Capítulo 1

– Deberían ahorcar al cabrón que se inventó esta mierda -refunfuñó Sam Kovac mientras sacaba un chicle de nicotina de un arrugado paquete de papel de aluminio.

– ¿Te refieres al chicle o al envoltorio?

– Las dos cosas. Por un lado, no puedo ni abrir el puto paquete, y por otro, preferiría masticar un cagarro de perro que estos chicles.

– ¿Y crees que tendría un sabor distinto de los cigarrillos? -quiso saber Nikki Liska.

Se abrieron paso entre la gente que llenaba el espacioso vestíbulo blanco. Policías que salían a fumar un cigarrillo, policías que entraban después de fumarse el cigarrillo y algún que otro ciudadano deseoso de obtener algún servicio a cambio de los impuestos que pagaba.

Kovac la miró de soslayo con el ceño fruncido. Liska medía metro sesenta gracias a un supremo esfuerzo de voluntad. Kovac siempre había supuesto que Dios la había hecho bajita porque si le hubiera concedido la estatura de Janet Reno se habría merendado el mundo de tanta energía y chulería que tenía.

– ¿Y tú qué sabes? -la desafió.

– Mi ex fumaba y a veces incluso lamía los ceniceros. Por eso nos divorciamos, ¿sabes? Porque me negaba a meterle la lengua en la boca.

– Por el amor de Dios, Tinks, no necesitaba tantos detalles.

Era el quien le había puesto ese mote, Campanilla atiborrada de esteroides, o Tinks [1] para abreviar. Cabello rubio nórdico cortado en un deshilachado estilo Peter Pan y ojos tan azules como un lago en un día de verano. Femenina, pero atlética, había propinado más palizas en los años que llevaba en el cuerpo que la mitad de los tíos a los que Kovac conocía. Había ingresado en Homicidios hacía… por Dios, ¿cuánto hacía ya? ¿Cinco o seis años? Había perdido la cuenta. Por su parte, tenía la sensación de haber sido detective de Homicidios los cuarenta y cuatro años de su vida. En cualquier caso, sí la mayor parte de los veintitrés que llevaba en el cuerpo. Tan solo le quedaban siete para jubilarse. Cumpliría los treinta años de servicio, se retiraría y pasaría los diez siguientes recuperando horas de sueño perdidas. A veces se preguntaba por qué no se había jubilado al cumplir los veinte años de servicio, pero lo cierto era que no tenía adónde ir, de modo que se había quedado.

Liska se abrió paso entre dos agentes uniformados de aspecto nervioso que bloqueaban la puerta de la sala 126, la oficina de Asuntos Internos.

– Pues eso era lo de menos -prosiguió, refiriéndose a su ex marido-. Más me preocupaba dónde metía la polla.

Kovac emitió un gruñido ahogado e hizo una mueca. Liska le dedicó una sonrisa traviesa y triunfal.

– Se llamaba Brandi.

Las oficinas del Departamento de Investigación Criminal estaban recién reformadas, con las paredes pintadas de color sangre seca. Kovac no sabía si la elección había sido intencionada o tan solo consecuencia de la moda. Probablemente esto último. Ningún otro detalle del lugar había sido diseñado teniendo en cuenta que en él trabajaban policías. Los cubículos angostos y grises con cabida para dos personas bien podrían haber albergado a un montón de contables.

Kovac prefería el antro provisional que les habían asignado durante la reforma, una sala sucia y destartalada con mesas destartaladas y policías destartalados que sufrían migrañas a causa de los crueles fluorescentes. Toda la sección de Homicidios se hacinaba en una sola habitación, Atracos a medio pasillo y la mitad de los polis de Delitos Sexuales en un trastero. Menudo ambientazo.

– ¿Qué hay del asalto a Nixon?

La voz que pronunció aquellas palabras hizo que Kovac se detuviera en seco como si lo hubieran agarrado por el cuello de la camisa. Masticó con más fuerza el chicle de nicotina mientras Liska seguía caminando.

Nuevas oficinas, nuevo teniente, nuevo coñazo. La oficina del teniente de Homicidios tenía una puerta giratoria de estilo figurativo. Era un alto en el camino para todo jefe trepa que se preciara. Al menos el nuevo, Leonard, les permitía trabajar de nuevo por parejas, a diferencia del anterior, que los torturaba con no se sabía qué mierda de trabajo en equipo y horarios rotatorios que no les dejaban dormir más de un par de horas seguidas.

Por supuesto, ello no significaba que no fuera un cabrón.

– Veremos -repuso Kovac-. Elwood acaba de traer a un tío que le parece sospechoso del asesinato de Truman.

Leonard se ruborizó intensamente. Poseía la clase de tez que se ruborizaba con extrema facilidad, además del cabello casi blanco y muy corto que le cubría el cráneo como pelusa de pato.

– ¿Qué narices hace trabajando en el caso Truman? ¿Cuándo fue eso? ¿Hace una semana? Pero si desde entonces está metido hasta las cejas en asaltos.

En aquel instante, Liska retrocedió hasta ellos con su mejor cara de policía.

– Creemos que ese tipo puede estar implicado tanto en el Nixon como en el Truman, Lou. Me parece que Nación Aria quiere empezar a llamar el caso Los Presidentes Muertos.

Kovac lanzó una carcajada a medio camino entre ladrido y resoplido.

– Como si esos capullos fueran capaces de reconocer a un presidente aunque lo tuvieran delante de las narices.

Liska alzó la mirada hacia él.

– Elwood lo tiene en la habitación de invitados. Más vale que vayamos antes de que esto se salga de madre.

Leonard retrocedió un paso con el ceño fruncido. Carecía de labios, y sus orejas sobresalían perpendiculares al cráneo como las de un chimpancé. Kovac lo llamaba el Mono de Latón. En aquel instante ponía cara de que la resolución de un asesinato fuera a estropearle el día.

– No se preocupe -lo tranquilizó-. Hay asaltos para dar y vender.

Le dio la espalda antes de que Leonard pudiera reaccionar y se dirigió a la sala de interrogatorios con Liska.

– ¿Así que ese tipo estuvo implicado en lo de Nixon?

– Ni idea, pero a Leonard le ha gustado.

– Atontado -masculló Kovac-. Habría que sacarlo de su despacho y enseñarle lo que pone en la puerta. Pone «Homicidios», ¿no?

– Que yo sepa sí.

– Lo único que le interesa es resolver asaltos.

– Los asaltos de hoy son los homicidios de mañana.

– Eso quedaría genial en un tatuaje. Y se me ocurre el sitio perfecto donde podría ponérselo.

– Pero necesitarías un casco de minero para leerlo. Te regalaré uno por Navidad; eso te dará una razón para seguir adelante.

Liska abrió la puerta y entró precedida de Kovac en la sala de interrogatorios, que no era más espaciosa que un armario, la típica estancia que los arquitectos califican de «íntima». De acuerdo con las últimas teorías sobre el modo de interrogar a la escoria, la mesa era pequeña y redonda, sin una zona preferente. Todos los que se sentaban alrededor de ella eran iguales. Colegas. Confidentes. Pero no había nadie sentado a ella.

Elwood Knutson estaba de pie en el rincón más cercano, con aspecto de oso de Disney con sombrero hongo de fieltro negro. Jamal Jackson ocupaba el rincón opuesto, junto a la inútil y vacía librería empotrada y bajo la videocámara instalada en la pared, tal como requería la ley de Minnesota, para demostrar que los policías no arrancaban confesiones a los sospechosos a base de palizas. La actitud que exhibía Jackson le quedaba tan mal como la ropa que vestía. Llevaba unos vaqueros de la talla de Elwood que le pendían flojos del culo escuálido y un enorme y abultado anorak de plumón con los colores negro y rojo de Nación Aria. Tenía el labio inferior más grueso que una manguera y en ese instante adelantado en un mohín.

– Oye, tío, todo esto es una parida. Yo no me he cargado a nadie -aseguró a Kovac.

El detective arqueó las cejas.

– ¿Ah, no? Vaya, pues debe de tratarse de un error. -Se volvió hacia Elwood con las manos extendidas-. ¿No decías que era nuestro hombre, Elwood? Dice que no ha sido él.

– Debo de haberme equivocado -repuso Elwood-. Le ruego que me disculpe, señor Jackson.

– Haremos que te lleven a casa en un coche patrulla -ofreció Kovac-. Podemos decirles que anuncien por el megáfono a tu hermandad que no teníamos intención de detenerte, que ha sido un error.

Jackson se lo quedó mirando mientras movía el labio arriba y abajo.

– Podemos decirles que anuncien específicamente que sabemos que no tuviste nada que ver en el asesinato de Deon Truman. Así todo el mundo tendrá claro por qué te trajimos a comisaría. No nos gustaría que por culpa nuestra circularan rumores desagradables sobre ti.

– ¡A tomar por el culo, tío! -gritó Jackson con voz estridente-. ¿Es que pretende que me maten?

Kovac se echó a reír.

– Pero si acabas de decir que no fuiste. Ya puedes irte a casa.

– ¿Y que los hermanos crean que he hablado con ustedes? Acabarían conmigo en tres segundos. ¡Y una mierda, tío!

Jackson dio unos pasos por la habitación mientras se tiraba de las breves trenzas que salían disparadas en todas direcciones desde su cabeza. Llevaba las manos esposadas ante sí y miraba a Kovac con expresión hostil.

– Métame en la cárcel, cabrón.

– No puedo, y eso que me lo pides con mucha educación. Lo siento.

– Estoy detenido -insistió Jackson.

– No si no has hecho nada.

– He hecho de todo.

– ¿Así que confiesas? -terció Liska.

Jackson le lanzó una mirada incrédula.

– ¿Quién coño es esta? ¿Su novia?

– No insultes a la señorita -advirtió Kovac-. Dices que te cargaste a Deon Truman.

– Y una mierda.

– Entonces, ¿quién lo hizo?

– Que le den por el saco, tío. No le voy a decir una mierda.

– Elwood, encárgate de que el caballero vuelva a casa como Dios manda.

– ¡Pero estoy detenido! -aulló Jackson-. ¡Métanme en la cárcel!

– Que te den -dijo Kovac-. La cárcel está abarrotada y además no es un hotel, joder. ¿De qué se le acusa, Elwood?

– Merodear con fines criminales, creo.

– Una falta menor.

– ¡Y una porra! -chilló Jackson, indignado, mientras señalaba a Elwood con los dos índices-. ¡Me vio vendiendo crack en la esquina de Chicago con la Veintiséis!

– ¿Llevaba encima crack cuando lo detuviste? -inquirió Kovac.

– No, señor, aunque sí una pipa.

– ¡Tiré la mercancía antes de que me detuviera!

– Posesión de parafernalia para consumir drogas -recitó Liska sin inmutarse-. Ya ves. Suéltalo, Kovac. No merece la pena retenerlo.

– ¡Que te den por el culo, zorra! -siseó Jackson, avanzando hacia ella-. ¡Chúpamela!

– Antes me arrancaría los ojos con un clavo oxidado -replicó Liska.

Avanzó hacia Jackson con la gélida mirada azul clavada en él como un láser.

– No te la saques, Jackson. Si vives lo suficiente, puede que en la cárcel conozcas a algún tío amable que te la mame.

– No va a ir a la cárcel -insistió Kovac-. Acabemos con este asunto de una vez. He quedado para ir a una fiesta.

Jackson atacó cuando Kovac se volvía hacia la puerta. Agarró uno de los estantes sueltos de la librería y se abalanzó sobre él por la espalda. Desprevenido, Elwood gritó un juramento y saltó, pero demasiado tarde. Kovac giró sobre sí mismo de modo que el canto del estante le practicó un considerable corte sobre la ceja izquierda.

– ¡Maldita sea!

– Joder!

Kovac cayó de rodillas con la vista nublada por el golpe. El suelo se le antojaba de goma bajo el cuerpo.

Elwood asió las muñecas de Jackson y tiró de sus brazos hacia arriba. El estante salió despedido, y otro canto arañó la pared nueva.

De repente, Jackson profirió un grito, y su rodilla izquierda cedió bajo su peso. A medio camino del suelo volvió a gritar y arqueó la espalda. Elwood se apartó de un salto con los ojos abiertos de par en par.

Liska se montó sobre Jackson y le oprimió una rodilla sobre la espalda en el instante en que el rostro del hombre se estrellaba contra el suelo.

En aquel momento, la puerta de la sala se abrió, y por ella entró media docena de detectives con las armas desenfundadas. Con expresión inocente y sorprendida, Liska sostuvo en alto una porra táctica.

– Madre mía, mirad lo que he encontrado en uno de mis bolsillos -exclamó burlona.

Dicho aquello, se inclinó sobre Jackson.

– Por lo visto, hoy se va a cumplir uno de tus deseos, Jamal -le murmuró seductoramente al oído-. Quedas detenido.


– Qué mariconada.

– ¿Es una opinión profesional, Tippen?

– Que te den, Tinks.

– ¿Expresan tus palabras un deseo oculto, Tippen?

Todos los presentes lanzaron una carcajada, la clase de carcajada dura y amarga que soltaban las personas acostumbradas a presenciar demasiadas miserias de forma cotidiana. El sentido del humor de los policías era grosero y mordaz porque el mundo en el que vivían era salvaje y cruel. No tenían tiempo ni paciencia para bromitas a lo Noel Coward.

El grupo ocupaba una codiciada mesa esquinera en Patnck's, un pub de nombre irlandés que regentaban unos suecos. Los días normales, el pub, situado en un lugar estratégico, equidistante entre la comisaría central de Minneapolis y la oficina del sheriff del condado de Hennepin, estaba abarrotada de policías a aquella hora. Los policías del turno de día iban al acabar la jornada para preparar un poco el terreno personal. También acudían policías jubilados que habían descubierto que no podían entablar relaciones con seres humanos corrientes al acabar su carrera, y polis del turno de noche que cenaban allí en compañía y mataban el tiempo antes de iniciar la ronda. Sin embargo, aquel no era un día cualquiera; la concurrencia habitual se veía engrosada por jefazos del departamento, políticos locales y periodistas, indeseables apéndices que intensificaban la tensión del ambiente ya cargado de humo y palabras gruesas. Un equipo de una de las televisiones locales estaba instalando sus aparejos junto al escaparate.

– Deberías haber pedido que te pusieran puntos de verdad, de los de antes -prosiguió Tippen.

Sacudió la ceniza del cigarrillo, se lo llevó a los labios y dio una larga chupada mientras observaba atentamente a los de la tele. Poseía un rostro propio de un sabueso irlandés, alargado y más bien feúcho, con un hirsuto bigote gris e inteligentes ojos oscuros. Era detective de la oficina del sheriff y había formado parte del equipo que había investigado los asesinatos del Incinerador [2] hacía poco más de un año. Algunos miembros del equipo habían trabado la clase de amistad que los llevaba a reunirse en bares para tomar unas copas, hablar de trabajo e insultarse unos a otros.

– Habría quedado peor que el monstruo de Frankenstein -objetó Liska-. Con las grapas en mariposa, en cambio, le quedará una cicatriz finita y pulcra, la clase de cicatriz que las mujeres consideran sexy.

– Las mujeres sádicas -puntualizó Elwood.

– ¿Acaso existe otro tipo? -espetó Tippen con los labios fruncidos.

– Pues sí, las que salen contigo -replicó Liska-, o sea, las masoquistas.

Tippen le arrojó un nacho.

Kovac se examinó con ojo crítico en el espejito de bolsillo de Liska. Una médico residente estresada le había limpiado y cosido el corte de la frente en la unidad de urgencias del centro médico del condado de Hennepin, adonde solían acudir los criminales para que les cosieran los balazos o los metieran en el depósito de cadáveres. Le daba vergüenza ir al hospital sin ni siquiera un triste balazo, y la joven doctora le había dado a entender que tratar heridas de menor consideración no estaba a su altura. Cabe añadir que no se produjo atracción sexual alguna entre ellos.

Evaluó los daños con atención. Su rostro era un rectángulo salpicado de arrugas producidas por el estrés, un par de cicatrices y una nariz aguileña aunque torcida que casaba a la perfección con la boca torcida y sardónica que asomaba bajo el imprescindible mostacho de policía. Tenía el cabello más gris que castaño, y una vez al mes pagaba diez pavos a un barbero noruego para que se lo cortara, razón por la que, con toda probabilidad, su melena tendía a erizarse.

Nunca había sido guapo en el sentido clásico del término, pero tampoco ahuyentaba a las mujeres precisamente, al menos no por su físico, de modo que una cicatriz más carecía de importancia.

Liska lo miró mientras se tomaba la cerveza.

– Te da carácter, Sam.

– Lo que me da es dolor de cabeza -refunfuñó su compañero al tiempo que le devolvía el espejito-. Ya tengo todo el carácter que necesito

– Bueno, te daría un beso para que dejara de dolerte, pero me cargué la rótula del tipo que te lo hizo, así que ya he cumplido.

– Y te sorprendes de seguir soltera -suspiró Tippen.

Liska le lanzó un beso.

– Quien me quiere a mí, quiere a mi porra. O en tu caso, Tippen, chúpame la porra.

En aquel momento, la puerta se abrió, trayendo consigo una ráfaga de aire frío, y por ella entraron dos nuevos parroquianos. Los ojos de todos los policías presentes se vaciaron de expresión, y la tensión subió un par de grados más. El colectivo policial se ponía en guardia contra los intrusos.

– El hombre de moda -murmuró Elwood cuando la gente reconoció a uno de los recién llegados y empezaba a vitorearlo-. Ha venido a codearse con el populacho antes de su ascensión celestial.

Kovac guardó silencio. Ace Wyatt se había detenido junto a la puerta, enfundado en un abrigo cruzado de pelo de camello y con aspecto de capitán América, amo de cuanto se extendía a sus pies. Mandíbula cuadrada, sonrisa deslumbrante, peinado de puto presentador de televisión… Con toda probabilidad daba a su peluquero diez dólares de propina para que la ayudante le hiciera una mamada.

– ¿Creéis que va maquillado? -preguntó Tippen entre dientes-. Se rumorea que lleva las pestañas teñidas.

– Es lo que pasa cuando vas a Hollywood -sentenció Elwood.

– Pues a mí no me importaría sufrir semejante humillación a cambio -terció Liska con sarcasmo-. ¿Sabéis cuánta pasta gana en ese programa?

Tippen dio otra larga chupada al cigarrillo y exhaló el humo. Kovac observó al capitán Ace Wyatt por entre la humareda. Habían trabajado en la misma brigada durante una temporada que se le antojaba muy lejana, cuando acababa de dejar la sección de Atracos para pasar a Homicidios. Wyatt era ya a la sazón el pez gordo, una leyenda que pretendía convertirse en una verdadera estrella. Había cosechado grandes éxitos en el departamento y por fin había aterrizado en la televisión, aunque sin abandonar el puesto de capitán del Departamento de Investigación Criminal mientras protagonizaba una versión a la Minneapolis de Los más buscados de América con toques de infocomercial. El programa, llamado La hora del crimen, estaba a punto de venderse a la televisión nacional.

– Detesto a este tío -proclamó.

Cogió el vaso de Jack Daniel's que tenía prohibido mezclar con los analgésicos y apuró su contenido.

– ¿Estás celoso? -lo pinchó Liska.

– ¿De qué? ¿Del hecho de que es un capullo?

– No te subestimes, Kojak, tú eres tan capullo como el que más.

Kovac emitió un gruñido gutural, deseando de repente estar en cualquier otro lugar del mundo. ¿Por qué narices había ido al pub? Estaba al borde de la conmoción cerebral, una excusa perfecta para escurrir el bulto y largarse a casa. Claro que nada lo esperaba en casa… una casa vacía con un acuario vacío en el salón. Todos los peces habían muerto de inanición cuando trabajaba más de setenta horas semanales en su intento de resolver el caso del Incinerador, y nunca se había molestado en reemplazarlos.

Asistir a una fiesta en honor de Ace Wyatt era prueba de un masoquismo mayor que el de cualquier mujer que hubiera salido con Tippen. En cuanto el séquito de Wyatt se alejara de la puerta, podía abrirse paso entre la muchedumbre y salir sin llamar la atención. Podía ir a ese bar que siempre estaba lleno de policías de la Quinta. A esos se les daba un ardite Ace Wyatt.

En el momento en que tomaba la decisión, Wyatt lo divisó entre el gentío y se dirigió hacia él con una sonrisa deslumbrante y un cuarteto de paniaguados pisándole los talones. Se abrió paso entre los asistentes estrechando manos y rozando hombros como si fuera el Papa repartiendo bendiciones prefabricadas.

– ¡Vaya, Kojak, viejo guerrero! -gritó para hacerse oír por encima del estruendo antes de estrechar la mano de Sam con extrema firmeza.

Kovak se levantó, y el suelo pareció vacilar bajo sus pies, tal vez por los efectos de su encontronazo con el estante o por la mezcla de analgésicos y alcohol. Con toda seguridad, no se debía a la emoción de acaparar la atención de Wyatt. Maldito cabrón, mira que llamarlo Kojak. Sam odiaba ese mote, y la gente que lo conocía bien solía usarlo para cabrearle.

Uno de los paniaguados se acercó Polaroid en ristre, y el flash estuvo a punto de dejarlo ciego.

– Para el álbum de recortes -explicó el sirviente, un guaperas de treinta y tantos años, cabello negro reluciente, ojos azul cobalto y el físico propio para salir en una serie de segunda.

– Tengo entendido que has recibido otro mamporro por la causa -gritó Wyatt sin dejar de sonreír-. Maldita sea, Kojak, déjalo ahora que todavía estás a tiempo.

– Me quedan siete años, colega -repuso Kovak-. No es que los peces gordos del cine se peleen por mí precisamente. Por cierto, felicidades.

– Gracias. El hecho de que el programa se retransmita por la televisión nacional puede marcar la diferencia.

En tu cuenta bancaria, pensó Kovac, aunque se guardó de decirlo. A tomar por el culo. Nunca le habían atraído los trajes de diseño ni hacerse la manicura una vez por semana. No era más que un poli, y eso era lo que siempre había querido ser. Ace Wyatt, en cambio, siempre había tenido las miras puestas en destinos más grandes, mejores, más brillantes. Quería alcanzar las esferas más altas del poder y hacerse con todas y cada una de ellas.

– Me alegro de que hayas podido venir a la fiesta, Sam.

– Ya sabes, soy poli. Dondequiera que haya comida y bebida gratis, ahí voy yo.

La mirada de Wyatt ya buscaba manos más importantes que estrechar. El guaperas de su séquito llamó su atención sobre la cámara de televisión, y la sonrisa de Wyatt se intensificó unos cuantos centenares de vatios más.

Liska se levantó de su silla como impulsada por un resorte y alargó la mano antes de que Wyatt tuviera ocasión de alejarse.

– Capitán Wyatt, soy Nikki Liska, de Homicidios. Es un placer conocerlo; me gusta mucho su programa.

Kovac la miró con las cejas enarcadas.

– Es mi compañera, una rubia ambiciosa -la presentó.

– Eres un tipo con suerte -comentó Wyatt con cierto machismo bonachón.

Los músculos de las mandíbulas de Liska se contrajeron como si estuviera tragando algo desagradable.

– Su idea de reforzar los vínculos entre las comunidades y sus departamentos de policía a través del programa e Internet me parece una innovación excelente -prosiguió.

Wyatt se regodeó en el elogio.

– América es una cultura multimedia -proclamó en voz alta mientras la reportera de televisión, una morena ataviada con una llamativa americana roja, se acercaba micrófono en mano.

Wyatt se volvió hacia la cámara y se inclinó hacia la mujer para oír su pregunta.

Kovac miró a Liska con expresión desaprobadora.

– ¿Qué pasa? A lo mejor me da trabajo como asesora técnica. Se me daría muy bien -se defendió su compañera con una sonrisita traviesa-. Podría ser mi trampolín para salir en películas de Mel Gibson.

– Me voy a mear.

Kovac se abrió paso entre la muchedumbre que había acudido a gorrear el alcohol pagado por Ace Wyatt y a engullir alitas de pollo picantes con tacos de queso rebozado. La mitad de los asistentes ni siquiera conocían a Wyatt ni, por descontado, habían trabajado con él, pero tenían mucho gusto en celebrar su jubilación. Habrían celebrado con el mismo gusto el cumpleaños del diablo si con ello pudieran disfrutar de barra libre.

Paseó la mirada por el fondo del establecimiento, donde los adornos navideños que reflejaban la cegadora luz de los focos surtían un efecto surrealista. Era un mar de personas, muchas de las cuales le sonaban, pero pese a ello se sentía tremendamente solo. Vacío. Había llegado el momento de pillar una cogorza de mil pares de narices o irse a casa.

Liska revoloteaba en las inmediaciones del séquito de Wyatt, intentando congraciarse con el sirviente principal. Wyatt se había alejado un poco para saludar a una rubia atractiva y de expresión seria que le resultaba vagamente familiar. El capitán le había apoyado una mano en el hombro y se inclinaba hacia ella para decirle algo al oído. Elwood intentaba acabar él sólito con el bufet libre. Tippen se esforzaba por ligarse a una camarera que lo miraba como si acabara de pisar algo muy desagradable.

No repararían en su ausencia hasta que el bar estuviera a punto de cerrar, y aun entonces la añoranza sería más que pasajera.

¿Dónde está Kovac? ¿Se ha ido? Pásame los cacahuetes.

Se dirigió hacia la puertas.

– ¡Eras el mejor poli del cuerpo, joder! -vociferó de repente un borracho-. ¡Y los que no estén de acuerdo que vengan a hablar conmigo! ¡Vamos, vamos! ¡Daría las dos piernas por Ace Wyatt!

El borracho estaba sentado en una silla de ruedas ladeada sobre los tres escalones que conducían a la sala principal del bar, donde se hallaba Wyatt, y no tenía piernas que dar, pues las suyas habían quedado inutilizadas veinte años antes. De ellas no quedaba más que los huesos escuálidos y los músculos atrofiados. En cambio, poseía un rostro relleno y colorado, y un torso poderoso como un tonel.

Kovac sacudió la cabeza y avanzó hacia la silla de ruedas en un intento de captar la atención de su anciano ocupante.

– ¡Eh, Mikey! Que nadie te lo discute -dijo. Mike Fallon se lo quedó mirando sin reconocerlo y con los ojos relucientes de lágrimas.

– ¡Es un puto héroe, y que nadie se atreva a decir lo contrario! -espetó enojado mientras extendía un brazo en dirección a Wyatt-. ¡Quiero a ese hombre! ¡Lo quiero como si fuera mi propio hijo!

La voz del anciano se quebró al pronunciar la última palabra, y su rostro se contrajo en una mueca de dolor que no guardaba relación alguna con la cantidad de whisky Old Crow que había ingerido en las últimas horas.

Wyatt perdió la sonrisa de anuncio mientras caminaba hacia él. De repente, la mano izquierda de Mike Fallon cayó sobre la rueda de la silla. Kovac dio un salto hacia delante y chocó con otro borracho.

La silla cayó por la escalinata, y su ocupante salió despedido. Mike Fallon cayó al suelo como un saco de patatas.

Kovac empujó a un lado al otro borracho y descendió los tres escalones. La muchedumbre había retrocedido unos pasos por el susto. Wyatt permanecía inmóvil a unos tres metros de distancia, mirando a Mike Fallon con el ceño fruncido.

Kovac apoyó una rodilla en el suelo.

– A ver, Mikey, vamos a levantarte. Parece que has vuelto a confundir la cara con el culo.

Alguien enderezó la silla de ruedas. El anciano se tendió de espaldas e hizo un desesperado intento por incorporarse, aunque lo único que consiguió fue retorcerse como una foca varada mientras las lágrimas le rodaban por las mejillas. Un tipo al que Kovac conocía de Atracos lo asió de una axila mientras él lo asía de la otra, y entre los dos volvieron a sentar a Fallon en la silla.

Los presentes les dieron la espalda, sintiendo vergüenza ajena por el anciano. Fallon inclinó la cabeza en un ademán de abyecta humillación, una imagen que Kovac habría deseado no presenciar jamás.

Conocía a Mike Fallon desde el día en que ingresó en el cuerpo. Por aquel entonces, todos los patrulleros de Minneapolis conocían a Iron Mike y seguían su ejemplo y sus órdenes. Muchos de ellos habían llorado como niños cuando recibió los disparos que le inutilizaron las piernas. Pero verlo en aquel estado, quebrado en todos los sentidos, rompía el corazón.

Kovac se arrodilló junto a la silla y apoyó una mano en el hombro de Fallon.

– Venga, Mike, vámonos a casa, ¿vale? Yo te llevo.

– ¿Estás bien, Mike? -inquirió Wyatt con voz forzada cuando por fin se acercó.

Fallon extendió una mano temblorosa hacia él, pero no consiguió reunir valor suficiente para alzar la mirada cuando el capitán se la estrechó.

– Te quiero como a un hermano, Ace, como a un hijo. Más aún. Sabes, no tengo palabras para…

– No tienes que decir nada, Mike, de verdad.

– Lo siento, lo siento -farfulló el anciano una y otra vez, cubriéndose el rostro con ambas manos.

Los mocos le colgaban como una goma elástica entre la nariz y el labio superior, y se había mojado los pantalones.

Por el rabillo del ojo, Kovac advirtió que los periodistas se aproximaban como buitres.

– Lo llevaré a casa -aseguró Kovac a Wyatt mientras se incorporaba.

Wyatt miraba con fijeza a Mike Fallon.

– Gracias, Sam -murmuró-. Eres un buen hombre.

– Soy un capullo, pero no tengo nada mejor que hacer.

La rubia había desaparecido, pero la morena de la tele volvió a situarse junto a Wyatt.

– ¿Es Mike Fallon? ¿El agente Fallon, del asesinato de Thorne en los setenta?

El paniaguado de cabello negro se materializó junto a ella y la apartó mientras le susurraba algo muy serio al oído.

Wyatt recobró la compostura y se volvió para alejar a los reporteros con expresión desaprobadora.

– Solo ha sido un pequeño accidente, amigos. Que siga la fiesta.

Kovac observó al hombre que sollozaba en la silla de ruedas.

Que siga la fiesta.

Загрузка...