Capítulo 6

Neil Fallon no solo había abandonado a su padre, sino también la ciudad. Kovac condujo hacia el oeste por la ancha autopista 394, que se estrechó a una carretera de dos carriles, luego de uno y por fin de uno sin arcén, el último extremo de una vía que bordeaba los dedos de agua del lago Minnetonka. En otras vías de servicio asfaltadas que flanqueaban el lago se alzaban antiguas mansiones que se habían hecho construir los grandes magnates de la madera y los industriales, así como mansiones nuevas construidas en años recientes para deportistas profesionales y estrellas del rock. Sin embargo, en la zona del lago donde se encontraba Kovac, las parcelas eran demasiado pequeñas para levantar viviendas ostentosas. Había cabañas casi suspendidas sobre las orillas y semiocultas entre los grandes pinos, en algunos casos casitas de veraneo, en otros, refugios de pesca que deberían haberse demolido una o dos décadas atrás, o bien modestas viviendas permanentes.

El hermano de Andy Fallon poseía un variopinto racimo de cabañas agrupadas en una cuña de tierra situada entre el lago y un cruce de caminos. El establecimiento de Fallon, combinación de bar y tienda de cebos vivos, era el más cercano a la carretera, un edificio apenas más espacioso que un garaje para tres coches, con revestimiento verde y ventanas demasiado pequeñas que confería al lugar el aspecto de tener los ojos entornados. En las ventanas brillaban rótulos fluorescentes que anunciaban la venta de cerveza Miller's y Coors, así como de cebos vivos.

La idea de almorzar se marchitó y murió en el estómago vacío de Kovac. Aparcó el destartalado Chevrolet Caprice en el pequeño estacionamiento helado, apagó el motor y escuchó su renqueo. Conducía el mismo coche del parque del departamento desde hacía más de un año. En aquel período, ningún mecánico había sido capaz de curarle el hipo o arreglar la calefacción para que soltara algo más qué un soplo de aire tibio. Había solicitado otro coche, pero el papeleo había desaparecido en un agujero negro burocrático, y nadie le devolvía las llamadas. Tal vez su expediente como conductor guardara alguna relación con aquel silencio, pero prefería creer que le estaban jodiendo vivo, ya que así tenía la excusa perfecta para estar cabreado.

Una mesa de billar ocupaba gran parte del espacio en el bar. De las paredes revestidas de madera vieja de granero colgaban docenas de fotos de personas, a buen seguro clientes, sosteniendo peces en alto. En la pantalla del televisor colocado sobre la diminuta barra se veían imágenes de un culebrón. Detrás de la barra, una mujer corpulenta de cabello castaño ralo y con un cigarrillo colgado de la comisura de los labios lavaba una jarra de cerveza con un paño sucio. No olvides beber a morro, Kovac. Al otro lado de la barra, una rata de lago con la mitad de la dentadura desaparecida en combate y una mugrienta gorra de béisbol roja ladeada sobre el cráneo se sentaba en un taburete.

– Hope nunca le haría una cosa así a Bo -sentenció huraña la mujer-. Pero si es el amor de su vida, joder.

– Era -corrigió la rata de lago-. A ver si prestas más atención, Maureen. Stephano le metió un microchip en el cerebro que la hace malvada. Gina la Malvada, así es como la llaman ahora.

– Chorradas -espetó Maureen, y la ceniza de su cigarrillo se tiñó de rojo por un instante.

Kovac carraspeó.

– ¿Neil Fallon?

La mujer lo miró de arriba abajo.

– ¿Qué vendes?

– Malas noticias.

– Está en la parte trasera.

Menuda amiga.

La mujer le indicó la puerta de la cocina con una inclinación de cabeza.

La cocina era tan abigarrada como una tómbola de feria, y apestaba a grasa rancia y trapos sucios. O quizá ese hedor mohoso procedía de pececillos muertos. Kovac mantuvo las manos en los bolsillos y el abrigo bien apretado contra sí, intentando no preguntarse dónde guardaba Neil los cebos vivos.

Fallon estaba en la entrada sin puerta de un gran cobertizo almacén. Tenía el mismo aspecto que Mike veintitantos años antes, con la complexión de un toro, rostro carnoso y rubicundo, y cierto rictus amargo en la boca. Se volvió hacia Kovac mientras este cruzaba el patio, se encajó unas gafas de soldador sobre los ojos y siguió trabajando en el esquí de una motonieve. Las chispas salían disparadas del soplete como una exhibición de fuegos artificiales diminutos y relucientes contra la penumbra del cobertizo.

– ¿Neil Fallon? -gritó Kovac para hacerse oír por encima del estruendo al tiempo que sacaba la placa y la sostenía en alto, aunque fuera del alcance de las chispas-. Kovac, de la policía de Minneapolis.

Fallon retrocedió un paso, apagó el soplete y se subió las gafas. En su rostro no se advertía expresión alguna.

– Ha muerto.

Kovac se detuvo a un metro de la motonieve.

– ¿Lo ha llamado alguien?

– No, es que siempre he sabido que enviarían a un policía para decírmelo. Ustedes eran más su familia que yo.

Se sacó un pañuelo rojo del bolsillo del mono y se enjugó el rostro sudoroso a pesar de la baja temperatura.

– Bueno, ¿qué ha pasado? ¿El corazón? ¿O se emborrachó y se cayó de la puta silla?

– No he venido por su padre -aclaró Kovac.

Neil se lo quedó mirando como si le hablara en chino.

– He venido por Andy. Ha muerto. Lo siento.

– Andy.

– Su hermano.

– Joder, ya sé que es mi hermano -espetó Fallon.

Con mano insegura, dejó el soplete sobre un banco de trabajo, se quitó los guantes y luego arrojó las gafas de soldador lejos de sí como si le quemaran. Aterrizaron con un golpe sordo entre un montón de bombonas de gas viejas.

– ¿Muerto? -masculló sin aliento-. ¿Cómo que muerto? ¿Cómo va a estar muerto? No puede estar muerto.

– Por lo visto, se suicidó. O quizá fuera un accidente.

– ¿Suicidio? Joder…

Respirando con dificultad, se acercó a una taquilla oxidada colocada junto al banco de trabajo, sacó una botella medio vacía de whisky Old Crow y bebió dos largos tragos. Acto seguido dejó la botella, se inclinó hacia delante, sepultó el rostro entre las manos y soltó una larga retahíla de juramentos.

– Andy… -Escupió en el suelo-. Suicidio… -Escupió de nuevo-.Joder…

Luego salió del cobertizo y vomitó sobre la nieve.

En fin, cada cual reaccionaba de un modo distinto. Kovac rebuscó en sus bolsillos y solo encontró un chicle de nicotina. Mierda.

– Joder -masculló de nuevo Fallon.

Regresó al interior del cobertizo y se sentó en un taburete hecho con un tronco mientras dejaba la botella entre sus pies.

– Andy.

– ¿Estaban muy unidos? -preguntó Kovac, apoyándose contra el banco de trabajo.

Fallon sacudió la cabeza y se mesó el abundante cabello cobrizo con las manos.

– Bueno, supongo que en los viejos tiempos sí. O puede que nunca. Andy se pasó muchos años venerándome porque yo era mayor y más duro, y porque plantaba cara al viejo. Pero él siempre fue el favorito de Iron Mike, y yo desperdicié mucho tiempo odiándolo por eso.

Pretendía transmitir la sensación de que aquel odio era cosa del pasado, pero en su voz aún se advertía un vestigio de amargura, notó Kovac. Sabía por experiencia que los resentimientos familiares casi nunca se olvidan del todo. La gente se limitaba a correr un tupido velo y hacer caso omiso de ellos, como si de muebles feos se tratara.

– Al parecer era un chico modélico -comentó para abrir la vieja herida-. Deportista estrella, buen estudiante que siguió los pasos de su padre…

Fallon clavó la mirada en el suelo y apretó los labios en una delgada línea.

– Era todo lo que el viejo quería en un hijo, o al menos eso creía Mike. En cambio yo era totalmente distinto.

Metió la mano por la cremallera abierta del mono de trabajo y sacó un cigarrillo y un encendedor del bolsillo de la camisa.

– Que les den por el culo -masculló exhalando la primera bocanada de humo.

Dicho aquello, lanzó una carcajada amarga, cogió la botella y bebió otro trago.

– ¿Se veían mucho? -preguntó Kovac.

Fallon sacudió la cabeza, si bien Kovac no sabía a ciencia cierta si denegaba o aún intentaba hacerse a la idea de la muerte de su hermano.

– Pasaba por aquí de vez en cuando; le gustaba pescar. Guarda los aperos aquí, y también su barca en invierno. Supongo que es un gesto fraternal o algo así, como si se creyera en la obligación de patrocinar mi empresa. Andy tiene un acusado sentido del deber.

– ¿Cuándo habló con él por última vez?

– Vino el domingo, pero no hablé con él. Estaba ocupado con un tipo que quería comprar una motonieve.

– ¿Cuándo fue la última vez que sostuvieron una conversación seria?

– ¿Seria? Bueno, pues hace cosa de un mes.

– ¿Sobre qué?

Fallon frunció los labios.

– Vino a decirme que tenía intención de salir del armario, que era maricón. Ja, como si hiciera falta que me lo dijera.

– ¿No sabía usted que era homosexual?

– Claro que lo sabía. Lo sabía desde el instituto. No hizo falta que me lo dijera; sencillamente, lo sabía.

Bebió otro trago y dio otra chupada al cigarrillo.

– En aquella época se lo dije al viejo porque estaba cabreado y hasta las narices, hasta las putas narices de oír siempre lo de «¿Por qué no eres como tu hermano?».

Lanzó otra carcajada como si acabara de contar un chiste buenísimo.

– Joder, por poco me rompe la mandíbula de la hostia que me metió. Nunca lo había visto tan cabreado. Si le hubiera dicho que la Virgen María era una puta, no se habría cabreado ni la mitad. Pero cometí un pecado contra el niño de oro. Si no hubiera estado en esa silla de ruedas, me habría hecho puré.

– ¿Cómo estaba Andy cuando se lo contó?

Fallon reflexionó un instante.

– Como muy intenso -repuso por fin-. Me parece que aquello fue un trauma para él. Se lo había contado a Mike, o sea que la escenita debió de ser cojonuda. Habría dado lo que fuera por verla. De hecho, me sorprendió que no le diera un ataque.

Fumó un poco más, arrojó la colilla al suelo y la aplastó con la puntera de la bota.

– Pero fue un poco raro, ¿sabe? Me daba pena Andy, porque yo sabía lo que significaba decepcionar al viejo, y él no.

– ¿Lo volvió a ver después de aquello?

– Un par de veces. Vino a practicar la pesca en el hielo, y le presté una de las cabañas. Otro día tomamos una copa. Creo que quería que volviéramos a ser hermanos de verdad, pero, joder, ¿qué teníamos en común aparte del viejo? Nada… ¿Cómo se lo ha tomado Mike? -quiso saber al cabo de unos instantes-. Me refiero a la muerte de Andy. ¿Lo ha enviado él aquí? Claro, es incapaz de llamarme personalmente, de reconocer que su hijo perfecto ha resultado no ser tan perfecto a fin de cuentas. Típico de Mike. Prefiere quedar como un cabrón a reconocer que está equivocado.

Agarró el cuello de la botella, se levantó con dificultad y salió del cobertizo.

– Que les den por el saco.

Kovac lo siguió, arrebujándose en el abrigo. Hacía cada vez más frío, un frío húmedo que calaba hasta los huesos. Le dolía la cabeza y la nariz.

Fallon dobló la esquina del cobertizo y se detuvo con la mirada fija entre las destartaladas cabañas de pesca que alquilaba en verano. Los edificios se alineaban a lo largo de la orilla del Minnetonka, pero en aquella época del año apenas había orilla. La nieve se extendía sobre la tierra y el hielo, tornándolos imposibles de distinguir. El paisaje era un mar blanco que se alargaba hacia un horizonte anaranjado.

– ¿Cómo lo hizo?

– Se ahorcó.

– Ah.

Solo eso. Ah. Fallon siguió inmóvil mientras el viento barría una fina bruma blanca de un lado del lago al otro. No negaba la evidencia ni se mostraba incrédulo. Tal vez no había conocido a su hermano tan bien como Steve Pierce. O tal vez llevaba tiempo deseando su muerte y por tanto no le costaba demasiado aceptar el hecho.

– Cuando éramos pequeños jugábamos a vaqueros -explicó-. Yo siempre era el que acababa ahorcado, el malo, y Andy siempre hacía de sheriff. Qué curioso cómo acaban las cosas.

Guardaron silencio durante unos momentos. Kovac imaginaba que Fallon estaba rememorando aquellas escenas. Dos niños pequeños, con la vida entera por delante, con sus sombreros de vaquero de dos dólares, montados sobre palos de escoba. Futuros brillantes manchados por los celos, las tensiones y las decepciones que trae consigo crecer.

Las imágenes de la infancia se diluyeron para dar paso a Andy Fallon colgado desnudo de una viga.

– ¿Le importa si bebo un trago de eso? -pidió a Fallon, señalando la botella.

Fallon se la alargó.

– ¿No está de servicio?

– Siempre estoy de servicio; es lo único que tengo -admitió Kovac-. No se lo diré a nadie si usted no lo hace.

Fallon se volvió de nuevo hacia el lago.

– Que les den por el saco.


El vecino estaba en su jardín, recolectando bombillas navideñas fundidas, cuando Kovac llegó a casa. Kovac se detuvo a medio camino del sendero para observarlo mientras desenroscaba una bombilla del halo de la Virgen María y la arrojaba a una bolsa de basura.

– Aunque se fundiera la mitad, seguiría viviendo a cuatro metros del sol -comentó.

El vecino se lo quedó mirando entre ofendido y aprensivo, la bolsa de basura apretada contra el pecho. Era un hombre menudo de unos setenta años, aspecto duro y ojillos mezquinos. Llevaba una gorra de aviador a cuadros rojos con las orejeras caídas sobre las orejas.

– ¿Y su espíritu navideño? -espetó.

– Lo perdí la cuarta noche que no conseguí pegar ojo por culpa de sus putas luces. ¿No podría ponerles un temporizador para que se apagaran a cierta hora?

– ¿Qué sabrá usted? -bufó el vecino.

– Pues que está usted chalado.

– ¿Acaso quiere que provoque una sobrecarga eléctrica? Eso es lo que pasaría si me pasara la vida encendiendo y apagando las luces. Sobrecarga eléctrica. Podría dejar sin luz toda la manzana.

– No caerá esa breva -suspiró Kovac antes de dirigirse a su casa.

Encendió el televisor para tener un poco de compañía, metió unos restos de lasaña en el microondas, se sentó en el sofá y comió un poco sin apetito. Se preguntó si Mike Fallon estaría sentado ante su televisor de pantalla gigante, intentando comer, intentando huir por unos instantes de su dolor refugiándose en la rutina.

A lo largo de su carrera como detective de Homicidios, Kovac había visto a mucha gente a caballo entre la normalidad y la realidad surrealista que significa un delito violento en sus vidas. Por regla general, no pensaba mucho en ello. A fin de cuentas, no era trabajador social, sino que su misión consistía en resolver el crimen y seguir adelante. Sin embargo, esa noche sí pensó en ello, porque Mike había sido policía, y tal vez por otras razones.

Dejó a un lado la lasaña y el programa que no estaba viendo, fue al escritorio y rebuscó en un cajón hasta dar con una agenda que no había visto la luz del día durante al menos cinco años. Su ex mujer figuraba por el nombre de pila. Kovac marcó el número, esperó y colgó cuando saltó el contestador. Voz de hombre. El segundo marido.

¿Qué habría dicho de todos modos? Hoy me han asignado otro fiambre y eso me ha recordado que tengo una hija.

No. Le recordaba que no tenía a nadie.

Regresó al salón con la pecera vacía y la tele. La escena le recordaba demasiado al viejo Iron Mike sentado en su sillón de masaje ante la enorme pantalla de su televisor, solo en el mundo, sin nada aparte de recuerdos amargos y esperanzas echadas a perder. Y un hijo muerto.

Por lo general, Kovac estaba convencido de que le iba mejor sin vida personal, pues el trabajo era un refugio seguro, y con él sabía a qué atenerse. Sabía quién era, dónde y cómo encajaba. Sabía qué hacer, y eso no podía decirlo de ninguna esfera que no incluyera el uso de la placa.

Existían peores destinos que ser un poli de carrera. El trabajo le gustaba casi siempre, aunque no el politiqueo que implicaba. Era bueno sin destacar como una estrella, como Ace Wyatt, que acaparaba titulares y posaba ante las cámaras como un profesional. Kovac era bueno en el sentido que de verdad contaba.

– Zapatero a tus zapatos -masculló antes de dar la espalda a la cena, coger el abrigo y salir de la casa.


Steve Pierce vivía en una casa adosada de obra vista situada en una calle gris de Lowry Hill demasiado próxima a la autopista. Era un barrio lleno de yuppies y modernos con dinero suficiente para reformar los viejos edificios de ladrillo, pero aquella zona estaba fragmentada en cuñas pequeñas a causa de la ampliación de las principales arterias viarias de Hennepin y Lyndale, y la división ya no era solo física, sino también psicológica.

Los vecinos de Steve Pierce no tenían las casas adornadas con llamativas luces navideñas que sobrecargaban el suministro eléctrico de todo el norte del país. Por el contrario, todo era discreto y elegante. Una corona de abeto por aquí, un ramito de acebo por allá. Kovac odiaba su barrio, pero aquel le parecía aún peor. La calle producía la impresión de que sus moradores no estaban vinculados de ningún modo, ni siquiera por lazos de hostilidad.

Kovac encajaba a la perfección aquella noche.

Permaneció sentado en su coche, aparcado a poca distancia de la casa de Pierce, esperando y pensando. Pensando que, con toda probabilidad, Andy Fallon no dejaba la puerta de su casa abierta. Pensando que Steve Pierce parecía saber mucho y a un tiempo nada de su viejo amigo. Pensando que ahí había gato encerrado, y que Pierce no quería revelar toda la historia.

La gente mentía a la policía constantemente, y no solo los malos y los culpables. Mentir era una actividad no discriminatoria. Los inocentes mentían, las madres de niños pequeños mentían, los chupatintas mentían, las abuelas de cabello azulado mentían… Todo el mundo mentía a la policía. Era algo que parecía escrito en el código genético de los seres humanos.

Steve Pierce también mentía, de eso no le cabía la menor duda. Ahora, su misión consistía en reducir el número de mentiras posibles y determinar si alguna de ellas podía revestir importancia en la muerte de Andy Fallon.

Sacó un paquete de Salem de debajo del asiento del acompañante, se lo puso bajo la nariz, inhaló con fuerza la fragancia del tabaco, volvió a dejar el paquete en su lugar y se apeó.

Pierce abrió la puerta en pantalón de chándal y suéter de la Universidad de Minnesota. El aroma a whisky de calidad flotaba a su alrededor como colonia, y de sus labios pendía un cigarrillo. En las horas transcurridas desde que descubriera el cadáver de Andy Fallon, su aspecto físico había degenerado hasta convertirse en el de un hombre que llevaba largo tiempo luchando contra una enfermedad terminal. Rostro demacrado, tez cenicienta, ojos inyectados en sangre… La comisura de sus labios se curvó hacia arriba cuando se quitó el cigarrillo de la boca y exhaló el humo.

– Vaya, vaya, pero si es el Espíritu Navideño en persona. ¿Ha traído una porra de goma esta vez? Porque la verdad, me parece que no han abusado suficiente de mí hoy. Primero encuentro a mi mejor amigo muerto en su casa, luego me lío a hostias con el Increíble Hulk vestido de policía y por último un detective estúpido me acribilla a preguntas ofensivas. No es una lista lo bastante larga; me apetece un poco de tortura. -De pronto abrió los ojos como platos y se llevó la mano a la boca en un ademán de susto burlón-. ¡Uy, se me ha escapado! Ahora ya conoce mi secreto. ¡Sadomasoquismo!

– Mire -intentó tranquilizarlo Kovac-. Tampoco yo he tenido precisamente un buen día. He tenido que decirle a un hombre al que llegué a admirar mucho que su hijo probablemente se ha suicidado.

– ¿Y le escuchó? -quiso saber Pierce.

– ¿Cómo dice?

– Que si Mike Fallon le escuchó cuando le contó lo de Andy.

– No le quedó más remedio -observó Kovac con el ceño fruncido.

Pierce miró la calle oscura por la ventana, como si una parte de él aún se aferrara al último jirón de la esperanza de que Andy Fallon apareciera entre las sombras y llamara a su puerta. Pero el peso de la realidad acabó por aplastarlo. Arrojó la colilla del cigarrillo a la acera.

– Necesito una copa -sentenció antes de alejarse de la puerta abierta.

Kovac lo siguió mientras echaba un vistazo a la vivienda. Era un juego de colores en intenso contraste y muebles de roble de un estilo retro que no habría podido identificar ni aun a punta de pistola. No tenía ni idea de decoración, pero sí reconocía la calidad y el precio. Las paredes del pasillo eran un collage de fotografías artísticas sobre fondo blanco y marco negro.

Entraron en una salita pintada de azul marino con mullidos sillones de cuero color guante de béisbol. Pierce se dirigió a un mueble bar situado en un rincón y rellenó su vaso de Macallan, a cincuenta pavos la botella. Kovac lo sabía porque le habían pedido que participara en la compra de una botella que regalaron al teniente cuando se fue. Por su parte, él nunca había pagado más de veinte dólares por una botella de algo.

– El hermano de Andy me dijo que Andy pasó por su tienda hace cosa de un mes para contarle que iba a salir del armario -comentó Kovac, apoyando una cadera contra el mueble bar.

Pierce frunció el ceño y se afanó en limpiar unas manchas imaginarias de condensación de la superficie de esteatita.

– Apuesto a que el viejo no se lo tomó bien.

– ¿Para qué contárselo? -espetó Pierce con voz tensa por la furia que intentaba contener-. Mira, papá, sigo siendo el hijo del que tanto te enorgullecías en todos esos partidos de fútbol -canturreó con venenoso sarcasmo-, solo que me gusta que me la metan por el culo, ¿vale?

Apuró el whisky como si de zumo de manzana se tratara.

– Joder, pero ¿qué esperaba? Debería haberlo dejado correr y que el viejo viera lo que quisiera. Eso es lo que la gente quiere de todos modos.

– ¿Cuánto tiempo hacía que sabía usted que Andy era homosexual?

– No lo sé, no marqué la fecha en el calendario -replicó Pierce, alejándose.

– ¿Un mes, un año, diez años?

– Hace tiempo -dijo Pierce con impaciencia-. ¿Qué más da?

– ¿Y solo se lo ocultaba a su familia? ¿Todos los demás lo sabían? ¿Sus amigos, sus compañeros de trabajo?

– No era una loca -masculló Pierce-. Su homosexualidad no era asunto de nadie a menos que él decidiera que lo era. En la universidad compartíamos habitación, y fue entonces cuando me lo dijo. A mí me daba igual. Más tías para mí, ¿no? Menos competencia.

– ¿Y por qué decidiría contárselo por fin a su padre y a su hermano? -insistió Kovac-. ¿Qué lo impulsó a hacerlo? La gente no larga sus secretos sin más. Siempre hay algo que los empuja a hacerlo.

– ¿Adonde intenta ir a parar? Porque si no intenta ir a parar a ninguna parte, preferiría estar a solas y seguir bebiendo hasta perder el conocimiento.

– No me parece usted de la clase de personas que se quedan cruzadas de brazos, Steve -señaló Kovac.

Se apartó del mueble bar y se apoyó contra una de las butacas de cuero, que incluso olía a guante de béisbol. Seguro que eso incrementaba el precio.

Pierce aguantó el escrutinio de Kovac en postura rígida. La gente mentía incluso con el lenguaje corporal… o al menos lo intentaba, porque rara vez era tan efectivo como la versión verbal.

– Su amigo dio un gran paso al confesar abiertamente su homosexualidad -prosiguió Kovac-. Y se dio de narices, al menos con su padre. Un rechazo así puede precipitar a una persona al abismo. Y una persona como Andy, tan unido a su padre, tan deseoso de complacerlo…

– No.

– Escribió una disculpa en el espejo. ¿Por qué haría una cosa así si solo se trataba de un jueguecito sexual?

– No lo sé. Solo sé que Andy no se suicidaría.

– O quizá la nota del espejo no es suya -aventuró Kovac-. Tal vez Andy estaba con un amante, y jugando se les fue la mano… El amante se asusta… ¿Conoce usted a alguno de sus amantes?

– No.

– ¿A ninguno? Pero si eran muy buenos amigos. Es un poco raro, ¿no?

– No me interesaba su vida sexual; no tenía nada que ver conmigo.

Tomó un trago de whisky y clavó una mirada huraña en un enchufe situado en el otro extremo de la habitación.

– Esta mañana me dijo que Andy no salía con nadie, lo cual sugiere que quizá sí le interesaba su vida sexual.

– Lo que me recuerda que esta conversación ya la hemos sostenido antes, detective -replicó Pierce-. No me apetece repetir la experiencia.

Kovac extendió las manos.

– Steve, da la impresión de que necesita desahogarse. Sencillamente quería darle la oportunidad de hacerlo, ¿entiende?

– No tengo nada importante que contarle.

Kovac se mesó el bigote y se acarició el mentón.

– ¿Está seguro?.

En aquel momento se oyó el sonido de una llave en la cerradura, lo cual dio a Pierce ocasión de escurrir el bulto. Kovac lo siguió al recibidor. Acababa de entrar una rubia despampanante que se estaba quitando los botines junto a la puerta mientras dejaba unas bolsas llenas de comida para llevar sobre la mesilla.

Pollo al ajillo y ternera mongola. A Kovac se le hizo la boca agua y recordó la lasaña que había dejado en casa con un cariño que no merecía.

– Te he dicho que no me apetecía comer nada, Joss.

– Tienes que comer algo, cariño -lo riñó la rubia con suavidad al tiempo que se quitaba el abrigo.

Poseía unas facciones que parecían esculpidas y un par de ojos imposiblemente grandes. Su cabello, cortado a la altura de los hombros, parecía seda de color oro pálido.

– He pensado que quizá el olor te despierte el apetito.

Colgó el abrigo de un perchero de roble que aparentaba unos cien años de antigüedad y sin duda había costado una pequeña fortuna. Al volverse vio a Kovac e irguió la espalda. Parecía una reina contrariada por la presencia de un campesino en sus aposentos, majestuosa incluso en su desdén. Aun descalza era tan alta como Pierce y tenía un cuerpo atlético. Vestía con la elegancia conservadora de una persona nacida en la opulencia. Tejidos caros, estilo tradicional, pantalones de lana leonada, americana azul marino, jersey de cuello alto color marfil que parecía increíblemente suave.

Kovac le mostró la placa.

– Kovac, brigada de Homicidios. Se trata de Andy Fallon. Siento molestarla en su casa, señora.

– ¿Homicidios? -repitió la joven con cautela, abriendo los ojos, castaños como los de Bambi, de par en par-. Pero si Andy no fue asesinado.

– Queremos estar tan seguros como usted, señorita…

– Jocelyn Daring -se presentó la joven sin extender la mano-. Soy la prometida de Steven.

– Y la hija del jefe -supuso Kovac.

– Eso ha estado fuera de lugar, Kovac -advirtió Pierce.

– Lo siento -se disculpó Kovac-. Me sucede a menudo. No paro de meter la pata. Imagino que no me educaron bien.

La mirada que le lanzó Jocelyn Daring podría haber congelado un volcán, pero a Kovac no le importaba; estaba demasiado ocupado pensando que Steve Pierce era un astro ascendente en Daring-Landis, y que los astros ascendentes de Daring-Landis con toda probabilidad debían ser seres de vida y reputación intachables.

La prometida apoyó la mano en el brazo de Steve Pierce en un gesto que Kovac percibió posesivo y tranquilizador a un tiempo.

– ¿Ha venido por algún motivo en especial, detective? -preguntó sin apartar la mirada de él-. Steven ha sufrido un golpe terrible, y nos gustaría estar a solas para digerir lo sucedido. Además, no tiene la culpa de que Andy se suicidara.

Pierce ni tan siquiera la miraba. Tenía los ojos clavados en otra dimensión, y no resultaba difícil imaginar qué veía. La cuestión era qué significaba para él y si el peso de las emociones que lo abrumaban guardaba alguna relación con la culpa. Y en tal caso, ¿de qué clase de culpa se trataba?

– Simplemente quería hacerle algunas preguntas -explicó Kovac-, para hacerme una idea más clara de quién era Andy, quiénes eran sus amigos, qué pudo empujarlo a cometer suicidio… si es que se suicidó. Ya sabe… Pretendía averiguar si había sufrido alguna decepción en los últimos tiempos, como la ruptura de una relación o algún otro revés personal.

Jocelyn Daring abrió el sofisticado bolso negro que había dejado sobre la mesa junto a las bolsas de comida y sacó una tarjeta de visita. Sus dedos eran largos y finos, de uñas que relucían como perlas. El diamante cuadrado que lucía en el anular izquierdo podría haber atragantado a una cabra.

– Si tiene más preguntas, ¿por qué no llama antes de venir? -sugirió.

Kovac echó un vistazo a la tarjeta y enarcó las cejas.

– ¿Abogada?

– Steven me ha contado cómo lo trató usted esta mañana, detective. No pienso permitir que eso se repita, ¿me ha entendido?

Pierce seguía sin mirarla.

– De acuerdo -asintió Kovac-. Soy un poco lento, pero me parece que empiezo a entender de qué va esto.

Pasó junto a ellos de camino hacia la puerta, se detuvo con la mano sobre el picaporte y los miró. Jocelyn Daring se había situado de nuevo ante Steve Pierce, o mejor dicho, entre Kovac y su prometido, a fin de proteger a este.

– ¿Conocía usted a Andy Fallon, señorita Daring? -inquirió Kovac.

– Sí -asintió ella sin más.

Sin lágrimas, sin atisbo de pesar.

– Los acompaño en el sentimiento -dijo Kovac antes de salir al frío.

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