– ¿Qué probabilidades hay de que la sangre sea de Iron Mike? -preguntó Tippen mientras tomaban una cerveza.
Estaban en Patrick's con los incondicionales que siempre se congregaban allí al término del primer turno, así como la peña que acudía los viernes para su sesión semanal de bar.
– Escasas o nulas -repuso Kovac.
Cogió un puñado de frutos secos del cuenco colocado ante él y seleccionó los cacahuetes y los lacitos salados. Sospechaba desde hacía mucho tiempo que aquellas cosas duras que se hacían pasar por nachos en miniatura eran, en realidad, uñas cortadas.
– Habría tenido que situarse frente al viejo para dispararle, y toda la porquería habría salido despedida en dirección contraria. Creo que la sangre del mono es lo que Neil Fallon dice, entrañas de pescado, pero eso no significa que no matara a su padre. Y ahora lo tenemos entre rejas, donde podrá agobiarse hasta decidirse a confesar.
– Con el fin de semana por medio, no tendremos los resultados del laboratorio hasta el martes o el miércoles -comentó Elwood-. Si tiene algo que contar, creo que lo soltará como máximo el domingo por la noche.
– Una confesión dominical -exclamó Tippen con la sabiduría que proporciona la experiencia-. Qué simbólico.
– Qué católico -puntualizó Kovac-. Así lo educaron. Neil Fallon no es un asesino a sangre fría. Si se cargó al viejo, no podrá vivir mucho tiempo con el sentimiento de culpabilidad.
– No sé, Sam -dudó Tippen-. ¿Acaso no albergamos todos sentimientos de culpabilidad por algo? Los arrastramos durante toda la vida como un lastre, algo que nos domina y nos impide alcanzar la felicidad verdadera. Nos recuerda que somos indignos y nos proporciona la excusa perfecta para no esforzarnos al máximo.
– La mayoría de las personas no se cargan a su padre. Esa clase de sentimiento de culpabilidad estalla tarde o temprano -aseguró Kovac.
Dicho aquello se levantó, deseando no tener que hacerlo.
– ¿Adonde vas? -quiso saber Tippen-. Te toca pagar.
Kovac dejó algunos billetes sobre la mesa.
– Voy a ver si puedo acelerar un poco el proceso.
A pocas puertas de Steve Pierce se celebraba una fiesta de Navidad; música y carcajadas escaparon de la casa cuando llegó un nuevo grupo de invitados a la casa adosada. Kovac permaneció apoyado contra su coche mientras apuraba el cigarrillo y después de arrojarlo al suelo se dirigió a la puerta de Pierce.
En la casa había luz, y el Lexus de Pierce estaba aparcado en el sendero de entrada. Tal vez había ido a pie a la fiesta de los vecinos, pero Kovac lo dudaba. Aquel año, Steve Pierce no celebraría las Pascuas. Resultaba muy difícil estar alegre con una losa de pérdida, dolor y culpa colgada del cuello. Kovac esperaba que la prometida se hubiera marchado, dejando a Pierce solo y vulnerable.
– Hay que abusar de ellos cuando peor están -masculló Kovac entre dientes antes de llamar al timbre.
Al cabo de unos instantes sin obtener respuesta, llamó de nuevo. A la casa de la fiesta llegaron más invitados. Uno de ellos, que llevaba una bufanda de color rojo brillante, corrió al jardín, rodeó los hombros de un muñeco de nieve y empezó a cantar un villancico.
– Por el amor de Dios, otra vez usted -bufó Pierce al abrir la puerta-. ¿Ha oído hablar alguna vez del teléfono?
– Prefiero el contacto personal, Steve. Demuestra que de verdad me importa lo que hago.
Pierce ofrecía un aspecto aún más lamentable que la noche después de encontrar el cadáver de Andy Fallon. Llevaba la misma ropa y olía a tabaco, whisky y sudor… la clase de sudor provocado por la tensión nerviosa, un olor distinto del sudor físico, más acre y penetrante. En una mano sostenía un vaso de whisky medio lleno, y de sus labios colgaba un cigarrillo. A juzgar por su apariencia, no se había afeitado desde el funeral.
– Lo que quiere es meterme entre rejas -dijo.
– Solo si ha cometido un delito.
Pierce se echó a reír. Estaba casi borracho, pero con toda probabilidad, no se atrevería a cruzar la frontera para entumecer el dolor por completo. Kovac sospechaba que Pierce quería experimentar ese dolor, y el whisky lo ayudaba a mantenerlo dentro de unos márgenes soportables.
– Neil Fallon está en la cárcel -anunció Kovac-. Cabe la posibilidad de que matara a su padre. Me gustaría conocer su opinión al respecto.
– Bueno, eso merece un brindis -exclamó Pierce, alzando la copa-. Entre, sargento -invitó al tiempo que se apartaba de la puerta abierta.
Kovac lo siguió.
– ¿Un brindis porque Neil está en la cárcel o porque Mike ha muerto?
– Dos por el precio de uno. La verdad es que eran tal para cual.
Entraron en la salita de las paredes azul marino. Kovac cerró la puerta tras de sí para ganar unos instantes en el caso de que apareciera la novia.
– ¿Conoce bien a Neil?
Pierce sacó otro vaso de la alacena instalada sobre el bar, lo llenó de Macallan y rellenó su propio vaso.
– Lo bastante para saber que es un bruto, un tipo carcomido por la furia, celoso y mezquino. De tal palo, tal astilla -recitó mientras alargaba el vaso a Kovac-. Siempre le decía a Andy que en el hospital debían de haberse equivocado de familia cuando nació, porque era incomprensible que procediera de esa manada de perros rabiosos. Era tan decente, tan bueno, tan amable…
Sus ojos se llenaron de lágrimas, y se volvió hacia la estrecha ventana que daba al costado de la casa. La casa contigua estaba a oscuras.
– Era mucho mejor que ellos -prosiguió con voz tensa por la frustración y la injusticia percibida-, pero pese a todo, no paraba de intentar ganárselos.
Kovac tomó un sorbo de whisky, comprendiendo al instante por qué la botella costaba cincuenta dólares. Sabía a oro líquido.
– Fue el favorito de su padre durante mucho tiempo -observó sin apartar la mirada de Pierce mientras se desplazaba hacia el costado de una de las butacas de cuero para tener mejor perspectiva-. Imagino que le costaría mucho aceptar el rechazo del viejo.
– Se pasaba la vida intentando compensarlo, como si tuviera algo de que avergonzarse. Quería que su padre comprendiera lo que un hombre como él no captaría ni en un millón de años. Le dije a Andy que lo dejara correr, que no podía cambiar a su padre, pero no me hizo caso.
– ¿Cómo pensaba compensar a su padre?
– No lo sé -repuso Pierce, encogiéndose de hombros-. Ahí estaba el problema. Andy creía que quizá podían hacer algo juntos, como escribir las memorias del viejo o algo así. A veces hablaba de ello, de que quizá si conociera mejor a su padre, lo comprendería mejor y encontraría algún denominador común. Quería saber más cosas del tiroteo que lo dejó inválido, porque había sido un momento decisivo en la vida de Mike. Pero el viejo no apreciaba los esfuerzos de Andy. No quería hablar de lo sucedido ni de sus sentimientos. No creo que ni siquiera tuviera el vocabulario necesario para expresarlos. El hecho de encontrarse a sí mismo no ocupa precisamente un lugar destacado en la lista de prioridades de las personas como Mike Fallon o Neil.
– ¿Y qué me dice de Neil? -quiso saber Kovac-. Afirma que no se inmutó cuando Andy le contó que era homosexual.
Pierce se echó a reír de nuevo.
– Ya, seguro. De todos modos, ya odiaba a Andy. Creía que el hecho de ser heterosexual le daría ventaja sobre su hermano ante el viejo. Había dejado de ser la oveja negra, porque para los garrulos como Mike, la homosexualidad supera el estigma de ser un delincuente convicto.
– ¿Andy lo veía mucho?
– De vez en cuando procuraba hacer cosas típicas de hombres y de hermanos con Neil, como cazar, pescar y tal. Menuda pérdida de tiempo. Neil no quería entender ni apreciar a Andy. Lo único que quería de él era dinero.
– ¿Le pidió dinero a Andy?
– Por supuesto. Primero se lo planteó como una buena inversión. Le dije a Andy que eso era una chorrada, que le diera el dinero a su hermano si no le importaba no volverlo a ver jamás. ¿Una inversión? Menuda parida. Era como tirar el dinero por el retrete.
– ¿Qué hizo Andy?
– Darle largas. Le decía que quizá más adelante, con la esperanza de que Neil captara la indirecta. -Tomó otro trago de whisky-. Inversión, bah…
– ¿Sabe si alguna vez se pelearon?
Pierce negó con la cabeza, dio una última chupada al cigarrillo y apagó la colilla contra el canto del alféizar.
– No, Andy no quería pelearse con él; se sentía demasiado culpable por ser mejor que el Fallon medio. ¿Por qué lo pregunta? ¿Cree que Neil lo mató?
– Aún no lo hemos descartado.
– No me cuadra. Neil no es lo bastante inteligente. A estas alturas ya le habrían echado el guante.
– Es que ya se lo hemos echado.
– Aun así… ya me entiende -insistió Pierce mientras volvía al bar y rellenaba su vaso por enésima vez-. Neil no es un tipo pulcro, ¿no le parece? Más bien se decantaría por un arma de fuego, por un cuchillo, algo con mucha sangre y entrañas, destrucción y huellas dactilares por todas partes.
– Puede.
– Y desde luego, no lo sentiría. Joder, lo más probable es que ni siquiera sepa deletrear «lo siento». Debería haber muerto él -espetó con amargura antes de beber otro trago y añadir más leña al fuego de su furia-. Desgraciado de mierda. No tiene sentido que una persona tan buena como Andy…
De repente, las lágrimas se adueñaron de él como un torrente, y pese a que intentó contenerlas, no lo consiguió. Masculló un juramento entre dientes y arrojó el vaso, que fue a estrellarse contra el bar, salpicando las inmediaciones de whisky y fragmentos de cristal.
– ¡Dios mío! -gimió, cubriéndose la cabeza con los brazos, como si intentara defenderse de los golpes de un poder superior que lo castigara por sus pecados.
Empezó a balancearse mientras sollozaba con amargura absoluta.
– ¡Dios mío!
Kovac esperó, permitiéndole desahogar el dolor, dándole tiempo para mirar al demonio a la cara.
– Usted lo quería -dijo por fin.
Sonaba extraño dicho a un hombre, pero mientras presenciaba la profundidad del dolor de Steve Pierce, se dijo que sería una suerte contar con algún ser humano, fuera hombre o mujer, que lo amara con semejante intensidad. Aunque por otro lado, quizá lo que estaba viendo no era más que un sentimiento de culpabilidad muy hondo.
– Sí -reconoció Pierce en un susurro atormentado. Kovac le apoyó una mano en el hombro, pero Pierce se apartó de él.
– Tenía una relación con él.
– Andy quería que lo reconociera, que saliera del armario. Pero no podía. La gente no lo entiende, no entiende nada. Aunque digan que lo entienden, no es cierto; he sido testigo de ello. Sé lo que se dice a espaldas de los demás, los chistes, las pullas, la falta de respeto. Sé lo que pasa. Mi carrera… todo por lo que he luchado… Yo…
Se interrumpió, como si el argumento no le resultara convincente ni a él. Se dejó caer en una de las butacas de cuero con el rostro sepultado entre las manos.
– Andy no lo entendía, pero yo no podía…
Kovac dejó el vaso sobre la mesa.
– ¿Estuvo usted con él la noche en que murió, Steve?
Pierce sacudió la cabeza una y otra vez mientras intentaba recobrar la compostura.
– No -dijo por fin-. Ya le dije que lo vi el viernes por la noche. Las amigas de Jocelyn le habían organizado una especie de despedida de soltera. Andy y yo habíamos discutido por su decisión de salir del armario… y hacía mucho tiempo que no estábamos juntos ni nos hablábamos siquiera.
– ¿Salía con otro?
– No lo sé, puede. Una noche lo vi en un bar con alguien, pero no sé si estaban enrollados.
– ¿Conocía al otro?
– No.
– ¿Qué aspecto tenía?
– Tenía pinta de actor, con el pelo oscuro y una sonrisa radiante, pero no sé si estaban juntos.
– ¿Qué pasó cuando fue a verlo el viernes por la noche?
– Volvimos a discutir. Quería que le contara la verdad a Joss.
– Y usted se enfadó.
– Más bien me exasperé.
– ¿Cuánto tiempo llevaban juntos usted y Andy?
Pierce agitó la mano en un gesto vago.
– Esporádicamente, desde la universidad. Al principio creí que no era más que un experimento… curiosidad. Pero no dejaba de… necesitarlo… de llevar una doble vida… y no encontraba ninguna salida. Estoy prometido a la hija de Douglas Daring, por el amor de Dios. Nos casamos dentro de un mes. ¿Cómo voy a…?
– ¿Habían discutido en otras ocasiones sobre lo mismo?
– Cincuenta veces. Nos peleábamos, dejábamos de vernos un tiempo, nos reconciliábamos, dejábamos correr el asunto, él se deprimía…
Dejó la frase sin terminar y permaneció ahí sentado, encorvado como un anciano, el rostro contraído en un rictus de dolor y remordimiento.
– ¿Pudo habérselo contado a Jocelyn? -preguntó Kovac.
– No, Andy no era así. Consideraba que era asunto mío, mi responsabilidad. Y yo no la asumía.
– ¿Estaba Andy enfadado con usted?
– Dolido -puntualizó Pierce-. No quiero creer que se suicidara -añadió tras una pausa-, porque no quiero creer que quizá yo le empujé a ello.
En sus ojos volvieron a brillar las lágrimas; los cerró con fuerza, y las lágrimas se deslizaron por entre sus pestañas.
– Pero me temo que soy responsable -murmuró-. No fui lo bastante hombre para reconocer lo que soy, y puede que la persona a la que más quería en el mundo haya muerto por eso. En tal caso, yo lo maté. Lo amaba y lo maté.
El silencio quedó suspendido entre ellos, quebrado tan solo por el murmullo del equipo de música al fondo. Sonaba una de esas emisoras de seudojazz que siempre parecían retransmitir la misma melodía, con el mismo ritmo, el mismo saxo gimiente, la misma trompeta perezosa. Kovac lanzó un suspiro y se preguntó qué debía hacer a continuación. Nada, suponía. No tenía sentido seguir presionando a Pierce. Era su secreto, su losa, y su castigo consistiría en seguir cargándola durante el resto de su vida.
– ¿Se lo contará a Jocelyn? -preguntó por fin.
– No.
– Es una mentira muy grande para arrastrarla toda la vida, Steve.
– No importa.
– Puede que a usted no, pero ¿no cree que ella merece algo mejor?
– Seré un buen marido, incluso un buen padre. Hacemos una pareja impresionante, ¿no le parece? Eso es lo que quiere Joss, un muñeco Ken de tamaño natural para vestirlo, sacarlo a pasear y fingir. A mí se me da muy bien fingir; llevo haciéndolo casi toda la vida.
– Y lo harán socio en Daring-Landis, y todos serán infelices y no comerán perdices.
– Nadie se dará cuenta.
– El sueño americano.
– ¿Está usted casado, Kovac?
– En dos ocasiones.
– Y eso lo convierte en un experto.
– En lo que respecta a la infelicidad, sí. He acabado por darme cuenta de que es más barato y más fácil ser infeliz solo.
Otro silencio.
– Debería contárselo, Steve. Por el bien de los dos.
– No.
En aquel momento, Kovac vio que la puerta del pasillo se abría lentamente, y la aprensión le formó un nudo en la garganta. Jocelyn Daring apareció en el umbral con el abrigo puesto. Kovac no sabía cuánto tiempo llevaba allí, pero a juzgar por su expresión, el tiempo suficiente. Tenía las mejillas manchadas de lágrimas y rímel, los labios desprovistos de color. Pierce la miró sin decir nada. Al cabo de unos instantes, los labios de Jocelyn se torcieron en una mueca temblorosa.
– ¡Maldito hijo de puta! -escupió como si disparara las palabras antes de abalanzarse sobre Pierce como una posesa.
Kovac la asió por la cintura justo a tiempo. La joven gritó y se debatió, agitando los puños hasta que le dio en la frente y le abrió el corte que había empezado a cicatrizar. Por fin le asestó un puntapié, se zafó de él y cogió un candelabro de peltre que había sobre la mesilla.
– ¡Maldito hijo de puta! -repitió antes de golpear a Pierce, que no se había movido, en la cabeza-. ¡Te dije que no hablaras con él! ¡Te lo dije! ¡Te lo dije!
Kovac la agarró por detrás en un intento de apartarla de Pierce. Su cuerpo era firme y fuerte, era alta y la poseía una rabia sobrehumana.
Pierce no intentó defenderse. La sangre le corría en varios regueros por la cabeza. Se la enjugó con los dedos y se pintó con ella la mejilla.
– ¡Yo te quería! ¡Te quería! -siguió chillando Jocelyn, al borde de la incoherencia-. ¿Por qué se lo has contado? Yo podría haberlo arreglado todo.
De repente su furia se disipó, y la joven se desmoronó entre sollozos. Kovac la condujo hasta una silla y la ayudó a sentarse. Incapaz de sostenerse, resbaló al suelo y se aovilló, asestando puñetazos a la silla.
– Podría haberlo arreglado todo. Podría haber…
Kovac se inclinó y le quitó el candelabro mientras la sangre de su propia herida le manchaba el jersey de cachemira azul celeste.
– Creo que tiene usted razón, sargento -musitó Pierce, mirándose la mano ensangrentada-. Sin duda es más fácil ser infeliz solo.
El vecino había logrado encontrar un metro cuadrado disponible en su jardín para añadir otro adorno a la fiesta, un marcador luminoso que contaba las horas y los minutos que faltaban hasta la llegada de Papá Noel.
Kovac se lo quedó mirando durante un rato, fascinado por los números que iban cambiando, preguntándose qué sanción le impondrían si lo detenían por destrucción de una propiedad privada. ¿Cuántos iconos luminosos y estridentes consagrados a la sobrecomercialización de las fiestas podía destruir antes de rebasar la frontera entre falta y delito? ¿Podría declararse culpable de un crimen menor y conservar la placa?
Finalmente decidió que no tenía fuerzas para el vandalismo y se limitó a entrar en casa. Seguía tan vacía como antes, salvo por el hedor de la basura que debería haber sacado por la mañana.
Hogar, dulce hogar.
Se quitó el abrigo, lo echó sobre el respaldo del sofá, y fue al baño de la planta baja para asearse y evaluar los daños. El corte que tenía sobre el ojo izquierdo ofrecía un aspecto tremendo, una costra manchada de sangre seca. Debería haber ido a urgencias para que se lo curaran, pero no lo había hecho. Se lo limpió con un paño entre muecas de dolor, pero por fin desistió, se lavó las manos y se tomó tres analgésicos.
Fue a la cocina, abrió el frigorífico, sacó un bocadillo de albóndigas a medio comer y lo olisqueó. Mejor que la basura…
Bocadillo en mano, se apoyó contra el mostrador y escuchó el silencio mientras repasaba mentalmente la escena acaecida en casa de Pierce. Jocelyn Daring, loca de rabia, dolor y celos, cruzando la estancia como una exhalación.
Te dije que no hablaras con él… ¿Por qué se lo has contado?… Yo te quería. Te quería.
¿Por qué se lo has contado?
Extraña frase, pensó Kovac, como si la homosexualidad de Pierce fuera un secreto que Jocelyn ya conociera, pese a que Pierce no se lo había contado ni tenía intención de contárselo.
Recordó la noche en que la conoció, su actitud hacia Pierce, tan posesiva y protectora, la expresión cautelosa cuando le preguntó si conocía a Andy Fallon.
Eso es lo que quiere Joss, un muñeco Ken de tamaño natural para vestirlo, sacarlo a pasear y fingir…
Era una mujer excepcionalmente fuerte. Aun ahora le dolían los bíceps por el esfuerzo de retenerla. Con aire pensativo, se llevó el bocadillo a la boca para darle un bocado, pero su busca sonó antes de que pudiera verificar si contraería o no salmonella. La pantalla mostraba el número del móvil de Liska. Marcó su número y esperó.
– Casa del Dolor. Servicio a domicilio.
– Sí, hola, quiero otro golpe en la cabeza y de postre una patada en los dientes.
– Lo siento, pero no tenemos tiempo para divertirnos. Pero te voy a alegrar el día. Deene Combs ha movido ficha. Una hija de Chamiqua Jones ha muerto.