Cada jueves, la sección de espectáculos del Minneapolis Star Tribune publicaba el calendario de rodaje de Ace Wyatt para La hora del crimen. Parte del atractivo del programa residía en la interacción de Wyatt con el público. Parecía un puto infocomercial, había pensado Kovac las pocas veces que lo había visto, o algo sacado del canal gastronómico. Ace Wyatt, el Emeril Lagasse de la ley y el orden.
El crimen de la semana se reconstruiría en una pista de hockey situada en el suburbio de St. Louis Park. Asesinato con piedra de curling, muestra alarmante de falta de deportividad. Kovac mostró la placa ante el gorila de seguridad que montaba guardia junto a la zona acordonada de la gradería y se sumergió en el universo de la acemanía.
Habían extendido una alfombra roja de cuatro por cuatro metros en una parte de la pista. En un rincón de ella se veía la cámara, custodiada por un operario de expresión aburrida que se parecía a Ghandi, pero con plumón. Otro cámara, este con videocámara portátil y sobre patines, estaba apoyado contra la portería. Cuatro fans afortunados habían sido escogidos para sentarse en el banquillo. Tras ellos se acomodaban otros cien, montones de mujeres obesas y viejos esmirriados que lucían suéteres rojos con el lema ¡PROActivo! en la pechera.
– ¡Silencio, por favor! -gritó una mujer delgada y huesuda con gafas de pasta negra y un abrigo que parecía confeccionado a base de fragmentos deshilachados de moqueta verde oliva.
Dio tres palmadas, y la multitud enmudeció obediente.
– ¡A vuestros puestos! ¡A ver si esta vez lo hacéis bien! -vociferó el director, un tipo gordo que mordisqueaba una barrita dietética.
Uno de los actores, un hombre de cincuenta y tantos años, ataviado con un jersey de estampado nórdico y lo que parecían ser mallas azules, resbaló sobre el hielo y empezó a agitar los brazos como aspas de molino.
– ¡Es que me molesta, Donald! -se quejó-. ¿Cómo voy a meterme en la piel de un jugador de curling con la portería de hockey delante de las narices?
– Planos cerrados, Keith. Nadie verá la portería. Piensa en planos cerrados… si es que tienes que pensar en algo.
El actor fue en busca de su marca mientras el director sacudía la cabeza, exasperado.
Kovac divisó a Wyatt algo apartado del público; le estaban retocando el maquillaje. Abrazándose el cuerpo para protegerse del frío, dos tipos con pinta de machacas de Hollywood estaban de pie tras él, sonriendo valientemente mientras Gaines sacaba una foto Polaroid. Eran una joven anoréxica de reluciente cabello rojo recogido en una especie de seto en lo alto de la cabeza, y un chaval de veintitantos años con un abrigo de cuero negro y diminutas gafas rectangulares.
– Una más para el álbum de recortes -sugirió Gaines.
El flash centelleó, y la máquina escupió su producto.
– Al público no parece molestarle el frío -comentó el joven.
Gaines le dedicó una sonrisa encantadora.
– Adoran a Ace Wyatt. En cada rodaje se nos queda fuera un montón de gente; todo el mundo quiere venir. ¿Qué importa un poco de frío de nada?
La chica daba saltitos y se frotaba los brazos.
– ¡En mi vida había pasado tanto frío! ¡No he entrado en calor ni un segundo desde que bajé del avión! ¿Cómo aguanta la gente vivir aquí?
– Pues si cree que ahora hace frío -espetó Kovac con un bufido desdeñoso-, debería volver en enero. Entonces sí que esto parece Siberia. Hace más frío que en el culo de un sepulturero.
La chica se lo quedó mirando como si se tratara de un animal exótico del zoo. La sonrisa se borró del rostro de Gaines.
– Vaya, sargento Kovac, qué inesperado placer -masculló.
– Lo mismo digo -replicó Kovac mientras paseaba otra mirada desdeñosa a su alrededor-. No todos los días tengo ocasión de ir al circo. Es que tengo un trabajo de verdad, ¿sabe?
– Yvette Halston -se presentó la pelirroja-. Vicepresidenta de desarrollo creativo de Warner Brothers Televisión.
– Kelsey Vroman -se sumó a la presentación el joven-. Vicepresidente de programación de divulgativos.
Programación de divulgativos.
– Kovac, sargento de Homicidios.
– ¡Sam! -exclamó Wyatt al tiempo que se levantaba de la silla, empujaba a un lado a la maquilladora y se quitaba la toalla babero que le protegía el traje italiano cruzado de color azul marino-. ¿Qué te trae por aquí? ¿Ya tienes los resultados de las pruebas de Fallon?
Los vicepresidentes de la WB aguzaron el oído al escuchar una conversación policial seria.
– Aún no.
– He hecho un par de llamadas, y se están procesando hoy mismo.
– Ya… Gracias, Ace -agradeció Kovac sin entusiasmo-. A decir verdad, he venido para preguntarte algo muy distinto. ¿Tienes un momento?
Gaines acudió junto a Wyatt carpeta en ristre e intentó mostrarle el horario.
– Capitán, Donald quiere que repase esta sección antes de la una. Ha convocado a los demás jugadores de curling a la una y media para las entrevistas. Escamotearemos media hora del almuerzo; el sindicato se nos echará encima.
– Pues que se vayan a almorzar ahora -ordenó Wyatt.
– Pero es que están preparados para rodar.
– En tal caso, también lo estarán después de comer, ¿no?
– Sí, pero…
– ¿Cuál es el problema, Gavin?
– Eso, Gavin -azuzó Kovac-. ¿Cuál es el problema?
Gaines le lanzó una mirada gélida.
– Si no recuerdo mal, usted mismo señaló que el capitán Wyatt está jubilado -indicó-. Tiene otras obligaciones aparte de resolverle el caso, pero es un hombre demasiado educado para decirle que se vaya.
– Gavin, no tengo obligaciones más importantes que una investigación de asesinato.
Los vicepresidentes abrieron los ojos de par en par.
– Ace -ronroneó la pelirroja-. ¿Estás colaborando en un caso? ¡No nos lo habías dicho! ¡Qué apasionante! ¿Qué te parece, Kelsey?
– Podríamos organizar algo con distintos organismos para un segmento semanal. La policía, la DEA, el FBI… Poner una sección de consultoría al final del programa, un mano a mano de cinco minutos, de detective a detective. Ace hace partícipe al público de su sabiduría… Me encanta. Añade una sensación de inmediatez y vitalidad, ¿no te parece, Gavin?
– Podría funcionar -repuso Gavin con diplomacia-, pero hoy andamos un poco escasos de tiempo…
– Ya lo arreglaremos, Gavin -lo interrumpió Wyatt antes de volverse hacia Kovac-. Vamos arriba, Sam. Puedes tomar algo mientras hablamos; tenemos un catering fantástico que encontró Gavin. Hacen unas quiches impresionantes.
Wyatt lo precedió por una escalera que conducía a una sala con vistas a la pista. Sobre una mesa larga habían dispuesto con mucho arte diversos platos de comida, con el álbum de recortes de La hora del crimen como centro decorativo. Wyatt no se acercó a la comida, pero le indicó que se sirviera.
– No me gusta comer cuando rodamos -explicó, abriendo una botella de agua-. Así estoy más despabilado.
– La situación lo requiere -comentó Kovac.
Además de procurar no estallar de orgullo, añadió para sus adentros. Wyatt enrojeció hasta la raíz de los cabellos.
– Sé que esto no te merece mucho respeto, Sam -dijo-, pero servimos a la comunidad. Ayudamos a resolver delitos, ayudamos a la gente a plantar cara al crimen.
– Y os forráis.
– Eso no es ningún delito.
– Claro que no, no me hagas caso -dijo Kovac.
Se puso a hojear distraídamente el álbum de recortes, deteniéndose en las páginas que mostraban la fiesta de jubilación de Wyatt. Eran fotografías afectadas y cándidas, si es que podía hablarse de una imagen cándida de Wyatt, del gran hombre en su momento de gloria. Había una de Wyatt estrechando la mano a Kovac, quien ponía cara de haber pescado una anguila. Otra de él junto a una periodista del Canal Cinco. Otra de Wyatt hablando con Amanda Savard. La contempló durante unos instantes.
– Tampoco me gustan los concursos -murmuró mientras intentaba recordar haberla visto aquella noche, pero había estado demasiado ocupado compadeciéndose-. Dicen que me estoy convirtiendo en un viejo cascarrabias, pero eso es una chorrada. Siempre he sido un cascarrabias.
– Tú no eres viejo, Sam -aseguró Wyatt-. Eres más joven que yo, y mira adonde he llegado. He empezado una segunda carrera profesional, estoy en la cima del mundo.
– Creo que seguiré en la primera carrera hasta que alguien me pegue un tiro -repuso Kovac-. Lo cual me recuerda a qué he venido.
– Has venido por Mike -señaló Wyatt-. ¿Tienes alguna prueba más contra el hijo, Neil?
– De hecho, he venido por Andy.
– ¿Por Andy? -repitió Wyatt con el ceño fruncido-. No lo entiendo.
– Me intriga el porqué de todo este asunto -explicó vagamente Kovac-. Sé que había estado revisando el caso Thorne con miras a que Mike quisiera rememorar el incidente y así acercarse de nuevo a él.
– Ah…
– Habló contigo -dijo Kovac en tono afirmativo, como si hubiera visto las notas, dejando poco espacio a la negación pese a que no sabía nada.
– Sí -asintió Wyatt-. Me lo comentó. Sé que Mike no quería saber nada; eran recuerdos muy dolorosos para él.
– También para ti.
– Cierto, fue una noche espantosa que cambió para siempre las vidas de todos los implicados.
– Y te ató a los Fallon como si fueras de la familia.
– En cierto modo. Es imposible vivir una experiencia así con otro policía sin establecer un vínculo.
– Sobre todo dadas las circunstancias.
– ¿A qué te refieres?
– A que tú vivías enfrente de la casa de Thorne, y te llamaron a ti en petición de ayuda, pero Mike se te adelantó. Debiste de sentir que Mike había recibido el balazo en tu lugar, ¿no? Y lo más probable es que Mike pensara lo mismo.
– Una mala pasada del destino -declamó Wyatt con un suspiro dramático-. Está visto que no me tocaba a mí, sino a él.
– Aun así, seguro que no te libraste de cierto sentimiento de culpabilidad; durante todos estos años has hecho cuanto estaba en tu mano para ayudar a Mike.
Wyatt guardó silencio por un momento. Kovac esperó, preguntándose qué ocultaría el maquillaje. ¿Sorpresa? ¿Enojo?
– ¿Adonde quieres ir a parar, Sam?
Kovac se encogió de hombros y cogió una zanahoria enana de una bandeja.
– Sé que Mike se aprovechó de ti todos estos años, Ace -señaló mientras la partía en dos-. Por eso me pregunto… Puede que al ver que te ibas a Hollywood… y que ganarías un montón de pasta… pues me pregunto si a lo mejor no intentó sacarte un poco más.
De nuevo observó que Wyatt se ruborizaba.
– No me gusta nada lo que insinúas -musitó-. Intenté comportarme como debía con Mike y su familia, y tal vez se aprovechó de la situación y de mi sentimiento de culpabilidad por no ser yo quien acabó en esa silla. Pero eso era entre Mike y yo, y así debe seguir. Ninguno de los dos merece que pienses así de nosotros.
– No pienso nada, Ace. No me pagan por pensar. Me limito a hacerme preguntas… Ya me conoces, me paso la vida desmontando las cosas para ver cómo funcionan.
– Este trabajo te ha convertido en un cínico, Sam. Tal vez haya llegado el momento de que lo dejes.
Kovac entornó los ojos y observó a Wyatt mientras intentaba dilucidar si se trataba de una amenaza. Con un par de sus famosas llamadas, Wyatt podía encargarse de todo y mandar a paseo su carrera o confinarlo para toda la eternidad en Archivo, escuchando la tos flemática de Russell Turvey. ¿Y por qué razón? ¿Por revelar la terrible verdad de que Ace Wyatt se sentía culpable por seguir vivo y entero? Aun cuando Mike hubiera intentado sacarle dinero, la idea de que Wyatt pudiera haberlo matado por eso resultaba ridícula.
A menos que la razón por la que había pagado dinero a Mike Fallon durante todos aquellos años guardara relación con otra clase de culpa del todo distinta.
– ¿Conocía bien a los Thorne?
En aquel momento, Gaines llamó a la puerta abierta y entró mirando a Wyatt con las cejas enarcadas.
– Disculpe, capitán. Kelsey e Yvette han salido a comprarse unas parkas, y todo el mundo se va a comer. ¿Va a hablar con el público o le va a llevar más tiempo este asunto? -preguntó, recalcando «este asunto» mientras lanzaba una mirada significativa a Kovac.
Dicho aquello sacó un cepillito del bolsillo y cepilló en un momento las solapas de la americana de Wyatt.
– No, ya hemos terminado -anunció Wyatt.
Kovac se metió la zanahoria en la boca y la masticó con aire pensativo mientras el capitán se alejaba. Luego se puso a seguirlo a una distancia prudente y lo observó mientras se mezclaba con unas personas que no tenían nada mejor que hacer un sábado que ir a ver semejantes chorradas.
Como yo, pensó Kovac con una mueca antes de irse.
Los archivos en línea del Minneapolis Star Tribune solo se remontaban a 1990. Kovac pasó la tarde en una sala de la biblioteca del condado de Hennepin, examinando microfichas con los ojos entornados, leyendo y releyendo artículos sobre el asesinato de Thorne y el tiroteo que había acabado con la carrera de Mike Fallon. Todos ellos describían el incidente tal como Kovac lo recordaba.
El vagabundo y chico para todo, Kenneth Weagle, había hecho algunos trabajitos para la esposa de Bill Thorne y por lo visto le había cobrado afecto. Aquella noche fue a la casa sabiendo que Bill Thorne estaba de servicio. Llevaba suficiente tiempo en el barrio para conocer las idas y venidas de sus habitantes. Atacó a Evelyn Thorne en el dormitorio, la violó, la pegó y luego procedió a desvalijar la casa. Por pura casualidad, Bill Thorne pasó por casa en aquel momento y entró sin sospechar nada. Weagle le disparó con un arma que había encontrado en la casa. En un momento dado, la señora Thorne llamó a Ace Wyatt, que vivía en la acera de enfrente, pero Mike Fallon llegó primero.
Bill Thorne tuvo un funeral con toda la parafernalia. El artículo que lo cubría incluía fotografías de la larga caravana de coches patrulla, así como una imagen borrosa de la viuda con gafas oscuras y rodeada de familiares y amigos.
Según el artículo, Thorne dejaba esposa, Evelyn, y una hija de diecisiete años cuyo nombre no se mencionaba. En la fotografía, Evelyn Thorne se parecía un poco a Grace Kelly, pensó Kovac. Se preguntó si alguna de las dos seguiría viviendo en la zona y si alguno de los viejos compadres de Bill Thorne lo sabría. Evelyn Thorne había sido una mujer relativamente joven en el momento del incidente. Con toda probabilidad se habría vuelto a casar. Ahora contaría cincuenta y ocho años, y la hija, treinta y siete.
Si Andy Fallon había estado indagando en el caso para intentar comprender mejor a su padre, tal vez ya hubiera hecho todo el trabajo duro. Sin embargo, no había expediente. Kovac se preguntó si podía esperar convencer a Amanda para que le permitiera registrar el despacho de Fallon y husmear en su ordenador. El asesinato de Thorne no era un caso abierto de Asuntos Internos, de modo que quizá no le importaría.
Ni siquiera sabes si volverá a dirigirte la palabra, Kovac.
Cierto.
– Señor.
La voz de la bibliotecaria lo sobresaltó. Se giró bruscamente y la vio de pie, demasiado cerca de él.
– Vamos a cerrar -anunció la mujer en tono de disculpa-. Me temo que tendrá que marcharse.
Kovac recogió las copias que había hecho de varios artículos y salió una vez más al frío. La tarde había dado paso a la noche a pesar de que apenas eran las cinco. Los indigentes que habían pasado el día al calor de la biblioteca habían sido echados de ella como él. Deambulaban por la acera, alejándose instintivamente de él; debía de oler a poli. Con toda probabilidad, la bibliotecaria lo había tomado por uno de ellos. No iba afeitado, se había pasado la tarde mesándose los cabellos y restregándose los ojos. Se sentía como uno de ellos allí en la calle, en aquella parte inhóspita y gris de la ciudad. Solo, desconectado de todo.
Intentó localizar a Liska por el móvil, pero le saltó el contestador. Contempló la posibilidad de llamarla al busca, pero decidió dejarlo correr e irse a casa para sentirse solo y desconectado de todo en un lugar más caldeado.
El vecino había añadido a la decoración de su jardín un Papá Noel bidimensional de conglomerado que estaba agachado y mostraba buena parte de la raja del culo. Qué risa. El trasero daba exactamente a la ventana del salón de Kovac. Cuánta elegancia junta, por favor.
Kovac barajó la posibilidad de sacar el arma y hacerle un ojete nuevo. ¿Te parece gracioso, gilipollas?
La casa seguía oliendo a basura a pesar de que la había sacado. Como el hedor a cadáver en casa de Andy Fallon Arrojó las copias de los artículos sobre el asesinato de Thorne sobre la mesa y entró en la cocina, donde tostó algunos granos de café para contrarrestar el olor, un truco que había aprendido después de trabajar muchos años en escenarios de asesinatos. A ver si Heloise lo incluía en su columna de trucos prácticos. Qué hacer cuando tu casa está impregnada de olor a cadáver descompuesto.
Subió a la planta superior, se duchó, se puso vaqueros, calcetines de lana y un jersey viejo, y bajó de nuevo con intención de cenar, aunque a decir verdad no tenía apetito. No obstante, necesitaba calorías para que su mente siguiera funcionando, si es que quería que siguiera funcionando esa noche.
La única cosa comestible que había en la casa era una caja de cereales azucarados. Comió un puñado sin leche y se sirvió un vaso del whisky que había comprado de camino a casa. Macallan. Qué coño, un día es un día.
Buscó en la radio la emisora que emitía seudojazz, se acercó a la ventana y tomó un poco de whisky mientras escuchaba la música con la mirada clavada en el trasero de Papá Noel. Así es mi vida.
No sabía cuánto tiempo llevaba allí cuando sonó el timbre de la puerta. Era un sonido tan inusual en su casa que no reaccionó hasta el tercer timbrazo.
Amanda Savard estaba ante su puerta, con la cabeza envuelta en la bufanda de terciopelo negro para ocultar las heridas, o al menos algunas de ellas.
– Vaya, tú también debes de ser detective, porque mi dirección no figura en la guía.
– ¿Puedo entrar?
Kovac se apartó y la invitó con un ademán de la mano en la que sostenía el whisky.
– No esperes gran cosa. Me llegan muchos consejos de decoración por correo, pero es que no tengo tiempo de ponerlos en práctica.
Amanda fue hasta el centro del salón y se retiró la bufanda de la cabeza, pero no se quitó los guantes ni el abrigo, y tampoco se sentó.
– He venido a pedirte disculpas -empezó, mirando justo por encima del hombro derecho de Kovac, de modo que este se preguntó si vería el culo de Papá Noel, aunque si era el caso, no reaccionó.
– ¿Por qué? -preguntó-. ¿Por acostarte conmigo o por echarme después de acostarte conmigo?
Amanda tenía aspecto de querer estar en cualquier lugar menos allí. Juntó las manos y luego se llevó una al cabello, cerca de las abrasiones.
– Bueno, yo no… no pretendía… -Se interrumpió, apretó los labios y cerró los ojos un momento antes de continuar-: No soy… Me cuesta mucho… compartir mi vida… con otras personas. Y lo siento si…
Kovac dejó el vaso sobre la mesita de café y se acercó a ella. Le acarició la mejilla, deslizando el pulgar debajo de la herida. Tenía la piel fría, como si hubiera pasado mucho rato ante su puerta, haciendo acopio de valor suficiente para llamar al timbre
– No tienes por qué sentirlo, Amanda -musitó-. No lo sientas por ti ni por mí.
Por fin, Amanda alzó la vista hacia él. El labio inferior le temblaba ligeramente.
– No se me dan bien estas cosas -confesó.
– Calla -murmuró Kovac.
Inclinó la cabeza y la besó, pero no con pasión, sino con infinita ternura. Los labios de Amanda se caldearon y se entreabrieron para él.
– No puedo quedarme -susurró con voz tensa por el conflicto interno contra el que luchaba.
– Calla…
Kovac la besó de nuevo. La bufanda cayó al suelo. Kovac deslizó los labios por el cuello de Amanda, y el abrigo siguió los pasos de la bufanda.
– Sam…
– Amanda… -le susurró Kovac al oído-. Te deseo.
Amanda se estremeció bajo sus manos, que reseguían ahora el contorno de su espalda. Por fin volvió la cabeza y lo besó temblorosa, vacilante pero ansiosa a un tiempo. Un beso hambriento, pero temeroso. Abrió los ojos y lo miró por entre un velo de lágrimas.
– No sé qué podemos tener -murmuró-. No sé qué puedo darte.
– No importa -aseguró Kovac con la sinceridad del momento-. Podemos tener el aquí y ahora.
Sentía el corazón de Amanda latir contra su pecho, marcando el paso del tiempo. Ni siquiera en aquel instante de intimidad lograba leerle el pensamiento ni dilucidar qué preguntas se hacía. Sí percibía su tristeza, el vacío, la soledad, el conflicto. Kovac reconocía esas emociones y reaccionó a ellas, se sumergió en ellas mientras ambos se dejaban caer en el sofá.
Podían tener el aquí y ahora. Aun cuando eso fuera todo, Kovac no tenía nada más que pudiera comparársele.
– No puedo quedarme -musitó Savard.
Yacía en el sofá, entre los brazos de Kovac, cubierta con su propio abrigo. Sentía la piel de Kovac cálida contra la suya. Le gustaba la sensación de su cuerpo apretado contra el de ella, las piernas entrelazadas, los cuerpos unidos, como si fueran inseparables. Sin embargo, era una ilusión que no podía materializar, y esa seguridad la hacía sentirse vacía, hueca, aislada.
Kovac le deslizó una mano tras la nuca y la besó en la frente.
– No tienes que quedarte, pero puedes… si quieres. Puede que incluso encuentre un juego de sábanas limpias.
– No -declinó ella, obligándose a moverse y a cubrirse el cuerpo con la ropa-. No puedo.
Kovac se incorporó sobre un codo y con gran delicadeza le deslizó la mano por su cabello enredado.
– Amanda, no me importa de dónde vengan las pesadillas. ¿Entiendes lo que quiero decir? No me importa. No me asustan.
Pero a mí sí me importan y me asustan, quiso replicar ella, pero guardó silencio.
– Puedes compartirlas conmigo si lo necesitas -prosiguió Kovac-. Te aseguro que lo he visto todo.
Por supuesto, eso no era cierto, pero tampoco se lo dijo. Había aprendido largo tiempo atrás cuándo podía discutir y cuándo debía callar.
Kovac lanzó un suspiro.
– El cuarto de baño está al fondo del pasillo a la derecha.
Kovac la siguió con la mirada mientras salía de la habitación a medio vestir. Si eso era todo lo que iba a compartir con ella, al menos era mejor que cualquier cosa que se hubiera atrevido a soñar siquiera. Que guardara sus secretos si quería. De todos modos, Kovac llevaba ya dos fracasos sentimentales a sus espaldas, así que, ¿por qué intentarlo de nuevo? Pero aquellos argumentos no lo convencían. Amanda era un misterio, un rompecabezas, y Kovac no descansaría hasta llegar al fondo de su corazón. Siendo como era una persona tan reservada, no le haría ni pizca de gracia la intrusión, lo cual acabaría por destruir lo poco que tenían.
Kovac se vistió, se mesó el cabello y se sentó en el brazo del sofá, tomando whisky mientras esperaba el regreso de Amanda. Reapareció tal como había llegado a su casa, hermosa, reservada, camuflada.
– No sé qué decirte -suspiró, mirando el acuario.
– Pues no digas nada. Los jefes sois la pera -bromeó Kovac con una mueca-. No todo tiene que responder a un plan maestro, ¿sabes?
A Amanda parecieron preocuparla aquellas palabras. Kovac se acercó a ella y le acarició el rostro con el dorso de la mano.
– A veces necesitamos seguir un camino para ver hasta dónde nos conduce -declaró Sam Kovac, el sabio-. Madre mía, como si supiera de lo que hablo. He fracasado dos veces. Cada camino que tomo acaba en un túnel oscuro y con un tren abalanzándose sobre mí. Debería limitarme a ser policía; eso sí que se me da bien.
Amanda le dedicó una débil sonrisa que se disipó cuando bajó la mirada hacia la mesita.
– ¿Qué es esto? -inquirió con el ceño fruncido.
– Artículos sobre el asesinato de Thorne y el tiroteo. Andy lo estaba investigando. Estoy indagando un poco, a ver si encuentro algo.
– Siguiendo el camino para ver hasta dónde te conduce -repitió ella con aire ausente.
Separó un poco las páginas para mirarlas, pero no cogió ninguna.
– Es una historia triste; eres demasiado joven para recordarla.
– Triste -murmuró Amanda con la mirada clavada en la borrosa fotografía de la viuda de Bill Thorne.
– La vida cambia cuando menos te lo esperas -dijo Kovac.
– Sí.
Amanda se irguió, se ajustó la bufanda de terciopelo, respiró hondo y desvió la vista.
– Limítate a decir «Ya nos veremos, Sam» -pidió Kovac-. Es mucho mejor que decir adiós.
Amanda intentó sonreír, pero no lo consiguió. En lugar de ello, se puso de puntillas y lo besó en la mejilla mientras le oprimía los hombros con las manos.
– Lo siento -susurró.
Y al cabo de un instante se había ido, y lo único que le quedaba a Kovac para entrar en calor era una botella de whisky de cincuenta dólares.
– No tanto como yo -dijo en el umbral de la puerta principal, viéndola marcharse en su coche.
En la casa del vecino, el papanoelómetro contaba los minutos. En aquel momento sonó el teléfono, y Kovac corrió a contestar; le daba igual quién fuera.
– Club de los Corazones Solitarios -dijo-. Inscríbase ahora. La desgracia adora tener compañía.
– ¿Aceptan a masoquistas? -preguntó Liska.
– Hacemos un descuento del cincuenta por ciento si se lía con un sádico.
– ¿Qué haces, Kojak? ¿Estás sentado en casa, compadeciéndote?
– No tengo nadie más a quien compadecer. Mi vida es un cascarón vacío.
– Pues cómprate un perro -sugirió Liska sin un ápice de comprensión-. Adivina quién fue compañero de Eric Curtis hasta un año antes de su muerte.
Kovak tomó un sorbo de Matallan.
– Si me dices que fue Bruce Ogden, me largo de la película.
– Derek Rubel -repuso su compañera-. Y adivina quién estaba ayer en el hospital del condado haciéndose un análisis de sangre y luego mintiendo al respecto.
– Derek Rubel.
– Premio para el caballero.
– Que me aspen -masculló Kovac.
– A ti no sé, pero creo que a Derek lo asparán bien aspado.