a ganar esa batalla. El encanto personal y la apostura le funcionaban a las mil maravillas en la vida cotidiana, pero se le habían acabado los disfraces que usar con Liska, al menos hasta que volviera a sentirse lo bastante débil para confiar de nuevo en él.
– Llévate a los chicos mañana por la tarde si lo que quieres es estar con ellos, pero no lo hagas para llegar hasta mí.
Speed vaciló un instante, como si tuviera algo más que decir, pero por fin se fue por donde había venido.
Liska permaneció inmóvil, con la mirada clavada en el suelo mientras intentaba aclararse las ideas y poner la mente de nuevo en funcionamiento para volver al trabajo y ser la poli dura de siempre. Otra vez. Vio a Kovac bajo la arcada que conducía a la parte principal de la casa.
– ¿Por qué no aprenderé? -suspiró.
– Porque eres una cabezota.
– Gracias.
– Te lo dice un experto -aseguró Kovac antes de acercarse y rodearle los hombros con un brazo-. Vamos, Tinks. A menos que decidas salir corriendo y pegarle un par de tiros en la cabeza a ese cabrón, aquí hemos terminado. Déjalo por hoy y vete a casa. Te enviaré un coche patrulla.
– No necesito… -intentó protestar Liska con una mueca.
– Sí que necesitas. Tú has desenmascarado a Rubel, pequeña, y sabe dónde vives.
Un escalofrío le recorrió la columna vertebral como un dedo helado.
– ¿Sabes? -suspiró, apoyando la cabeza en el hombro de Kovac-. A veces me gustaría ser camarera.