En ese momento me pareció buena idea. Típica frase después de la catástrofe.
Kovac llamó al timbre sin darse ocasión de cambiar de idea. Reparó en que ella lo espiaba por la mirilla de la puerta principal. Percibió su presencia, su mirada escrutadora, su indecisión. Por último, la puerta se abrió, y ella apareció en el umbral.
– Sí, tengo teléfono -empezó Kovac-. De hecho, tengo varios y sé usarlos.
– Pues, ¿por qué no lo hace? -preguntó Savard.
– Podría haberme dicho que no.
– Le habría dicho que no.
– ¿Lo ve?
No lo invitó a entrar, sino que le miró la frente con ojos entornados.
– ¿Se ha peleado con alguien?
Kovac se llevó los dedos a la herida, recordando que no había terminado de limpiarse la sangre.
– He sido víctima inocente de una guerra ajena.
– No lo entiendo.
– Yo tampoco -aseguró Kovac mientras recordaba la escena acaecida en casa de Steve Pierce-. Da igual.
– ¿Por qué ha venido?
– Mike Fallon fue asesinado.
– ¿Qué? -exclamó Savard con los ojos muy abiertos.
– Alguien lo mató Tengo a su hijo Neil entre rejas, reflexionando sobre el poder purificador de la confesión.
– Dios mío -murmuró Savard al tiempo que abría la puerta un poco más-. ¿Tiene alguna prueba contra él?
– A decir verdad, no. Nos tiramos un pequeño farol. Si no fuera fin de semana y él tuviera un buen abogado, ahora mismo estaría de vuelta en su bar -reconoció Kovac-. Por otro lado, tiene móvil, oportunidad y una actitud de mierda.
– Cree usted que fue él.
– Creo que Neil demuestra que alguien debería controlar de forma más estricta el tema de la reproducción. Es una persona mezquina y amargada por el hecho de que la gente no lo quiera pese a ser como es. De tal palo, tal astilla -añadió con una mueca sarcástica.
– Creía que Mike Fallon era amigo suyo.
– Respetaba a Mike por lo que representaba en el departamento. Era un policía de la vieja escuela.
Miró por encima del hombro y vio un coche que pasaba muy despacio por la calle. Una pareja leyendo los números de las casas. Personas normales en busca de otra fiesta navideña. A buen seguro no venían del escenario de un asesinato.
– Puede que sintiera debilidad por él porque me gustaría que alguien la sintiera por mí cuando me convierta en un viejo amargado
– ¿A eso ha venido? -quiso saber Savard-. ¿A buscar compasión?
– Esta noche me conformaría hasta con un poco de compasión -repuso Kovac con un encogimiento de hombros.
– Pues no tengo mucho de eso.
Kovac tuvo la sensación de que la teniente estaba a punto de sonreír. En sus ojos advirtió un destello de suavidad que nunca había visto hasta entonces.
– ¿Y cómo anda de whisky?
– Tampoco tengo.
– Yo tampoco, me limito a bebérmelo.
– Ah, claro, olvidaba que es usted el estereotipo de héroe trágico.
– Policía adicto al trabajo que fuma, bebe y lleva dos divorcios a sus espaldas No sé qué tiene eso de heroico. En mi opinión, apesta a fracaso, pero puede que albergue expectativas demasiado elevadas.
– ¿Por qué ha venido, sargento? No sé qué tiene que ver lo de Mike Fallon conmigo.
– Pues supongo que he venido para poder pasar frío delante de su puerta mientras usted hace trizas mi autoestima con su indiferencia absoluta.
Al atisbo de sonrisa se añadió un destello de diversión en los ojos. -Vaya, no se corta un pelo, ¿eh?
– Las sutilezas me parecen una pérdida de tiempo, sobre todo cuando he bebido. Ya me he tomado un poco de ese whisky que mencionaba antes.
– Así que conduciendo bebido… En fin, supongo que si lo invito a tomar un café prestaré un servicio a la comunidad.
– Me lo prestará a mí. En mi coche, lo único que se calienta es el radiador.
Savard suspiró y abrió la puerta del todo. Kovac aprovechó la ocasión antes de que la teniente cambiara de opinión. Convenía ganar cuanto antes la batalla de agotamiento que estaban librando. La casa estaba caldeada y olía a leña y café. Hogar dulce hogar. Su casa estaba helada y olía a basura.
– Creo que empieza usted a sentir debilidad por mí, teniente.
– En tal caso debe de ser debilidad mental -replicó ella antes de alejarse.
Kovac se quitó los zapatos y la siguió por un pequeño comedor hasta una cocina de estilo rural. Savard llevaba un cómodo y holgado conjunto de color salvia, la clase de atuendo que llevaría una estrella de los tiempos dorados de Hollywood. El cabello le flotaba alrededor de la cabeza en suaves ondas rubias. Una imagen muy seductora a excepción de la rigidez en la espalda y el cuello que indicaban la presencia de un dolor intenso. Pensó de nuevo en su supuesta caída. A todas luces, vivía sola; no había rastro de novio alguno aquel viernes por la noche.
– ¿Cómo se encuentra? -inquirió.
– Bien.
Savard sacó un tazón de una alacena y lo llenó de café. La estancia estaba suavemente iluminada por pequeños focos amarillos instalados bajo los armarios y en el techo.
– Imagino que Neil Fallon no tiene coartada.
– Al menos ninguna que se sostuviera en un juicio -repuso Kovac, apoyándose contra la isla central-. La gente nunca se cree que el sospechoso estuviera solo en la cama. Siempre sospechan que todo el mundo menos ellos está haciendo el amor o cometiendo algún delito.
– ¿Quiere leche y azúcar?
– No, gracias.
– ¿No hay pruebas físicas?
– Ninguna que el laboratorio pueda confirmar, creo.
– ¿No dejó huellas en el arma?
– No.
– Entonces, ¿qué le ha hecho llegar a la conclusión de que fue un asesinato? ¿Algún dato del forense?
– No, el propio escenario de la muerte; la posición del arma. No debería haber caído donde cayó. De hecho, es imposible si fue Mike quien apretó el gatillo.
Savard le alargó el tazón y tomó un sorbo del suyo con aire pensativo.
– Es una lástima que su vida acabara así. Su propio hijo… Imagínese… -Bajó la mirada al suelo-. Lo siento.
– Ya, bueno. Tuvo la oportunidad de reconciliarse con Andy y no la aprovechó. A partir de entonces, todo se fue al garete. -Kovac probó el café y se sorprendió al comprobar que no tenía ningún sabor exótico-. Por lo visto, Andy quería hacer algo con Mike en relación al asesinato de Thorne. Escribir la historia de Mike o algo así.
– ¿En serio? ¿Se lo contó Mike?
– No, un amigo de Andy. Mike se negó. Imagino que amargarse con el recuerdo y compartirlo eran dos cosas muy distintas. ¿Le habló Andy alguna vez del tema?
Savard dejó el tazón y se cruzó de brazos mientras se apoyaba contra el mostrador.
– Que yo recuerde no. ¿Por qué iba a contármelo a mí?
– No sé, creí que a lo mejor se lo habría mencionado de pasada, puesto que es usted amiga de Ace Wyatt y todo eso.
– No somos amigos, solo es un conocido. Tenemos amistades en común.
– Bueno, lo que sea. En cualquier caso, pensé que quizá se lo habría comentado -dijo Kovac-. En su despacho no encontré ningún indicio. Ningún expediente, ningún recorte… A menos que todo esté en el mismo sitio que su copia del expediente Curtis-Ogden y su ordenador portátil, sea donde sea.
– ¿Qué cree que esperaba conseguir indagando en el pasado de su padre?
– Supongo que pretendía comprenderlo un poco mejor -aventuró Kovac-. El Mike de estos últimos veinte años nació la noche del tiroteo. O puede que tan solo quisiera hacerle la pelota al viejo fingiendo interesarse por su vida. Eso lo sabrá usted mejor que yo. ¿Era Andy el clásico lameculos?
Savard meditó la pregunta unos instantes.
– Necesitaba complacer y tener éxito. Por eso se lo tomó tan a pecho cuando el caso Curtis-Ogden quedó cerrado. Quería ser él quien lo zanjara, no que lo cerraran porque Verma consiguió un trato.
– Entiendo su punto de vista -aseguró Kovac con una sonrisa tímida-. Yo no tendría que andar por ahí haciendo preguntas sobre la muerte de Andy Fallon… ni sobre su vida, ya puestos, pero necesito saber, necesito quedar satisfecho. El asunto no quedará zanjado hasta que yo lo diga. Así soy yo, qué le vamos a hacer.
– Eso lo convierte en un buen policía.
– Me convierte en un pelmazo. Una vez, el capitán me dijo que me pagan por investigar delitos, no por resolverlos.
– ¿Y usted qué contestó?
Kovac lanzó una carcajada.
– A la cara le dije «sí, señor»; mi cuenta corriente no podía permitirse una suspensión. Pero a espaldas suyas lo llamé algo que no puedo repetir delante de una dama.
Savard cogió de nuevo el tazón, tomó otro sorbo y lo observó por entre las pestañas. De nuevo se advertía en su expresión aquel destello casi socarrón. Muy sexy para una mujer con el ojo a la funerala. Es preciosa, cardenales o no, pensó.
Savard desvió la vista.
– Por cierto, revisé el expediente. Ogden abusó verbalmente de Andy varias veces durante la investigación, pero eso no es inusual. Profirió un par de amenazas vagas, lo cual tampoco es inusual. Entonces Verma consiguió el famoso trato, y todo terminó. No se añadió nada al expediente una vez cerrado el caso. Ogden no tenía motivos para seguir en contacto.
– ¿Qué me dice de su compañero, Rubel?
– No se le menciona. No creo que fuera su compañero en el momento del incidente. Me parece que su compañero se llamaba Porter, Larry Porter. Por si le interesa saberlo -añadió Savard-, creo que Ogden puso el reloj de Curtis en casa de Verma. Lo que pasa es que no hubo forma de demostrarlo. Habíamos hecho todo lo posible sobre la base de las pruebas que teníamos.
– Y cuando Verma se declaró culpable, el sindicato podría habérsele echado encima por acosar a Ogden. Y los peces gordos le habrían hecho la vida imposible por cabrear al sindicato -recitó Kovac-. Le pagan por investigar, no por resolver.
– Y no me queda más remedio que vivir con la posibilidad de que Andy se suicidara en parte por esa razón -murmuró Savard.
– Puede -convino Kovac-. O quizá se suicidó porque su amante se negaba a salir del armario. O tal vez creyera que su padre jamás volvería a quererlo precisamente porque él sí había salido del armario. O puede que no se suicidara y punto… ¿Lo ve? A lo mejor no fue culpa suya -intentó animarla Kovac-. Se castiga y piensa en mil maneras de haber evitado lo que sucedió. Si hubiera actuado con más rapidez, si hubiera sido más lista o capaz de adivinar el futuro en los posos del té…
– Por lo visto, soy un libro abierto.
– Ni mucho menos -musitó Kovac.
En verdad, opinaba que era una de las personas más impenetrables que había conocido en su vida. Tan reservada, tan cautelosa… Y eso no hacía más que acentuar su atractivo. Quería saber quién era en realidad y cómo se había convertido en la persona que era. Quería cruzar la barrera.
– Es mi trabajo, ni más ni menos -prosiguió-. Mi compañera habría hecho lo mismo. Intento convencerme de que eso demuestra que no nos hemos apartado del todo de la raza humana, aunque a veces creo que mejor nos iría si nos hubiéramos alejado de ella.
En aquel instante, el peso de los acontecimientos del día se cernió sobre él, casi aplastándolo. Durante un rato, había conseguido mantener a raya las emociones, la imagen de la calle atestada de coches patrulla y ambulancias, el pequeño cadáver, la nieve manchada de sangre.
Se dirigió a las puertas vidrieras que daban al jardín. Un foco de seguridad iluminaba una cuña de patio. La luna bañaba el resto, arrancando a la nieve un fulgor azulado. Era un paisaje onírico. El jardín estaba limitado por árboles, que lo protegían de las miradas de los vecinos.
– Esta noche he perdido a una persona -confesó-. Era la hija de la testigo de un asalto que estoy investigando. Una niña pequeña ha muerto acribillada a balazos para transmitir un mensaje a todo el barrio.
– ¿Y eso es culpa suya?
Kovac la vio acercarse. La luz procedente del exterior alumbraba su rostro como un velo de gasa que confería a su piel una cualidad perlada. Suavidad, pensó. Piel suave, cabello suave en suaves ondas, labios suaves como el satén. Intentó no ver las paredes ni los cantos angulosos; quería fingir que no existían. Sacudió la cabeza.
– No, no es culpa mía en realidad. Es una niña inocente asesinada en la calle. Con toda probabilidad, el asesino es un chaval de catorce años al que le encargaron el asunto porqué es menor, y él lo aceptó porque matar le da acceso a la banda. Matan a la pequeña para asustar a unas personas ya casi convencidas de que la vida es demasiado dura para preocuparse por nada aparte del propio pellejo. La matan para asustar a la madre, que no pidió ver a un tipo aplastar la cabeza a un camello y que de todos modos no habría testificado, porque su prioridad máxima es vivir el tiempo suficiente para criar a sus hijos de forma que no se conviertan en unos sociópatas. Cuando te encuentras en una situación así, hay mucha culpa para repartir, y yo no me escapo, porque se supone que mi misión es proteger a la gente, no hacer que los maten. Y ahí estaba yo, mirando a aquella mujer y disculpándome ante ella, como si eso me eximiera de mi responsabilidad.
– Culparse tampoco resuelve nada -señaló Savard.
Estaba a su derecha, tan cerca que podría haberle cogido la mano. Kovac contuvo el aliento como si Savard fuera un animal salvaje dispuesto a salir huyendo al menor movimiento.
– Hacemos lo que podemos -siguió ella en un murmullo-. Y encima nos castigamos por ello. Siempre intento tomar decisiones con la idea de lograr un bien común. A veces alguien sufre por ello, pero tomo las decisiones por las razones correctas. Eso debería contar, ¿no?
Kovac se volvió despacio hacia ella, aún temeroso de que huyera. En sus ojos se leía tal necesidad de reafirmación que le produjo un dolor físico. Acababa de asomar la cabeza por encima del muro.
– Debería -dijo-. ¿Por qué no permitirnos que sea así?
– Me da miedo pensar en la respuesta -confesó Savard con los ojos relucientes de lágrimas.
– A mí también.
Savard se lo quedó mirando un instante.
– Es usted un buen hombre, Sam Kovac -susurró por fin.
Una sonrisa curvó los labios de Kovac.
– ¿Le importaría repetir eso?
– Digo que es usted…
Kovac le puso un dedo en los labios, tan suaves como había imaginado.
– No, mi nombre. Vuélvalo a decir para que pueda oír cómo suena.
Le rodeó la mejilla con la mano. Una lágrima solitaria rodó por ella, alumbrada por la luz.
– Sam… -musitó con un suspiro tembloroso.
Kovac se inclinó sobre ella y apresó la palabra con un beso vacilante, tímido, conteniendo el aliento mientras el deseo se apoderaba de él en una ola caliente.
Savard le apoyó las manos en los antebrazos, pero no para apartarlo de sí, sino para tocarlo. Sus labios temblaban bajo los de Kovac, pero no de miedo, sino de necesidad, aceptándolo, deseándolo. Sus lenguas se encontraron.
El beso se prolongó, suspendido en el tiempo. Por fin, Kovac se separó ligerísimamente de ella y musitó su nombre antes de estrecharla entre sus brazos con suma delicadeza, como si ella fuera de cristal. Cuando alzó de nuevo la cabeza y la miró a los ojos, Savard pronunció una sola palabra:
– Quédate.
Kovac quedó totalmente inmóvil, escuchando tan solo el latido de su corazón.
– ¿Estás segura?
Savard lo besó una vez más.
– Quédate, Sam, por favor…
Kovac no volvió a preguntárselo. Tal vez su vida estaba tan vacía como la de él. Tal vez sus almas reconocían el dolor del otro. Tal vez solo necesitaba que alguien la abrazara, y él necesitaba abrazar a alguien, preocuparse por alguien. O tal vez no importaba la razón.
Savard lo llevó escalera arriba hasta un dormitorio donde el aire y las sábanas olían a su perfume. Sobre la cómoda se veían indicios de ella: pendientes, un reloj, una cinta de terciopelo negro para el cabello. La lámpara de la mesilla despedía una luz ambarina que bañaba su piel mientras Kovac la desnudaba. Nunca había visto algo tan exquisito, nunca lo había conmovido tanto la entrega de una mujer.
Ella le alargó un condón que sacó del cajón de la mesilla. Kovac abrió el envoltorio y se lo devolvió. Ninguno de los dos habló; se lo decían todo con las manos, las miradas, los suspiros, los gemidos. Ella lo guió hasta su interior. Kovac la penetró con la sensación de que el corazón se le detenía. Y entonces empezaron a moverse al unísono, como el instrumento mejor afinado del mundo.
Deseo. Calor. Pasión. Inmersión. Languidez. Urgencia. Cada sensación se fundía en la siguiente y volvía atrás con la misma fluidez. El sabor salado de la piel, café en la lengua. Caliente y húmedo, duro y suave. Cuando ella alcanzó el clímax, fue en un crescendo de jadeos entrecortados y los sonidos desesperados de la pasión. Para él, el fin fue como un relámpago cegador. Su cuerpo se convulsionó y creyó gritar, aunque no lo sabía a ciencia cierta.
En ningún momento dejó de besarla, ni aun después, ni aun cuando se quedó dormida entre sus brazos. Siguió deslizando los labios sobre los de ella, sobre su mejilla, sobre su cabello. En su corazón albergaba el temor de que no volviera a presentarse la oportunidad, por lo que debía aprovechar el momento. Por fin, el cansancio lo envolvió como una manta. Cerró los ojos y se durmió.
Al despertar creyó haber tenido el mejor sueño de su vida. Abrió los ojos.
Amanda.
Estaba tendida de costado, acurrucada contra él, durmiendo. Kovac le cubrió el hombro desnudo con la sábana, y ella lanzó un suspiro sin despertar. La luz de la lámpara bañaba su rostro, llamando su atención sobre las rozaduras y los cardenales que le cubrían el ojo y el pómulo. Se angustió ante la idea de que quizá… sin duda, habría tocado aquellos lugares mientras hacían el amor, ocasionándole dolor. La idea de lastimarla lo ponía enfermo. Si se enteraba de que aquellas heridas se las había causado un hombre, le daría a ese cabrón una paliza de mil demonios.
Se llevó una mano al esternón, con la sensación de que alguien lo había golpeado.
Dios mío, se había acostado con una teniente.
Se había enamorado de una teniente.
Hay que reconocer que eres un as, Kovac.
¿Qué pensaría ella cuando abriera los ojos? ¿Creería que había cometido un error? ¿Que se había vuelto loca? ¿Se sentiría avergonzada, furiosa? No lo sabía. Lo que sí sabía era que lo que habían compartido era muy especial y que él no tenía intención alguna de arrepentirse, desde luego.
Se levantó con sigilo, se puso los pantalones y salió del dormitorio en busca de un lavabo, pues no quería que Amanda despertara al oír correr el agua en el lavabo de su suite. Encontró un baño de invitados con hermosas toallas y pastillas de jabón decorativas que, probablemente, no debían usarse, aunque él las usó de todos modos. Al mirarse al espejo vio a un tipo curtido, machacado, entrado en años y con las huellas de una vida más llena de desilusiones que de alegrías. ¿Qué coño podía ver una mujer en él?, se preguntó.
Se aseó y salió de nuevo al pasillo, percibiendo el olor a café quemado procedente de la cocina. Se habían dejado la cafetera encendida.
Bajó a la cocina, la apagó y se sirvió la media taza que quedaba. Mientras se lo tomaba deambuló por la casa, apagando las luces de las habitaciones por las que pasaba.
Amanda Savard había creado un refugio muy agradable, con muebles cómodos y atractivos de colores relajantes… Sin embargo, no había detalles que hablaran de ella. Ni rastro de fotografías de parientes, amigos ni de ella misma. Sí había numerosas fotografías en blanco y negro de lugares desiertos. Recordó haber visto algunas en su despacho y se preguntó qué significarían para ella. Quería encontrar algún indicio de su vida, aunque quizá ya lo estaba viendo. Desde luego, tampoco su casa contenía muchos indicios acerca de su propia vida. Un desconocido habría averiguado más detalles personales en su despacho que en su casa.
Entró en el salón, cogió un atizador y dispersó las escasas brasas que ardían en la chimenea. Cerró las puertas vidrieras y apagó la lámpara de pie china colocada en la mesilla junto al sofá. Sobre la mesa yacía un libro acerca de cómo afrontar el estrés.
Más allá del salón, más allá de una puerta vidriera de doble hoja se abría otra habitación con las luces encendidas. Un equipo de música sonaba a escaso volumen; parecía la misma emisora de jazz ligero que escuchaba Steve Pierce.
Kovac fue a apagar la radio. Se encontraba en el despacho de Amanda, otro hermoso oasis de muebles de cerezo y fotografías vacías. La única vez que había visto una mesa tan ordenada como aquella fue en una tienda de material de oficina. Amanda parecía ser una persona necesitada de orden y control, cosa que no le sorprendía. En los estantes instalados sobre la mesa vio algunos recuerdos que le hicieron sonreír. Una pequeña talla de una tigresa y su cría retozando, una colección de pisapapeles de vidrio de colores que parecían más obras de arte que herramientas útiles, un artilugio antiestrés que era una criatura de goma cuyos ojos se salían de las órbitas cuando se la apretaba, una placa.
Movido por la curiosidad, Kovac cogió la placa para echarle un vistazo. Era antigua, como las que se utilizaban cuando él ingresó en el cuerpo, hacía alrededor de un millón de años. Desde luego, de antes de que Amanda entrara en él, lo que significaba que había pertenecido a alguien que significaba algo para ella.
Ciudad de Minneapolis. Número de placa 1428.
Era el primer objeto que hacía referencia a su pasado y estaba relacionado con el trabajo. Tal vez su vida sí estaba tan vacía como la de él.
Devolvió la placa a su lugar, apagó la luz y el equipo de música y salió de la habitación, guiándose por la luz procedente de la planta superior. Subió la escalera con la idea de deslizarse de nuevo entre las sábanas para sentir el cuerpo suave y cálido de Amanda junto al suyo. Hacía tanto, tiempo que no experimentaba semejante sensación de bienestar que había olvidado cómo era.
– ¡No!
Oyó el grito a media escalera. Subió el resto a la carrera y se dirigió al dormitorio.
– ¡No! ¡No!
– ¡Amanda!
Estaba sentada en el centro de la cama, los ojos abiertos de par en par, agitando los brazos, enzarzada en una batalla con algo que solo ella veía.
– ¡No! ¡Basta!
– Amanda…
Kovac se detuvo junto a la cama sin saber qué hacer. Era una escena extraña, pues Amanda parecía estar despierta, aunque a juzgar por su expresión, no reparaba en su presencia. Despacio y con infinita delicadeza, le apoyó una mano en el hombro.
– Amanda, cariño, despierta.
Amanda dio un respingo al sentir su mano y huyó al otro extremo de la cama con expresión de animal acorralado. Kovac la asió del brazo con toda la suavidad de que fue capaz.
– Amanda, soy yo, Sam. ¿Estás despierta?
En aquel momento, Amanda parpadeó, y su pesadilla empezó a disiparse. Alzó el rostro hacia él y lo miró con tal desconcierto que se le rompió el corazón.
– No pasa nada, cariño -murmuró Kovac mientras se sentaba en el borde de la cama-. No pasa nada, cielo, no era más que un sueño. Todo va bien.
La atrajo hacia sí, y ella se acurrucó contra él como una niña, temblando de pies a cabeza. Kovac la sostuvo con un brazo mientras con la otra mano la cubría con una manta.
– Lo siento -musitó Amanda-. Lo siento.
– Chist… No tienes por qué sentir nada. Has tenido una pesadilla, pero ya ha pasado. No permitiré que nada te haga daño.
– Dios mío -gimió ella, avergonzada.
Kovac se limitó a abrazarla.
– Todo va bien.
– No -exclamó ella, zafándose de él y sin mirarlo a los ojos-. Nada va bien. Lo siento.
Se levantó de la cama, encontró un batín de seda entre las sábanas y se lo puso como si la avergonzara que Kovac la viera.
– Lo siento mucho -repitió, aún sin mirarlo.
Kovac guardó silencio mientras Amanda cruzaba la habitación a toda prisa y se encerraba en el baño. De nuevo lo acometió aquella sensación de que no tendría una segunda oportunidad con ella, de que aquella noche había sido la única. Había sido testigo de su parte más vulnerable, y a Amanda Savard le costaría mucho afrontar eso.
Lanzó un suspiro, se levantó y se puso la camisa. Sabiendo perfectamente que no serviría de nada, fue a la puerta del baño y llamó.
– ¿Estás bien, Amanda?
– Sí, gracias, estoy muy bien.
La formalidad de su tono lo golpeó como un puño; sabía que era uno de sus mecanismos de defensa predilectos, un modo de guardar las distancias. Decidió cambiar de táctica.
– Cariño, no tienes por qué avergonzarte. En nuestra profesión, todo el mundo sufre pesadillas. Deberías ver algunas de las mías.
Amanda abrió el grifo y lo cerró al poco. Luego se hizo el silencio. Kovac la imaginó mirándose al espejo como él había hecho minutos antes. No le gustaría lo que veía, las heridas, la palidez de su rostro, la expresión de sus ojos.
Retrocedió un paso cuando la puerta del baño se abrió. Amanda salió, se paró ante él con los brazos cruzados y todavía sin mirarlo a los ojos.
– No ha sido buena idea…
– No digas eso -la atajó Kovac.
Amanda cerró los ojos un instante antes de proseguir.
– Creo que los dos necesitábamos algo, y eso está bien, pero ahora…
– Ha estado mejor que bien -afirmó Kovac mientras la interceptaba para obligarla a mirarlo, aunque sin conseguirlo.
– Quiero que te vayas.
– No.
– Por favor, no hagas que me sienta más incómoda de lo que ya me siento.
– No tienes por qué sentirte incómoda.
– No salgo con compañeros de trabajo.
– ¿Ah, no? ¿Y con quién sales?
– No es asunto tuyo.
– Pues yo creo que sí -objetó Kovac.
Amanda suspiró y desvió la mirada.
– No me interesa una relación. Es mejor que te lo diga ahora para que los dos podamos seguir adelante con nuestras vidas.
– No quiero dejarlo correr -insistió Kovac, apoyándole las manos en los brazos-. Amanda, no nos hagas esto.
Amanda volvió el rostro y clavó la mirada en el suelo.
– Vete, por favor -musitó.
Le resultaba imposible ocultar las emociones que revelaba su voz temblorosa, el dolor, la tristeza, los mismos sentimientos que Kovac albergaba hacia ella en ese instante.
– Por favor… Sam… -susurró Amanda.
Kovac inclinó la cabeza, la besó en la mejilla y le acarició el cabello.
– Lo siento.
Amanda cerró los ojos con fuerza para contener las lágrimas.
– Por favor…
– De acuerdo -murmuró él-. De acuerdo.
Se apartó de ella y recogió el resto de su ropa. Amanda permaneció inmóvil. En cuanto estuvo vestido, se acercó de nuevo a ella y le acarició la mejilla con el dorso de la mano.
– Acompáñame y cierra con llave cuando me vaya. Necesito asegurarme de que estarás a salvo.
Amanda asintió y lo acompañó a la puerta. Una vez en el recibidor, Kovac se puso los zapatos, el abrigo y los guantes. Amanda no lo miró ni una sola vez. Intentó hacer tiempo y permaneció unos instantes junto a la puerta como un pasmarote, pero Amanda no alzó la mirada ni habló. Le entraron ganas de zarandearla, de abrazarla, de besarla. Pero a los hombres ya no se les permitía expresarse de aquel modo, y de todas formas, no creía que fuera el camino más adecuado para llegar a ella. Amanda necesitaba tiempo y cautela, suficiente espacio para no sentirse amenazada, pero no el suficiente para poder retraerse.
Como si tú fueras capaz de conseguirlo.
– Decidas lo que decidas -dijo por fin-, esto no ha sido un error, Amanda.
Ella no respondió, de modo que Kovac salió al frío intenso.
He aquí tu realidad, Kovac, pensó mientras la puerta se cerraba tras él. Solo y a la intemperie.
Era lo mismo que tenía antes de esa noche, pero ahora le resultaba mucho más duro porque había catado algo mucho mejor.
Regresó a la ciudad por calles vacías, de vuelta a una casa vacía, a una cama vacía, y permaneció despierto el resto de la noche, contemplando el vacío de su vida.